¡Se creen los mayores que el tren es suyo!, pensaba al mirar el alocado frenesí de resoplidos y vapores de una locomotora que me recordaba a la colorada lavandera de mi casa cuando discutía con el marido. Se montan con caras de prisa, se asoman aburridos, leen, duermen... ¡no saben jugar! La casilla del Chulo, el capataz de la vía, es estupenda para explorar y ver el tren. Me traen en las tardes de verano y juego en el huerto cercado de traviesas negras y puntiagudas. Tiene una higuera sobre el pozo y desde la cruz de su tronco, atalayo la estación y me como las brevas picadas de pájaros. Mi padre, que es el más importante, bebe vino y prepara los tomates con sal. Es el médico y habla, habla, habla...con el capataz y el asentador, hasta que empiezan a cantar los grillos y me voy acercando al grupo porque se va haciendo oscuro. Hoy le he oído que nos vamos a otro pueblo, que ha escrito al jefe de Sevilla porque ya no quiere ser médico de los trenes, que está cansado de la guerra y le duele la herida que le hicieron en el frente. Pero de los mayores no hay que fiar; hoy dicen esto... mañana lo otro... ¡Si fuera verdad y tuviéramos que hacer un viaje largo, largo...! no como el ir a Sevilla, solo dos horas y luego en Rosales siempre hay que ir para atrás. Bonito, lo que se llama bonito, cuando fuimos en la zorra, esa plataforma con ruedas de tren, a Ventas Quemadas al nacimiento del niño del guardagujas. La empujaban y frenaban con palos dos mozos de estación; íbamos sentados con los pies colgando, casi dando en las piedras, corriendo como locos. Cuando llegamos el niño había nacido. Le regalaron a mi padre dos conejos muertos y a mí un pato vivo. Volvimos en el Carreta que era un tren estupendo. Tenía una máquina grande delante y otra detrás más pequeña, pero con la chimenea muy larga. Eran todos vagones de mercancías y cada dos o tres iba uno con garita donde dormía un hombre que le decían guardafrenos; pero el último carruaje llevaba asientos corridos y dos balconcillos en los extremos. Al llegar a un monte muy alto que se llama Cerro de Guillermo, se resbalaban las máquinas, chu, chu, chu... chuchuchu... una y otra vez hasta que se paraban tapadas de humo negro. Mientras más emocionante era nuestra aventura, más se enfadaban todos: el jefe del tren, el maquinista, el fogonero, los guardafrenos... todos vociferaban contra el carbón que era malo, que la guerra, ¡qué sé yo cuantas cosas...! ¡¡ No saben jugar!! Pero tren bonito, el Correo. Ese era casi de los buenos, buenos. La máquina era muy grande, negra con cinchos amarillos de metal como los "curitas", esos bichos que atraviesan las veredas en verano y que si les echas una saliva revientan... El maquinista y el fogonero con sus palas, eran dos fantasmas tiznados al aire libre, siempre pendientes de los muchos relojes sobre la boca del fogón. El agua que le metían por un agujero del lomo, salía de una ducha muy gorda que se movía tirando de una cadena y de la que nosotros nos columpiábamos. Conocíamos las locomotoras por el silbato, las de serie setecientas y novecientas corrían más y pitaban ronco, las milcien eran más lentas y su aviso agudo. La dedicada a las maniobras, era un juguete precioso con una chimenea como un sombrero de copa y siempre de acá para allá. En el tren Correo el primer vagón era el furgón, luego el de las cartas, después venía el primera, el segunda y dos vagones de tercera. El billete más bonito era el de segunda, un cartoncito de color verde; los otros, amarillo y marrón, muy feos. La misa la decía Don Manuel a las diez, y ¡hay que ver lo que teníamos que correr para verlo pasar! Íbamos tantos a ver pasar los trenes, que Don Elías, el jefe de estación, mandó que se cobrara billete de andén. Pero nosotros dábamos la vuelta y entrábamos por el muelle donde embarcan los cochinos. ¡Ahora, que el que aplastaba bien las perras gordas, era el tren de la piedra! Hasta que vino un guarda vestido de marrón con una escopeta de gatillo blanco, Ni sabía jugar ni se reía; estaba siempre escondido detrás de los vagones de carbón como si se los fueran a robar. Estaba el despacho del médico al lado de una casilla que le decían, no sé por qué, la de enclavamientos. Allí vivía un hombre muy fuerte, que cuando llegaba un tren, iba sin prisas con un martillo gordo dando en las ruedas...plink, plink...y