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62) EN LA HUERTA CATAÑO LE DIERON UN TIRO A MANOLILLO

30/4/2021

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Fue de escopeta, entre naranjos y limoneros de una buena Primavera y muchos pájaros; una escopetilla con munición de mostaza le mordió el pecho.
Se arrendaban por entonces muchas habitaciones para enfermos que buscaban el verano para respirar huyendo de Sevilla.
A la tisis los galenos de entonces recetaban aires puros y clima de altura.
El ferrocarril de Sevilla a Mérida era idóneo, no solo para los enfermos; también con cualquiera comunicación con Extremadura, pues esa fue la única vía dado el destrozo de las carreteras de nuestra última guerra civil.
Y por ello era aquel tren que se llamaba el Ómnibus que arribaba a las nueve de la noche, o el Correo a las once de la mañana, por lo que el cura había de abreviar y el sochantre reducir los cantos para que las mozas alborozadas lo vieran correr echando humo.
¡Se llegó a cobrar billete de andén por presenciar el paso del tren!
Y los zagales del pueblo siempre jugando, que es su obligación, en el Ejido, en la Madroñera, en la Ribera del Huesnar…
Vivían los Sayagos compartiendo la vivienda al final de aquella calle, la del horno de ladrillos de Pablo, la de la Huerta de Carrión donde veraneaba Joselito el Gallo.
Subían recuas de burros por las jaras para quemar y aromar el pan de los hornos, en las tahonas del pueblo.
Bajaban carretas de toros repletas de pinos: Jaramillo, el de la Cataña, Brenes y tantos más que me fallan en la memoria y fueron buenos boyeros.
Huyendo de los sofocos de la capital, recaló una familia que arrendó unas habitaciones en el citado vergel, la Huerta Cataño, y en el patio bajo el árbol del Paraíso, frente al pilón que no se cansaba de recibir agua, centrar las mecedoras, proteger el búcaro y agitar el abanico al compás del chirriar de los grillos cebolleros.
El hijo de este matrimonio hacia pandilla con los chavales de la calle, siendo considerado 
​por su atuendo y maneras un jefecillo.
Aquellos naranjos y limoneros no supieron qué hacer frente al palomar y los dátiles de la palmera gorda. Tampoco a sus pies una mastina vieja arrastraba dos cachorros que no cesaban de gemir y mamar.

Y en la vereda, en el paseo de los Rosales ocurrió ese pequeño tropiezo, que mayor pudo ser. Muy poco faltó para que la herida de Manolo fuera mortal.
Una discusión entre chiquillos; la soberbia del chaval capitolino y la arrogancia de Manolillo le infundió al veraneante, tras amenazarle, a dispararle con la escopeta que imprudentemente puso en sus manos como regalo su padre, un tiro en el pecho. ¡Y allí cayó Manolillo con su 
camisa vieja y mucha sangre en una vereda de hormigas!
Pasaron, han pasado años, pero la calle del Horno de ladrillos de los Pablos, sigue meando un agua cantarina, la que hacía rebosar al pilar de Cartuja.
Nos encontramos en el Casino; no sé cómo me apreciaría él, yo en su buena estatura lo encontré un algo doblado y su rostro sin brillo.
Tuvimos un contacto entre viejos con recuerdos olvidados y a colación, no sé por qué, brotó su accidente juvenil.
"¡Me quiso matar!, no lo pudo por mor de mis gruesas costillas, esas mismas por donde están esparcidos los perdigones."
Es médico y en Madrid tiene consulta; correteo otros galenos que ante las radiografías a las que me someten, siempre me preguntan por esa mancha bajo la tetilla izquierda.
He tenido la tentación de ir a su consulta y que ante su radiografía me preguntara la razón de ese contraste sobre el corazón de mi pecho que era una plaza de toros.
"¡No iré! ¿Cómo le diría que son los plomos de una escopetilla en la Huerta Cataño que él me disparó?
¡Además a los médicos visito en peregrinación por otro tiro con el que no puedo! ".
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61) YO SÉ PORQUÉ ESA CRUZ ESTÁ AHÍ

29/4/2021

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Colada en un cerillo de la Mariánica y tapada por alcornoques y encinas, sorprende el paso de la carretera.
¡El que la fabricó razones tenía!
A su ladera y en un cortijo llamado Majalimar, mejor que en un zulo, vegetaba D. Juan García, un fascista belga llamado León Degrelle y jefe del partido nazi Rexista, colectando hongos y avisos de sus prisas para cambiar de aposento que no le perdonaban su incomparecencia al
Tribunal de Crímenes de Guerra...
De su vida no mucho podemos recordar, salvo que era un caballero. Lo amparaba el gobierno del General Franco y dicen que la mano del ministro Girón le cubría.
Tanto que, al ser condenado por el gobierno belga a muerte, él aseguraba que Spaak, jefe del gobierno, no se atrevería a imputarlo en los juicios de Nüremberg. ¡Algo habría!
Se hizo con sus dos hermosas hijas un hostal allá por la carretera de Lora, “El Molino Azul" y casó una con un andaluz y siguió itinerante el clásico fugitivo, pero al revés, el judío errante era él.
 ¿Por qué su mujer quedó en Bélgica?
En Constantina, en una ladera fabricó lo que parecía una Quinta Romana repleta de aguas, estatuas romanas y bustos de mujeres hermosas.
¿Cuál sería su procedencia? ¡La Carlina se llamaba!
¡Bueno! Como muchas veces me ocurre, no emperejilo bien mis recuerdos con la lógica comprensión de lo que se trata.
​
Cuando el desastre de las tropas de Hitler y los últimos momentos de la invasión aliada y
 rusa a Europa, tomó en Noruega un Heinkel con el que atravesó Europa hasta amerizar sin combustible en la playa de la Concha en San Sebastián, donde en el aterrizaje se rompió ambos brazos y una pierna.
De allí se perdió su rastro hasta un cortijo de Sierra Morena donde lo descubrieron los judíos y por él fueron aquellos servicios secretos.
Advertido desde Madrid y en suma vigilancia, por un portillo del cortijo tomó el campo, cuando tres coches rodeaban la hacienda.
¡No lo encontraron! En aquel alto pasó la noche inmerso en una madroña y con una Luger en la mano. Lo dijo Hitler "En caso de tener un hijo, me gustaría fuese como León Degrelle".
Después vinieron otros tiempos, la Guerra Fría, el Plan Marshall, la vuelta de los embajadores que se fueron de Madrid y hasta la cooperación con los yankis en las bases de Zaragoza, Torrejón, Morón y Constantina.
Antes, otro intento de secuestro, dejó envenenados una noche de calma chicha a todos los perros ladradores del entorno incluidos los de "La Carlina".
Y ¡¡contrastes de la vida!! Les fabricó viviendas a los especialistas americanos de la Base Aérea de Cerro Negrillo de Constantina.
¡Bueno!, cuando antes puse a mi protagonista en aquel cerro cercado de enemigos, él me confesó que llegó el final y prometió a Dios un recuerdo si aquel era su fin.
​
Murió en Torremolinos, fue testigo de mi boda y fabricó esa cruz que se ve cuando se sube a Sierra Morena.
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60) LOS FERIANTES

28/4/2021

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Para mí, como los Cristobitas que me hacían llorar o reír hasta provocarme el hipo, ninguna. La atracción que regentaba aquel barbián oriundo de la Tierra de Barros, absorbía a la gente menuda que se disputaba al igual que las gallinas, un asiento en los palitroques de una
escalerilla frente al escenario.
El local era un cubículo obscurecido por una lona y auxiliado en la labor de tapar sus agujeros por los andrajos de una manta.
El protagonista y héroe eterno vencedor, el Tío Cachiporra, que aporreaba con su cachaba al viejo y maligno Crispín, verdugo de la dulce Rosita a la que arrastraba por sus rubias trenzas.
A la salida, sobrecogidos de este guiñol, podíamos topar con la mujer que vendía los altramuces al grito de "chochos saladitos y dulces", o con el tío de los garbanzos tostados de blanco, inmaculados.
Este no lanzaba reclamo, pero sí el de las algarrobas que repetía en un murmullo muy quedo: "algarrobas, por un real una arroba". Colocaban uno tras otro sus mercancías en unas mesitas tocineras alrededor de la plaza.
En la esquina de mi casa se asentaba un anciano pequeñín y enjuto con ojos de garduña a medio tapar por la visera de una gorrilla. Era un cazador furtivo que arrastraba los pies por una perdigonada y en el suelo exponía las chucherías más rústicas; palmitos, uva palma, higos chumbos...no pregonaba por prudencia. En una ocasión que ofrecía al público el higo chumbo desprovisto de cáscara y espina al grito desgarrado de "¿a quién se lo pelo?" fue reprimido duramente por un cabo de la guardia civil.
La calabaza y el pincho de la pita, la tabla y las puntillas y algún otro ingenio más que no recuerdo, eran fantasías jocosas del Pollo.
La industria de este curioso personaje, cuya verdadera profesión era piñonero, se basaba en la física de Newton. Una monumental calabaza contra la pared, un adoquín a cuatro pasos y el aguijón de una hoja de pita astutamente recortado, hacía dudoso el acierto del concursante que intentaba clavarlo desde el pedrusco al blanco.
Una gruesa tabla de encina seca, una puntilla levemente clavada y una mocheta de largo astil, hacía imposible, de un solo golpe hundir la púa hasta la cabeza, y quedando en manos del buhonero la cuantía de la apuesta.
Los "Guay-Toma" y las Borriquillas Cachondas también aparecían de la noche a la mañana coincidiendo con el escándalo de las golondrinas y vencejos que formaban batallones para emigrar.
Las Borriquillas eran cinco o seis caballitos de madera un algo despintados que giraban sobre una plataforma circular montados por pequeños jinetes alborozados y brazos de las madres.
El "Guay-Toma" era un Tiovivo compuesto por pequeños columpios y movidos por una manivela que hacía girar un hombre sucio y mal encarado.
Los dos artefactos pertenecían a la misma y abundante familia en la que todos cobraban, empujaban o le daban al manubrio, y el principio y final de la diversión lo calculaba a ojo aquel hombre siempre en camiseta de verano con pelos en los hombros, golpeando con un hierro un latón. Por ello era un decir del pueblo llano, cuando los dineros se acabaron o escaseaban las perras gordas "estoy más bollado que el latón de las cunitas” (Para los pequeños el uno y el otro eran las Cunitas).  Gestoría de usuarios
El retratista con su caballo de cartón piedra y 
​el fogonazo o relámpago producidos con magnesio para sacar despavoridos a los retratados en la noche, reunía en círculos a los admiradores del artista, algunos con la malicia de salir detrás.
A veces, recorría las puertas de las tabernas un borrachín de charla incongruente con una caña en cuyo final giraba una garruchilla por la que pasaba una cuerda desde su mano a la altura de una persona, y al extremo que colgaba un paquete de tabaco de los llamados Peninsulares (el tabaco estaba racionado) y que al grito de: "¡A real el salto!" incitaba a que saltaran a cogerlo con el cebo de subirlo o bajarlo tirando de la cuerda.

Siempre ponían un puesto de melones en un rincón de la calle de la Palma que todo el mundo sabe que hace cuesta. Un gran montón de melones como zeppelines amarillos, estaban sujetos por unos troncos de madera a manera de calzos para evitar su espantada, a los que, aprovechando el sueño de los meloneros, algunos desaprensivos, abrían las puertas para rodar y ellos recolectar al final de la pendiente.
Había cerca de la pila del agua un hombre sentado con una navaja y muchos pedazos de caña a su alrededor. "Por tres perras chicas cien mil pompas particulares", gritaba hecho un energúmeno. Un trozo de caña más gruesa servía de taza, otro pitorrillo para soplar, un poco de agua y jabón de complementos, lo hacían fabricante de burbujas y de ilusiones tornasoladas.
Nunca faltaba la "Reolina". Una mesita de tijeras, sobre ella un círculo rodeado de puntillas todas iguales y clavadas a la misma altura, en el centro una tira de celuloide giratoria que rozaba los clavos con un ruidito que producía emoción y a intervalos regulares recortes de programas de cine con las figuras de los artistas masculinos y femeninos. Previo pago de la tasa, impulsabas el rotor y según el lugar que señalara, podías salir premiado con el artículo que tuviera encima el artista de cine.
Éste industrial era muy bruto y para decir que se apostara por la figura de hombre o mujer recomendaba muy serio "Metedle al tío que a la tía se la han metido". ¡No lo comprendíamos! ¡Además hacía trampa! Las puntillas de los buenos premios estaban más hacia fuera para que no rozara el marcador.
A mí me gustaba jugar a la otra Reolina, que era igual, pero te podía tocar una petaca de Ubrique o un lápiz. Él lo decía en su pregón: "¡por un punto una petaca! Y ¡Le ha tocado una máquina de escribir a pulso!" (el lápiz).
A mí no me gustan los toros; por eso yo no iba al de las Vistas. Este siempre se ponía a favor del sol, Metías la cabeza como en un cajón con un cristal y el tío iba poniéndote unas tarjetas, al tiempo que te las explicaba con voz muy triste: "Se hinca de rodillas y le pone las banderillas". Metía otra vista: "Se tira a matar que esa es la verdad" y otras tonterías más.
"Dicen que, a los mayores, si pagan más, les pone vistas de mujeres en cueros. . . "
¡Ahora que, como gracioso, ninguno como el tío de los camarones!
Portaba la mercancía en un canasto de mimbre con un asa en el centro.
Los camarones a un lado los cangrejos al otro, tapados con un trapo blanco mojado. Rechoncho calvo y sonrosado siempre con una media tagarnina apagada colgando de la comisura de su boca sin dientes.
Gritaba como cantando flamenco:  "¡¡Bichos muertos de la mar!!"
Yo me moría de la risa.
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59) A MI ME ATROPELLO UN AUTOMOVIL

27/4/2021

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Él era un producto de la chatarra de la guerra conducido por militares; yo, lleno de vida dando patadas a una mala pelota en el centro de la calle.
Cuando aquella bocina de goma dio su grito, la pelota y el pelotari buscábamos sitio entre las ruedas del artefacto, El baloncillo corrió en vecindad con el tubo de escape entre las cuatro ruedas y yo aferrado al parachoques delantero iba arrastrando entre las ruedas, puliéndome las rodillas.
Minutos antes me besó mi padre al paso, camino del hospital donde prestaba servicios y yo seguí tirando patadas al duro pelotón de cuero, beneficio del cuartel de Flechas o el de Pelayos.
El estadio, aquel tramo de calle polvorienta, tenía por jueces de línea dos centinelas que vigilaban las ventanas del antiguo Instituto, entonces prisión de aquellos gudaris que no cabían en el penal del Dueso.
Toda la noche de este edificio los ventanales encendidos y orden de disparar a quien asomara la figura.
Como yo iba a mi colegio por una veredilla de aquel jardín de la mano de mi hermana, allí nos topamos con el burro muerto al que en las penumbras la vigilancia de este centro confundió con el enemigo.
¡Y muchos desfiles! ¡falangistas, requetés, italianos, alemanes con aquella canción: "Yo tenía un camarada, entre todos el mejor...".
Al hospital me llevaron contra mis protestas de sanidad y mi reiterativa proclama de que no se lo dijeran a mi padre.
Lógicamente me preguntaron quién era mi padre y mi ingenuidad aclaró mi procedencia.
¡No quiero recordar la cara del autor de mis días al verme en la camilla repleta las piernas de yodo!
Peor fue la arribada a casa donde mi madre estaba advertida.
Ella era una andaluza que me sometía con su dulce y cariño férreo a un relativo control a mis disparates.
Recuerdo unas veces contrito, otras avergonzado, un algo orgulloso por mi honradez, el desenlace del apedreo desde la escalera de mi amigo Maurolagoitia a las claraboyas de vidrio que "Conservas Albo" tenían a nuestros pies.
Cuando sonó el timbre nuestras madres charlaban en el salón y nosotros, los delincuentes, ocultos en una habitación de trastos.
Aquel hombre empleado de la fábrica que
​llegaba a reclamar justicia y reparación de bienes, llegaba airado.
​Mi compañero lo negaba todo, su madre muda ante el estropicio y la mía indagando una y otra vez ¿Verdad que tú no lo has hecho, Luisito? ¿A que tú no has sido? insistía el responsable de la denuncia que nos vio por la ventana tirando cantos al tejado del local.

