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    • JOSÉ Mª DURÁN

HUERTAS

24/6/2020

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El 26 de Mayo de 1926 nació en Cazalla de la Sierra José Sánchez Cubero”…

De esta forma me pidió José “El Conejo” que comenzara el escrito y así va a ser; pero esta historia empieza tres años antes de su nacimiento en la plaza Mayor de Cazalla.

Una multitud de curiosos se arremolinaban y no era para menos; se sorteaban entre más de doscientas familias solicitantes  setenta y dos lotes en la finca “El Galeón”.

En la puerta del ayuntamiento presidía la mesa el Conde de Jimeno, médico valenciano por entonces gobernador civil de Sevilla; le acompañaba el alcalde Don Camilo Pérez Durán, el párroco y el Ingeniero Jefe. Congregados alrededor, se apretaban para salir en las fotos un sargento de la Guardia Civil con varios números, autoridades y fuerzas vivas de Cazalla.
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Dos urnas de cristal contenían los números de los lotes de colonización de la Cooperativa Agrícola “El Galeón” y los correspondientes a cada solicitante.
Todos los cabeza de familia participantes habían acreditado una economía desvalida, no tener nada pendiente con la justicia y ser buenos cristianos. Conocedores de lo que se jugaban rezaban con más o menos fe por los mejores lotes.
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Los lotes que lindaban con la Atalaya eran buenos para sembrar trigo, pero poco abundantes de agua; las mejores eran las que estaban en la parte más baja de la antigua finca municipal. Las linderas a “Las Umbrías” y “los Cardadales” tenían agua abundante: una de ellas tenía una presa en el San Pedro para regar una hectárea de huerto y la otra una buena huerta regada por una noria y una pequeña alberquita que recogía agua del arroyo de Quintanilla.
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Justa y José eran un matrimonio de honrados hortelanos que sabían vivir con poco. Trabajaban desde hacía mucho tiempo en “Los Llanos de San Sebastián”, finca cercana a Cazalla; en aquel momento criaban a seis de sus hijos y estaban allí aquella mañana, pero la suerte de nuevo no les acompañó.
Sucedió lo esperado: tras el sorteo volvieron resignados a su trabajo y a su vida diaria.

Pasaron los años, los buenos y los malos y llegaron cuatro hijos más. A los diez le procuraron sustento, educación y valores. Trabajando y esforzándose envejecieron… Aun así, José “El Conejo” se dedicaría a la profesión de su padre, al igual que sus hermanos Modesto y Carmelo, que aunque jóvenes, ya trabajaban en “La Huerta de Asaín”.

José trabajó sin queja en varias fincas en Cazalla y al cumplir los  treinta años, ya con mujer e hijos, le ofrecieron el alquiler de una buena huerta en El Pedroso al que su hortelano, Valentín, ya no podía atender por su edad y salud. No lo pensó dos veces, el sería el nuevo  hortelano de la “Huerta del Tardón”.
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Frente a mí está sentado José y pese a sus 93 años, sigue siendo un hombre fuerte y membrudo al igual que lo fueron su padre y todos sus hermanos; con sus enormes manos sobre la mesa cuenta recordando:
-“Trabajé como un mulo y tocando todos los palos: tomates, pimientos, berenjenas, habas, maíz, limones dulces y de los otros. Para complementar el huerto  planté veintinueve higueras, varios perales, dos granados, tres membrillos y veinticinco naranjos. En un extremo de la huerta planté una tabla de papas, que eran más seguras y querían menos agua”.

“Como nunca me gustaron los químicos ni tenía dinero para comprarlos, me procuraba el estiércol de las muchas cuadras que había entonces en el pueblo”.

