Un año antes que Pardiñas descerrajara el pistoletazo a Canalejas y como aventura progresista, el crupier de un indiano, propietario de casas de juego, inauguraba en un corralón el motor de gas pobre que, durante veinticinco años, generaría los primeros calambres en esta villa. Producía un ruido constante, lento, pertinaz, sordo y roncador, que trasminaba hasta los cortinales. Era el pueblo, en las noches de luna como un enorme gato blanco ronroneante echado al pie del San Cristóbal. Vicente el Corredor, que era medianero por la cuadra con la nueva industria, no podía descansar ni de día ni de noche, por lo que estaba indemnizado con una bombilla gratuita. y cuando anticuado el procedimiento se trajo el fluido de La Peña de la Sal, también se quejó Vicente de que al faltarle el ruido y hecho a él a través de tantos años, tampoco podía conciliar el sueño, por lo que la empresa le respetó la gratuidad de la bombilla. Los apagones eran muy frecuentes, la luz de un rojizo tristón invitaba más al sueño que a la vela; pero como la competencia estaba representada por el candilillo de aceite, el quinqué petrolero y la lámpara de carburo, la parroquia se dividió una vez más entre conservadores y liberales. El técnico electricista era Cayetano, que por esta razón respondía por Cayetano el de la luz, y el cobrador, Ortega el enterrador. No existía contador y el aforo del consumo se hacía mediante un tanto alzado; una perra gorda por bombilla y día, de cuyo cobro el sepulturero se encargaba al atardecer. El desconocimiento de los secretos de este fluido era general, acentuándose en el usuario, que consideraba mágicos los ajetreos de Cayetano, y dándose casos de lógica campesina, como la de aquél probo labrador que al notar alborotada la canga que cobijaba en una cuadra aneja, no dudó en cortar con la navaja el cordón para trasladar la iluminación al pesebre y tranquilizar a los animales. Suponía que la misión del cable era sostener la lámpara del techo. El combustible era carbón vegetal y la refrigeración de este ingenio, que se ponía al rojo blanco, se lograba con el agua de dos estanques, en vasos comunicantes. Como siempre, los primeros que lograron profundizar y sacar partido de las leyes que regían a esta moderna energía, fueron los chavales, que a los pocos días de su distribución ya tenían detectada una mancha de humedad en una pared que soltaba voltios a granel y, con la clásica malicia rural, se unían de las manos en hilera hasta llegar a la víctima, perro, gato, caballería o el bobo de turno, momento en que hacía contacto el cabecilla con el muro y proporcionaba la descarga al elegido, colocado en último lugar. Al establecer la empresa Santa Emilia Fábrica de Fluido Eléctrico, que está era la razón social, el contrato con el salto de agua de Constantina, de la que se hacía revendedora, además de acabar prácticamente con la competencia, aumentó su potencial, dando más brillo al alumbrado y, sobre todo, concertó con el Ayuntamiento iluminar al municipio. Era humilde y pobretón, pero cumplía con su cometido de pequeños faros en las esquinas para orientar y endilgar al cura, al médico, a la matrona, al borracho o al fantasma burlador. Estos últimos fueron los únicos disconformes con las nuevas instalaciones que delataban sus aventuras, pues de tiempos remotos, en los pueblos, el fantasma ocultaba una trama amorosa; por ello ocurría que en las calles donde habitaba una hembra alegre, la bombilla siempre tenía una pedrada. ¡Bueno!, entiéndase. En los pueblos siempre hubo, además de fantasmas, brujos y duendes, que tienen sus diferenciaciones y | cometidos distintos, pero a los que la luz eléctrica hizo mucho daño, reduciendo su número y su prestigio. El fantasma es el de mayor dignidad; de mayor estatura, se cubre de blanco o de negro, guarda las distancias, hace aspavientos, a veces le brillan los ojos y se desvanece como llegó. El arrastrar cadenas ha caído en desuso. El brujo siempre es más viejo; está malformado, es socarrón, de poca estatura, la dentadura podrida y practica el curanderismo. Lo mismo que el fantasma, puede ser masculino o femenino. El duende es un corre ve y dile de los anteriores, aunque ninguno tiene negocios en común; es un poco infantil, pequeñajo, orejudo, y su misión es enredar. Arrastra un talante mariconcillo. Como fantasmas de prestigio, se recuerdan el del callejón de la Yesca, expulsado por el fragor de la discoteca, el del callejón del Latero de gran agilidad y el de la calle San Antonio, que exclamó ¡ay Dios mío! con timbre de voz parecida a la del droguero, cuando le dio la perdigonada el Ñacle desde su ventana. Aún después de ser sustituido el carbón por el agua, como generadores de la electricidad de la villa, los apagones no dejaron de ser frecuentes. Los temporales con sus vientos y aguas reblandecían y tiraban como fichas de dominó los palos del tendido, y Cayetano y un ayudante, se perdían por barrancos y malezas en un safari de aisladores y armados hasta los dientes de alicates y trepadores. En esas noches en que las tinieblas y los elementos desenterraban los candiles y velones, no era raro que surgiera algún fantasmón incipiente. Y es que a las brujas no les importa la luz; prueba de ello es que la Chicharra, de brujería acreditada, tenía consulta en el molino del Pradillo y de allí se la llevaron presa cuando le dio la pócima a la moza que codiciaba aquel viejo viudo. Se confirmó que el filtro, aliñado a base de salamanquesa, adormidera y corteza de adelfa, fue en su composición una triaca muy dura y la doncella se echó a morir. Pero, bien fuera por la toma o por el daca de los olivarillos del vejete, la mozuela accedió al matrimonio y Paca la Chicharra, que tenía lengua de sierpe decía: "Ellos en la cama y yo en la cárcel y además, sin haber cobrado un duro". Con el paso del tiempo la primitiva empresa fue absorbida por una sociedad anónima de ámbito nacional. Desaparecieron los postes de madera donde los pequeños hacían romas las púas de los trompos, pinchando una y otra vez y las avispas sacaban esquirlas para sus panales. Llegaron las torres metálicas abiertas de piernas y con soberbias alturas, utilizando como señal para disuadir a los escaladores, no la clásica calavera con las tibias, sino un muñeco contorsionado. Al mando de la cuadrilla que desmanteló e instaló la red, venía un hombre de aspecto taciturno, al que las mujeres odiaban por el destrozo que ocasionaban sus empleados en las fachadas de las casas y el poco oído que prestaba a sus quejas. Esta antipatía se trasformó en lástima al correrse la voz de su desgracia. Un día, ese duendecillo malino que anda por las tabernas, lo enredó más tiempo de lo que tenía por costumbre. Al volver a su casa para almorzar, pasó primero por la caseta del trasformador y, como viera una de las palancas desconectada, la volvió a su lugar estableciendo la corriente. Con su mujer frente a frente remataba el puchero, cuando le vino a la cabeza, como un rayo, el recuerdo de que a su hijo lo había mandado él a reparar una avería en esa línea. |
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AutorAsociación Cultural LA MEMORIA PRODIGIOSA.
José Mª Durán Ayo ARTÍCULOS DE José Mª Durán Ayo MÁS ALLÁ DE MI MEMORIA. José María Odriozola Sáez CUADERNILLOS DEL ARCA DEL AGUA. Luis Odriozola Ruiz Archivos del blog por MES
Noviembre 2022
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