EL HOMBRE QUE MIRABA EL CIELO
De haberlo conocido Antonio Machado le habría servido de inspiración para su famoso verso: “Soy, en el buen sentido de la palabra, bueno”. Pepe Lora que a sus 94 años es el decano de los pedroseños –mujeres aparte– es esencialmente un hombre bueno en el sentido machadiano del verso. Nació el 15 de junio de 1923 en la antigua calle del Arroyuelo, cuyo nombre cambió a principios de siglo el Ayuntamiento para dedicársela al político gaditano, libertador de esclavos, masón y tres veces presidente del gobierno Segismundo Moret. Y en la calle Moret, una de las principales del pueblo, ha transcurrido toda su larga vida y en ella sigue recordando sus juegos infantiles –“A la puerta del Perro Malo…” – y cómo de su casa, encalada, ordenada y limpia como los chorros del agua, salía cada mañana para ir a la escuela: Don Rafael y Don Luis, entre otros, le enseñaron las primeras letras y las cuentas, la escritura, la geografía, la historia y la religión. A la vuelta de las clases, los chiquillos se entregaban a toda clase de juegos y, como quiera que la mayoría de las calles y plazas eran terrizas, volvían a sus casas sucios y llenos de barro o polvo, según la época del año. “Hay que escamondarlos”, decían entonces las madres mientras preparaban una tina con agua, como si aquellos niños fueran árboles frutales a los que limpiar de ramas y hojas. En las casas, claro, no había cuartos de baño, y a Pepe lo lavaba su madre, Jesús, en un baño de zinc con el agua calentada al sol. Y cuando llegaban fiestas grandes como la Pascua, el Corpus o la Virgen, al niño no sólo había que escamondarlo, sino también perfumarlo. Para ello, su madre echaba en el agua tibia del barreño plantas aromáticas que crecían en vados y arroyuelos pedroseños: a veces eneldo, espliego o lavanda; otras, poleo, tomillo o salvia. Era un baño en verdad deleitoso. Tenía Pepe sólo seis años cuando un día de junio de 1929 oyó un gran ruido en el cielo, un zumbido fuerte y persistente. Salió a la calle, miró al cielo y vio la enorme silueta del zeppelín que se desplazaba proyectando una grande y alargada sombra sobre el pueblo. Los pedroseños no daban crédito a lo que veían: el famoso dirigible sobrevolaba el San Cristóbal, el caserío del pueblo, la Porrilla y la Madroñera y seguía rumbo a Sevilla. Era tres veces más grande que un gigantesco Boeing actual, se desplazaba a 100 kilómetros por hora y volaba tan sólo a poco más de 200 metros de altura: parecía que iba a chocar con el campanario de la iglesia. El dirigible, que había salido de Madrid aquella mañana, iba camino de Sevilla en un vuelo de exhibición con motivo de la Exposición Iberoamericana que se inauguraba aquel año. No hubo más motivos de comentarios en el pueblo durante mucho tiempo. El gran zeppelín sólo estuvo unos minutos sobrevolando el cielo pedroseño, pero dejó su huella en la memoria colectiva. La noticia en la prensa de aquellos días.
Cuatro años después, una noche de octubre de 1933, Pepe, al que le gustaba mirar al cielo durante horas, maravillándose de la grandeza del universo, quedó extasiado ante otro fenómeno: una lluvia de estrellas excepcional, unos bólidos luminosos y fugaces, las Dracónidas, que ese año, debido a las favorables condiciones atmosféricas pudieron observarse en toda Europa con una claridad inusual. Aquella tormenta de estrellas fue un espectáculo también asombroso. Fue superado, sin embargo, cinco años más tarde por una inesperada, insólita y extraordinaria Aurora Boreal. Pepe recuerda que en enero de 1.938, exactamente el día 26, cuando España llevaba ya 18 meses desangrándose en una guerra fratricida, una violenta e inmensa luminaria surgió de los cerros que protegen al pueblo. Todo se iluminó con un brillante resplandor rojo que duró toda la noche. |
El Observatorio del Ebro –la aurora se vio en toda España– la describió como “un gigantesco abanico abierto hacia el cielo de intenso color rosáceo, atravesado por bandas de luz más blancas y brillan-tes, cual si procedieran de potentes reflectores enfocados al zenit”.
En El Pedroso, aquella Aurora Boreal –en realidad una Aurora Roja produjo admiración, primero, y sorpresa; luego, miedo y desconcierto porque estando en plena guerra civil se pensó que podría ser un bombardeo. Ha pasado a la historia como la “Aurora de sangre” por la que estaba siendo derramada por los campos de España. La guerra había terminado cuando en 1.942, con 18 años, Pepe Lora decidió cumplir el servicio militar como voluntario y eligió la Marina, pensando quizá que le correspondería ir a la base militar del cercano San Fernando, en Cádiz. Pero no ocurrió así y fue destinado a El Ferrol –entonces “del Caudillo”– a casi 900 kilómetros de El Pedroso. Y allí, entre las siluetas de los cruceros “Galicia” y “Méndez Núñez” o las de los destructores “Churruca” y “Alsedo”, estuvo la friolera de cuatro años “sirviendo a la patria”, que se decía entonces. Sólo disfrutaba de permisos una o dos semanas, en Navidad y en verano, y cuando en esas semanas volvía a El Pedroso su perrita, Dina, en cuanto lo veía aparecer por la calle Moret salía a su encuentro corriendo enloquecida. El marino de tierra firme dejaba su petate en el suelo y la abrazaba, conmovido. Terminada la mili, Pepe trabajó primero en la fábrica de jabones de Cataño y López –jabón blanco para lavar la ropa y verde para asear el cuerpo–, luego fue telegrafista –cada palabra a medio real–, agente comercial con su hermano Eduardo, de ultramarinos, de bebidas, de electrodomésticos, de aparatos de radio –Telefunken y Philips, las mejores marcas de aquel tiempo– bicicletas y hasta joyería. Y en todos estos trabajos, a lo largo de tantos años, se ganó colmadamente la amistad, el aprecio y la confianza de sus paisanos, a fuerza de sencillez, sonrisas y afabilidad. Le llegó al fin la jubilación y con ella se entregó de lleno al servicio de la iglesia y de la comunidad parroquial. Por todo ello, Pepe Lora es una de las personas más entrañablemente queridas del pueblo, si no la que más.
Un día, como a todos, a Pepe Lora le llegará su hora, y sin ninguna duda su destino será el Cielo al que tantas veces ha mirado y rezado. Y allá a las puertas del Paraíso, mientras espera que San Pedro, el portero celestial, anuncie su llegada, Pepe mirará hacia abajo intentando ver su pueblo a través de las nubes, desde las alturas, y exclamará: “¡Qué bien habría visto yo desde aquí el zeppelín y la aurora boreal!” PRÓXIMO
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2 Comentarios
rafael sanchez sanchez
28/4/2020 13:45:22
El Pedroso es el pueblo de mi familia materna, aún tengo allegados en él, residentes de toda una vida y retornados emigrantes, familiares todos que en la distancia nos une un sentimental amor de primos carnales ellos, sus parejas, hijos y nietos. Tengo la gran dicha de una especial cómplice, que a través de la “red” me conectar con la vida de la sierra y a la que tengo una especial admiración, Gracias
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María
23/11/2020 01:18:21
¡QUÉ MARAVILLA DE POST!
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AutorAsociación Cultural LA MEMORIA PRODIGIOSA.
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Noviembre 2022
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