A los once años de mucho trabajar y pagar religiosamente su renta, le llegaron avisos que vendían la Huerta del Tardón.
Asustado y envalentonado pidió a la Caja Rural tres millones de las antiguas pesetas (toda una fortuna para él) por aquellas dos hectáreas y media y volvió a apretarse el cinturón; trabajó más, compró vacas de leche a “los gitanos blancos de la campiña” y les sembró maíz verde, alfalfa y grano…

José, sigue teniendo la cabeza muy clara, conserva una salud envidiable a pesar que su mastín “Tigre” le partiese la pierna por varios sitios cuando ya había cumplido los 80 años. Con los ojos vidriosos recuerda los sacrificios y las alegrías. Haciendo una pausa y mirándome fijamente me dijo:
-“Niño, ni entonces ni ahora. Nadie se hace rico siendo hortelano”.
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Charlábamos en su casa del Tardón y me preguntaba extrañado el interés que yo tenía por las huertas; hablaba a la vez que recordaba y volvían a su memoria gentes que ya no estaban, situaciones cómicas, alegrías, también momentos duros...
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Me contaba con cara divertida que el último millón se le atragantó y que los nuevos directores de la Caja en Cazalla le dieron un ultimátum. Hizo una pausa y señalando con la cabeza hacia la ermita del Cristo me dijo:
-“A mí lo que me salvó fue el Cristo”
Ensimismado con sus anécdotas y personajes, entendí el comentario como el agradecimiento de un creyente y le pregunté ¿el de la ermita, verdad? Y el riendo me aclaró:
-No, el de la ermita no, ¡el Molino!.
Al ver mi cara extrañada, entornó un instante los ojos y se dijo:
-¡Que le den por c…!, te lo voy a contar, hombre:
-Aquel bendito año se vino con un cosechón de aceituna tan exagerado que los montones de aceituna se elevaron delante del molino hasta lo más alto de los tapiales desde Noviembre hasta Junio.

El fruto se atrojaba y aunque se molía a tres turnos, aquello no avanzaba. Tanta prisa se daban con la prensa en volverla a cargar que el rebose de la misma máquina, el de los capachos al limpiarlos y el de los montones de aceitunas y del alpechín formaban pequeños arroyos que tenían por salida natural la huerta de José “El Conejo”.

José al ver todo ese alpechín entrando por su huerta se espantó, Creyó que aquello arruinaría sus buenas tierras y sin pensárselo cogió una azada y se dirigió con gesto sereno al molino para encauzar el problema…
Observaba el desastre y a medida que avanzaba se calmaba. Tanto se calmó que terminó cavando varias besanas con la pendiente adecuada para que todo aquello desembocase lentamente en varias charcas, donde con nocturnidad y ayudado de una sartén espumaba la espesa capa de borra de aceite que nadaba sobre el alpechín.

Me contaba con cara divertida que un día por otro llenaba dos bidones por los que le pagaban cincuenta duros en Lora del Rio. ¡Como vería el negocio que se envalentonó con aquellas ganancias y firmó más letras para comprar más vacas frisonas!
Me decía agarrándome la mano:
-“Niño, a mas vacas más trabajo y más leche…y más dinero para pagar las dichosas letras de la Caja Rural, pero a los tres años liquidé mi deuda y entonces empecé a ganar dinero para mí”.
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Yo seguía importunándole y haciéndole recordar apodos y el porqué de aquellos topónimos y él cerrando los ojos, volvía a hacer  memoria y como recitando la tabla de multiplicar, recordaba y con paciencia decía:
-“Vamos a ver, en la parte baja del pueblo era donde más huertas había. En dirección a la Ribera, cruzando el paso de la vía, tenía el padre de “Patachula” un buen huerto poco antes de la “Huerta de la Loba”, allí los hortelanos de verdad fueron el lobo padre y la loba; los niños nunca lo fueron y por eso cuando murieron los viejos se acabó todo”.
Aunque Pepe y Fernando eran ya hombres hechos y derechos, seguían peleando como adolescentes. Vivieron juntos bastantes años en la pequeña casa de la “Huerta de La Loba”.

El menor de los dos hermanos Lobo, Pepe, se hizo tractorista y a veces, en su vía crucis nocturno por las tabernas de El Pedroso, presumía enfrascado en su empolvado mono azul que cuando se le acababa el agua en Montegil, para no parar la labor, bebía el gas-oil del Fiat de cadenas.