Pero la pobre de mi madre utilizó in extremis su prueba de los nueves para acabar con las dudas.
¿Por mi salud, hijo mío, que tú no has sido?
Mi contestación fue categórica (mi madre padecía del corazón y aunque así no fuera).
¡No, mamá, por tu salud, no!
Precisamente esto ocurrió allí porque mi hermana, que se había deleitado en la contemplación de una niña de su edad, funámbula, quiso imitarla sobre el alambre de tender la ropa del corral de Colasín y en esta práctica se fracturó un dedo y como mi padre estaba ausente, fuimos a la consulta del progenitor de mi amigo tan troglodita como yo.
Pero volvamos a mi primer percance, aquel en que me remolcó el coche.
Testigo desde su cierro de cristales, fue de mi accidente una mujer que soñaba con su marido preso en el penal del Dueso donde mi padre era el Médico y aprovechó la ocasión en la playa de San Martín de Santoña para hacer amistad y lágrimas con la esposa del médico del penal.
Tal como se consolaron de la guerra y sus horrores, fraternizaron y llevaron contacto en algún chocolate y bizcochos de la que la amiga de mi madre era maestra.
Fue un día cuando en su encuentro la esposa del gudari preso, a mi dulce progenitora le expuso la falta de comunicación con su marido y los defectos de la deficiente alimentación.
Sutilmente a su amiga le rogó, pues el control era muy restringido, acercara mi madre en su coche oficial para garantía y recibo, un bizcocho de su mujer.
Convenció a mi madre en su bondad a las reticencias de mi padre y se hizo correo por caridad, y más y más…
Mi padre volvió del penal más temprano y con enorme altercado con mi madre.
¡Traía en una caja de zapatos parte del bizcocho y un papelín enrollado en los dentros con lo que se interpretó como llamadas de amor!
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58) ARTESANOS

26/4/2021

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Tuve desde mi niñez una exagerada curiosidad por todas las actividades laborantes que rodeaban la vida de mi pequeño pueblo. El vagar por las calles y campos de la villa, patrimonio precioso del niño, te hacía topar con el esquilador o el picapedrero o el picapedrero y dar por bien recibido el cachetazo en casa por la hora de llegada, con tal de presenciar el remate de la faena.
Frente a mi hogar y pared con pared, tenían sus humildes talleres, el sastre, un zapatero maestro de obra prima y remendón de medias suelas y un barbero de cabeza monda. De uno a otro saltaba para fisgar, abusando de su consideración a mis padres.
Enrique era el sastre del lugar. Su verdadero cometido era cortar los paños sobre la gran mesa de mármol con unas enormes tijeras.  Siempre inmaculadamente de negro, canoso, con el jaboncillo tras la oreja, unas gafas en la punta de las narices y el metro colgando del cuello como una estola, parecía más bien un pastor protestante.
Tenía por costumbre, al tratar con el cliente, guardar las gafas y sacudirse las caspas de las hombreras, compartiéndolas con el interlocutor.
Las costurerillas que le auxiliaban y que se tiraban las bobinas de una a otra, citando solo el color sólo el color, formaban gran jolgorio cuando el tarasí aflojaba el vientre en su presencia, cosa que hacía con gran naturalidad.
Era una buena tijera que guardaba las distancias con la pantalonera Teresa la coja y con Remedios la costurera, verdaderas taumaturgas que trabajaban a domicilio, trasformando el traje viejo del padre en terno a estrenar por el hijo.
Asistía a todos los entierros sin distinción de clases y abría camino a las cabezadas en las hileras de los pésames. Paradójicamente cuando murió en Madrid, solo le acompañó la familia.
Su vecino Carrasco era zapatero, uno de los muchos zapateros del pueblo. Estaban clasificados dentro del arte sutorio en finos, entrefinos y bastos.
Carrasco, con Benítez el Jabonero, copaban la fabricación de zapatos, escarpines, borceguíes Y botines.
Su aplastado banquillo que no llegaba a la rodilla, estaba dividido en compartimentos por junquillos, donde se diferenciaban los saetines, tachuelas, el cerote y tenían sitio las leznas, el cartabón, el sacabocados, la pata de cabra y el martillo de boca plana y orejas de liebre. Hormas y tirapiés andaban por el suelo junto a una vasija de barro donde nadaban
las suelas.
Los zapateros en basto, como Antoñín y el Niño de Benítez, habían abandonado la ternera por el becerro y en los pueblos no se conocía la valentía que envilece al andamio.
Eran capaces de fabricar una bota de campo, recia con el piso y entallada a la caña, de manera que no cupiera un escrúpulo.
Manolico el Barbero completaba la trinca de menestrales vecinos. Con el Doctor y Sarandita repartía el prestigio en la actualización del corte de pelo.
Amueblaba a su industria un sillón rígido frente a un espejo, donde si el cliente era de poca talla, añadía un banquillo de madera. En una repisa debidamente ordenados jabón, brocha, maquinilla, navajas y suavizador.
En la vitrina el escalfador, una bacía de reducido gargantil y dentro de ella, una pelotita de marfil que introducía en las bocas de los viejos desdentados, con la misión de rellenar los huecos y arrugas de la cara para un rasurado sin peligros. Sin peligros de cortes, pues el de la
ingestión ya se había dado repetidamente.
Alfajemes más rústicos eran Enrique el Barbero y Molano; éste último sangraba y sacaba la muela cordal con gran pericia, por lo que incrementaba sus herramientas con cuchillas, un frasco de sanguijuelas y el oxidado pelícano.
El apodar a uno de los peluqueros el Doctor, ocasionó un duro enfrentamiento entre la criada del médico, algo faltosa, y un barbudo viajante de un laboratorio. A la pregunta que, si estaba el doctor, la fámula lo envió a la barbería por dos veces, cosa que interpretó alusiva el piloso representante.
Casi haciendo esquina con el cordel de Constantina que parte del ejido, está situada la talabartería del Cano. En el centro de la habitación que hace de taller y escaparate, sentado sobre un corcho, cose y borda junto con un hijo, jaeces, albardas, colleras y frontiles. Es como un sastre de las caballerías, tomando medidas para unos lomillos o un aparejo.
Se rodea de lonas lisas y con listas, cueros, badanas e hilos de lana roja y amarilla. De una viga pende un haz de paja centenaza para relleno de bastos y hasta la puerta trasciende un fuerte olor del espato de los serones.
Es un huraño artista que se desmadra en el bordado de unas anteojeras con diseños ancestrales, para el lucimiento de un burro liviano.
La fragua estaba más arriba, porque había dos. La otra era la de Fogata.
Legañilla era un rejero y Fogata un herrerón; por eso tenía más movimiento el primero; pero ambos contaban con los mismos elementos.
El uno membrudo y seco de carnes, leía el periódico en cuclillas sobre la bigornia con unas gafas de un solo cristal, y el otro, relleno y colorado, asaba el chorizo con papel de estraza en el borrajo.
El yunque, el macho, el martinete, la cayadilla y el barquín eran sus herramientas, y sus cometidos fabricar y templar hachas, rejas, hocinos, calabozos, herraduras...y para ayudar siempre tenían a un chaval tiznado que hacía de palanquero.
El callejón del Latero, que parte de la primera de estas ferrerías sube por unas escaleras hasta la vivienda de quien le puso nombre: el maestro Latero.
Es una humilde casita de muy reducidas proporciones, donde casi no cabe el hojalatero orondo y ventrudo.
Con una mano atiende al fogoncillo de carbón vegetal donde calienta los soldadores y con la otra, no descuida una botella de mosto con una espita en el corcho a la que besuquea de cuando en vez.
En la mesita con grave desorden se pierden las barritas de estaño, la trancha, el martillo, la cizalla y en un rincón el parahuso que él llama trincaesquinas.
Tiene una total anarquía en el horario de cierre y apertura, perdiéndose por esos campos en busca de setas, peces o conejos y anda a la gresca con las mujeres que traen y llevan ollas, chocolateros y alcuzas.

​Conserva el canuto con su licencia militar a la que acompaña una condecoración al valor personal y a la que no presta atención tampoco.
Todas esas latitas de leche condensada con un asa en forma de oreja que sirven para beber en las fuentes, migar el café de los niños o repartir vino en las cuadrillas del campo, todas esas, las ha hecho él.
​Para ver a los picapedreros inmersos en su

faena hay que perderse en la Porrilla, a la que bien se puede ir, aunque no tuviese el atractivo de los canteros.
Entre la fantástica confusión de moles de granito y con la cadencia de los trucos que portan las vacas retintas, se escucha un clink, clink rítmico, pues ¡allí!, allí están Jarilla y su hermano Remolino desbastando un bolo berroqueño, labrando un rodezno, escuadrando adoquines o picando el solero de una almazara. Le rodean por el suelo el tirador, la martellina, el porrín, escoplos y punteros y a poca distancia simula dormir un perrillo de lanas a la espera de un lagarto o una culebra. Si al remover una piedra, alguno de ellos surgiera, el chucho lo acosa y los hermanos lo cazan y desuellan, convirtiéndolo en sabrosos platos para sus paladares.
El esquilador puede ser de bestias o de ovejas. El representante del primer grupo es el Gitano, que utiliza el callejón más cercano como local y desentona del ambiente por su pulcritud, elegantes modales y abrillantado peinado.
Su ajuar lo componen tres tijeras envueltas en un trapo, del que una saca y otra mete con ademanes de artista absorto en su obra, haciendo curiosos dibujos en la grupa del pollino y caprichosos recortes en las crines y cola.

Remata y dignifica su obra lavándose las manos, sacudiéndose las cerdas y peinándose delicadamente.
Los peladores de ovejas son gregarios y utilizan locales apropiados para ejercer su oficio, como el tendal y el bache, donde a los animales se les rapa después de obligarles a sudar.
Es un gremio jerárquico, donde el esquilador se diferencia del vellonero que recoge y apila la lana y el morenero que porta de acá para allá el morenillo, mezcla de carbón y vinagre que se aplica a las cortaduras.
Desde muy antiguo se trabaja por anequín y los más viejos gustan llamarse marceadores.
Por el olor que denuncian las ropas, se averiguan al gremio a que pertenecen.
EI oficio de herrador le viene de muchas generaciones a Falcón, que hoy lo monopoliza. Este tiene dos dientes de oro y cuelga las jaulas de las perdices en la misma pared donde están clasificadas las herraduras.
El local en que trabajan él y sus hijos es un corralón con el fondo porticado, y el potro para aplicarles los callos a los toros de las carretas, ocupa la presidencia. El espectáculo de colgar a tan poderoso animal y maniatarle hasta lograr su inmovilidad atraía a toda la chiquillería que tanto o más se sobrecogía en la castración de un caballo, derribado en el suelo y apiolado, con el albéitar sobre su vientre apretando la mordaza.
Aún mientras colocaba las herraduras a un jumento, con la boca llena de clavos, el casco sobre el muslo y la cuartilla asegurada por una vuelta con las cerdas de la cola, no cesaba de narrar con notable exageración lances de su afición venatoria.
Haciendo de mariscal también curaba dolames, alcances y arestines... y por la noche, en el banco de herrar, los perros sin amo se disputaban las virutas de los cascos que sacó el pujavante.
Los carpinteros podían reducirse a tres: Manolito Laorden, Paco el de las Coronas y Teodosio.
Manolito era un virtuoso; de complexión delicada, a veces, a solas, tocaba un viejo violín igual que hacía una ensambladura a inglete o a cola de milano.
Era el mejor fustero y su consulta obligada para toda obra de precisión y embellecimiento. Por su precaria salud y exigente selección de las obras, su público era escaso y el taller se desvencijaba.
El de las Coronas tenía el obrador a un tiro de piedra de la taberna de Cándido y sería por la proximidad o por constitución, andaba en todo tiempo rubicundo de semblante y liviano de ropa.
Escofinas, garlopas y formones rodaban por el banco; la cola siempre derramada en el piso y la contabilidad de los vasillos que consumía en sus escapadas al mostrador de Cándido, las anotaba en la pared con un lápiz de ampelita.
Con una hora de antelación y diciéndole quién fue el muerto, le confeccionaba al difunto un ataúd a medida; que si alguna falta padecía era lo peguntoso del barniz que no tuvo tiempo de orear y señalaba las ropas de los costaleros,
Teodosio lucía un bigote a semejanza del de Castelar; era aladrero y maestro de aja o hacha, porque éstos, tierra adentro, construyen los barcos del campo que son los carros y carretas.
Su industria la tenía emplazada en un salón tenebroso, donde labraba las
Piezas de menor tamaño, y la placeta aneja era el astillero donde
consumaba su obra principal: la armadura de las carretas de bueyes.
El yugo la lanza y los timones [TC1] unidos por tas teleras, esperaban a la puerta del taller al acoplamiento de las llantas a las pinas que formaban las ruedas, y en cuya faena Teodosio echaba el resto.
En una gran hoguera para calentarla por igual se depositaba este aro de hierro, que poco antes de llegar al rojo, era sacado precipitadamente y metido a presión envolviendo la madera y enfriándolo rápido con abundante agua.
Muchas veces se quemaba el maestro los bigotes y no siempre la faena salía bien, pero si esta fue a satisfacción del carpintero, mandaba por vino y daba la jornada por conclusa.
Sus herramientas, como las manos y borracheras, eran descomunales y herencia de antepasados remotos: azuelas, barrenas, gramil, barrilete, asnillas... ¡qué sé yo!
Lo menos dos veces al año nos pasaba el afilador. Y digo nos pasaba, porque no estaba con nosotros. Resbalaba de un gran caracol anunciándose por las dulces notas de su chifla y desaparecía súbito, dejando el cielo encapotado.
¡Va a llover, ha sonado el afilador!
Empujando carretón por las calles del pueblo, lanzaba su reclamo en el que se adivinaba la saudade de hórreos y pallozas, y al que acudían las mujeres con tijeras y los hombres con navajas.
Con leve vuelco trasformaba el vehículo en herramienta dejando al aire la rueda grande como volante, al carretón sobre sus patas y la muela y et mollejón dispuestos a repartir chiribitas para todas las mozas del pueblo.
Un disforme cuerno de buey tenía por colodra y lo mismo aguzaba una lezna con el callón, que cabruñaba una guadaña.
Hablaba poco; una vez nos contó a los golfillos que le hacíamos corro, que salió de su casa hacía dos años por Castilla y que ahora volvía por Extremadura, siguiendo la galaxia que llaman Ruta de Santiago.
Yo me lo imaginaba por todos los rincones de España esparciendo las notas de la siringala, iluminando los ojos de los niños con las chispas de la piedra...
​¡¡Madre, yo quiero ser afilador!!
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57) EL MOLINO DE ABA]O

25/4/2021

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"Cierta cosa es esta quelmolino andando gana
huerta mejor labrada da la mejor mancana
mujer mucho seguida siempre anda locana…"
 
El trigo, la cebada, la avena y un algo de centeno' es lo que molían estas fábricas. Este último siempre ocupaba una estrecha franja circundando a la verdadera labor, trigo o cebada, sirviendo así de para-vientos y escudo contra las agresiones del ganado suelto.
Además, la paja centenaza era de gran utilidad en talabartería para
lomillos, albardas y bastos, y con los juncos, formaban el abusado de la choza donde se traspone el pelantrín; en verano bien frías, en invierno calientes.
Más eran molinos de pan que de pienso, y el trigo para este menester había de ser candeal; Pero como su producción ha sido siempre mordida, la reparaban con acarreos de Almadén de la Plata y de la Hoya de Santa María.
La molturación de los granos estaba repartida entre varios ingenios; uno, situado en el ejido de la villa, movida la piedra volandera por las fatigas de un burro; y dos a las orillas del río Huesna: el de Arriba y el de Abajo, empujados los rodeznos, a mi parecer, por la espuma del agua, los soplos de los chopos y el cantar de los pájaros.
El de Abajo es una nave alargada, de techo con viguería nudosa, sobre la que se desploma el río en tres saetines, que accionan dos muelas y agitan y hacen temblar a un juego de harneros y cedazos.
Regía esta industria “Enrique el Mojino", apodado así por ser oriundo de Alanís, quien además de ser maestro en su oficio, era hombre limpio y de gran ingenio.
Sorprendía su procedimiento para exterminar las ratas, a las que asediaba con múltiples perchas conectadas por un cordelillo con cencerros, que avisaban la consumación del lance y doblaban a difuntos.
​
Es natural que se prefiriera la harina de este molino por su uniformidad y limpieza, amén de la holganza en que se convertía el traslado
 del cereal para su trituración. Los siete
​kilómetros de camino y la belleza del lugar, trasformaban una necesidad en jira campestre; casi una romería

particular.
Pero un desgraciado accidente deformó para siempre esta predilección.
Con cuatro costales de trigo en dos caballerías por delante, iba Antoñín al molino. Le acompañaba en una pollina su hijo menor, con el propósito de, mientras su padre moliera, coger grillos en el llano de la vereda de carne, y juntos comer el contenido festivo del capacho que colgaba de la burra.
Llegados al antiguo molino, en tanto el padre y Enrique, molendero y molinero, descargaban y pesaban el grano, ya el chico andaba enredando en el soportal, intentando alcanzar los nidos de golondrinas.
Al ir a trabar las bestias recomendó Antoñín al molinero no perdiera de vista al travieso chaval, dado los peligros del tragante.
Cuando volvió el padre, Enrique el Mojino andaba enfrascado en su faena, disfrazado de anciano por el polvillo de la harina en cejas y pestañas.
-¿Y Manolillo, dónde está?, gritó Antoñín para hacerse oír sobre el ruido del agua y el de la piedra.
-Por ahí fuera anda. - Contestó Enrique, al que la cara se le había tornado más blanca que las cejas y pestañas.
¡¡¡Manolo!!!, ¡¡¡Manolillo!!!, gritaba el padre angustiosamente mientras el molinero bajaba al socaz.
Allí comprobó porqué se le trabó el rodezno; no fue un palo de los que arrastra la rivera del Huesna.
Horrorizado corrió entre la chopera a refugiarse en el molino de Arriba, acompañado por los gritos de Antoñín, que de bruces ante el cárcavo donde se distinguían unos trapos, no cesaba de repetir:
¡¡¡Manolo!!!, ¡¡¡Manolillo!!!
En el hastial, el escudo nobiliario que preside desde siglos, asistía pétreo; las golondrinas seguían su juego en las coladas al soportal, y el agua del río hacía contrapunto con los grillos del llano.
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56) OTRAS COSAS

