RESQUIESCANT IN PACE
El rito de la muerte había empezado días antes con el Santolio. El Santolio era el nombre popular que se daba en El Pedroso a los Santos Óleos y consecuentemente al sacramento que recibía un agonizante para prepararlo a su encuentro con Dios. También se llamaba, y se llama, sacramento de la Extremaunción porque se administraba in extremis, es decir, siendo ya inminente la muerte. Cuando llegaba ese momento, los familiares avisaban a la parroquia y el sacerdote, acompañado por el sacristán o por un monaguillo, acudía al domicilio del moribundo llevando en un recipiente de metal llamado “crismera” el óleo o aceite bendecido en la misa crismal del Jueves Santo. El sacerdote impartía el Santolio untando al agonizante con el aceite en las partes del cuerpo que, se suponía, más propensas al pecado –la frente, la boca, las orejas, el corazón, los pies… – mientras recitaba en cada unción una fórmula latina: “Per instam sanctam unctionen…” (“por esta santa unción y por su piadosísima misericordia, el Señor te perdone”). Después, acercaba a los labios del moribundo la estola morada, el color penitencial, y abandonaba la casa entre el llanto todavía contenido de los familiares. Si el falleciente era muy religioso o lo requería su familia, además del Santolio se le administraba también el Viático, o sea la comunión en el lecho de muerte para que la misericordia divina lo acompañara en la “vía” –de ahí el nombre– hacia la Eternidad. En este caso el sacerdote se encaminaba a la casa del agonizante portando un cofrecillo o relicario con la hostia con-sagrada. Durante el camino el monaguillo hacía sonar una campanilla avisando de la presencia de Jesús Sacramentado; las gen-tes se arrodillaban en la calle y los hombres se descubrían en señal de respeto. Pasaba el Viático, se anunciaba la muerte. El fallecimiento se anunciaba al pueblo con un tañido de campanas. “Doblan a muerto”, se decía y, en efecto, aquel dam, dim, blom repetido, lento y monótono, tenía mucho de fúnebre. Los entierros eran de cuatro clases, según la posición social y económica del fallecido y los deseos de los familiares de hacerla patente: Para los ricos había un entierro “de Primera” con tres capas y transporte, la clase media tenía un entierro “de Segunda”, la clase baja uno “de Tercera” y los que morían en la indigencia, un entierro “de Caridad”. En el entierro de primera clase iban “tres capas”, es decir, los oficiantes eran un sacerdote, un diácono y un subdiácono, con capa pluvial o dalmática según su rango. Al ser entierro “de transporte”, además el féretro, mientras era transportado a la iglesia se detenía en varias ocasiones para recibir una y otra vez responsos, latines, incienso y aspersiones con el hisopo. Toda una demostración de clase y posición social que culminaba en el templo con el ataúd colocado sobre un catafalco monumental. La duración y solemnidad de la misa que seguía a continuación, así como la altura y ornamentación del túmulo, también de-pendían de la posición económica y social |
del finado y del estipendio que sus familiares estuviesen dispuestos a pagar. A esta ceremonia funeral sólo asistían los hombres, pues era costumbre ancestral que las mujeres se quedasen en la casa mortuoria desgranando rosarios por el alma del muerto. Terminada la misa, el oficiante daba varias vueltas en torno al ataúd, rociándolo con agua bendita hisopo en mano; el so-chantre entonaba el “Requiem aeternam” en un latín disparatado, y se emprendía el camino hacia el cementerio. En el cortejo de este último viaje participaban también los oficiantes según la categoría del entierro. Abría paso al séquito por el Paseo del Espino la manguilla enlutada, escoltada por los ciriales, salvo en los sepelios de Tercerao de Caridad en los que el sacerdote se despedía a las puertas de la iglesia y continuaban solos al cementerio los familiares del difunto, portando a hombros el féretro, y los amigos y acompañantes. En El Pedroso ha habido tres cementerios, en distintas épocas, antes del actual de construcción reciente. El primero del que se tienen indicios estuvo, como era usual en siglos remotos, en los aledaños del templo, concretamente en lo que hoy es la última nave –el antiguo coro– que entonces no existía. Se descubrió cuando al derribar un kiosko –el kiosko de Carmen que estaba adosado a esa pared exterior– aparecieron huesos y calaveras. El segundo cementerio se ubicó en el solar que hoy ocupan la Plaza de Abastos y el Hogar del Pensionista. El tercero, al que se refieren estos recuerdos, era el de El Espino, construido en 1879, en el que había, por cierto, una hermosa capilla neogótica –panteón de la familia Cabrera Lazcárate– que se ha perdido por la incuria municipal y la negligencia de los pedroseños. El sepelio se daba por terminado cuando, una vez introducido el ataúd en un nicho, los familiares se colocaban en la puerta del camposanto para recibir el pésame de amigos y conocidos que desfilaban ante ellos con unas breves palabras de solidaridad e inclinando la cabeza, es decir, haciendo lo que se llamaba “dar la cabezá”. No hubo entierro más triste en El Pedroso que el de Antoñito el de la Mina, un pobre niño pobre, huérfano de padre y madre, que un tristísimo día de lluvia torrencial hubo de ser enterrado en un fangal. Luis Odriozola, que fue testigo de aquel penoso entierro, lo contó así en sus “Cuadernillos del Arca el Agua”: “Antoñito el de la Mina” era un niño renegrido y enclenque que no podía correr porque se asfixiaba y se le ponían los labios morados, por ello no jugaba y era el segundo de la clase. Mientras el maestro nos recomendaba acompañarlo en el entierro por ser condiscípulo y huérfano, yo recordaba su pantalón de patén con un solo tirante a la bandolera y las dos piezas de telas más oscuras en las nalgas como un libro abierto. Como llovía tanto no fue casi nadie. Familia no tenía más que la abuela y el entierro fue “de caridad”. En resumidas cuentas, diez chavales como gorriatos calados, dos viejos con los cuellos de las pellizas alzadas y Ortega, el enterrador de la boca torcida. Y llegamos a la fosa en el suelo, que no era más que una alberca rebosante de agua. Había que vaciar el cuerpo del féretro sobre la hoya, pues la caja ha de volver a la Beneficencia para una próxima eventualidad. Ortega, con el agua a la cintura y armado de una palangana, achicó la fosa, depositó delicadamente el cuerpo y le tapó la cara con su pañuelo. Aceleradamente rellenó el agujero en el que seguía entrando agua en cascada, mientras nosotros, los chiquillos, ayudábamos instintivamente con los pies.” Mala tierra tuvo aquel pobre niño. Nadie dio una sola “cabezá” por Antoñito el de la Mina. Requiescat in pace. Descanse en paz. PRÓXIMO
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AutorAsociación Cultural LA MEMORIA PRODIGIOSA.
José Mª Durán Ayo ARTÍCULOS DE José Mª Durán Ayo MÁS ALLÁ DE MI MEMORIA. José María Odriozola Sáez CUADERNILLOS DEL ARCA DEL AGUA. Luis Odriozola Ruiz Archivos del blog por MES
Noviembre 2022
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