Murió joven y su hermano, de igual vida desordenada, le acompañó algunos años después; aunque a Fernando el que lo remató fue un rayo mientras, calado hasta los huesos, cavaba con la azada una gavia en la entrada de su Huerta. 


​Recordaba riendo José “El conejo” que cada vez que Fernando tomaba algún vinillo de más, terminaba recitando con voz gangosa un ripio de cosecha propia:

 
“Que guarrería
cambiar melones por sandías
y para colmo, que estén podrías”.
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Siguiendo la misma carretera, un poco más abajo, estaba la noria de la huerta en medio de los llanos de “La Pelagia”. Tenía fama por abundante aún en los años más secos. Bajo un zarzal enorme encaramado a una higuera, se puede apreciar hoy  la magnífica y potente fábrica en ladrillo y mortero de cal.
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José “El Conejo” recuerda perfectamente a su hortelano, un hombre serio de baja estatura y desmesuradas espaldas que se llamaba Félix.
Un pequeño olivar separaba “La Pelagia” de su casi lindera “Viña del Cura”, que también era huerta, aunque escasa por su poca agua y no tan buena tierra. Su malhumorado hortelano Manuel, cura de profesión, pasaba las tardes de verano sentado en una vieja mecedora en la puerta de la casa para evitar las tentaciones hortícolas de los transeúntes.
Recuerda José como por debajo de la “Huerta Andrea”,  buscando la vía del tren, se sucedían las huertas: Había una que le llamaban “de los Maricones” y riendo me decía que no sabría decirme el porqué de este apodo...también estaban la “de la Antequerana”, la “de María”, “la de la Carlota”, la “del tío los Callos”, ese que su hija vendía cupones y no era mal parecida…

Ah, y frente al “Bañuelo” estaba la “Huerta de Carmona”, que aunque pequeñita, era la que por su orientación y situación quizás la más temprana de todas.

Hablaba José y de muchas de ellas solo recordaba su nombre y no siempre su ubicación exacta. De algunas sabemos quién fue su propietario, como aquella que estaba por el paso a nivel en dirección a “NavaLazaro”; y que la nombraban como “La Huertagerdía”, o la huerta de Ángel Díaz, que debía su nombre al que fue su dueño, Ángel María Díaz que ejercía de alcalde del Pedroso allá por los años de 1874. O aquella  otra, la “Huerta de Cristino” por ser Cristino Nogales su propietario.

José hace pequeñas pausas para hacer memoria y de nuevo, a borbotones se suceden nombres y emplazamientos:
“…Recuerdo que por el camino de “La Alcalagua” y frente del mirador de “La Huerta Cataño” estaba “La Huerta de Carrión”, enclavada entre olivares, daba muy buenas papas...” Frente a la antigua noria que hay en lo de Diego Rodríguez, pegando a la carretera, estaba la “Huerta Falcón”.
Su hortelano era Rafael Campos, hermano de Carmelo el del camión el que estuvo en Rusia...”

Cansado de mis preguntas me comentaba que por cualquier camino había huertas a derecha e izquierda; así por el “camino de la Gandula” estaban la de “Las Alberquillas”, que a pesar de no sobrar el agua, todos los veranos la familia de “La Niña Chica” sembraba tomateras y pimientos para la casa en el rebose de la fuentecita de los peces de colores y donde años después su hermano “Manuel el Conejo”, estuvo de hortelano.
Muy cerca estaba la de “Los Papafritas”, una buena huerta gobernada por “El Papafrita” viejo junto a su mujer, mejor hortelana que él y a sus tres hijos. Tras la muerte de los progenitores y hartos de cavar, vendieron la preciosa huerta y se dedicaron a su bar que con el sobrenombre del Vaticano (por ser residencia del papa) recibía a sus clientes en la entrada del pueblo.

Por el mismo camino se sucedían otras cuantas: la “de Rafael Lobón”, “La de la Sorda”, la de “La Gandula” que tenía un magnífico huerto, no le faltaba agua en su noria y tenía la ventaja que además le llegaba otro venero que el “Gafas”, su propietario, había canalizado en barro bajo el camino y que por su pié le traía el agua desde los frescos veneros de “El Castaño”.