24/4/2021

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Hay un balcón sobre un pocillo y en un patio de losas berroqueñas con dos palmeras ancianas, que mira triste bajo el reloj de sol al que acondicionaron los monjes cartujos. Al frente están las cuadras y hacia el rincón una lúgubre almazara con enormes vigas fechadas.
La sopa boba la distribuían los clerizontes y frailes, por aquella portada
que asoma al camino viejo de las minas y que también es comienzo de la vereda del Cañuelo.
Por aquél hueco cayó Doña Lorenza arrebujada en su toquilla un atardecer de ásperos vientos. Dio un alarido en el aire y Josefa la mujer de Joseito el de la Jeringa, asomada a la reja de la cancela, la vio como un rebujo de trapos sobre las losas de granito y a su hermano Don
Miguel en el balcón con aspavientos de loco.
Los dos hermanos Doña Lorenza y Don Miguel, solterones, compartían la misma botica herencia de sus padres y al decir del pueblo llano no en buenas relaciones.
¡Si Don Miguel bebía las pequeñas arropías! ¿No lo sabía todo el pueblo? ¡Acaso preguntó algo la cigüeña que cruza el convento todos los días? Los guindillas no sé pronunciaron, el juez de paz era casi analfabeto, el médico dijo que murió del golpe, el forense que falleció delporrazo y el juez de instrucción quedó enredado entre los abogados de las dos herencias. ¡¡Abogados, jueces, fiscales!! ¿Para qué más?
“Viene el pleito a Diputación, allí es Bartolo, e Cino, Digesto, Juan Andrés e Baldo y Enrique do soy. Mas opiniones que uvas en cesto e cada abogado es y mucho presto e desque bien visto e bien disputado, fallan el pleyto en un punto errado e toman de cabo a quistión por esto".
(Decir que fizo luan de Mena - S. XV).
​
​Y el pueblo llano falló en rumores, noticias,
 susurros de viejos discuentos, sospechas y ansias de los letrados de prolongar el pleito.
Según cuestión de la Familia, Adulfa la Buenas Tardes, con frecuencia discutían por cuestiones económicas, pues ella era mujer ahorrativa tocando el exceso y al hermano no le llegaba la renta por su dispendio.
Los sobrinos beneficiarios del testamento de Doña Lorenza, mantenían que se lanzó por el balcón ante el acoso de Don Miguel armado con un cuchillo coquinario. Los otros consolaban al caduco y contrito Don Miguel basándose en que el mortal accidente fue por causa del celo en la limpieza, notoriamente exagerado, mantenido por la hermana que la llevó a encaramarse al balcón para matar una salamanquesa. Y en este dilema familiar y cuando parecía que brotaba el escándalo y la curia intervendría, muere Don Miguel. Hacen concilio los allegados, se insultan, se abrazan y reparten los bienes de ambos en cordial armonía dejando a la perpleja justicia sin causa.
En fin, de todos estos enredos lo que queda es el balcón, el balcón de Doña Lorenza. ¡¡Pero buenos eran los dos!!
Don Miguel abría la cancela a la chiquillada para que acopiaran dátiles y retozaran, Doña Lorenza tan solo cobraba cinco céntimos por llenar los dos bolsillos con el fruto caído. El hermano desde la madrugada hacía penitencia por todas las tascas y ella como una bicicleta sometía a la criada, Adulfa la Buenas Tardes, a severa vigilancia en la administración desde la cal al tocino.
Dicen que, en las noches de viento, las bóvedas que cubren este viejo convento aúllan por las ventanas sin cristales reproduciendo el alarido de Doña Lorenza.
¡¡Es mentira!! Allí tan solo suena el aire podrido y algún cárabo que hace gu, ru, gu, gú.
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55) UN ATASCO

23/4/2021

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La hilera de vehículos se perdía en las dos direcciones y yo tenía la sensación de encontrarme justo en el centro; avanzábamos dos metros y vuelta a parar, así una y otra vez de forma que el atolladero llevaba trazas de eternizarse.
Entre la lluvia que no cesaba y la muchedumbre que salía del partido de fútbol, la avenida se había atorado de automóviles y sus conductores desahogaban los nervios a golpe de bocina.
Resignado, paraba y volvía a arrancar con aire aburrido y la vista puesta en el que me precedía, y, a fuerza de repetir esta maniobra, presté atención a los ocupantes del lujoso coche que me abría paso.
Era una pareja, y ella a la que veía el semblante, una joven, casi una niña de facciones regulares y cabello negro. A él solo se le distinguía el occipucio algo aclarado de pelo; debía ser grueso, más bajo que su acompañante y gesticulaba envuelto en el humo del cigarro.
A la protagonista la contemplaba mejor por estar vuelta hacia el conductor y le observaba nítidas las gruesas lágrimas que le corrían por la cara y su expresión de angustia.
Con una malsana curiosidad, seguí atento el gratuito espectáculo y olvidé todas las prisas, agradeciendo la lentitud del tráfico que me permitía presenciar este drama tan naturalmente interpretado, que tenía por escenario el interior de un automóvil y a pesar de la multitud que nos rodeaba, un solo espectador.
Había momentos en la discusión que debían mantener, que el hombre le acusaba con el dedo índice extendido y al volverse se le recortaba un perfil de líneas groseras, mientras ella con la cara tapada por las manos, movía convulsa la espalda.
Me inspiraba tal lástima la desolación de aquella criatura, que difícilmente me reprimía los impulsos de intervenir. Había ido poco a poco en la observación del proceso, tomando partido a favor de la más débil, más delicada, a la que consideraba bestialmente tratada por el berzotas del protagonista.
En una de las ocasiones que todos frenamos y se encendieron las luces rojas en las traseras de los carruajes, pude ver destacado al zafio camorrista empujar airadamente a su dulce acompañante hacia la portezuela.
Entonces ella inopinadamente se engalló, le atizó una soberana bofetada y se enganchó a los pocos pelos de la cabeza de su contrincante. El otro la agarró por el cuello, la puerta se abrió y la doncella rodó por el asfalto enlodado enseñando unas bonitas piernas.
Yo no me pude aguantar más, salí disparado con idea de socorrerla y con
el propósito de enredarme con aquel inmundo batracio, pero no me dio tiempo; cuando llegué, ella se había incorporado y entraba en su coche, cuya puerta cerró sin prestarme atención y tras la ventanilla observé como proseguía la reyerta.
El escándalo producido por el resto de la caravana que me seguía, a los que mi inmovilidad estorbaba y los silbatos de los guardias, me obligaron de nuero a seguir mi peregrinaje sin haberse los contendientes ni percatado de mi existencia.
Mientras estas cosas ocurrían, un conductor maniobrista se me coló delante con gran desesperación por mi parte, pues ya había tomado la solución de este conflicto como cosa mía, y, naturalmente, me puso la observación y el seguimiento mucho más difícil.
​
De todas formas, a la jovencita la estaba 
maltratando aquel cerdo, porque eso lo adivinaba, aunque me taparan casi toda la luna posterior a través de la que yo quería ver, las cabezas de los niños que llevaba en el asiento de atrás mi nuevo antecesor.
“Lo más fácil es que sea un matrimonio de los muchos que hoy se ven, cavilaba mientras me esforzaba en no perderlos de vista; él es un cateto con dinero y ella una niña finita, mona, con estilo, pero sin un céntimo y por consejo de la familia se ha desposado. El marido, que me reafirmo, es un burro con cuartos, tiene celos y no le permite vivir con
tranquilidad. Ya te ha perdido el respeto y llega a la tortura física. Si tiene hijos el problema es más difícil, pero si como aparenta su figura no es madre, ¡que alegue malos tratos y lo mande con la suya…!
Claro que también podía ser su padre, porque diferencia de edad hay para eso y más, pero, aunque así fuera, ella saldrá a su madre. Si; en ese caso el padrastro es viudo y esta pobre criatura seguramente está perdidamente enamorada de algún chaval que no le gusta al viejo y por ello la tiene esclavizada.
Yo en su caso huiría con mi amor y que se las arreglase solo el tirano.
¿Y si es su amante? No lo creo, por la cara de inocencia y honradez de sus ojos, no lo creo. Pero si así fuera, una mujer no debe nunca permitir a un hombre, aunque sea su mancebo que la maltrate. Otros podía encontrar, dados sus méritos, con los que pudiera convivir en armonía.
Lo sensato sería quedarse con los regalos y despedirlo”.
Aprovechando un hueco y jugándome un embellecedor, de nuevo me coloqué a su trasera acercándome hasta juntar los parachoques para ver en qué situación se encontraba el altercado.
Ahora estaban los dos rígidos y silenciosos envueltos en la humareda del puro que fumaba el hombre y que parecía molestar a su pareja.
¡Ni para eso tiene educación y sensibilidad este mostrenco!, me decía a mí mismo.
Y de nuevo él comenzó a soltar el volante y a mover los brazos con ademanes violentos y ella a llorar mansamente.
 Sin darme cuenta, tan enfrascado iba en el desenlace de esta tragedia, me había pasado el cruce por el que debía haber seguido mi ruta, y comido por la curiosidad, lo confieso, los seguí espiando como un aberrado.
Otra vez volvió la calma a la pareja, bajó la ventanilla el marido, el padrastro o el amante, lo que fuese, y tiró el puro.
Ella se secaba las lágrimas con su pañuelo que le había cogido de la chaqueta y en el momento que todos frenábamos una vez más, la muy idiota inclinó desmayadamente la cabeza sobre su hombro.
¡Le hubiera pegado! ¡Esta desgraciada no tiene dignidad! Y el muy sinvergüenza se aprovecha de su juventud y de su dulzura... ¡Vivir para ver!
Estas ideas me asaltaban cuando airado buscaba una salida para volver a mi camino y abandonarlos a su suerte, pero había de ver más, y me estaba muy bien empleado por meterme donde no me llaman.
En estas, el zafio torturador para su automóvil y abraza a la chiquilla, en una interminable escena de pasión a la que todos los conductores, y yo inclusive, aplicamos nuestra repulsa estentórea.
Cuando sorprendido por el alboroto que producíamos volvió el galán la cara hacia mí, con enorme sorpresa advertí que el que lloraba ahora era él.

 
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54) FONTÁN

22/4/2021

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Si las descripciones, si la trama de lo que voy a referir os produce desgarradas melancolías, penosas repulsas de tiempos misérrimos,
Pasmo ante costumbres y mentalidades incomprensibles, entonces no he hecho más que traspasaros mi estado de ánimo. Las imágenes las tengo vivas y podían confundirse con las ilustraciones del libro de hadas de Rackham, en que el viejo sarmentoso cabalga sobre Simbad, se materializa en Fontán.
A Jesusa la conocí vendiendo escobas y soplillos de palma y más tarde supe que emigró a Barcelona huyendo del hermano. ¡Pero a la gente le encanta hablar!
Y sobre todo de temas escabrosos. La maledicencia entre las comadres, al igual que la infantería no reconoce obstáculos ¡Claro que todo esto pensaba cuando aún no conocía a
Fontán!
De él se hablaba siempre como de un ser extraño a la sociedad del hombre, al que pocos habían visto y menos pudieron hablarle. Si algún comentario se hacía sobre la rusticidad o el primitivismo de alguien, se comparaba con Fontán; cuando de un hombre se resaltaba la fuerza d sus brazos, también surgía Fontán; el cabrerillo de las Mesas mata liebres con honda, Fontán ha matado más de un venado con igual arma; en los chistes y retruécanos impúdicos, también era citado Fontán y sus cabras como el sumo de la lascivia.
Para muchos era un fornido sátiro.
Sus padres vinieron de Extremadura arreando a las ovejas de la Mesta y asentados en Majadal Alto, allí criaron a sus hijos, allí esquilaron las borras y de allí los porteó el carro al cementerio, cuando los asfixió el humo de los tamujos encendidos del chozo.
Fue esta la única vez que a Fontán se le vio en el pueblo y provocó el escándalo. ¡No era para menos! Encabezó el duelo a lomos de una burra y hasta en el cementerio entró sin descabalgar espantando la curiosidad de los asistentes con su insólita figura.
Ante la intransigencia del cura en la necesidad de que la bestia esperase al dueño en el exterior del camposanto, tiró iracundo de la manta que le cubría de cintura abajo, dejando al aire dos piernecillas diminutas y flácidas sujetas a la cintura por unas correas'
Sin pronunciar palabra y con la misma mirada bestial con que apareció, este titán de negrísima y cerrada barba, tomó el camino del campo seguido de Jesusa su hermana, que se embozaba con un pañuelo negro.
Estas desgarradoras escenas se olvidaron con el tiempo y Fontán con Jesusa siguieron al cuidado del ganado desde el chozo de su majada.
Semanalmente la hierática hermana se acercaba al pueblo para vender labores de empleita de palma y recoger la hatada... hasta un día… que ató el burro en la cuadra y ella se sentó, sin expresión en los ojos, frente a la candela en la posada.
Así estuvo casi sin hablar y sin atender a la comida, diez o doce días, durante los cuales tres veces vino un cisquero a notificarle las amenazas de su hermano. La última fue contundente: "Dile que o vuelve o voy con el hacha".
Jesusa vendió el burro y con un hatillo de mano tomó el tren para cualquier parte....
A Fontán lo parió su madre, un atardecer lluvioso, de regreso del agostadero bajo una encina de la cañada real. El padre, que hizo de comadrona, al verlo sin piernas, lo creyó
​ otro aborto y liado en un delantal lo colocó en el serón de una burra para entregarlo al sepulturero en la próxima población.
¡En el mismo serón donde se amontonaban los borreguillos que iban naciendo en el lento caminar! Ellos fueron los que le traspasaron el calor para romper a llorar en la madrugada, provocando el tremendo drama de una madre que quiere amamantar al hijo contra el parecer del padre, que le razonaba la inutilidad de la teta, pues era un monstruo y moriría pronto.

A la Loma de la Mimbrera llegó aquella tarde de Octubre la piara de ovejas de la que Nemesio el del Lobo era mayoral y pastor, con veinte corderillos baliendo desde los serones de los burros y Casilda su mujer, con un hijo deforme arropado en un mantón con flecos.
Decía una tía suya de Cabeza del Buey: "A ese niño en vez de tenerlo oculto como si fuera una vergüenza, debieron llevarlo a un médico bueno y no haberlo criado sin asentarlo en el juzgado y sin Cristianar".
También alguna vez comentó la porquera de Ventas Quemadas: "Mucho habrá pasado la pobre Casilda, pero más pasó su hermana Jesusa, que desde pequeño lo llevó colgado de sus espaldas como un mono. Quizá más de lo debido, pues tenía barba y bigote y todavía lo llevaba a cuestas".
A raíz de refugiarse Jesusa en la posada, corrió el rumor de que su huida era debido a un intento de violación por parte del hermano; también se dijo que el incesto era viejo... chismes... cosas de pueblo. Pero Fontán a poco de que le abandonara su hermana, liquidó sus cuentas con el manigero del cortijo, quemó su chozo y traspuso hacia el río empujando

sus cabras.
Dicen quienes lo vieron, que era un espectáculo imponente la agilidad con que saltaba sobre las ballestas de sus brazos aquel engendro peludo, apoyando en el suelo las nalgas protegidas por un grueso cuero. A la bandolera la honda y a la espalda un hacha de corto astil.
Cuando yo le conocí con el pretexto de una cacería, vivía en una covacha que formaba una laja a orillas del Parroso. Bajo esta visera tenía un corral con bardal de monte para las cabras, un huerto de verano en el arenal del río y su yacija se adivinaba detrás del ganado, en lo hondo.
Aunque la gente lo tenga para sí, yo no creo que lo matara. Don José. No hay duda; se sabe por la criada, que la Señora se llevó una enorme impresión cuando lo vio aparecer en la plazuela del puesto. ¡¡Como para no asustarse!! La pobre que era muy aficionada a la jaula, estaba amodorrada con el canto del perdigón y le saltó en el claro del monte aquel bicho sin piernas... los arañazos, las magulladuras... se las hizo la maleza al huir. ¡Hasta perdió la escopeta! Si como dicen Don José le pegó un tiro en un aguardo sería por confundirlo con un jabalí entre las aulagas y no por haber abusado de su mujer.
Fontán seguramente se ahogó; nadaba corno una nutria y siempre estaba sacando peces de las chorreras... le daría un soponcio...o ¿quién sabe?... dicen que en la Charca del Negro hay un tragante…
El huerto comido por las yerbas y las cabras retesas por aquel barranco
Que llaman de Fontán, denunciaron su desaparición. Pero... quién lo iba a reclamar, si no estaba Cristianado ni apuntado en el juzgado?
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53) NERÓN

21/4/2021

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¡¡Ha vuelto Nerón!! Esta voz corría de uno a otro entre los componentes de la familia y todos nos apresuramos a darle la bienvenida. ¡Ha vuelto Nerón! Y como siempre lo haría en el albor al mullido sillón donde aliviaba sus resacas.
Cuando llegué se espurría con gesto somnoliento y empezaba a saludar a todos con dulce ronroneo y corcovos lametones.
Yo creo que nos quería de verdad y no hacía gatatumba, pues ¿a quién si no debía la vida?, y él lo sabía, ¡claro que lo sabía!
Le pusimos agua y unos restos de comida de los que dio buena cuenta sin el apremio del hambre y con la compostura y remilgos de un gato de raza; cosa que no era, pues Nerón es plebeyo.
¿Qué parecía cuando lo encontramos en aquella alcantarilla? Pues nada más que un michino que maullaba [TC1] desconsolado haciendo fufos, con los pelos y las vibrisas electrizadas y el hocico abierto a la espera, in extremis, de una teta.
Por eso vuelve a pesar de su espíritu aventurero, de su orgullo, de su amor a la libertad, de su independencia...; al mirarle a los ojos parece reconocerlo... y también me da la sensación que ahora cuando nos visita lo hace de tú a tú.
Se ha convertido en un morrongo de fondo blanco con bandas amarillas patrimonio de macho, por la misma razón que los que tienen el pelo de tres colores son hembras, y, en sus ojos de la tonalidad del oro bajo, guarda el misterio de su procedencia.
En él adivino la cabeza de la diosa Bastet y comprendo que en Egipto los embalsamaran y ajusticiaran a un hombre de leso gato, por lo que tampoco me extraña que en Gales siglos después fuese penado quien lo matara, a indemnizar al amo con la cantidad de trigo que lo cubriera, estando colgado por el rabo y rozando con el hocico el suelo.
Nerón había vuelto arpadas las napias, tiznada la librea y a dormir horas y horas sobre el mejor cojín libre de ruidos y corrientes. Se levantaría, como hizo las veces anteriores, cuando le avisara el estómago, dedicaría a su acicalado bastante tiempo y saliva, restregaría la piel por nuestras piernas con el rabo inhiesto dejando al aire las vergüenzas y dejaría oír un maullido quejumbroso y afinado impropio de su corpulencia.
Habremos de estar pendientes, pues si se lame a contrapelo, seguro llueve.
A pesar de su cariño, del que no dudo, yo le malicio otro juego. Este felino tiene más de un amo y me lo demuestra que a la vuelta de sus prolongadas correrías, se manifiesta lucio. Tiene hembra y lo certifican las uñadas en el naso. Yo creo que me lo quiere confesar, pero no sabe
como.
Una noche de luna en un solar cercano, me pareció verlo chuleando con una minina blanca rodeado de gatos gitanos. seguro, lleva una doble vida.
Pero es agradecido, dignamente agradecido. Nerón sabe que su concurso es deseado en la casa y que su presencia se considera muy grata desde aquel encuentro en el campo que salvó la vida.
No es desmurador ni tampoco gato persa y su comportamiento bohemio nos obliga cada vez que retorna al hogar, a esculcarlo, por si las compañías que hubiere tenido, le obsequiaron con sarna o pulgas.
Pero él da la sensación de que todo esto le afecta poco y mantiene la vieja táctica de enseñarte la tripa blanca ronroneando y lamerte afectuosamente los dedos.
Solo con esto tiene asegurada posada y yantar, sin olvidar el mejor asiento. Comprendo que estos animales se adueñaran de las voluntades de hombres como víctor Hugo, Poe, Mahoma o Richelieu y la multitud de supersticiones que los envuelven...
Pues Nerón, una vez más, como llegó desapareció y aunque ya estábamos acostumbrados a sus mutis por la terraza, siempre nos dejaba algo tristes al recordar lo frecuente que es encontrar un mizo planchado por el tráfico.
Mas esta vez tornó enseguida, quizás a los tres días; y lo hizo, ¡Dios mío como lo hizo! No parecía el mismo robusto animal que tornó el portante días antes. Flaco, erizado el pelo, babeante...apenas le sostenían las patas...y así cayó en letargo sobre el sillón de la logia.
​
Mucho tiempo estuvo en estas condiciones, allí quedó aislado por temor al tipo de
enfermedad que padeciese y solo yo le vigilaba esperando un desenlace fatal.
La leche que le puse a su llegada la sobrenadaban hormigas y mosquitos, pero ni esta golosina a la que tenía gran afecto le conmovía.
No era rabia, tampoco se había ratonado, pues nunca comió un ratón; a Nerón le habían dado un gatuperio.
También pudiera haber ocurrido que en este último periplo topara con un cebo de ratas, o ¡Dios no lo quiera!, engulló uno de esos criminales preparados de pescado con alfileres en su interior que utilizan ciertas gentes para acabar con los gatos vagabundos.
Lo importante es que nuestro gato se moría y ante la ruina de su físico, contrastaba la enorme vitalidad que hacía muy poco despilfarraba.
Poco más de una semana haría que nos visitó Doña Sacra, sí, Doña Sacra que era una señora importante, porque su marido lo era y mucho.

