Para mí, como los Cristobitas que me hacían llorar o reír hasta provocarme el hipo, ninguna. La atracción que regentaba aquel barbián oriundo de la Tierra de Barros, absorbía a la gente menuda que se disputaba al igual que las gallinas, un asiento en los palitroques de una escalerilla frente al escenario. El local era un cubículo obscurecido por una lona y auxiliado en la labor de tapar sus agujeros por los andrajos de una manta. El protagonista y héroe eterno vencedor, el Tío Cachiporra, que aporreaba con su cachaba al viejo y maligno Crispín, verdugo de la dulce Rosita a la que arrastraba por sus rubias trenzas. A la salida, sobrecogidos de este guiñol, podíamos topar con la mujer que vendía los altramuces al grito de "chochos saladitos y dulces", o con el tío de los garbanzos tostados de blanco, inmaculados. Este no lanzaba reclamo, pero sí el de las algarrobas que repetía en un murmullo muy quedo: "algarrobas, por un real una arroba". Colocaban uno tras otro sus mercancías en unas mesitas tocineras alrededor de la plaza. En la esquina de mi casa se asentaba un anciano pequeñín y enjuto con ojos de garduña a medio tapar por la visera de una gorrilla. Era un cazador furtivo que arrastraba los pies por una perdigonada y en el suelo exponía las chucherías más rústicas; palmitos, uva palma, higos chumbos...no pregonaba por prudencia. En una ocasión que ofrecía al público el higo chumbo desprovisto de cáscara y espina al grito desgarrado de "¿a quién se lo pelo?" fue reprimido duramente por un cabo de la guardia civil. La calabaza y el pincho de la pita, la tabla y las puntillas y algún otro ingenio más que no recuerdo, eran fantasías jocosas del Pollo. La industria de este curioso personaje, cuya verdadera profesión era piñonero, se basaba en la física de Newton. Una monumental calabaza contra la pared, un adoquín a cuatro pasos y el aguijón de una hoja de pita astutamente recortado, hacía dudoso el acierto del concursante que intentaba clavarlo desde el pedrusco al blanco. Una gruesa tabla de encina seca, una puntilla levemente clavada y una mocheta de largo astil, hacía imposible, de un solo golpe hundir la púa hasta la cabeza, y quedando en manos del buhonero la cuantía de la apuesta. Los "Guay-Toma" y las Borriquillas Cachondas también aparecían de la noche a la mañana coincidiendo con el escándalo de las golondrinas y vencejos que formaban batallones para emigrar. Las Borriquillas eran cinco o seis caballitos de madera un algo despintados que giraban sobre una plataforma circular montados por pequeños jinetes alborozados y brazos de las madres. El "Guay-Toma" era un Tiovivo compuesto por pequeños columpios y movidos por una manivela que hacía girar un hombre sucio y mal encarado. Los dos artefactos pertenecían a la misma y abundante familia en la que todos cobraban, empujaban o le daban al manubrio, y el principio y final de la diversión lo calculaba a ojo aquel hombre siempre en camiseta de verano con pelos en los hombros, golpeando con un hierro un latón. Por ello era un decir del pueblo llano, cuando los dineros se acabaron o escaseaban las perras gordas "estoy más bollado que el latón de las cunitas” (Para los pequeños el uno y el otro eran las Cunitas). Gestoría de usuarios El retratista con su caballo de cartón piedra y | el fogonazo o relámpago producidos con magnesio para sacar despavoridos a los retratados en la noche, reunía en círculos a los admiradores del artista, algunos con la malicia de salir detrás. A veces, recorría las puertas de las tabernas un borrachín de charla incongruente con una caña en cuyo final giraba una garruchilla por la que pasaba una cuerda desde su mano a la altura de una persona, y al extremo que colgaba un paquete de tabaco de los llamados Peninsulares (el tabaco estaba racionado) y que al grito de: "¡A real el salto!" incitaba a que saltaran a cogerlo con el cebo de subirlo o bajarlo tirando de la cuerda. Siempre ponían un puesto de melones en un rincón de la calle de la Palma que todo el mundo sabe que hace cuesta. Un gran montón de melones como zeppelines amarillos, estaban sujetos por unos troncos de madera a manera de calzos para evitar su espantada, a los que, aprovechando el sueño de los meloneros, algunos desaprensivos, abrían las puertas para rodar y ellos recolectar al final de la pendiente. Había cerca de la pila del agua un hombre sentado con una navaja y muchos pedazos de caña a su alrededor. "Por tres perras chicas cien mil pompas particulares", gritaba hecho un energúmeno. Un trozo de caña más gruesa servía de taza, otro pitorrillo para soplar, un poco de agua y jabón de complementos, lo hacían fabricante de burbujas y de ilusiones tornasoladas. Nunca faltaba la "Reolina". Una mesita de tijeras, sobre ella un círculo rodeado de puntillas todas iguales y clavadas a la misma altura, en el centro una tira de celuloide giratoria que rozaba los clavos con un ruidito que producía emoción y a intervalos regulares recortes de programas de cine con las figuras de los artistas masculinos y femeninos. Previo pago de la tasa, impulsabas el rotor y según el lugar que señalara, podías salir premiado con el artículo que tuviera encima el artista de cine. Éste industrial era muy bruto y para decir que se apostara por la figura de hombre o mujer recomendaba muy serio "Metedle al tío que a la tía se la han metido". ¡No lo comprendíamos! ¡Además hacía trampa! Las puntillas de los buenos premios estaban más hacia fuera para que no rozara el marcador. A mí me gustaba jugar a la otra Reolina, que era igual, pero te podía tocar una petaca de Ubrique o un lápiz. Él lo decía en su pregón: "¡por un punto una petaca! Y ¡Le ha tocado una máquina de escribir a pulso!" (el lápiz). A mí no me gustan los toros; por eso yo no iba al de las Vistas. Este siempre se ponía a favor del sol, Metías la cabeza como en un cajón con un cristal y el tío iba poniéndote unas tarjetas, al tiempo que te las explicaba con voz muy triste: "Se hinca de rodillas y le pone las banderillas". Metía otra vista: "Se tira a matar que esa es la verdad" y otras tonterías más. "Dicen que, a los mayores, si pagan más, les pone vistas de mujeres en cueros. . . " ¡Ahora que, como gracioso, ninguno como el tío de los camarones! Portaba la mercancía en un canasto de mimbre con un asa en el centro. Los camarones a un lado los cangrejos al otro, tapados con un trapo blanco mojado. Rechoncho calvo y sonrosado siempre con una media tagarnina apagada colgando de la comisura de su boca sin dientes. Gritaba como cantando flamenco: "¡¡Bichos muertos de la mar!!" Yo me moría de la risa. |
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AutorAsociación Cultural LA MEMORIA PRODIGIOSA.
José Mª Durán Ayo ARTÍCULOS DE José Mª Durán Ayo MÁS ALLÁ DE MI MEMORIA. José María Odriozola Sáez CUADERNILLOS DEL ARCA DEL AGUA. Luis Odriozola Ruiz Archivos del blog por MES
Noviembre 2022
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