Tuvo a  Balbino y a sus dos hijos como hortelanos durante más de cincuenta años. También su hermano Manuel  “El Conejo” labró en aquella huerta.

Más abajo y por el mismo camino pegando a la “Cañá del Marqués” y antes de dar vista a “Los Llanos de Álvaro”, estaba la “Huerta de La paula”. Sus hortelanos eran tres hermanos, dos hermanas apodadas “Las paulas” y su hermano.

Tantas llegó a haber que hasta hubo una en “la Fábrica de Los Lucas” que llegó a tener tres hortelanos: “El Cantaor el viejo”, “El Caja” (que era cazallero) y “El Cano”.

La huerta y la viña para el moro, decía el viejo adagio castellano, en él se destila la vieja tradición castellana de no ganarse el pan sino con la espada. Quizás por una causa parecida El Pedroso, pueblo minero, nunca tuvo buenos hortelanos y de los que eligieron ese oficio de mucho trabajo y más estrecheces eran foráneos; decían que los más eran cazalleros.

Poco han variado las labores desde hace siglos y así se ha seguido levantando, cavando, acaballonando y regando el huerto. Todo a brazo, aunque ayudados en las labores más duras con la tracción animal. El oficio requería trabajo, tiempo y quietud; con la marcha de los mayores se perdió este modo de vida y los conocimientos que guardaron con tanto celo quedaron en el olvido. 

Las plagas se combatían rotando cultivos y plantando variedades resistentes. Para luchar contra los hongos se empleaban el azufre, el cobre y el entutorado de las plantas que mejoraba su aireación.
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Se utilizaban verdaderas fórmulas magistrales a base de emulsiones de agua caliente a la que añadían aceite de oliva, petróleo, jabón blando, amoníaco y polvo de cal. No podían faltar en los ingredientes el salvado, el cobre y la melaza si se querían combatir gusanos  y rosquillas.

Para los pulgones, petróleo y jabón blando con agua caliente; aunque hubo algunos que apostaron por “el Polvo de Pelitre” con jabón blando neutro, siempre mezclados con agua caliente. Los más tradicionales empleaban aguas cocidas con hierbas "acres" (tabaco y hojas de nogal), combinados con rocíos de ceniza, cal y orines de caballería. Otros utilizaban la tradicional fórmula de la “flor de azufre”, cal viva y agua tibia que combinaba su efecto insecticida con el fungicida.

​Los gusanos de suelo y las  fusarias se combatían rotando las hortalizas de hoja con las hortalizas de fruto y las de bulbo o de raíz. Las mondas de patatas o naranjas bajo una teja se utilizaban para atraer durante la noche a caracoles y babosas que debían recolectarse antes de romper el día.
Si los topos hacían su aparición, era obligada la siembra salteada de semillas de ricino y cuando el espantapájaros no cumplía su  misión, se hacía un preparado de Calcio de Coral, Cartílago de Tiburón, maíz y agua, que ingerido por las aves, facilitaba su captura al producirles somnolencia.
El Guano o Nitrato de Chile era caro y pocos podían permitírselo pero evitaban la fatiga de la huerta estercolando y cada dos años sembraban habas, alfalfa y altramuces para que nitrogenasen el suelo con las nudosidades de sus raíces. ​ ​Algunos le llamaban a esta labor “abonado en verde”…
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La adquisición de semillas era tarea ardua y en el pueblo se aguardaba con expectación al viajante que ofrecía en pequeños saquitos de tela empolvada de ceniza su valiosa mercancía:
Coles de las razas “Nantesa temprana”, la “Roja pequeña de Utrech” o la “Jaspeada de Borgoña”, Coliflores “Semidura de París”, “Lenormand muy gruesa”, o “la Enana temprana de Erfurt”. Escarolas de las variedades más apreciadas como la “Rizada de Meaux”, la “Fina de estío”, la “Anjou o de casta moderna” y la “fina de Ruan”.