Él tenía un gran cargo en los ferrocarriles, bastante más edad que ella y compartía con su esposa las mieles del poder y un enorme perro alsaciano.
El can era antipático, pendenciero, cruel con los más débiles de su especie y fisgón. Acompañaba a su ama en las visitas introduciéndose por todos los rincones y colándose sin el menor respeto hasta la cocina, no encontrando en Doña Sacra la menor reprimenda.
Todo el mundo temía y toleraba a este animal por pertenecer al inspector y sufría, junto con el honor de la visita de esta dama, los allanamientos del chucho.
Aquella tarde cuando llegó Doña Sacra, Nerón reposaba beatíficamente en la cocina sobre una silla de anea y el imponente perro lobo, después de registrar la casa, desembocó en la cocina y sin mediar pleito, sin previo aviso, se abalanzó sobre el gato.
Lo que ocurriera nadie lo sabe, pero el estrépito de platos rotos y cacerolas volteadas fue de mayor cuantía y el final de la batalla, que solo pudimos apreciar como un relámpago, se convirtió en la cabalgada de Nerón sobre el alsaciano camino de la estación del ferrocarril, con un aullido patético del intruso producido por las garras del minino.
Volvió el minino con su arrogancia natural a reposar sobre el brazo del sillón en el comedor y con sus gestos nos dio a entender que él, que solo era un animal, había solucionado para siempre el complejo problema de Doña Sacra, el inspector y el perro.
Estas cosas estaba recordando mientras le observaba, cuando después de varios intentos se acercó tambaleante al recipiente de la leche, sopló los insectos que la cubrían y principió a lamer con desgana.
Alegremente me dije: ¡Está salvado! Verdad es que siete vidas tiene un gato como la gente dice y algo verdad será también eso de que el matar uno negro trae desgracias durante siete años, quien lo ahoga, le espera la muerte, el que lo ve pasar frente a su puerta, debe recurrir a su exorcismo; un gato blanco en la ventana anuncia una enfermedad que solo tiene por medicina el asado de este, los de tres colores apagan incendios, cuando se frotan los hocicos con las dos manos, una visita importante está por llegar y tantas más...
Le reposté la leche y así poco a poco Nerón se reponía alternando largas siestas con tristes y agradecidas miradas, hasta llegar a tomar alimento sólido.
Con la misma celeridad que se encanijó se repuso, cambió el pelo y recobró el humor; quizás y sin quizás, se trocó más cariñoso.
Todos lo festejábamos y extremamos las atenciones para con él repitiendo segurísimos:
¡Ya nunca más se desmadrará! Pues el gato escaldado del agua fría huye, es gato viejo, difícil es que le vuelvan a dar gato por liebre...y muchos refranes y dichos del estilo le repetíamos como consejos.
Pero de nuevo llegó Enero, y, con la luna llena, la llamada del amor. Y Nerón volvió a desertar. Por algún tejado ruinoso hará concierto con aquella gatita blanca...
Nosotros un día tras otro al asomarnos a la terraza repetimos:
¿Habrá venido Nerón?
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52) LO QUE FUE DE LA TERTULIA DEL NIÑO BENÍTEZ

20/4/2021

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La carava tenía por sede la zapatería del Niño Benítez, que era un solterón y zapatero de viejo, al que solo se le conocía como signo externo de riqueza, una cuadrícula de turrón que compraba el día de la Virgen.
Allí se reunían cinco o seis hombres las desoladas tardes de invierno, contemplando como untaba el cerote al cáñamo y apostillando, en conversaciones llenas de silencios, las novedades rurales.
El extraño sacaba la impresión de que en este lugar nunca ocurrió nada y que en la vida todo era indiferente o malo. No existían ilusiones entre aquellas cuatro paredes y todo estaba medido y muy pobremente, para alcanzar como único fin unos céntimos más.
Naturalmente los contertulios eran todos de la misma filosofía y en sus bocas la sequía era más catastrófica, los temporales totalmente ruinosos, los precios de los productos agrarios de saldo y la evolución de la sociedad encaminada directamente al caos.
Pero el Niño Benítez estaba siempre en el banquillo tirando de los cabos y a su alrededor se asentaban conforme iban llegando Ginés, Fandango, Eduardo el de la Cataña y el Hito. Su tío Burrita, que vivía con él y que se añadía a la tertulia cuando estaba formado el grupo, cocinaba y limpiaba la vivienda; de lo primero nada se sabe, porque a las horas de las comidas en aquella casa se corrían los cerrojos. De la otra obligación había que disculparlo por anciano y chalado, ya que de todo el mundo era conocido que no discernía con acierto.
Mientras su sobrino remendaba en basto pero barato, a su zapatería penumbrosa y de olor a cuero viejo, era bueno hacer la visita breve, para no salir con el ánimo deprimido.
El zapatero recordaba por el perfil y cabellos, ademanes y humildad y por lo untuoso y solícito, a un chueta residuo de los antiguos gremios.
No se le conoció nunca relación con ninguna mujer, ante las que a solas se sonrojaba, y se le maliciaba una gran fortuna en aumento constante y sin depósito conocido, que el pueblo aseguraba lo escondía en algún lugar de su casa protegido y envasado en botellas de cerveza.
A todo esto, contribuía el secreto en que estaba envuelto el resto del viejo caserón de su propiedad, del que tan solo era conocida habitación del taller, su curiosa manía de recoger todas las botellas grandes de cerveza que encontrase tiradas y el cambiar con frecuencia monedas fraccionarias por billetes.
Ginés era un mastodóntico carnicero el que, a pesar de tener un taladro bajo la oreja, seguía con una dureza de oído de la que a veces se servía.
Aquilataba hasta el comprar un animal en días de aguas porque pesaba más.
Eduardo era un hombrón desarmado por la diabetes; el Hito do quiera que fuese, aún en misa de difuntos, como si rezara el rosario, hacía empleitas de palma para sombreros, capazos o soplillos, y Fandango que tenía una voz cantarina y gracia cazurra; andaba herniado por las ingles y con una pertinaz queja ante la salud perdida y la inflación monetaria.
En este mentidero aparte de comentarse el precio del ganado, la paja,
los granos, y los chismes de la villa, se mantenía entre los miembros citados más asiduos, una disimulada curiosidad por las misteriosas costumbres de los anfitriones, el tío y el sobrino.
A Burrita para colmo le había dado por pintar y copiaba bodegones de almanaques y grabados dieciochescos de mujeres con pelucas, que intentaba vender por las tabernas provocando el pasmo y la cuchufleta tanto la obra como su precio.
La gente no comprendía tampoco que estuviera día y noche segando hinojos y berzas por las cunetas y acopiándolas con una carretilla de manos en una casa, cuando solo tenían una burra para atender, a un cortinal y a un jabardillo de vacas.
Los vecinos tampoco se explicaban los ruidos y malos olores que trascendían al tinado del corral eternamente sellado y que no era más que una casilla en ruinas.
Y así era año tras año aquel mentidero donde sus componentes se iban depauperando sentados en los mismos banquillos, con los mismos temas de conversación y tras los cristales empañados del ventanuco que daba a una calle empedrada.
En cierta ocasión el hedor de las dependencias traseras se hizo insoportable a los colindantes, que solicitaron al alcalde remedio y sanción para los culpables.
Este apercibió a tío y sobrino que achacaron a la burra de estos desaguisados, se comprometieron humildemente a remediarlos y a su vez solicitaron ayuda a las autoridades por la sospecha y recelo con que 
​eran tratados.
Pero como el aceite que rezuma la tinaja lañada, así se extendió el rumor entre las mariquillas. ¡En el corral de Benítez se había enterrado a un hombre!
En aquellos días desapareció Severo en el trayecto comprendido entre la puerta del cortijo y el corral de las cabras; el hijo lo vio camino de la enramada con su bastón y la Guardia Civil con los perros que siguen el fato, en la cabreriza perdieron el rastro. Ni vivo, ni muerto, ni ropa, ni
sangre. Nada.
Lo que no hay duda es que Rafalillo el Malo, cuando saltó el corral del zapatero, no buscaba el cadáver de severo. Encaramado a la tapia descubrió el terreno removido y malició que allí estaban las botellas de cerveza rellenas de billetes "grandes", por lo que aquella noche con un
almocafre escarbó como un tejón.
Achacaba a la pestilencia la función de una estratagema tramada por Burrita y su sobrino, para alejar del tesoro al curioso o al ladrón.
Rafalillo trabajaba medroso de que le sorprendieran, los extraños ruidos que le llegaban embozados del casucho cercano, aquel que nunca se abría, el que estaba siempre acerrojado...y el olor cada vez más insoportable...hasta que tropezó con algo duro.
Febrilmente ahondó con las manos por no romper la botella y tiró de ella hacia fuera.
No era el vidrio que esperaba atacado de billetes de a mil, era un objeto largo y blancuzco, era... Rafalillo el Malo lo vio perfectamente en las tinieblas, la pierna en descomposición de una persona con el zapato puesto.
Como un poseído saltó la pared abandonando la herramienta y corrió hasta el pilar donde abrevan las caballerías y con los brazos sumergidos, al tiempo que se lavaba, serenó el ánimo.
Solo a su mujer le contó el percance y ella aseguraba no haberlo comentado más que a su hermana, pero todo el pueblo sabía que en el corral del Niño Benítez estaba enterrado Severo.
Y corrió el rumor por las tabernas y las pilas del agua; los villanos hacían corros para murmurar..., primero Ginés, después uno tras otro Fandango, el Hito y Eduardo el de la Cataña, se retiraron de la tertulia y la denuncia finalmente llegó al juez.
Pero claro, el allanador no testificaba haber escarbado en propiedad ajena para robar el relleno de las botellas. Así, muy desvaídamente se dejaba caer que había sido vista la perra de Burrita sacar de unas escarbaduras en la corraliza, un miembro humano. La plebe estaba soliviantada, se gestaba un nuevo pogromo.
Entonces llegó el alcalde con la vara, el alguacil y un guindilla; el juez de paz con el escribano y el cabo de la Guardia Civil que era el comandante de puesto, con dos números armados de fusiles y rodeados de pecheros.
Ante la zapatería gritó con voz rotunda:
 
¡¡Abran en nombre de la justicia!!
 
El Niño Benítez y su tío Burrita asomaron demudados, hablaron brevemente con las autoridades y todos juntos penetraron en la casa.
La gente corrió a tomar sitio en la tapia por donde asomar la cabeza y el corregidor solicitó la presencia del enterrador y el barrendero.
Después, todo este solemne aparato degeneró en la más absurda y grotesca comedia de la que todos salieron corridos.
El enterramiento no era de un cadáver, sino de dos. Una pollina muerta de parto y su rucho.
La pierna que alumbrara Rafalillo el Malo con el calzado, era la mano de la borrica con el casco...pero el pueblo no quedó totalmente defraudado; en el tinado de donde procedían tan extraordinarios sonidos, tenía el chiflado Burrita catorce borriquillos hacinados en perpetua oscuridad, deformes, enanos con los cascos monstruosamente desarrollados por la inmovilidad y los ojos casi ciegos.
Procedían de los cruces que allí mismo realizaban y a los que declaró llorando no era capaz de vender ni matar por el cariño que les tenía.
La sentencia quedó reducida a la expulsión de los cuadrúpedos del recinto y su confinamiento en el cortinal propiedad del zapatero, donde no molestarían al vecindario.
El traslado lo hicieron de noche tío y sobrino arreando a estos catorce fantasmas ciegos que desconocían el andar.
Fue una noche de tormenta, todo el pueblo los espiaba sobrecogido y detrás, el último, iba el pobre Burrita sollozando.
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51) DON CARLOS

19/4/2021

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Todo el mundo lo decía. Mientras viva su madre, Don Carlos no se casa.
No solo esto, sino que acudirá a cenar a las nueve con ella y seguirá de madrugada recogiendo la merienda y el caballo que le tiene aparejado Silencio el albarrán.
 
Con aguas y vientos, hielos o bochornos, Don Carlos entraba al alba por un postigo del viejo caserón que daba a las cuadras, donde le esperaba el mozo para entregarle las alforjas, una jaca colina y un escopetón damasquinado.
Si el tiempo era bonancible, castañeteaban los cascos de la montura con los pájaros; si la tempestad hacía barbotar a las canales, parecía de una a otra farola una pesadilla bajo el capote embreado.
Un día Don Froilán le apuntó a Doña Justa: ya que viven juntos hace tantos años y que esta situación es irreversible, ¿por qué no los legalizamos ante Dios y los hombres y acallamos el viejo escándalo?
No sea ingenuo señor Cura, contestó la madre. Mi hijo esta amancebado con esa putaña tan solo atraído por su juventud. Él no quiso más que a su novia y desde que faltó ella, hace ya treinta años, se le han contado cinco rabonas.
Y Don Carlos con sus sesenta años un día tras otro seguía administrando los bienes de la madre, acompañándola a la mesa y compartiendo el lecho con Anita la del Santo.
¡Es una lástima!, decían las mujeres que le conocieron. ¡Un hombre de su posición, tan fino y bien parecido...porque todavía lo es...murió la novia y se achabacanó!
Y efectivamente, aunque taciturno, era educado, elegante y de una gran regularidad en sus costumbres. Al campo iba y venía con las estrellas, en una discreta taberna hacía tertulia con otros propietarios y a las nueve en punto sentado frente a Doña Justa, consumía un refrigerio monacal.
La madre que ya palpaba los noventa derrochaba vitalidad y hasta casi ayer, andaba amazona en una burra recorriendo sus cortijos y apreciando el ganado.
Según ella, a esto le obligó la prematura muerte del marido y la gente malicia, que no se fía ni de su hijo.
Madre, dígale a Carmensina que me ponga una telera entera.
- ¿Otra vez te ha pedido el pan ese facineroso?
- Si, ayer me estaba esperando en la vereda de Lobón.
- ¡No sé para qué sirve la Guardia Civil!, debes decírselo al brigada, ese hombre es ya un bandolero.
-No es malo. Solo me pide el pan y hasta me pregunta por ti.
Esta conversación no era nueva entre la madre y el hijo. En los diálogos
Que a manera de parte diario mantenía Doña Justa con su hijo, más de una vez comentaron la espantada de aquel mulero de la casa, que aburrió el trabajo y se amontó.
- ¡Buenos días Don Carlos!
- Buenos días Francisco
- ¿Trae usted mucho pan?
- Solo el mío
- ¡Bueno! Usted puede pedir un cacho a la casera y yo hace tres días que no lo pruebo.
- ¡Ya te buscan Pernales! El robo del Inquisidor ha echado a los civiles en tu rastro y yo tengo que decir cuando llegue al pueblo, que te he visto.
-Usted me da al pan y a la noche lo dice en el cuartel. ¡Buenos días Don Carlos! ¡Expresiones a Doña Justa!
- ¡Ve con Dios Francisco!
Estas palabras cruzaron la última vez que se vieron y… ya, pocos cuartalás más, remató Don Carlos haciendo tostadas en la chimenea del cortijo de la Sierra de la Grana...
La jaca colina atravesó el pueblo arrastrando el capote con las campanas de misa y el estupor de los hombres que asomaban a las tabernas. A la puerta de la cuadra seguida de curiosos, llegó a golpear con la mano y a esperar como siempre a Silencio que la desensillara.
Silencio el albarrán de la casa, Silencio el mudo, que en aquellos corrales y establos se hizo viejo y que en esta ocasión no se acercó al caballo para librarle del bocado y la montura, sino para comprobar la falta del encaro en su funda y del contenido del secreto bajo la zalea de la
guarnición.
​
​¡¡¡ A Don Carlos no lo había desmontado un resabio del caballo!!!
Al atardecer las mujeres tras los visillos y los hombres en las esquinas, lo vieron por última 

vez a lomos de un burdégano sostenido desde atrás por el Mudo. Docenas de brazos lo llevaron en volandas de la albarda de la bestia a la tallada cama de Doña Justa y detrás iba Carmensita implorando a Dios y con una aljofifa borrando la sangre.
 
En la luna negra
de los bandoleros
cantan las espuelas.
Caballito negro
¿dónde llevas tu jinete muerto?
 