casi siempre se le escapaba sin tocar el tambor en todas. Era serio, pero sabía jugar. La consulta para los enfermos olía como la casa, pero mezclada con brea, y tenía una parra a la entrada con muchas uvas. En ausencia de mi progenitor, el jefe la cortó, porque le picó una avispa, y mi padre dio parte y plantó una enredadera de flor de pasión que dicen atrae a las abejas. Un día a la semana se repartía la quinina y A.T.P. entre los enfermos de tercianas. Estas eran unas fiebres a plazo fijo que explicaban el dicho de aquella moza lamentándose de que a ella y a su novio les daba la calentura al mismo tiempo. Detrás de los servicios había una caseta con un letrero: caloríferos. Allí era donde se reunían en el invierno los empleados, al amor de una gran estufa que calentaba agua para unos depósitos de metal, que ponían en los departamentos de primera clase para que los viajeros colocasen los pies. Con frecuencia tenían piteras y por lo tanto muchas quejas de usuarios con los pies mojados, mortificaban a los revisores. La cosa más divertida y emocionante de la estación, no era el arenero, ni la tolva de la mina, sino una gran rueda de hierro con una vía por el centro que daba vueltas y ponía mirando para Sevilla la máquina que apuntaba hacia Guadalcanal. La empujábamos los chiquillos y andaba despacito hasta que ella quería, y nadie la podía parar. Una noche sin luz llegaron muchos hombres a mi casa a la hora de cenar. Se asustó mi madre que padecía del corazón y con la servilleta al cuello y grandes voces, mi padre puso orden en el portal. Un hombre de mono azul con la mano tapada con una toalla pasó al despacho. Por el agujero de la cerradura lo vi todo. Era la mano aplastada como las perras gordas que poníamos en el raíl, pero mucho más grande. Soñé varias noches con los dedos que vi al practicante meter en una cajita para dar al sepulturero. En aquellas maniobras que aplaudíamos, en las que los vagones corrían solos a chocar unos con otros, con un ferroviario esperando entre los topes para engancharlos, alguien se equivocó. Es un bonito juego, pero ya no me gusta tanto. Bajábamos a la estación a ver pasar los trenes militares con cañones monstruosos y repletos de soldados, que decían cantando que iban a morir; y a esperar durante horas los trenes de | moros e italianos sentados bajo un arco de hierro que dicen gálibo... Llevaban sábanas, barbas y bigotes, gallinas sueltas entre los asientos y olores raros. Los que mandaban tenían látigos muy bonitos. Los italianos hacían amistad con las muchachas y se ponían las bayonetas en la boca. ¡¡Adis-Abeba de la Abisinia!! los oíamos cantar. Espera, espera que vengan los españoles Los italianos se marcharán Y de recuerdo un bebé te dejarán Les cantábamos nosotros con el mismo son, a las mozas que les hacían cara. Los retretes olían parecido a las tapas de riñones de la cantina y tenían muchos letreros que no se podían decir, porque eran pecado. El que lo lea me la... ----- Con las bragas en la mano Ando buscando un papel... ----- En este rincón bendito Donde va toda la gente Hace fuerza... ---- c... tranquilos c... contentos pero hijos de... Los finales de mes llegaban una revolución, que no era más que un vagón que le decían de pagos. Lo traía un tren de Sevilla; lo ponían en una vía que llamaban muerta porque estaba oxidada y nadie se podía acercar porque tenía dentro mucho dinero. Una pareja de la guardia civil con las tripas muy gordas estaba sentada dentro y todos los empleados hacían fila para cobrar. Lo que no entendíamos eran sus disgustos y protestas por las faltas de dinero y sus risas y canciones en la taberna. Un día se recibió en casa un papel de Valladolid diciendo que los médicos eran alféreces de ferrocarriles y habían de ir a la estación de uniforme y con el gorro puesto. Me hizo una gran ilusión, aunque reconocía que era menos vistoso que el de aviación. Pero la locomotora que llevaba mi padre bajo la estrella plateada era impresionante. Aquellas Navidades fueron tristes; Llovió mucho, el pueblo estaba solo y la familia se reunía en mi casa para oír a Queipo de Llano por la radio. Metieron los libros en cajones, llenaron baúles y maletas de ropas y no quedó un mueble cognoscible al desarmarlos. Todo este montón de cosas lo llevó en el carro Antoñín, el mulero de mi bisabuelo, que guiaba al Gallardo y al