Las habas “Común o Panera”, “la Gruesa o de Agua”, “la  Windsor”, “la de vaina larga” y “la Sevillana Gigante”. Las habichuelas de enrame “de Soissons” “de Liancourt”, “la Sable de Holanda” y las enanas “Princesa”, “de Argel o manteca”, “jaspeada de Praga”, “de la China”, ”Blanca de Suiza” ,”Vientre de Corza”, “del espíritu santo” y la escasa “ negra de Argel”.
Cada huerta era un mundo aparte y tenía una forma diferente de administración. Las de tierras arcillosas o “cariñosas” necesitaban riegos más espaciados y abundantes a diferencia de las más arenosas que requerían menos volumen y más cadencia… 

Tan particulares eran, que según fuese su orientación, así eran las razas de malas hierbas que la infestaban; en las más frescas eran abundantes de “Lengua de vaca”, “Negrillón”, “Pajarera”, “Pamplina”, “Zurrón de pastor”, “Cerraja”, “Vallico, y  juncos.
En los huertos más solanos eran los “Abre puños”, los “Botones de oro”, las “Acederas”, las Amapolas, el ”Amor del hortelano”, la “Avena loca”, los “Azulejos”, el “Carretón” y el “Cenizo” los que daban más trabajo.
Aunque todos los hortelanos cavaban sin distinción “Collejas”, “Correguelas”, “Gramas”, “Hierbacana”, “Hierba Santiago”, “Lechuguilla”, “Gallocresta” y “Hierba Centella”.

La decadencia de las huertas y su mundo empezó con los grandes cambios del nuevo siglo. La desaparición de las norias fue el comienzo y la culpa fue de las ruidosas máquinas de aceite pesado, gasolina y gas pobre que llegaron de la mano de la minería. Lucían  con chulería brillantes chapas de latón con impronunciables nombres como Deutz, Anton schüter, Gardner, Tangye y Crossley.
A principios de 1.900 ya accionaban con su fuerza incansable el telesférico del mineral, las máquinas de taladrar, las bombas de agua y los generadores eléctricos; incluso los viejos molinos de aceite claudicaron y sustituyeron sus antiguas prensas por las hidráulicas accionadas por estos motores.

Las lentas y trabajosas norias dejaron de repararse y las bombas de agua las sustituyeron, después llegarían las mulas mecánicas que desplazaron a azadas, amocafres, burros y mulos y convirtieron a los hortelanos en motociclistas.
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De la misma forma llegaron los insecticidas en polvo, primero fueron los suizos que lanzaron el “Gesarol”, un veneno que contenía el DDT y el HCH. Le siguieron el “ZZ” y el “Agrícola Detano” con sus extraños aparatos aplicadores como los espolvoreadores de manivela o aquella estrambótica jeringa pulverizadora modelo “Lenurb” que no distinguía amigos de enemigos, provocando más daño a operarios y fauna silvestre que a la plagas del huerto, pero eso es otra historia…
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Con los cambios se abandonaron los antiguos usos y costumbres agrícolas. Algunos hortelanos retornaron a sus pueblos de origen, a otros los jubiló la edad y a sus hijos emigrantes, las herramientas con la que sus padres se ganaron honradamente la vida solo les recordaban estrecheces y sinsabores.
Pasados los años  y desapareciendo esta generación, difícilmente encontramos quien nos pueda hablar de este universo perdido.
En una época en la que no existían los motores, el indicador infalible de la existencia de buenas huertas en El Pedroso es la abundancia de norias. Muchas de ellas trasformadas en pozos han llegado hasta nuestros días, otras han desaparecido.
Quizás la más original de la que hay memoria es la que hubo en la “Huerta Cataño” a mediados de 1.800. El artífice fue Antonio Ruiz, un murciano que casó con Loreto Cataño. En la familia desconocemos como “Mamá Loreto” se enamoró del torreño “Maestro Ruiz” en una época en que los desplazamientos a zonas tan alejadas eran cosa poco común.