¡Es un trabucazo a quemarropa! Poco hay que hacer, dijo el médico.
¡Puede hablar?, preguntó el juez.
Pero de nada sirvió lo poco que dijo. Don Carlos no había reconocido al hombre que en la sombra le dio el alto en el camino de las Navas. Solo aclaró que creyó era el Pernales y al hacer intención de darle las alforjas, el emboscado le disparó el naranjero.
Esto fue suficiente para que la galería tuviera por cierto que el Pernales había herido de muerte a su antiguo amo para robarle...
"Don Froilán me estoy muriendo. Quiero ponerme a bien con Dios. Mande usted llamar a la Anita, ya sabe quién es, y haga lo que crea necesario. Estas fueron sus disposiciones finales".
Comunicó inmediatamente el cura a la madre el deseo de su hijo y esta, con gran sorpresa del párroco, le contestó que iría ella en persona.
Aquella madrugada acompañada del Mudo, Doña Justa subía los escalones de la antigua judería camino de la casa de Anita la del Santo.
Nadie sabe que hablaron las dos mujeres, quizá Silencio oyera algo, pero este es dos veces mudo, lo cierto es que al amanecer expiró Don Carlos y la manceba no compareció.
Luego en la misa del difunto, comentarios, rumores disparatados, detalles olvidados... ¿Quiénes sabían que aquella mañana iría Don Carlos a las Navas? ¿Quién conocía que llevaba diez mil reales para comprar los primales?
El secreto de la montura donde iban los columnarios, era artesanía del Mudo que solo una persona advertida podía descubrir. Nadie más que el albarrán, la madre y... seguramente Anita conocían estos detalles.
Aún andaba alterado el cotarro con estos sucesos, cuando uno nuevo desquició totalmente el diario trajín de la villa.
¡¡¡Han matado a Don Antonio Moscoso!!!
Esto vino gritando el aperador de Charco Redondo. ¡¡El Niño Gloria y el Pernales han matado a Don Antonio!!
Los dos vestidos de guardas rurales entraron en el cortijo sorprendiendo a los criados; se han llevado mil duros en dinero, la tercerola y una yegua con su montura. Al amo lo ha matado el Pernales por gritar pidiendo ayuda.
Se llenaron los montes de guardias civiles a caballo con sus capas al viento y los tricornios con barbuquejo y se dieron armas en el pueblo a la guardia municipal y a los serenos y la tensión aumentó todavía más al correrse la voz:
¡¡Están presos Anita la del Santo y su hermano!!
¿De dónde había sacado el Guto el dineral que pagó por el corralón y el tinado?, se decía.
Al interrogarle la Benemérita escupió insolente que pertenecían a su hermana Anita. Y... ¿de dónde le viene a ella ese caudal? Porque en vida de su amante no le faltaba nada, pero nunca pudo hacer estas ostentaciones; comentaba el pueblo.
¡Mal los tenían tratados cuando llegó Don Froilán a sacarlos! ¡lo que pueden las sotanas! ¡Y el dinero! Porque el cura fue mandado por Doña Justa, ¡Sí, por Doña Justa!, ya que Anita cantó que la madre de Don Carlos le llevó a su domicilio una talega de duros de plata, por no acudir a casarse con su hijo la noche que agonizaba.
Al Pernales y al Niño del Arahal los mataron allá por la Sierra de Segura la Santa Hermandad y el Niño Gloria había tenido igual fin poco antes, de forma que esta historia hubiera quedado así, a no ser por el accidente que costó la vida al Guto. Esto fue mucho tiempo después que Anita su hermana, tomara el portante y de ella nunca más se supiera.
Al Guto en un puesto de perdiz se le disparó la escopeta y quedó muerto sobre la jaula. Una preciosa escopeta damasquinada, que hasta el Mudo que andaba chocho reconoció llorando. Era el retaco de Don Carlos.
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50) EL CABALLO CIEGO

18/4/2021

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Es de capa tordo trucado, valiente, fogoso y enamorado como macho de buena familia. Se expresa con un relincho que suena a desiertos, a dátiles, a ajonjolí y a oasis perdidos en la Numidia.
Huele a la hembra a leguas, el tacto de sus belfos se le ha afinado; para bracear y bufar necesita el auxilio del bocado y la serreta porque es ciego; como noble, es un buen amigo.
Tiene sus preferencias, no le gustan los perros. Quizás que sus ancestros le avisen hienas y chacales, ¡Dios sabrá de sus miedos y de sus sueños!
En sus horas bajas, en la cuadra me cuenta entre relinchos y suspiros cosas que yo no debería desvelar. Pero él es un caballo entero y de macho a macho no hay charco y el apuntar yo algo no desprecia su figura.
Cuando lo compré por carne era un esqueleto sumiso resignado a morir como cosa natural y seguramente me lancé a llevármelo por la exclamación de una niña gitana: ¡Pobrecito, le tiemblan los pinreles!
Y allá lo llevé a una cerca de jaramagos y bellotas con chamizo para heladas y sombra para las moscas.
Tan flácido llegó que el comer lo hacía tumbado y tan solo reía, cuando le acercaba la avena de la Vega de Carmona con pajilla corta de Llerena.
¡Bueno!, también relinchaba alborozado, aunque fuera desde el suelo al paso de alguna yegua por el camino sin noción de su dentadura y figura.
Se recompuso con el cuido, y a mi fato, sin haber llegado a la plétora de sus carnes, se levantaba de manos con los ollares abiertos como si quisiera abrazarme, después me seguía al abrevadero con el silencio y la prudencia de sus muchos tropiezos.
Repito, el hueco de sus ojos, hondos, vacíos y sanguinosos, inclinaban tanto a la repugnancia como al estremecimiento y yo para evitar lo uno y lo otro, le hice unas anteojeras de cuero negro al estilo de los piratas y bucaneros que le daban arrogancia y respeto. El las toleraba por librarle del asedio de las moscas, y por ello le puse nombre: Dayán.
Más seguro era montarlo de noche que de día, supongo que en la oscuridad los animales con poca o ninguna visión tienen más alertados el resto de sus sentidos, yo de todas maneras hace tiempo que no lo hago, pues un viejo y un ciego en las tinieblas ¿qué buscan? ¿dónde van?
De madrugada si oía changarras, piafaba y al sol meridiano cuando el cucu da sus dos golpes y la abubilla cuatro (cu-cú y cu, cu, cu, cú), ríe.
A mi parecer algún trastorno le enturbia su buen discernimiento y la causa viene de muy atrás y le hace ser muy variable en su comportamiento. Hay días que cuando le rasco el hocico, bufa y otros que me llora ante la caricia y me recita poesías que yo no entiendo.
​
Un día que lo llevaba de ronzal porque hiciera
ejercicio, pisé en la orilla del camino un nido de cucutas, olió el crimen y a pocas me arrastra en su huida del lugar; después me pidió perdón humillado y con los belfos espumosos. ¡Juntos lloramos la desgracia!
Otra vez me dijo que el clavo de la herradura de una mano le hacía
daño. Con las tenazas gordas se lo quité con gran esfuerzo y cuando yo satisfecho descansaba me alargó impasible: ¡quítame las otras tres que quiero morir descalzo como nací!
¿Qué se puede hacer con un animal de esas reflexiones?
Nos cogió la tormenta en el chamizo, yo rezando ante tanto rayo y trueno y el triscando un algo.
​Ya los estampidos no me sobrecogen, ni las centellas, me dijo sereno entre soplidos y rabo para allá y cola para acá. Te voy a contar algo, pero no lo digas a tu mujer que llorará.

Mi amo era un medio señorito fanfarrón y yo un potranco lleno de ilusiones. De romerías a ferias, él en las ventas gastando el dinero que cobraba por mi participación en cubrimiento de las yeguas apalabradas a costa de mi buena figura. ¡En realidad no lo pasaba mal! ¡Buenas
cuadras y hembras, a qué animal disgusta!
Así anduvimos un tiempo de los cortijos de Puente Genil a Utrera, Carmona...
Hasta recabar en Ronda donde ya olían los malacatones. Allí en la posada que llamaban de la Vejiga, allí fue, allí.
¡Ella era una hermosa hembra y la rucha que tenía en el corral una adolescente provocativa! Mi amo alargó la estancia por la posadera y a mí no me molestaba compartir cuadra con la pollina.
Parece ser que a quien estas cosas no satisfacían era al mozo de cuadra que tomó celos y tras el escándalo me puso la silla antes del alba y salimos por la puerta falsa caballo y caballero con apremios y amenazas.
Camino de Álora pisábamos y al medio día, cuando por el sol se para el campo, tapado con una retama y con un escopetón de dos caños saltó el amante de la puta ventera.
Mi amo adormilado cencerreaba con la cabeza en la silla, yo le quise advertir, no dio tiempo, al caer con el tiro en el pecho se me abrazó a la cerviz y el otro cartucho me correspondió a mí por llevar la cara alta.
Yo me espanté con la sangre de mi cara, mi amo se estribó y arrastraba la cabeza y yo corría a oscuras, aunque el sol estaba arriba, hasta llegar a los alambres donde me enredé.
A él lo sacó de los estribos la Guardia Civil y a mí con un corta-alambres, un cabrero me soltó para resguardarme en el corral del Concejo y que me curara el albéitar.
Ni lo uno ni lo otro, a mi amo lo mató el tiro o el arrastre ciego y a mí, el trance me dejó tan perdido que todavía algo me duele a oscuras.
- ¡¡Bueno!! ¿Y por qué a veces cuando te monta el jinete que sientes arriba y que te place sin espuelas, braceas, te meces?
- ¡Esas cosas los hombres no lo comprenden!
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49) VALENTINA

17/4/2021

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Era de Berlanga natural, con la juventud cansa de arrancar garbanzos y chochos, llegó a Andalucía en el arrastre de necesidades en la Tierra de Barros, la Serena y más y más...
Y para la recolección de las aceitunas en la sierra Morena, el blanqueo de un cortijo y los auxilios en la limpieza y buena presentación de alguna casa acomodada, hizo paro en el seguir huyendo y arrendó casilla allá en el Horno de Paulo, donde ya no hacen ladrillos ni a las tejas las retuerce el sol. ¡Tuvo suerte, no llegó a Cataluña!
Por ello a mi casa embrocó fabricando buena cataplasma para remediar el desorden de un viejo solo y tres perros a sus pies.
¡¡Hizo bien!! ¡Por ella y por nosotros!
Viuda, pues su marido murió de un cólico de migas con tocino y su hermana quedó cegata, solo ella con su gruesa humanidad salvaba aquellos años difíciles y no sé por qué carambola recabó en mi casa.
Era una gran fregona que atendía no le faltara a mi padre el cocido del medio día ni el chocolate con picatostes al anochecer. A los perros los toleraba en el corral y les repartía los huesos, la ceniza de la chimenea también la sacaba.
Hacía unos guisos de patatas de carnes de cerdo, con abundante adobo y aún más alegrías en el caldillo al que acompañaba el vino de La Palma del Condado generosamente. ¡Solo las digestiones eran pedregosas!
Por entonces yo solo esporádicamente llegaba a casa y siempre la sorprendía con el soplillo de palma atizando el anafe de carbón vegetal donde se cocía algo cuyos aromas retorcían las tripas.
Su enemigo natural era el teléfono cuyo estridente timbre la ponía como una bicicleta. No concebía que del Pedroso a Berlanga sin gritar se pudiera entender lo hablado con cierta mesura, ni tenía serenidad para moderarse en los insultos al aparato por seguir timbrador antes de su llegada. ¡¡Calla hijo de puta, asqueroso chisme, "arbolario"...!! y a continuación con sumo respeto: ¡Si señor, si señor! Al colgar y entre dientes: ¡el coño de tu madre!; si se le preguntaba ¿quién era Valentina?, ella respondía siempre: Mire usted señorito, se oía muy mal, no me he enterado de nada.
De todos estos principios no extrañan las naturales causas; era totalmente analfabeta, supersticiosa, maliciosa y buena persona.
Me preguntó angustiada un día: ¿Señorito es verdad que han cogido la Luna? Y los yanquis volvieron a meter la pata hasta en la huella sin considerar la opinión de Oretanos y Turdetanos.
​
Un único hijo tenía silvestre como una 
garduña. De piel cetrina y velloso como Wifredo, guardaba vacas y hacía queso en aquel campo donde pastoreaba alrededor de una gélida alberca que manaba de una fuente y que llamaban la del Cu-Cu.
También allí iba yo a refrigerarme, pero más tímido hacía vela de dos horas por aquello de los cortes de digestión. Lo que causaba al vaquero burla por considerarla argucias de médicos y curanderos para cobrar consejos y minutas.
¡Mira! me dijo. Llevo cinco años echando el cuerpo al agua cuando vengo de comer, y algunas veces esta fría con cojones, pues solo el año pasado al salir de mi baño en pelotas me dio un mareíllo de nada, se me torció un poco la boca y el párpado del ojo izquierdo se cerró un algo.
¡¡Nada, leche!!, a la mañana siguiente, nuevo.
¡Valentina estos tres perros pestosos que mi padre tiene asilados les vamos a dar pasaporte! Usted les hace un guiso de patatas con pitracos que del veneno yo me encargo. Y a Sem, Can y Jafet, que a ese nombre respondían, un amanecer le dimos la pócima, yo considerando que eran tres focos de infección de sus enfermedades para mis hijos pequeños, Valentina con lágrimas en los ojos y mi padre en la ignorancia.
Pero el recuerdo de ella debe ser más minucioso como cuando el fluido eléctrico se marchaba, los palos se derrumbaban como fichas de dominó, Cayetano el de la luz no daba a bastos a enchufar y el pueblo quedaba en candiles como cuando aquí recabó la Emperatriz Isabel.
¡No quiero decir lo que me dijo en un sueño la bella portuguesa, si el Duque se me enamoró, por qué no un hidalgo de las Vascongadas!
Bueno, ¡volvamos a la cocina donde allí se fragua la pequeña cosa!
Tenía Valentina en su cubículo, con tertulia por aburrimiento al anochecer, a su hermana la cegata y algunas sobrinas, unas más gordas que otras y que supongo se solazaban con un café o alguna sopa boba.
En aquella penumbra, de brasero, ropas negras, tocas de lana y confidencias ancestrales se investigarían embarazos prematuros, sospechas de aborto y culebrinas del run-run del pueblo. La sobrina teutónica que la vi dos veces, se meaba en el husillo del patio con gran acierto. La otra algo cenceña tenía propensión por entierros y sepelios con acompañamientos de muertos, a ser posible infantiles.
¡Señora han tocado a Gloria es un entierrito! Y allá iba como una jara a gozar con las lágrimas y a llevar las cintas blancas del ataúd.
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48) LA CANTAMORA

16/4/2021

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Unos la llaman la Cantamora y otros La Mora Encantada, lo importante es que existe y vaga por toda la Porrilla, aunque su predilección es la Madroñera.
La han visto en el Cortinal del Nene a la puesta de sol, en el de Fandango a la madrugada y en pleno día mirando el agua del pocito en el cercado del Dornillo.
Todo el mundo sabe que en las noches de niebla llora en su casa, La Piedra de la Mora, esa cueva entre rocas de granito que se cuela en la tierra y nadie sabe dónde llega.
Una mujer la vio una tarde de invierno sentada sobre la Piedra de Juan Reales, peinando su larga cabellera negra y la describió algo así, como si fuera la sirena del puerto de Copenhague.
Está envuelta toda ella en un halo de dulzura fatal, pues a pesar de su belleza, a su encuentro siempre acompaña la desgracia.
Los hombres procuran evitarla y las mujeres se horrorizan solo con su nombre y aseguran quienes la oyeron gemir, que levanta el pelo como cuando el perro ulula a muerto.
Cuando encontraron cadáver al padre de Pepe el de la Viuda en el borde del camino que atraviesa estos lugares, los compañeros de trabajo explicaron que estaban segando juntos en la Adelfa y que él había regresado al pueblo por haberle mordido una víbora. Burrita que siempre espía tras la maleza, corrió la voz que lo había visto parado con una mujer alta vestida de negro.
Cuando se ahogó el Perniles, la autoridad lo declaró suicidio, pues tenía a la boca del pozo colocado en orden sus efectos personales: una carterita, la petaca, el librito de papel de fumar, el chisquero y el Roskopf, pero unas mujeres que hacían tertulia en el lavadero público le habían visto gesticulando como si hablara, dirigiendo sus ademanes desde el brocal al
fondo del agua.
Y cuando, el tonto del pueblo, Botellita, contaba que una mujer desnuda le había invitado a bañarse con él aquella noche de invierno en el abrevadero del cordel, todo el pueblo reía.
Y no es una Serrana de la Vera que encandile al macho y lo apiola una vez conseguido, ni hembra del alacrán que lo devora en su pasión amorosa, es otra cosa, puesto que son las adolescentes las que por consejo de sus 
mayores más se guardan.
No hay acuerdo ni en su figura, unos la entrevieron altísima y delgada, otros muy bien formada, alguien la describió con larga cabellera negra y ojos de carbunclo, la mayoría asegura que es rubia y tiene los ojos del color de la verde lamilla de las fuentes.
Cuentan que es el espíritu encantado de una doncella mozárabe seducida por un caballero berberisco, que ante la oposición de su padre señor del castillo que estaría emplazado donde ahora se hallan los grupos escolares, se citaban en un pasadizo, que sería la galería de la huerta de Cristofani.