Peregrino, dos mulos blancos a los que arrancaba cerdas de la cola para hacerme lazos de pájaros. En la estación esperaba el vagón que ponía: Destino Santoña (Santander) G.V. que quiere decir, gran velocidad. Fue una madrugada muy fría, a la luz de una lámpara de petróleo y con una estufa de carbón esperando al expreso. Según decían, no se había tomado Madrid y nuestro tren iría por muchos pueblos sin bajarnos, hasta uno que se llama Miranda de Ebro. Lloraba mi bisabuelo en la oscuridad y había perdido yo las ganas de tren, asustado de tantas noticias malas como oía de guerras y bombardeos. Y llegó el tren. Era el más largo que había visto. Me sonaron los mocos, me dieron muchos besos, dijeron muchas cosas y ¡arriba! Que ya pitaba. El coche en el que montamos no llevaba luz y estaba repleto, pasamos al siguiente, y al otro, y al otro, dando trompicones y tropezando con gente dormida sobre sus maletas, hasta dar con el oficial de escolta, que nos aconsejó ir al coche cama. Oí la discusión, porque nosotros teníamos pases de primera, y al final se pagó la diferencia y quedamos en un departamento de dos literas, mi madre, mi hermana y yo. Comiéndome las lágrimas me tiré en la de arriba y quedé dormido como yo sabía hacerlo. Un suave tacatá, tacatá me iba despertando con el recuerdo de la tristeza de mi bisabuelo, y por no llorar, subí la cortinilla de la ventana. Creí seguir dormido o haberme quedado ciego. Todo lo que veía era blanco y el tren que tomaba una curva, con los techos blancos también. Llamé a mi hermana que tampoco conocía la nieve y hasta la pobre de mi madre se pegó al cristal de la ventanilla con nosotros. Aquel día ocurrieron muchas cosas importantes. Vino un capitán de la legión gritando ¡Un doctor, un doctor!, Se necesitaba para curar unos heridos por la bomba que habían tirado al tren; después comimos en el coche restaurante y no se derramaba ni el agua de los vasos a pesar de que el tren volaba. Paramos mucho tiempo en un pueblo que llaman Salamanca y el tren siguió corriendo y nevando, corriendo y nevando... Al llegar la noche caí a plomo en la litera con el pecho explotando de tantas emociones. Me despertó el parón y el ruido de hierros cuando todavía era de noche... Estamos en Miranda; ¡abríguense bien para bajar!, nos recomendó el revisor. Vagones y nieve por todas partes con un frío que dolía y la voz del cabeza de familia: ¡¡A la cantina que nos helamos!! Nunca vi una taberna más fría y sola que aquella, ni una sala tan grande llena de mesas y sillas. Terminábamos el desayuno y rebosaba ya de soldados cantando, que, al salir para coger nuestro tren, se pegaban, como nosotros en el pueblo. Ocurrió que habían coincidido un tren de falangistas y otro de requetés. En un pueblo muy verde que se llama Treto descubrí el mar, mientras comentaba mi padre que sería el médico de muchos presos de guerra que tenían encerrados en el penal del Dueso, al lado de una inmensa playa que se llama Berria. Tengo un gran lío en mi cabeza de barcos, pescadores, soldados, desfiles y sobre todo el recuerdo de nuestra casa en Santoña, residencia de un político exiliado. Su galería, desde la que se veía entrar los barcos en el puerto, temblaba con las galernas... Los carros de la leche tirados por un caballejo y conducidos por una aldeana con las almadreñas... A Berria íbamos los chavales a ver miles de prisioneros que llegaban en formación cantando una canción que decía: Yo tenía un camarada... y después se bañaban en cueros. Reíamos al recordar el aspecto de cinco condenados a muerte, republicanos de mi pueblo y rudos labriegos, a los que el autor de mis días les puso bata de enfermeros para librarlos de la cantera. Yo creo que nos perseguía el ferrocarril, porque más tarde, en Valmaseda, mi progenitor fue médico de los Ferrocarriles del Norte y de la Robla y cuando volvimos a Sevilla, de la RENFE, hasta que se jubiló. Le bromeaba mi madre, que, si hubiese ido a la División Azul, hubiera sido funcionario del Transiberiano. |
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AutorAsociación Cultural LA MEMORIA PRODIGIOSA.
José Mª Durán Ayo ARTÍCULOS DE José Mª Durán Ayo MÁS ALLÁ DE MI MEMORIA. José María Odriozola Sáez CUADERNILLOS DEL ARCA DEL AGUA. Luis Odriozola Ruiz Archivos del blog por MES
Noviembre 2022
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