Antonio era trabajador e inteligente y a los pocos años de su llegada había cambiado la fisionomía de una gran parte de la Huerta Cataño que llenó de huertas y frutales sin olvidar sus muchos olivares que puso en producción. Le gustaba la carpintería y en su tallercito de la Huerta fabricó la noria de sangre murciana.

Para la jaula de la rueda del agua buscó madera de aliso, para la rueda del aire, los engranajes y la pastera la más apropiada era la de encina y para el balancín aprovechó la destartalada forma del tronco de un almendro sin injertar de un lindazo de la huerta.
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Solo acudió a otros artesanos para que le hiciesen los ejes de hierro y los arcaduces de barro fino. En Camas contrató la cochura de doscientos en un tejar que tenía renombre por dominar el temple y las caldas. No sería mala la hornada cuando ciento cincuenta años después aún conservamos algunos de ellos. Para alargar la vida de las gruesas sogas y cuerdas que fijaban los canjilones, las sumergía en borra durante meses mientras ademaba el ingenio.
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Su último hortelano fue un extremeño llamado Vitoriano; tras él un pariente de los Sayago cultivó una parte pequeña, pero la noria hacía tiempo ya que no se movía y las tierras que labraba no eran más que los restos de la huerta que hubo en su día.

Enfrente, en “La Huerta de Carrión”, contaban que se criaban unas patatas excepcionales, decían que era por el agua y la composición de sus tierras. De niña, mi madre conoció allí a un hortelano que era amigo de su abuelo y que había estado también en la guerra de Cuba.

Algunos años después, en los límites del antiguo casco urbano se instalaron los molinos de aceite “del Cristo” y “de Ruíz” sobre antiguas huertas con norias.

En el primer caso la que regó durante muchos años “La huerta del Tardón” la trasformaron en pozo de brocal y como tal sigue existiendo; en el segundo caso tras el abandono y demolición del molino llegaron unas modernas viviendas que se edificaron sobre el empiedro de granito de la Madroñera y la bóveda de la noria.

Bajo una losa en el salón de la casa de “Rafael el pelón” aún se puede ver  la inmensa noria labrada en la piedra pizarrosa del subsuelo. Con más de 20 metros de profundidad, se ensancha en su interior  en varias direcciones formando una gran gruta.

Norias también tuvieron la huerta del mismo nombre que aún conserva su topónimo al principio del paseo del Espino y aunque las dimensiones de sus tablas eran mucho mayores (llegaba hasta donde “Ignacio el del Cañuelo” tenía su fragua), aún nos podemos hacer una idea de su superficie.

Frente a ella estaba la “Huerta de Montegil”, aunque ya antes de su venta a D. Manuel Rodríguez en los años cincuenta, estaba ruinosa la pequeña noria que llenaba las dos albercas que saciaban la sed de su huerta que estaba tras la casa.

Tuvieron fama por abundantes la noria de “La Gandula”, la “del Patronato”, la de “Quintanilla la Baja”, la de “La Huerta de la Loba”, “La de la Pelagia” y la de “El Granadal” en el sitio de Palmilla. Dicen de esta última sus escrituras, que su noria tenía trece metros de vaso y sesenta de galería y que tenía sus correspondientes máquinas de extracción además de 305 metros de galería subterránea para captar agua para riego.
Daba agua a dos albercas grandes de obra de fábrica con las que se regaban cuatro fanegas en las que había frutales, higueras, granados, perales, manzanos y 274 naranjos. Su último hortelano se llamó Manolo Benegas y era el padre de “Malos pelos”.

Cuando Juan Jiménez llegó al Patronato procedente de la Quintanilla de los Iraola se asombró del gran huerto abandonado. Su magnífica noria que en su día necesitó un burro macho parar arrastrar sus cangilones estaba oxidada; una higuera brava agrietaba el fondo de su albercón redondo y las tierras de la antigua huerta, las higueras y los naranjos envejecían esperando en vano la llegada del agua.