Advertido el castellano cegó la galería dejando dentro al caballero enamorado. Ella, enloquecida, lo busca por todas las simas desde hace mil años.
Otra versión es que al rendir la fortaleza el noble cristiano acepta en las capitulaciones entregar a su bella mujer al moro por conservar ciertas prebendas.
Ella impone que la entrega sea en secreto y en el citado túnel, allí apuñala a los dos infieles y se arroja a un pozo de la Madroñera.
Los sarracenos en venganza arrasan el castillo no dejando jacilla y vaga desde entonces maldiciendo a los hombres y llorando su desventura.
La Enquisa tenía una hija que era la admiración de todos. Contrastaba con su madre por su carácter dulce y en el colegio se sentaba al lado de la maestra.
Tenía catorce años, la cara llena de granos y las piernas muy largas, además, mientras la madre lavaba y disparataba con otras fregonas en el lavadero de la Madroñera, ella subida en una peña hacía poesías.
Una tarde cuando las mujeres se recogían con las cestas en la cabeza camino del pueblo, se quedó atrás.
A la mañana siguiente ella y su lápiz flotaban en un pozuelo.
¡¡Esa niña comía muy poco y le dio un mareo!!, clamó el pueblo.
El juez certificó muerte accidental.
Pero las comadres...entre las comadres brotó la voz…
¡¡¡La ha llamado la Cantamora!!!
Desde entonces las madres conscientes, las buenas madres, no se acompañan de sus hijas púberes cuando van a lavar a la Madroñera.
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47) MILES GLORIOSUS

15/4/2021

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En realidad, a mí no me gustan las guerras, ni las peleas, acaso las discusiones con calor tabernario. Aunque reconozco la belleza de una fragata a toda máquina con mar gruesa, la de un reactor pintando bigotes al cielo, la marcial uniformidad de nuestros infantes con caras de
niños, detrás de la bandera…, pero no podemos olvidar que los españoles llevamos matándonos con pulcritud y esmero, desde hace la friolera de tres mil años. Porque antes, que también nos defenestrábamos, se nos disculpa por Neanderthalensis.
Si los españoles se cascaban, en nuestro pueblo repercutiría y repercutió. Comprobado.
Las hachas, puntas de flechas y demás restos paleolíticos de los Dólmenes de la Porrilla, no creo fueran utilizadas solo para cazar elefantes y rinocerontes que pastaban en Barbosa y algún día aflorarán a la orilla del arroyo del Santísimo. Pero noticias de batallas gordas, las tenemos de las habidas con cartagineses y romanos.
Viriato, que era a mi parecer de aquí y cabrero en Upa, fue enterrado (sus cenizas) en la falda de la Lima. Cepión permitió el traslado de sus restos, desde la Ciudad Encantada de Cuenca, y la lápida bilingüe (latín e ibero) sobre la que ajusticiaron a los traidores de Osuna, [TC1] Ditalcón,
Aulaces y Minuro, rueda como tapa de pozo por alguna colonia del Galeón. La Valencia que se fundó con el resto de su ejército, que no se suicidó cuando el fracaso de Tántalo, el nuevo jefe, lo mismo puede ser Valencia del Cid, de Alcántara, de las Torres, etc., aunque yo creo que fue la del Ventoso. Se llamó así, valentía o de los valientes.
Tremendo duelo a la extremeña, entre las rocas fantasmagóricas que bordean el Júcar, implorando a Endovélico. Monedas de cobre con el guerrero sobre el caballo alado, puedo enseñar procedentes de la Madroñera a la que llegaba entonces la denominación de Lusitania.
A partir de aquí, no tenemos noticias de acciones bélicas de altura por nuestros predios, hasta la solfa que le dio D. Rodrigo Díaz de Vivar en una razzia, al alcaide de Constantina al que tomó el castillo...
Después, las tropas de Castilla partidarias de la Reina Católica, Isabel, aquí tuvieron techo y pitanza cuando perseguían a las huestes de Dª Juana la Beltraneja camino de Portugal. La dehesa boyar de la Jarosa, fue otorgamiento real a los vecinos de esta villa por el servicio.
En el Pedroso como no había judíos, no los pudimos degollar, como hicieron en Cazalla cuando el pueblo asaltó la Aljama en los progromos; y hasta la llegada de los franceses, no matamos más que conejos, jabalíes y gamos; porque aquí no había ciervos. Pero llegaron los "gabachos", y nuestro Ayuntamiento acordó en un pleno, salieran los cazadores con sus trabucos y retacos, y los vecinos con aceros, palos y herramientas, porque estaban en Alanís y convenía ir a su encuentro.
​
En el arroyo El Parroso, entre Ventas Quemadas y Arenillas, existe un recodo formado por sus aguas, llamado La Revuelta
del Negro, por haberse hallado suspendido por debajo de la nuez y de un acebuche, a un mameluco que distrajo el sendero y la compañía de los suyos. Un
pozo que se limpió en la calle del Cristo, del que salieron con el cieno abundantes hebillas y bayonetas con silueta de cuatro, nos habla de un figón en donde los mostachos galos, se mojaron dos veces, la primera en vino y la segunda en agua salobre.
Novaliches, Prim y Cavalcanti, son de nuestro pueblo. Los tres son apodos de sencillos vecinos nuestros, de los que los dos últimos, creo se les aplicó por su arrojo en su trabajo o vida cotidiana, pero el primero, es más curioso.
Lora, porque así se apellidaba, recluta pedroseño en las filas de Isabel II, fue asistente del general Novaliches y en la batalla del Puente de Alcolea, siguió a su jefe en solitario y lo recogió cuando cayó con la mandíbula destrozada por la metralla.
 
¿Qué blanquea en aquel cerro?
Es la quijada de Novaliches
que se la está comiendo un perro
 
Cantaban cruelmente los liberales.
Este gesto le costó a nuestro paisano, el destierro a Cuba, de donde volvió años después, con terribles cicatrices que acreditarían la severidad hispánica en el juicio de sus héroes; Y le aseguró el apodo, Novaliches.
Otro de los nuestros, Morente, se apaga en el silencio de un callejón, con una cicatriz de gumía recibida en Annual, en una noche de caballos y sables protegiendo a un convoy de heridos.
Un jornalero de Los Labrados, fue aconsejado no respondiera al interés de la casa del Caudillo Franco por él, querían condecorarlo y darle mejor puesto, en esas prudencias de nuestra última guerra civil. El motivo era el recuerdo del lance de película, en el que sólo hizo frente a una partida cabileña en el Rif para dar tiempo a escapar a uña de caballo, a las dos damas hijas del coronel que acompañaba en el paseo como asistente y soldado raso de caballería.
Pedro Flores soldado escogido para la escolta real, protegió con su caballo y su cuerpo la carroza de D. Alfonso y Dª Victoria, entre hombres muertos y bestias despanzurradas, cuando la bomba, regalo de bodas de Mateo Morral.
Y nos seguimos y seguimos pegándonos tiros en nuestra última guerra, que es nuestro hobby, asombrando al mundo con nuestra brutalidad.
Termino con otro apodo, muy escueto que quiero conste y que tampoco conozco su origen; es el Soldadito. Son todos los miembros de la familia los así nombrados y a simple vista no se les aprecian virtudes castrenses, pues uno es un solterón, motorista recalcitrante, con colilla
soldada al belfo y su hermano, de igual estado, de austeras vigilias alcohólicas, con intermitentes desmadres.
Los dos tienen más batallas perdidas que ganadas.
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46) TESOROS

14/4/2021

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La Sierra Norte de Sevilla, que coincide con la Beturia Céltica de Plinio, forma un triángulo cuyos vértices se llaman El Real de la Jara, Puebla de los Infantes y Guadalcanal.
Por sonoros puede estar ufana Sierra Morena y, por su humildad y discreción, sigue casi desconocida a pesar de haber representado primeros papeles en la comedia de la historia.
El Real de la Jara, la antigua Xara árabe y Real por su lealtad a los Reyes Católicos, mira de lejos al Tentudía, misteriosa mole de mil metros con un monasterio del Cister derruido en su cumbre, que quedó extremeño en las divisiones de los hombres, pero Dios la elevó en la Mariánica.
La Puebla de los Infantes, la Celsita de los celtas, la Cañebolo goda y de los Infantes Puebla, por haberse otorgado en la reconquista a los hijos del rey San Fernando, es una terraza sobre los regadíos de Palma y Lora del Río; y arriba, Guadalcanal, la de las minas de plata, Tereses íbera,
Sisipo celta, Canalia romana y Guad-al-kanal árabe, es la escudriña Extremadura y otea hasta Carmona. La rodean sierras como La Capitana, la del Viento y la del Agua, nombres que parecen dados por Fernando Villalón.
El relleno de este albondigón que sabe a monte, lo componen Alanís a la que el emperador Carlos V regalara la fuente de Santa María y que fue la Iporci celta, Alanís de los alanos o Al-Anis, la fértil, de los árabes. San Nicolás, cuna de San Diego, discute con Alanís el poblado de Iporci, la llamaron los romanos Fortuumade, tiene un puente de esta época sobre el arroyo Galindón y pare una rivera en el centro del pueblo. Las Navas, con su río Guadalbacar madre del cerdo ibérico. La orden de San Basilio en tiempos de Isabel II, cambió su nombre de Navas de los Puercos, por de la Concepción. Constantina, que acuñó moneda con los romanos y se
llamó Sucum-Murgi con los celtas, Lacuni-Murgi con los cartagineses, Constantina-Julia por el emperador Constantino, Continea en árabe y Constantina la llamó San Fernando. Cazalla de la Sierra residencia de Felipe V y abastecedora de vinos y aguardientes para la flota de Indias, se llamó Callentum, Hermandici-Emanica y Germanicu en la antigüedad, en mozárabe Castalla. El Pedroso celtíbero-romano, pueblo minero de tiempos remotos y con un castillo aún no localizado y Almadén de la Plata, la Iluria fenicia según Ptolomeo, también llamado Al-Maden, la mina, y del que decían los árabes fue fundado y habitado por Hércules el fenicio.
Todo esto que a trancas y barrancas he recopilado, es un gran tesoro; pero como de él podemos disfrutar, poco lo apreciamos.
Hay más, mucho más, de esos que evocamos en los sueños, de los de olla y cartucho, fruto del trasiego de los conquistadores extremeños y del botín del bandolero.
Algunos están alumbrados y otros quedan por cavar; de los conocidos doy relatos y de los ocultos, pistas, rumores y tradiciones: de las necesarias para inquietar.
Recientemente en el desbroce y abancalamiento de una finca a los pies del castillo de Montegil, esas poderosas máquinas que están cambiando nuestro paisaje, desenterraron una rociada de monedas de plata árabes, según dicen, de notable valor numismático.
Ante el lugar, y con la ayuda de mi febril imaginación, vi nítidos a los
castellanos moros bajar de la fortaleza forzados por el pánico ante la inminencia de la llegada de los caballeros de San Fernando. Veía, como si allí estuviera, al viejo Alcaide rodeado de sus trémulas odaliscas, que paladeaban el cambió del sarraceno con olor a Alhucema, por el
chicarrón del Bierzo con sus polvos, sus sudores y sus hierros, buscando una tejonera donde resguardar el producto de las alcabalas hasta pasada la razzia.
No hay duda que así debió ser y para proseguir con otro, pongo freno a la imaginación.
¿Y el tesoro del Cerro del Burro? Todo el mundo sabe que es punto de partida de una rica familia de Cantillana actualmente y, que no ha mucho, eran arrieros.
Cuentan que arrancaban jaras, el suelo era blando y a un golpe de azadón, con la pella se le vino el borde de una tinaja empotrada en el suelo y rellena de peluconas.

Aquel anochecer los dos burros del arriero, no acarrearon jaras para la calera.
En la colonia del Galeón y a un tiro de pistola del vado sobre el San Pedro, por el que salta el camino Real de Sevilla a Cazalla, es rumor muy antiguo, que, acosado por los Migueletes, enterró un bandolero su botín afanado a la diligencia de Llerena. Una arcaz con dineros y dos cofrecillos con joyas, por allí quedaron tapados, pues el salteador recibió un trabucazo en la calavera y quedó bobo y con la razón perdida.
La Cruz del Platero, grabada en una centenaria encina del camino de Valperdido, que se sospecha amadrinaba las minas del Pedroso con Munigua, señala y recuerda el sitio donde un arriesgado vendedor ambulante perdió su vida defendiendo la mercancía. Esta, que venía
incrementada por una herencia, iba a emplearse en Azuaga lugar al que no llegó. Cuentan que el comerciante malherido, tras matar a los tres forajidos, escondió antes de soltar la pelleja todo lo de valor en la coquera de una encina, no dejando a la vista más que las baratijas.
Y como remate de todas estas huellas y rastros que invitan a visitar los lugares que describo, otro en las Jarillas.
Decía Antonio Aranda que le contó su padre cuando volvió de Cuba con
su uniforme de rayadillo, que los yanquis les hicieron pasar malos tragos en varias ocasiones. sobre todo, en una, casi al final del desastre.
Hechos fuertes en un bohío, se defendían varios soldados del regimiento de Talavera, de la riada de salchicheros y mulatitos de Maceo. Las cuentas estaban echadas, poco más, el adiós y la salida a la bayoneta.
Entre los hombres que quedaban se recordaba con nostalgia la patria, y al preguntarse de que lugar procedían, descubriose que un tal Senet de Castellón había servido en las filas carlistas y Dios sabe cómo, había pasado con una patrulla de aprovisionamiento por la sierra de Cazalla.
Aquí muy perseguidos por los isabelinos, abandonaron la impedimenta y huyeron hacia Úbeda y Levante. Al pie de una fuente que decían de las Jarillas y que no distaba mucho de un río llamado Viar, acamparon y se desprendieron de todo el bagaje, matando las mulas para seguir más rápidos en los caballos.
El oficial ocultó, para evitar codicias, un arca con metálico destinado a soldadas para un regimiento derrotado y disperso y unos cajones con fusiles y bayonetas.
Aseguraba Senet que ninguno pudo volver, ni sabían dónde quedó el dinero, pues el oficial murió y el resto corrió muy distintas suertes, pasando a Francia él y otro superviviente.
Estos hombres de Cuba al final fueron rescatados, y terminada la guerra, Senet y Aranda, de vuelta a España, acordaron buscar juntos el tesoro.
No pudo esto realizarse, ya que el carlista, aquejado de fiebres, fue hospitalizado en Cádiz y de él nunca supo más su compañero de armas.
Quién me lo contó, que era mayoral de las vacas en esa finca, buscó lo suyo, pero varias son las fuentes y muchos los barrancos a registrar.
Ahí queda, que, si los detalles fuesen más precisos, yo no los contaba.
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45) EDUARDO EL GAUCHO

13/4/2021

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Andaba diciendo su china que le había entrado el Malo, pero el chucho que tenía no era por el demonio, tampoco del frío y el poncho calamaco que lo embozaba, no lo socorría. Él era castellano y no quería dejar el cuero a merced de los caranchos en aquella chacra inmunda, así que una mañana alzó el poncho, dejó a la china en su cuja y montó en el sotreta.
Esperaba llegar a Buenos Aires en mes y medio si la salud, la poca que gozaban el pingo y el jinete, se lo permitían. Le ayudaba el no ser chapetón, pues sus quince años de pampa le había hecho por necesidad, gaucho matrero.
Llevaba como recado el facón, las boleadoras y la tacuara para ensartar a la viscacha, que el mate para distraer a las tripas, lo tenía tan obligado como la solanera del día y la helada nocturna.
Así una jornada tras otra andaba el pampero de día con los avestruces y de noche con sus recuerdos acercándose lentamente al Río de la Plata cada vez más roto.
 
Yo nunca me he de entregar
a los brazos de la muerte
arrastro mi triste suerte
paso a paso y como Puedas
que donde el débil se queda
se suele escapar el juerte.
 
Se preguntaba el gaucho su viviría su mujer y sus hijos. Si fue bien el parto que a los dos o tres meses de su arribada a la Argentina debió tener. Si era macho o hembra. Como estarían sus tierras, sus olivares, su casa...
En las noches de calenturas con la Cruz del Sur por techo, estos recuerdos como pesadillas, le hacían clamar en aquellos desiertos espantando al indio en sus tolderías.
 
¿Quién es de un alma tan dura
que no quiera a una mujer?
lo alivia en su padecer
si no sale calavera
es la mejor compañera
que el hombre puede tener
 
Se embarcaría de nuevo para volver al pueblo en que nació y a donde creía llegar muy justo para morir...pero… ¿cuál sería la postura a tomar ante su mujer?  Llegaría pobre y derrotado, viejo y enfermo... ¿no sería mejor esperar la muerte bajo un ombú?
Nunca debió casarse, fue un negocio familiar, ella tenía su novio y él tenía mucho donde escoger. Pero casi contra su voluntad acabó queriéndola, se enamoró de su mujer tarde y con daño. El daño que hace el saber que para ella el matrimonio tenía los mismos obstáculos que
para él. ¿Seguiría queriendo a su antiguo novio?
 
Es triste a no poder más
el hombre en su padecer
si no tiene una mujer
que lo ampare y lo consuele
mas pa que otro se la pele
lo mejor es no tener
 
Un atardecer Eduardo el Gaucho desembocó en una pulpería. Ya se encontraba más fuerte.
 
Venía la carne con cuero
la sabrosa carbonada
mazamorra bien pisada
los pasteles y el güen vino...

​
Allí por primera vez después de abandonar el 
 

tranco a la chuquisa, y con el pretexto de comprar yerba, azúcar y tabaco, tomó un chifle de vino y otro y otro, bailó el gato con una tapetada y siguió dando besos al pichel.
Al despertar en la talanquera, le habían limpiado el pingo con el recado y aliviada la guaca.
Cayó en la desesperación Eduardo al encontrarse sin blanca y redoblar en los recuerdos. Muy difícil era reunir los pesos para el barco, era preferible volver a la chacra...pero, más repuesta su salud, se contrató con un gringo que lo tomó por baquiano en la talada de Rosario.
Finalmente decidió escribir a su mujer y tantear como sería acogido, cosa que puso en práctica, así como el propósito de juntar plata para el embarque.
 
Con gato con fandanguillo
había empezao el charango
y para ver el fandango
me colé haciéndome bola
mas metió el diablo la cola
y todo se volvió pango
 
No debió nunca su mujer citarse en la ventana con el antiguo novio. Si al romper las relaciones este se hizo cura, más razón para no verle, pasados ya siete años y estando ella casada… y así seguía atormentándose el gaucho.
Ni a la chacra ni a su tierra, pensaba; no ando mal donde estoy.
 
Es sonso el cristiano macho
cuando el amor lo domina...
 
