No andaba muy sobrado de salud y con el ánimo quebrado por la convalecencia. La paz que comunicaba una sola cigüeña planeando en un azul infinito, tenía en mí mucho parecido con el cansancio. Despacio y titubeando, como por casualidad, endilgué mis pasos por aquel callejón en el que las casas se van haciendo más bajitas, los ventanucos más estrechos y las tapias de los corrales degeneran en alambres de cercados. Por allí deja sitio en su ojo, para que pase el arroyo, un puentecillo antiguo, que llaman por este favor el del Arroyo Hondo, y donde una sucia cloaca envilece a los álamos y almendros de sus orillas. Después el Arroyo Hondo se hace más hondo, y se emboza de carrizos, hediondos y algún cañaveral, hasta unirse en el cordel de ganado, al hoy regato de la Arrolava, que hace años fue "arroyo de lavar". Pido disculpas al lector y le ruego retorne conmigo al primer puente, pues con estas disquisiciones he trasconejado el sendero del huerto. Y volviendo a éste, allí también entre unos olivos, a los que el viento al volver sus hojas las hace parecer un banco de alevines en un mar trasparente, verdeguea el huerto de Domingo. No llega a huerta; es un huertecillo en varios niveles con un cultivo desordenado, donde el té invade a los pimientos y el guindo ahoga en su sombra a los alcauciles. A la casilla se llega por una estrecha vereda de finísimo polvo rojo, que se ensancha y apelmaza en una plazoleta ante la puerta, y se barre y riega al atardecer. La habitación se compone de tres piezas con dos ventanas, casi troneras, en la que el hogar encalado se topa a la entrada. Un espeso naranjo da sombra a la jaula del cardelina, al que hurtan el alpiste los gorriones, y la alberca que se nutre de un chorrillo cantarín, vierte la rebosadura en una media tinaja, ruina de alguna tarazana. Yo no conocí a Domingo, pensaba al retreparme en el borde de la pila de lavar..., murió hace tantos años, que ya nadie lo recuerda; pero sí a Frasco, a Frasco el albañil y a su mujer la Tomasa. Era una pareja sin hijos; él, mazonero de chapuzas y desconchados con retorcido bigote canoso, acrecía sus ingresos con las verduras del huerto, y tanto en una actividad como en la otra, andaba siempre achispado de aguardiente y jocoso de carácter, En los días de huelga, de los que gozaba en abundancia, hacía el trueque de la gorrilla de alarife por el sombrero calañés, y a la pobre Tomasa la traía siempre sofocada por sus abundantes libaciones y prolongadas siestas. Más de una vez le había amenazado con frases como: ¡¡Algún día voy a hacer un disparate!!, ¡¡Me vas a enterrar!!... A lo que el bigotudo Frasco contestaba indefectiblemente al desplomarse en la cama: ¡Para cavar un agujero estoy yo ahora! En una ocasión en que el compadrazgo del anís y el vino le produjo grave avería, regresaba Frasco al huerto con el sol declinando. En vano intentaba centrarse en la vereda que se le escapaba y de lejos clamaba a la Tomasa para que le auxiliara en la arribada y en el descalzarse. Como la consorte no acudiera a su reclamo, se dirigió a la alberca con la idea de refrescar el semblante y en el pretil dar una culada, ¡¡Nunca la hubiera hecho! Horripilado, descubrió tendida en el fondo a una mujer | vestida y completamente inmóvil. La impresión le limpió los vapores alcohólicos y le trajo a la memoria las amenazas de su Tomasa. Notándose próximo al insulto, corrió hacia el pueblo al grito herido de ¡¡la he matado!!, ¡¡la he matado!!..., y en ese puentecillo, el del Arroyo Hondo, al espanto le suplió el horror al dar de hocicos con su mujer, que venía en sentido contrario, reservada de los últimos rayos de sol por un paraguas. Mucho tiempo tardó Frasco en reponerse de estas emociones, pues efectivamente en el agua del estanque había una mujer ahogada; era la Muda, una pobre lavandera del lugar que resbaló del brocal al sacar un balde para su colada. Abandonó la bebida nuestro albañil que quedó tristón, y brotó la alegría en el rostro de la Tomasa como si se hubiera practicado un trasvase; pero Frasco ya duró poco; por ironía del destino fue Tomasa la que le dio tierra. Hubo otros inquilinos del huerto, a cuyo recuerdo hoy se me niega la cabeza, anteriores a los actuales: Los Ponys. El pueblo llano y soberano, cruel y certero, los apoda así por su escasa estatura. Desde luego son originales sus tipos y sorprendentes sus hábitos. Han debido ir al pueblo, y desde mi poyete, observo la vivienda abierta registrada por las gallinas, la máquina de coser con el vientre al sol y de la ventana amarrado, un cachorro de podenco flaco y de ademanes pelotillero. A pesar de mi estado de ánimo, al enjuiciarlos para mis adentros, me sorprendí una sonrisa. Es el pater familias de media talla y rientes ojos claros, tras los que se oculta un miembro de la legión francesa, sargento en Indo-China. Bueno; es padre de la mitad de la progenie, porque ella, la Pony, es viuda con cuatro vástagos del primer marido; los otros cinco son producto de su actual hombre con el que no está casada, para eternizar la pensión del primero. De gruesas posaderas y rotundas mamas encuadradas en menos de vara y media de cuerpo, se place ella. Bizcos los ojos de garduña y peluda de patillas y bigote, lo recalca, cuando luce una camisa de baloncesto con unas axilas sin control. Los días de cobro hacen su entrada en el pueblo en un disparatado multicolor de atuendos. peregrinan gregarios de taberna en taberna, con una extraña solicitud por satisfacer los caprichos de los críos; beben todos sin distingos de edad cervezas y vinos, y no es extraño ver y oír a la Pony madre, arrancarse por fandangos de Lucena (que por cierto lo hace muy bien), jaleada por el legionario consorte y la prole de ambas sangres. De madrugada se retiran al Huerto de Domingo, vacilante el Pony padre, exultante la Pony madre, los mayores empujando la moto donde van dormidos a caballo dos o tres infantes y otro, el más pequeño, en brazos de la hija mayor a la que auxilia solícito el novio. Todos ellos aún dormidos, conservan en las bocas los palillos de dientes de las tapas, sistema de justo control y equitativo reparto de los beneficios, aplicado por la madre y que los asemeja a graciosos acericos. Me notaba más tonificado ¿Serían los recuerdos? ¿Acaso el paseo? Me gustaría ir otro día a la Viña del Cura...pero está tan lejos...También tiene mucho que recordar. |
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AutorAsociación Cultural LA MEMORIA PRODIGIOSA.
José Mª Durán Ayo ARTÍCULOS DE José Mª Durán Ayo MÁS ALLÁ DE MI MEMORIA. José María Odriozola Sáez CUADERNILLOS DEL ARCA DEL AGUA. Luis Odriozola Ruiz Archivos del blog por MES
Noviembre 2022
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