La hilera de vehículos se perdía en las dos direcciones y yo tenía la sensación de encontrarme justo en el centro; avanzábamos dos metros y vuelta a parar, así una y otra vez de forma que el atolladero llevaba trazas de eternizarse. Entre la lluvia que no cesaba y la muchedumbre que salía del partido de fútbol, la avenida se había atorado de automóviles y sus conductores desahogaban los nervios a golpe de bocina. Resignado, paraba y volvía a arrancar con aire aburrido y la vista puesta en el que me precedía, y, a fuerza de repetir esta maniobra, presté atención a los ocupantes del lujoso coche que me abría paso. Era una pareja, y ella a la que veía el semblante, una joven, casi una niña de facciones regulares y cabello negro. A él solo se le distinguía el occipucio algo aclarado de pelo; debía ser grueso, más bajo que su acompañante y gesticulaba envuelto en el humo del cigarro. A la protagonista la contemplaba mejor por estar vuelta hacia el conductor y le observaba nítidas las gruesas lágrimas que le corrían por la cara y su expresión de angustia. Con una malsana curiosidad, seguí atento el gratuito espectáculo y olvidé todas las prisas, agradeciendo la lentitud del tráfico que me permitía presenciar este drama tan naturalmente interpretado, que tenía por escenario el interior de un automóvil y a pesar de la multitud que nos rodeaba, un solo espectador. Había momentos en la discusión que debían mantener, que el hombre le acusaba con el dedo índice extendido y al volverse se le recortaba un perfil de líneas groseras, mientras ella con la cara tapada por las manos, movía convulsa la espalda. Me inspiraba tal lástima la desolación de aquella criatura, que difícilmente me reprimía los impulsos de intervenir. Había ido poco a poco en la observación del proceso, tomando partido a favor de la más débil, más delicada, a la que consideraba bestialmente tratada por el berzotas del protagonista. En una de las ocasiones que todos frenamos y se encendieron las luces rojas en las traseras de los carruajes, pude ver destacado al zafio camorrista empujar airadamente a su dulce acompañante hacia la portezuela. Entonces ella inopinadamente se engalló, le atizó una soberana bofetada y se enganchó a los pocos pelos de la cabeza de su contrincante. El otro la agarró por el cuello, la puerta se abrió y la doncella rodó por el asfalto enlodado enseñando unas bonitas piernas. Yo no me pude aguantar más, salí disparado con idea de socorrerla y con el propósito de enredarme con aquel inmundo batracio, pero no me dio tiempo; cuando llegué, ella se había incorporado y entraba en su coche, cuya puerta cerró sin prestarme atención y tras la ventanilla observé como proseguía la reyerta. El escándalo producido por el resto de la caravana que me seguía, a los que mi inmovilidad estorbaba y los silbatos de los guardias, me obligaron de nuero a seguir mi peregrinaje sin haberse los contendientes ni percatado de mi existencia. Mientras estas cosas ocurrían, un conductor maniobrista se me coló delante con gran desesperación por mi parte, pues ya había tomado la solución de este conflicto como cosa mía, y, naturalmente, me puso la observación y el seguimiento mucho más difícil. De todas formas, a la jovencita la estaba | maltratando aquel cerdo, porque eso lo adivinaba, aunque me taparan casi toda la luna posterior a través de la que yo quería ver, las cabezas de los niños que llevaba en el asiento de atrás mi nuevo antecesor. “Lo más fácil es que sea un matrimonio de los muchos que hoy se ven, cavilaba mientras me esforzaba en no perderlos de vista; él es un cateto con dinero y ella una niña finita, mona, con estilo, pero sin un céntimo y por consejo de la familia se ha desposado. El marido, que me reafirmo, es un burro con cuartos, tiene celos y no le permite vivir con tranquilidad. Ya te ha perdido el respeto y llega a la tortura física. Si tiene hijos el problema es más difícil, pero si como aparenta su figura no es madre, ¡que alegue malos tratos y lo mande con la suya…! Claro que también podía ser su padre, porque diferencia de edad hay para eso y más, pero, aunque así fuera, ella saldrá a su madre. Si; en ese caso el padrastro es viudo y esta pobre criatura seguramente está perdidamente enamorada de algún chaval que no le gusta al viejo y por ello la tiene esclavizada. Yo en su caso huiría con mi amor y que se las arreglase solo el tirano. ¿Y si es su amante? No lo creo, por la cara de inocencia y honradez de sus ojos, no lo creo. Pero si así fuera, una mujer no debe nunca permitir a un hombre, aunque sea su mancebo que la maltrate. Otros podía encontrar, dados sus méritos, con los que pudiera convivir en armonía. Lo sensato sería quedarse con los regalos y despedirlo”. Aprovechando un hueco y jugándome un embellecedor, de nuevo me coloqué a su trasera acercándome hasta juntar los parachoques para ver en qué situación se encontraba el altercado. Ahora estaban los dos rígidos y silenciosos envueltos en la humareda del puro que fumaba el hombre y que parecía molestar a su pareja. ¡Ni para eso tiene educación y sensibilidad este mostrenco!, me decía a mí mismo. Y de nuevo él comenzó a soltar el volante y a mover los brazos con ademanes violentos y ella a llorar mansamente. Sin darme cuenta, tan enfrascado iba en el desenlace de esta tragedia, me había pasado el cruce por el que debía haber seguido mi ruta, y comido por la curiosidad, lo confieso, los seguí espiando como un aberrado. Otra vez volvió la calma a la pareja, bajó la ventanilla el marido, el padrastro o el amante, lo que fuese, y tiró el puro. Ella se secaba las lágrimas con su pañuelo que le había cogido de la chaqueta y en el momento que todos frenábamos una vez más, la muy idiota inclinó desmayadamente la cabeza sobre su hombro. ¡Le hubiera pegado! ¡Esta desgraciada no tiene dignidad! Y el muy sinvergüenza se aprovecha de su juventud y de su dulzura... ¡Vivir para ver! Estas ideas me asaltaban cuando airado buscaba una salida para volver a mi camino y abandonarlos a su suerte, pero había de ver más, y me estaba muy bien empleado por meterme donde no me llaman. En estas, el zafio torturador para su automóvil y abraza a la chiquilla, en una interminable escena de pasión a la que todos los conductores, y yo inclusive, aplicamos nuestra repulsa estentórea. Cuando sorprendido por el alboroto que producíamos volvió el galán la cara hacia mí, con enorme sorpresa advertí que el que lloraba ahora era él. |
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AutorAsociación Cultural LA MEMORIA PRODIGIOSA.
José Mª Durán Ayo ARTÍCULOS DE José Mª Durán Ayo MÁS ALLÁ DE MI MEMORIA. José María Odriozola Sáez CUADERNILLOS DEL ARCA DEL AGUA. Luis Odriozola Ruiz Archivos del blog por MES
Noviembre 2022
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