Y llegó la carta, respuesta de su mujer. En el papel solo una palabra: vuelve... y una fotografía de sus hijos.
Lloró Eduardo toda la noche y al colorear el día, salió para Buenos Aires. Vagó en la ciudad portense esperando barco para Europa y como tardara, a repartir leche con carro y mula dedicó su ocio.
Cuando llegó el vapor había cambiado su figura de gaucho por la de criollo y guardaba un pasaje de tercera para España
 
Cuando la mula recula
señal que quiere cosiar
ansí se suele portar
aunque ella lo disimula
recula como la mula
la mujer para olvidar
 
Aquella noche al embarcar brillaba la luna en la Plata y muy despacio por entre los fardos de lana amontonados en el muelle, Eduardo el Gaucho se despedía de América con su humilde petate al brazo y los sentimientos encontrados.
De pronto y por detrás alguien le sujetó los brazos y un fierro le puso al cuello, por delante un cambujo con facón le pinchaba la barriga…
¡¡suelta la plata, gringo!! Le sopló al oído el prieto.
Volviéronle los bolsillos y vaciado el petate y Eduardo que no era blando, en su desesperación, tiró a uno para delante, pero el otro le abrió el cuello y el caído le sacó el sebo. Antes que parara de patalear, lo mandaron a la corriente con una galga en los pies. Al Gaucho le habían
faltado las bolas y el poncho.
Cuando atracó el vapor en Cádiz, Dolores y sus hijos, esperaron en la pasarela hasta el último viajero; pero Eduardo el Gaucho Matrero no vería más la torre de su pueblo.
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44) UN GUARDA LLAMADO AGUSTÍN

12/4/2021

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Su guardería podía ser discutida; desde luego no era ortodoxa, y si me apuro, la juzgaría tan original como el pecado. No era inquisidor de huellas, ni celador oculto, ni bellaco seguidor... cualidades exigidas en los de su profesión; trabajaba de oído y a distancia, quizás por graves dosis de molicie que acompañaban a una psicología rural macizada de sentido común.
Con el lucero, "Matagañanes", prendía el anafre que recalentaba el café tras sus abluciones reducidas a la implantación de la gorrilla y el ensalivado del medio cigarro de la noche anterior.
A partir de aquí y mientras las gallinas iban bajando del chaparro que tenían por alcoba y la podenca hirsuta ladraba a la luna, reincidía en la cata de su infusión dosificada en pequeños culillos de una lata.
Merodeaba en derredor de la casa bajo el sereno, buscando la lumbre de un bellotero a la escucha del golpe de hacha del bornicero, y satisfechas estas exigencias, seguía sorbiendo culillos de café y disparando acertadas salivillas en su entorno.
La borrica que le auxiliaba tenía por habitación un chozo de juncos y tamujos tras la casa y compartía el pesebre con dos gallinas de guinea bravas como miuras, que, ante la menor alarma, se disparaban en un planeo vociferante a las laderas del Naranjo coreadas por el resto del corral, el ladrido del can y los rebuznos de la asna.
Este hogar al que nunca faltaba el vino, era sin embrago pobre en agua y en leña, ya fuese verano o invierno, pues, aunque estaba rodeado de una exuberante vegetación y la fuente reía en la cañada, el cántaro se aburría y la candela malvivía inope.
A la salida del sol aparejaba a la burra con una albarda herencia de bestia, de mayor porte y un seroncillo de esparto desflecado, que le permitía trasladarse al pueblo, transportar la vitualla y una garrafita de dos litros, eterna viajera.
Las provisiones acarreadas, siempre escasas, obligaban al diario peregrinaje con la consiguiente quiebra de la rutina y soledad del campo y la alegre visita el buchinche ya la vendeja pueblerina.
Manuela su mujer, dotada de afilada voz y requintado tono, cebaba a los pavipollos con cocimientos de ortigas y ahuyentaba a las vacas que deshebraban el chozo. Y Agustín retornaba siempre a la guardesa cuando el sol estaba más alto, en acalorado soliloquio y caballero en su pollina, que soportaba dócil su gesticulante estampa como un remedo de Alonso Quijano, el Bueno.
Era su casa lugar de cita para el caballista, el peón caminero, un guarda forestal impuesto por la Diputación y los vaqueros de la finca. Y eterna disputa y velada la rivalidad con dicho guarda.
Más de una vez solicitaba Agustín la intervención de un tercero que sancionara el pleito:
- ¿Tu qué dices? Diego los llama dólares y yo dollares. ¡Quién lleva razón?
Dice éste que es lo mismo "oropuerto" que "orodromo"... 
¡¡¡ si no sabe distinguir una gamonita de una cebolla albarrana!!!
Hace un año que me está dando la lata con una yerba especial que han sembrado en Cañagerrá y dice es la revolución por lo que alimenta al ganado, y ahora cuando ha salido, resulta que es carretón, carretón que los hay aquí por todas partes…
Trifolium subterráneo... carretón y nada más
que carretón... ¡¡¡ingenieros!!! ¡¡leche!!
Y así eternamente según el temple, procaz o socarrón, agresivo o amigable componedor.
Más liga hacía con el peón caminero, quizás porque a éste las palabras tan solo le salían expulsadas por el mosto, al que los dos tenían en compadraje y por la afición de ambos a esperar a una liebre en el agua, o a perseguir barbos y bogas en charcas enfangadas. Por esta afición les vino conocimiento del día de Acción de Gracias.
Sería mediada la mañana y se afanaba la pareja de amigos, Agustín y el peón, en calzarse y desprender las sanguijuelas de las pantorrillas que, en los lances del trasmallo se les habían asentado, cuando ante sus asombrados ojos asomó una caravana de coches de real presencia y a campo a través, hollando los céspedes del Guanagil. De ella descendieron con algazara extraños seres de polícromo atuendo y jerga ininteligible, quienes como endemoniados, prescindían de ropas y calzados sin parar en barras, hasta hacer hipar a los pescadores que se encogían tras las adelfas para no ser advertidos, ni perder detalle.
Rubios y rubias, negros y negras, todos en alborozado maridaje y con una música trepidante proyectada desde los vehículos, bailaban extrañas danzas y practicaban chocantes deportes. Todo acompañado de sorbetones a preciosas latitas que inexplicablemente abandonaban por
doquiera.
Atónitos ante el espectáculo, con las gorrillas hasta las orejas y quebrantados los costillares por tanto codazo como muda señal de admiración, nuestros protagonistas que no creían lo que veían, inútilmente se atormentaban por deducir quién era el marido de quién.
Después surgió la hecatombe; una rubia jolgoriosa y con todo el cuero al aire, se descubrió asentada en la nalga una sanguijuela. Se hizo corro ante la accidentada, paró el deporte y la música y en menos de diez minutos llegó la ambulancia de la base conjunta de Constantina con un equipo transfusor. Más rápido que llegaron, levantaron los yanquis el campamento con miradas de sospecha a la jungla que los rodeaba, de la que ya asomaban las vacas camino del abrevadero.
Finalizado el espectáculo, Agustín y el peón, escogieron las más atrayentes latas con las que obsequiaron a sus mujeres y lavaron sus conciencias.
El bienaventurado peón, cuando el hijo mayor cayó del burro y se dañó la cadera, disculpaba la cojera asegurando era producida por "la ruma" y heredada de él ya que éste es su padecimiento.
A lo que Agustín contestó explícito y certero como siempre:
-¡¡Coño peón!! ¿Cómo va a ser "la ruma" heredada de ti, si ese chiquillo lo tría tu mujer con seis años cuando se juntó contigo?
Antes de jubilarse, las raposas del carrascal de Cuernavaca le diezmaron los pavos y gallinas, la burra la vendió y el can y dos pollos de perdiz los llevó consigo al pueblo.
La podenca ha engordado con la falta de ejercicio y los huesos de las tabernas, y de las perdices aclara que son mochuelos expuestos a un guiso, a los que es necesario poner el televisor para que piñoneen y que solo dan de pie, con el reclamo de la máquina de coser cuando pedalea Manuela.
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43) DOÑA DOLORES Y DOÑA EUGENIA

11/4/2021

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Varias generaciones se educaron en estas migas; que regentaban y adoctrinaban estas damas de largas sayas y pródigo abalorio. Había como es lógico una rivalidad encubierta en la preparación de los alumnos y en los métodos de enseñanza; quizás Doña Dolores fuese
medieval y Doña Eugenia renacentista, pero de ambas aulas salieron modelos de madres fieles y prolíficas.
Eran métodos distintos de comprobada eficacia que satisfacían a padres de mayor o menor progresismo y a los que se rendían hasta los anarquistas locales.
Doña Eugenia aventajaba a su rival en tener banquetas corridas propiedad de la institución, detalle que en el otro centro se subsanaba con la aportación personal de la sillita de anea que, al finalizar la jornada, se amontonaba en un tinglado cubierto por latas.
El horario era muy flexible, la disciplina ruda y el pago por derechos, al trasponer el umbral. A los buenos días acompañaba una perra gorda de cobre, sabido estipulado que daba derecho a tener recluido al infante hasta las cinco en punto de la tarde; como Sánchez Mejías.
Doña Dolores "toda de negro hasta los pies vestida", apuntando unos blancos encajes sobre los botines, se situaba en un trono compuesto por un rústico sillón sobre un estrado de madera, desde donde administraba la docencia y la justicia directamente sobre el travieso o torpón, con una larga caña de longitud comprobada para que no hubiese defensa.
Doña Eugenia había impuesto la regla y golpeaba de plano sobre la palma de la mano, dejando la cabeza para otros menesteres.
Eran dos estilos de educación tan distintos, que ni aun hoy se ha llegado a una conclusión en la valoración de sus virtudes y defectos. Variaba de una a otra pedagoga hasta la música para la tabla de multiplicar.
Cadenciosa y lenta como gregoriana, la de Doña Dolores, alegre y bulliciosa como bulerías la de Doña Eugenia.
Desde luego a pesar de ser dos damas de sólidas creencias religiosas, las pupilas de Doña Dolores aventajaban en el catecismo del P. Ripalda a las de Doña Eugenia que consideraba de texto al del P. Astete.
​En cambio, estas finalizaban su educación con mayor cultura humanística.
Pero, ¿para qué querían saber estas futuras matronas donde estaba Paris?
Obras de Misericordia, Virtudes Teologales,  Potencias y Enemigos del Alma... 
esto era de dominio general en la clase de Doña Dolores; rezos para cada ocasión: "El Jesusito de mi vida y con el Con Dios me acuesto y me levanto", para dormir, "Ángel de mi guarda dulce compañía", para viajar, "Santa Bárbara bendita", para las tormentas y el "Bendita sea tu pureza y eternamente lo sea", para vestirse de limpio' eran sagaces ventajas sobre la competencia
Estas diferencias didácticas marcaban dos tipos entre las discípulas. Más discretas las de Doña Dolores, más ligeras las de Doña Eugenia.
Andaban los chiquillos por aquel entonces sin ropa interior y las chinches de los asientos prosperaban rollizas, por ello los jueves, ambas maestras, aprovechaban la tarde que era festiva, una para echar polvo de pelitre en las ranuras de sus bancas y la otra para cargar a cada alumno con su silla y el propósito definido de que la madre la escaldara con agua hirviendo.
En los calmazos del verano y a la hora sexta, Doña Dolores caía en sopor y los pupilos cabeceaban rodeados de moscas hasta la airada resurrección de la dómine, que con renovados bríos implantaba de nuevo las disciplinas.
Una orza con tapa de corcho contenía el agua de los refrigerios que se distribuía según la edad en la lata de los chicos o la de los mayores.
Esta era un chocolatero, de origen lata de leche condensada, a la que el maestro latero le aplicó un asa y remachó los bordes. De su trasiego abusivo eran consecuencia las boqueras que como golondrinos pelones padecían los chavales.
Doña Eugenia había dispuesto para estos menesteres un botijo del que los pequeños chupaban a morro con igual padecimiento bucal.
El lector que haya tenido paciencia para excusar mis desatinos de los que pido disculpas por si van mal emperejilados, habrá notado bien claramente las diferentes estrategias de estas dos santas mujeres y sus resultados. ¿Qué puedo añadir? Quizás acompañar una fotografía en la
que las dos maestras de las migas, centran la amarillenta cartulina rodeadas de niñas y mozas recatadas, llenas de perifollos, colgantes y gargantillas.
De todo esto se deduce que Doña Eugenia era más afecta a Triduos y Doña Dolores a Novenas, y ambas al tener noticia de un acto meritorio de alguna de sus alumnas, no dudaban en aclarar: "Se ha educado en casa".

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42) MIS AMAS

10/4/2021

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Cuando yo nací, en mi pueblo, todos los días moría un niño. En aquel villorrio serrano era normal el repique a Gloria y el comentario de las mujeres:
"Un angelito más en el Cielo"
Muchas serían las causas, pero los síntomas eran los mismos, una diarrea. Y los resultados también, una cajita blanca con cintas y un presuroso entierro que rezumaba conformismo y un algo de despreocupación. Se decía un "entierrito".
Los duelos de viejos y recién nacidos estaban descargados de pesar; el trance lo sublimaba la juventud o la hacienda del difunto.
Es humano, que quiere decir inhumano.
Pero volviendo al caso que nos trae. En aquellos años mi madre que era una mujer físicamente débil, me parió a mí, que resulté un braguillas fornido con un apetito pantagruélico.
Rápidamente di buena cuenta de sus reservas y ante mi escandaloso inconformismo, comenzaron las pruebas y experimentos chapuceándome el estómago con harinas tostadas y leches animales.
Me ocurrió lo que a todos; se me declaró el desbarate de tal manera, que nadie me concedía la menor esperanza de supervivencia.
Mucho lloró la santa de mi madre, hasta lograr el pobre de mi padre, una buena mujer que me ofreció una teta, más como caridad que como negocio. Era Pura "la Vejiga". ¡¡Bien me descalostraste, ladrón!!, me dijo ya chanca.
Pura era la mujer de un cazador furtivo de los de "a la luna", que pasaba semanas por los vericuetos de los cotos mejor guardados. A las citas convenidas acudía esta mujer a recoger la caza y aprovisionar la munición de boca y el recado venatorio del marido.
Pescaba en el Huesna cubierta con unos pantalones bajo la bata, de cuya humedad no prescindía hasta vender los peces, que en una cesta de varetas de olivo llevaba sobre la cabeza y pregonaba: ¡¡Peces vivos!!
Machihembraba y entablillaba los huesos rotos y hacía desaparecer las verrugas con solo un toque de saliva. Ella me salvó la vida, su leche ancestral me repuso a esta selva como uno de los suyos.
Cuando contrajo la pulmonía quedé de nuevo huérfano y con los apetitos exacerbados, mi madre seguía más que nunca siendo ama seca y mi situación grave.
Fue entonces cuando tuvimos una oferta que pudo ser la solución.
Dolores "la Carnicera" se ofreció por nada, a ella le sobraba, estaba trastetada y su hijo al que decían "el Alemán" por su enorme desarrollo, no la vaciaba.
​
​En su tremenda espetera quedé perdido y
saciado en un santiamén y todos nos la prometíamos muy felices hasta que se filtró la noticia.
La teta que “el Alemán" no apuraba y que ya, era prácticamente mía, había servido para para ayudar a un lechoncillo expósito hasta la víspera de mi primera mamada.

Nuevo disgusto de mi madre y la cancelación de los servicios de la pasiega, fue la reacción inmediata, y a mí, cuitado lactante, que seguro no tendría el menor escrúpulo en continuar con el machito, me lavaron repetidamente la boca con un hisopo desinfectante.
Solo un milagro me salvaría y se produjo el milagro. Mejor dicho, dos. Antonia “la Sordaita" era la lavandera de la casa. Una vez por semana recogía a la mañana la cesta de la ropa sucia y dos tacos de jabón verde, con los que se dirigía a un arroyo entre piedras de las afueras del pueblo.
Al atardecer volvía con la ropa limpia, soleada y seca y el cachillo de jabón que hubiere sobrado.
Aquella tarde también volvió con la ropa lavada y el pedazo de jabón restante en la cesta sobre la cabeza y en los brazos, una niña asimismo lavada, envuelta en una toalla y que había alumbrado camino del lavadero a espaldas de una piedra. Aquí hizo Dios de matrona y me
proporcionó otra ama.
De su ubre acumulé energías para seguir en liza con la muerte, hasta que quedó teticiega de un pecho.
No acababan mis infortunios y el asegurarme el alimento, de tan accidentado, resultaba ya angustioso.
Pero el Creador me tenía reservado también, para que diera testimonio de estas aventuras.
Vino por entonces como todos los años a dar a luz en el pueblo, la mujer de un vaquero a la que llamaban María "la Calicha"; maciza y ubérrima hembra que ante la congoja de mi madre se comprometió a ahijarme.
Ella me sacó de culero y me destetó a la manera de los gitanillos en los procedimientos y con los afectos y cariños de verdadera madre.
Vivía en la calle por donde había de pasar camino de la escuela, y recuerdo ya zagalón, aquel día que cayó la tromba de agua y viento, cuando al verme azorado, me cubrió con su delantal y me apretó contra su pecho al que los años habían debilitado. Reviví el olor de su cuerpo y
me sentí protegido.
Tenemos que reunirnos los hermanos de leche. Ahora se llaman: Pepillo "Tormenta", "el Alemán", "Agüita" y "la Mona".
Compartieron conmigo su alimento. Les invitaré a un yogur.
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41) CUANDO LOS SÁBALOS DESOVABAN EN GARGANTA FRIA