Juan hacía todos los oficios; mulero, pastor, guarda y lo que hiciese falta. Tenía un corralito detrás de la casa; con su gallinaza y el estiércol de oveja que el pastor le daba de mala gana consiguió labrar un pequeño huerto junto al arquillo de la noria.
Recordaba su hija Marta como su padre sembraba entre las matas de patata  algunas matas de tabaco para burlar a los civiles, que una vez a la semana paraban a beber y a llevarse alguna cosilla…

Su hija marta, huérfana prematura y niña aún, procuraba como si de un juego se tratase llevar adelante la casa mientras su padre trabajaba; con idea de abundar un poco las sopas le sisaba mientras jugaba algunas patatas, que provocaban el enfado de su padre por no haber alcanzado aún su tamaño.
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Todo acabó un día en que Martita creyendo agarrar un tubérculo de buen tamaño, despertó de su sueño invernal a un orondo sapo partero. Mientras su hija gritaba con asco y arrojaba lejos al batracio, su padre riendo le decía:
-¡lo tienes merecido por ladrona!.
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Ya mayor, Marta reía recordando como su padre le hizo un arado de vertedera en miniatura a su hermano Juan. Tan escrupulosa era la reproducción que junto a todos los arreos para uncirlo a un gato manso, incluía el mecanismo para voltear la reja al final de la besana.

​Hay constancia de al menos dos huertas que no necesitaron artilugios mecánicos para que el agua las regase:

Por la base de uno de los gruesos paredones de obra sostenían la estructura metálica que protegía a los transeúntes de pedradas provenientes de las cubetas del telesférico se accede a “La Huerta Maripepa”.

Esta huerta que contaba con multitud de pequeñas tablas en distintos niveles tenía la particularidad de que su agua procedía de una pequeña galería bajo la carretera. Sus venas recogen aguas de la falda del San Cristóbal, las estaciones no alteraban su caudal y sigue rebosando por una pequeña tarjea forrada de castañuelas hasta una alberca cuadrada.

La recuerdo gobernada por un solterón y su hermano que sembraban, segaban y trillaban como si los siglos no le afectasen; enjutos de escasa talla y con los pantalones sujetados con cuerdas, ofrecían una imagen curiosa y desfasada.

Se llamaban Ignacio y Carmelo Reyes Díaz. Nunca trabajaron para nadie aunque viniesen malos años, se alternaban a diario para con un carro tirado por un mulo, llevar a sus vacas de “La Jarosa” paja y algo de grano.

Les buscábamos las vueltas y descalzándonos entrábamos en la fresca galería donde cogíamos ranas de San Antón y tritones de varias razas. Nos hicimos mayores intentando capturar una tortuga verdosa que se refugiaba al menor ruido en el fondo de la mineta.

El solterón murió hace algunos años, el otro aún anda por allí pero ya no siembra el huerto ni trilla las habas y la alberca hace ya mucho que no se encala…

La otra huerta regada por manantial es “el Huerto Arriba”. Amparado al pago de “La Teja”, se aprovecha de la protección que le brinda del norte y de sus veneros subterráneos. Un manantial de buena agua que no amaina con los estíos, llenaba una alberca redonda que desde su altura administraba cómodamente el agua para las tablas.   

Mi buen amigo Andrés, su propietario me cuenta que por documentación registral sabe que a principios del siglo XIX, la adquirió Bernardo Rivas y Roca coronel del Ejército Realista. Este militar recibió como premio patriótico tras las guerras carlistas treinta hectáreas en la Adelfa.

Hombre industrioso compró la antigua huerta en las inmediaciones de El Pedroso y la trasformó con bancales y mampuestos de grandes piedras secas, sembró árboles frutales, ordenó el olivar y mejoró sus tierras. Desde entonces pasó a denominarse “Huerto de Rivas”.
Sus últimos hortelanos conocidos fueron Rafael Santos “El Cala” y Francisco Muñoz “El Barroso”.

Antes de llegar al “Huerto de Rivas”, se escondía tras un seto de madroños una pequeña propiedad que tuvo viña y una coqueta huerta, se nombraba por “La Viña de Maroto”. El limitado caudal de su pozo no permitía grandes locuras.

