Nada presagiaba un cataclismo. La tarde era calurosa; en la ciudad los habitantes proseguían sus quehaceres, no existían indicios de ninguna que alterara nuestra forma de vida y aún menos que amenazara nuestra integridad. Como siempre, los mayores andaban engolfados en el difícil negocio de allegar el sustento y velar por la buena crianza de sus hijos y los pequeños les correspondíamos egoístamente, con la gula insaciable del golondrino y la torpeza de nudos de pelo. Desde nuestro balcón, en el enorme edificio que habitábamos, mis tres hermanos y yo, contemplábamos el tráfago y bromeábamos con nuestros vecinos, mientras las farolas se encendían por las calles. Después llegaron los padres; cenamos y a la cama; y para bien dormir, una vez más, los relatos de viajes con los que el jefe de la familia nos azorraba. Mares inmensos, países exóticos, animales extraños… “A orillas de ese gran río al que viajaremos cuando el verano aquí se enfríe, los hombres son de otro color, las ciudades escasas y distintas; también existen desiertos atroces donde la vida no tiene valor. A estas horas ya se retiran del abrevadero las cebras y gacelas, y se oye otilar a la hiena y el tauteo del chacal…” Y seguía y seguía narrando aventuras en mundos maravillosos, mientras su voz se alejaba y dejaba entrar al sueño, que se hacía profundo. Así era un anochecer tras otro, como también se repetía al alba la explosión de vida, los cantos y las precipitadas salidas para el trabajo. ¡¡Malhadada noche, aquella de Mayo!! Dio la alerta el castañeteo de miles de cigüeñas acompañado de horribles aullidos incalificables, que me empujaron a refugiarme despavorido entre mis padres. Después sobrevino un silencio tenso, como el que en las tormentas guarda la naturaleza entre sus | exhalaciones. Este fue roto por una hórrida polifonía de caramillos, címbalos, salterios y tímpanos, que mi padre no dudó en calificar como síntomas bíblicos del Juicio Final. Veíamos a miles de personas refugiadas en el circo donde compiten los atletas, adorando a una sacerdotisa, que igual parecía ménade que vestal, implorando piedad por su intercesión. Pero el Gran Dios no tuvo compasión de nosotros. Las horas pasaban y el paroxismo de las multitudes ascendía; a nosotros el pánico nos hacía apretarnos temblorosos. De pronto cesó todo ruido; tan solo se escuchaba un sordo murmullo como el de las aguas de una lejana cascada que producían miles de pies enfilando los vomitorios. Y a continuación sobrevino la hecatombe. La noche se llenó de luces; el suelo escupía llamas, bestiales explosiones agrietaban nuestros hogares y todos los astros del firmamento nos cayeron sobre las cabezas, coloreándonos luces fantásticas. Fue tal el terror, que los padres abandonaron a los hijos y éstos el tasín. Los que restábamos nos repartíamos el espanto y las toses de la pajuela. Después fue como si se hubiera abierto el Cuarto Sello y apareció el caballo bayo del Apocalipsis, sobre el que cabalga la mortandad. En vano esperamos el agua y el alimento de la boca de los progenitores; desquiciados y alucinados perdieron el rumbo y los alambres; las antenas y el agotamiento completaron la catástrofe. Yo caí del nido sobre una montaña de cáscaras de pepitas de girasol, y allí un vencejillo de mi edad, que renqueaba de una pata, me aclaró que solo había sido un festival de canciones con fuegos artificiales como fin de fiesta. Quedamos discutiendo qué sería mejor para nosotros, si los dientes de una rata o las manos de un niño. |
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AutorAsociación Cultural LA MEMORIA PRODIGIOSA.
José Mª Durán Ayo ARTÍCULOS DE José Mª Durán Ayo MÁS ALLÁ DE MI MEMORIA. José María Odriozola Sáez CUADERNILLOS DEL ARCA DEL AGUA. Luis Odriozola Ruiz Archivos del blog por MES
Noviembre 2022
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