9/4/2021

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...y las barcas de los pescadores de Don Benito navegaban sobre un mar de jaras por la cuesta de la Fragua, subiendo y bajando los montes como si fuesen olas de una mar arbolada...
Solo la proximidad descubría el truco de los borriquillos que las porteaban en sus lomos, y, el polvo de la angosta vereda apretada por la maleza, patentizaba lo insólito del espectáculo.
No eran espejismos producidos por el ardiente reverbero de las gredas de Montegil del Cielo Hermoso.
En las calientes primaveras de este valle tropical, el Guadiana prestaba al Viar unas barquitas como de papel, de fondo plano con agudo y simétrico perfil, desde donde a los sábalos, que subían y subían desde la Piedra de Salmedina en Sanlúcar de Barrameda (San Lucas la de la barra en medio), casi hasta los llanos de Llerena, les salían al encuentro tres hombres de Don Benito.
En Bajo Guía los veían pasar y en Bonanza y Coria los acechaban los Ybarra para fabricar el caviar ruso.
Desde Mérida a el Pedroso y en una batea del ferrocarril, estas canoas, causaban el asombro con su talante marinero entre los labriegos de la Tierra de Barros y los ganaderos de Sierra Morena. A partir de aquí, aún le restaban veinte kilómetros sobre las albardas de unos pollinos a las que arropaban por completo, no reparándose de los animales más que de los remos.
¡Claro está!, que así ocurría antes que los hombres amordazaran al Guadalquivir en Alcalá del Río, donde ahora calan angulas y las exportan como si de Aguinaga fueran.
Al amanecer, entraba en el Pedroso Torrico el Joven con dos seras en una rocina, a repartir por encargo peces de a medio metro, producto de la almona de la noche anterior.
Tapados los sábalos con juncos húmedos, hacían jornada a la luna desde Mosquila con la burra y el sabalero compartiendo el miedo a los lobos; ella temblorosa y meona y el 
hombre con la treta de arrastrar la faja y
despedir centellas golpeando el chisquero, pues así dicen que se produce espanto a las alimañas en la noche, que temen al fuego y sospechan de la faja el lazo del trampero.
Disponían los extremeños de buenas artes y sus lances eran seguros. Fabricaban en los remansos del río empalomados que trataban con la tóxica raíz de torvisca, y, algunos cepos les aseguraban el conejo para el gazpacho. A veces estas trampas les sorprendían con la piel de la nutria o la del meloncillo.Cubiertos con pretinas, a lo más con pañetes impúdicos, buceaban en las rebalsas sin saber nadar, apalpando los agujeros de las piedras para sorprender al pez grande en su cueva.
Comer lo que daba el campo y por casa y abrigo una de las barcas puesta al revés; esas eran sus dietas y lugar para arrepanchigarse.
Una noche en que la luna andaba embozada y Adulfo recogía el trasmallo en la charca de Risco Nogal, un ser monstruoso salido del fondo embistió a la canoa y naufragó el pescador que tuvo que ser rescatado por sus compañeros. Poco antes habían lanzado a las aguas como explosivo y para agilizar la pesca, una botella de gaseosa de esas con una bola de vidrio por tapón, rellena de carburo de candil.
Amedrantados los extremeños por la presencia de este insólito animal, se insultaron y cargando sus asnos con las barcas y el sabalar, pusieron rumbo a Don Benito.
Días después los mastines de las Gateras sacaban del agua un pez medio podrido de más de cien kilos de peso, del que darían cuenta ellos y los pájaros. Esos pájaros, buitres y alimoches que anidan allí cerca en el llamado Corral de Granados o Barranco de los Buitres.
Bueno, pues el pez que afloró agónico y en sus espasmos hizo zozobrar el bote de Adulfo, era un esturión y la bolsa de la hueva que colgaba de un acebuche en el tablazo del cerro del Toro, futuro caviar y seguramente olvido de un carroñero.
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40) MI ABUELO TENÍA UN MOLINO

8/4/2021

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Mi abuelo tenía un molino de viga, obscuro, fresco, silencioso, con un denso olor de aceite virgen. Allí era fácil verle recostado sobre una pila de capachos sin estrenar, contrastando su regordeta figura vestida de negro sobre el inmaculado crudo del esparto.
La huella firme de sus botitos de fuelle quedaba marcada de un día para otro en el borujo caliente, derramado de las espuertas camino hacia la troja.
Las discretas visitas a la almazara avivaban el ritmo de trabajo de Alfredo y Joseito, los molineros, y el tono bondadoso y socarrón de su voz, espoleaba al burro que remolcaba el rulo con los ojos tapados.
Como lazarillo travieso le acompañaba para evitar que tropezara en las penumbras, o metiera las piernas en una de las tinajas empotradas y a ras del suelo donde reposaba el aceite, pues los azules y honrados ojos de su juventud, los habían maltratado los años hasta dejárselos casi
blancos y con escaso aviso.
¡¡¡Mi abuelo tenía un molino de aceite, un bigote blanco y le gustaba al amanecer, desde su sillón de mimbre, atender al chachareo de las golondrinas!!!
Era en el invierno cuando más disfrutábamos de nuestra compañía, ya fuere por el frío, que me obligaba a buscar su cálida humanidad, o en la candela con sombras, ante la que me narraba cuentos de viejas, quisicosas rurales y sucesos olvidados. Y digo disfrutábamos porque él necesitaba de mi mano para andar y de mi ingenuidad para reír.
Al alba, cuando ya había matado el gusanillo con un harapo, entraba Antoñín el mulero a sacar la ceniza y a prender con las ascuas al nuevo trashoguero de la chimenea… aparecía Felisa malhumorada con un café solo y a veces... yo, que me acurrucaba tiritando en los brazos del viejo espabilado por las tachuelas del gañán.
-¡Hoy es día de migas!, ¡Que traiga Felisa sardinas!, me decía en la mañana desabrida, de brumas y lluvias, de calles solas y tristes lamentos del viento, convirtiendo la desolación en fiesta.

Y venía Antonio el hortelano con la sartén de rabo largo, que ante mi noticia de que ya olía, volteaba la torta a la altura de la tolva y la recogía sin perder migaja, cambiada la cara por el revés. En el borrajo, las sardinas de Peliche, y a la boca de un belez, el abuelo dirigiendo la recuperación de un gato naufrago en aceite, que tenía por salvavidas una cántara que no acertaba y al que el patriarca insistía ¡¡Haz diligencia!!
En la candela el hortelano repitiendo una vez más que no toleraba las migas, por habérsele estropeado el estómago el beber meados de caballos en la guerra de Cuba...
​Mientras el abuelo repasaba con el maestro molinero las cárceles y vírgenes, el resto nos concertábamos para hacer girar las aspas del husillo haciendo correr, aceite y bejina, que, al aflorar la viga y colgados de sus brazos, nos hacía rotar vertiginosos como en un tiovivo.
Al atardecer, las bestias de albarda y algún carro o carreta animaban con gritos y juramentos el nutrido cotarro en la descarga de las aceitunas y colmaban el algorín de sacos pringosos.
Me gustaban los sábados, y de esto sacaba también provecho, asistir a mi abuelo en el pago de los jornales. Esta operación la ejercía desde un sillón frailero con la mesa de camilla por pupitre; y sobre el hule una caja de madera, lugar del dinero, un tintero con pluma de bayoneta y una libreta negra donde todo estaba reflejado. Se calaba los quevedos que alternaba con unos impertinentes y enfadado con sus ojos que no le respondían, solicitaba mi auxilio con frecuencia para no pagar con setenas.
El billetillo de a peseta más aseado era mi recompensa, pero por poco tiempo, pues para eso estaba mi madre alerta que me lo arrebataba, calificando la liberalidad del abuelo como un contra Dios.
Ante la besana me preguntaba... ¿va derecho el surco? Bajo los naranjos y las palmeras..., ¿se ve fruto? En el gallinero... ¿Ha sacado ya la clueca?...
Venían en el verano las tórtolas a los almendros, las chicharras a los olivos y los jilgueros a los naranjos; y para beber, todos los pájaros, incluidos los desvergonzados gorriones domiciliados bajo las rojas tejas del convento de la cartuja. La tajea enladrillada que desde la fuente del Cu-cu abastece la casa, la tenían por abrevadero y balneario. Y la era para jugar y sudar, y el pilar donde se abuzaban las caballerías repleto de verdín y avispas, para refrescar. ¡¡Ay la era...!!
Algunas veces cuando el sol rojo como un tomate se escurría tapándose con las palmeras, el viento solano nos acercaba de la parva el canto de la trilla que decías Joseito:
 
¡¡Esa mula alazana
que está en la era...
ay, la hija del amo
si me quisiera...l!
 
De meseguero hacía pepe Carretilla, peludo, renegrido y vigoroso de quién me contó el abuelo luchó toda una noche con un mastín rabioso hasta acogotarlo.
Bieldos, palas y rastrillas para aventar y juntar el grano, es oficio de maestros; pero el trillo, el trillo de “cometa”, es como navegar.
Tiraba del trillo de mi abuelo una yegua blanca a la que le sobraba el nervio y con la que era difícil guardar el equilibrio en la plataforma, ni aún sentados, por lo que cada dos por tres, Bero y yo que nos la disputábamos, andábamos enterrados en el balaguero.
Ya cansos, al lubricán, me señalaba la magnolia donde todos los años cuelga el nido la oropéndola.
Bero, era el hijo del zapatero, del "Sordo" que se acomodaba en la era por la comida para en la siesta del viento, velar golpeando un latón ahuyentando a los pájaros.
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39) EL PILAR DE VACIATALEGAS

7/4/2021

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Así llamaban a un abrevadero con fábrica de ladrillos pálidos que gotea en el fondo del soplado de una rambla. Quizás se lo digan por la tentación del caminante a librarse de todo peso para poder ascender a la planada de las Mesas.
Allí mataron a Bellota el guarda una tarde de Septiembre. Allí murió también aquel mismo día Quino el de los conejos.
De los tres protagonistas de esta tragedia que tuvo por música de fondo al viento y el ajear de la perdiz, tan solo vive uno: El Tonto de la Mariquina.
Lagillón los encontró porque les delataron los pájaros y ya sus cuerpos se los comían las avispas.
Quino con una bala de tercerola en el cuello y Bellota con el pecho raso de perdigones, a uno y otro brocal del pilar, hicieron la paz para siempre con los buitres del Corral de Granados por testigos.
De lo ocurrido hay muchas versiones, solo el Tonto de la Mariquina podría decirlo, yo malicio una, voy a narrar tres y tu escoges aquella que más te guste.
Son aquellos andurriales por lo quebrados, lugares apropiados para la caza y difíciles de dominar por los guardas del coto. La Tambalana y el Cerro de Enmedio se cierran en repentinos barrancos tapados de monte y levantan las cabezas para fisgar a la Hoya de Garganta Fría que ronca en los temporales.
Los furtivos cubiertos por la aspereza del terreno y descubierta su osadía por la necesidad, bajaban por el Almendral hasta la presa de Reales y subían por el Cubillo a Riscos Pardos con asiduidad para hacer veredas... Bellota era joven y fanfarrón, Quino un hábil cazador y el
Tonto de la Mariquina... una comadreja escurridiza.
Esta pareja practicaba todas las modalidades del arte venatorio: aguardos, recechos, lazos, cepos, hurones...lo necesario para tener colmados a los guardas; y Bellota al oír los disparos aquella tarde sin dudarlo salió al encuentro por la vereda de Vaciatalegas.
Así lo dedujo el juez: Bellota sorprendió a Quino y lo quiso obligar a que le acompañara al cortijo. Este se negó, lo amenazó y mutuamente se encararon las armas como en un duelo con el pilar en medio. Los disparos 
 fueron simultáneos y las heridas 
mortales.
​No gustó esta versión en el Pedroso y el hermano del guarda que era hatero de la finca y el resto de los allegados, lo explicaban así:

Había llegado a la propiedad la señora y los empleados saludaban a la puerta de la casa, cuando se oyeron tiros de escopeta. Bellota ante la dueña, espontáneamente, se comprometió a traer desarmados a los infractores.
En el aguadero dio alcance a Quino, furtivo con el que había tenido enfrentamientos anteriores. Discutieron y en el calor de los insultos, el cazador hizo intención de usar su arma. El guarda se adelantó con su tercerola y Quino cayó sobre la fuente.

El Tonto de la Mariquina que recechaba por la otra banda del regajo haciendo pareja con el muerto, observaba la escena tras un lentisco y a su vez descargó su escopeta a boca de jarro sobre Bellota.
Pero esta variante tampoco satisfizo en Cazalla; para ellos el caso era más complicado.
Aquella tarde todos los operarios de la finca habían sido agasajados por la dueña y la euforia de las copas las rompió el estampido de las escopetas de los intrusos. El guarda acicateado por la presencia del ama, partió con el propósito de traerlos desarmados.
Allí en el pilar de Vaciatalegas sorprendió Bellota, el guarda jurado, a Quino el de los Conejos y al Tonto el de la Mariquina, ambos cazadores de profesión en terrenos libres, cotos y vedados.
En esta ocasión las cosas llegaron más lejos; con los agravios, las amenazas y ya los nervios perdidos, Quino disparó sobre el guarda que cayó herido de muerte.
El Tonto, mudo espectador del suceso, veía como Quino se desesperaba viendo agonizar a Bellota y fríamente pensó que había llegado su momento.
Tomó el rifle del moribundo, lo descerrajó sobre su compañero y huyó monte arriba.
EI Tonto de la Mariquina tenía embarazada a una niña de trece años, la hija de Quino y sabía que este no le perdonaría.
Por todo ello tiene explicación el escrito con sangre que había en el brocal del pilar. Se leía maricón según unos, para otros quería decir: Mariquina.
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38) LAS ALBERQUILLAS

6/4/2021

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Don Pablo
Don Félix
Y Don Manuel
 
Eran tres arcaduces de una noria aristocrática que subían y bajaban de las Alberquillas al pueblo, revistando a los eucaliptus del Espino que forman en línea con uniformes de gala.
En verano se tocaban con alpargatas de esparto y canotier, dejando al cuerpo el rayadillo de los driles ingleses.
Al invierno lo sorprendían con sus botas de mineros, los flexibles grises y los paños de Manchester, a la moda del príncipe de Gales.
Sus tres bastones de espino con regatón de hierro, trazaban arabescos en el aire, al ser blandidos elegantemente por sus dueños.
Eran tres gentelmans de Cantabria educados en Centro-Europa a principios del siglo pasado.
Aterraron por sierra Morena al olor de las piritas tan solicitadas en la primera guerra mundial por la rubia Albión, y, en su escritorio, sobre una monumental máquina de escribir Royal, navegaba en un hermoso marco la imagen amarilla de un vapor de su propiedad de alta chimenea, hundido por los submarinos prusianos.
A semejanza de Lord Byron, se domiciliaron en una huertecilla que trasformaron en quinta romana con pérgola de buganvillas y palo borracho. El aviso de la visita lo delataban las chinillas del paseo y el ladrido de un mastín llamado Well-Come.
Yo acompañaba a mi padre en la convalecencia de la escarlatina, para que, con el ejercicio de recoger las pelotas del frontón, se me acrecentaran los apetitos y expulsara las miserias. Y al agotarnos los menores en la búsqueda de las pelotas de la cesta-punta y en la colocación de los bolos, del revellín de la chimenea nos sacaba Don Manuel un policromado y precioso tren de gran tamaño y realismo.
Allí en las Alberquillas, se daban cita el propietario, el médico, el industrial, el farmacéutico... todas las fuerzas vivas en escogidos saraos, amenizados por el violín que rascaba Don Félix y el piano aporreado por mi padre. Mientras, la gente menuda jugábamos en el frontón o admirábamos los peces de colores del estanque.
Nos embelesaban las narraciones de sus continuos viajes a Inglaterra, Alemania, Bélgica... de donde regresaban con exóticos personajes como aquel ingeniero que comía las naranjas con cáscara...
Con frecuencia paseaban por aquel paraíso donde vivíamos al que llamaban Huerta Cataño. El caminillo de las palmeras y los rosales que mimaba el bisabuelo, era sus delicias y por él subían hasta el mirador acompañando a mis tías y haciendo paradas fotográficas. Ya por entonces me parecía que Don Pablo rondaba a la tía Claudia.
​
Era un nutrido grupo de señores con frecuencia renovado por técnicos extranjeros... Recuerdo a uno holandés que hurgaba en la mina de los Conejos y era muy amigo de mi abuelo. Grandote, simpático y  comilón, me sobornaba con una peseta solo por llevarle a los pies del limón dulce; se apellidaba Van Derbrokens y en los bolsillos
las almendras no le faltaban.
El administrador de la casa Krupp, que tenía las oficinas cerca de la estación del ferrocarril, también era de la reunión y acompañaba a Elisa, una guapa moza que abrigó por novia. Le llamaban Don Fritz y cuando lo reclamaron de Alemania, dejó el pozo repleto de botellas de cerveza, de tantas como se le caían del cubo donde las refrescaba. Después se descubrió más. En aquel lugar, una hermosa casa de pueblo, se constituyó una logia masónica que tuvo por venerable y orador a su futuro suegro.
Mandiles, compases, delantales, triángulos y un atril retorcido, muy poco hace salieron a la luz. Su objetivo era opuesto al del otro grupo minero de las Alberquillas.
La familia Mac-Lennan siempre era esperada con asombro. Lo componía un matrimonio con su hija y todos parecían de la misma edad. Muy altos, muy rubios, muy educados, venían periódicamente y por todo daban las gracias.
Vestidos de blanco, con sombrilla y abanicos, pamelas y gasas, eran un óleo de Reynolds.
Así pues, todos dábamos por hecho que en las Alberquillas se quedaría Dña. Blanca, que tal era el nombre de la hija. La duda era: ¿con Don Manuel o con Don Félix? Y ocurrió lo que tenía que suceder. El verano andaluz encendió la rosada piel de Dña. Blanca que enfermó de insolación
y los dos hermanos, solterones, desarmados ante la dulzura de la enferma, solicitaron su mano, no se sabe en qué orden.
Don Félix era más alto, Don Manuel más graso, Don Félix más seco, Don Manuel más íntimo... pero los dos, hombres de mundo, comprendieron lo que había ocurrido y fraternal y caballerosamente se cedieron el sitio. Y Dña. Blanca regresó a Escocia curada de un sofocón y atenazada por otro.
Las minas unas tras otras pararon; el vino y los aperitivos en las Alberquillas bajaron de calidad y la Niña Chica, la criada vieja, siguió durante algún tiempo intentando hacer el milagro de mantener las atenciones tradicionales a los invitados.
Sostenían los tres hermanos su pobreza vergonzante con gran dignidad, cuando enfermó Don Pablo, que murió con la novia en la cabecera y un círculo de amigos más estrecho... y siguió bajando la calidad del vino.
Murió Don Manuel casi en familia y se acabaron los guateques y los amigos.
Don Félix quedó solo en su carmen desmantelando las instalaciones mineras y simultaneándolas con largas ausencias. Un buen día apareció Dña. Blanca, se habían casado en Bilbao.
En realidad, eran dos carcamales, pero nos alegró, porque ya sabíamos que él era el preferido.
Después...los expulsaron de la quinta que ellos fabricaron y nunca se preocuparon de comprar.
Allí quedaron las buganvillas, el árbol de la goma, el palo borracho, los peces de colores y Well-Come enterrado al pie de un tilo plateado. El último de los Latorre murió asido a la mano de Dña. Blanca en casa de su antigua criada, la Niña Chica, que le cedió su habitación.
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