Me interrumpe José y me recuerda que Junto al pilar de “La Rolava”, tenía su magnífico huerto “El Cojo”, ese que arrastraba su pierna poliomelítica y su mal humor entre los lomos de su huerto y amenazaba a ganados y chiquillería con la precisión de una pequeña honda.

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Le noté cansado, el tiempo había pasado deprisa y no quise abusar; tras agradecerle su tiempo y el haberme tratado con cariño me despidió dándome un abrazo y haciéndome calcular de nuevo su edad, como si no lo creyese. Lo dejé descansando en su sillón y al despedirme me confesó con tristeza que no le gustaba su soledad.

​Sé que pasó un buen rato. Nos reímos de verdad y aunque algunas veces le tembló un poco la voz recordando a su mujer y algunas situaciones difíciles vividas, me despidió diciéndome con cara divertida:
-“Niño tráeme la prueba del cuento para que yo vea si está bien, pero no tardes porque si no me lo vas a tener que llevar a “la Huerta de La Loba”…

(Aclararemos para lectores foráneos que el cementerio nuevo está en las inmediaciones de la “Huerta de la Loba”).
 
P.D. :
 
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Poco tiempo después de escribir este relato nos dejó José.
Durante la homilía en la iglesia repleta de amigos que le fueron a despedir, recordaba nuestra larga conversación unos meses antes. Aunque al principio le extrañó que alguien ajeno a su mundo se interesase por él y por su oficio ya desaparecido, le gustó la idea que aquello quedase por escrito y no se olvidase. Sabedor que su tiempo se agotaba por días, no perdió su sentido del humor y en su simpática despedida, de matador de toros antiguo, me arrancó una sonrisa triste.
 
Descansa en paz. 

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1 Comentario

VELETAS Y PARARRAYOS.

10/6/2020

2 Comentarios

 
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Conservo desde niño una curiosa atracción por estos artilugios y tengo por cierto que su existencia en edificios es indicador de calidad.
 
Eso del viento parece cosa de poca enjundia, pero algo habrá cuando calmas, brisas, ventolinas, ventoleras y ventarrones remueven nuestro interior. Fue el poeta romántico Goethe quien escribió que por cambiante, el alma del hombre se asemejaba a los vientos.
 
En la veleta la fijeza de los puntos cardinales hace de contrapunto a la incansable corrección mágica de su flecha, su éxito estriba en lo elemental de su mecanismo: una flecha con su parte posterior apantallada que gira sobre un eje vertical  indica la dirección de donde proviene el viento. Tiene otras acepciones muy bien traídas y así se aplica como adjetivo a las personas volubles o inconstantes. Recuerdo que mi padre tenía en los frutales una mastina de carácter difícil con ese nombre…
 
El refranero nos advierte que “viento que corre muda veleta pero no la torre” y nos recuerda el mes ventoso por excelencia:
 
“En Marzo la veleta, ni dos días esta quieta”. También la asocia a cualidades femeninas: “Mujer mudanza y fortuna, tres veletas que son una” o “Belleza sin talento, veleta sin viento”...
 
El origen de este invento parece ser mesopotámico y tuvo fama la quimera de torso y cabeza humana con cola de pez que remataba la Torre de los Vientos de Atenas. Representaba al mensajero de las profundidades Tritón que con un pequeño cetro que sostenía en su mano, señalaba la dirección del viento.

Alejandría, para no ser menos, lució en la parte más alta de su faro una estatua de Tolomeo de más de siete metros de altura que “funcionaba como veleta” y los vikingos, que no conocían la brújula de imán, portaban en la parte delantera de sus drakkar unas rudimentarias veletas que les ayudaban a navegar y a localizar la tierra.
A Europa llegó en la Edad Media y es a partir del siglo IX d.C. cuando se hicieron populares las veletas con figura en forma de gallo. El causante de tan longeva moda fue el papa Nicolás I que las instauró en iglesias y monasterios; simbolizaba las tres negaciones de San Pedro y el triunfo de la fe.
 
En castellano veleta y giralda son sinónimos. La más célebre de estas veletas o giraldas es la de Sevilla que dio nombre a la torre sobre la que se instaló. El Giraldillo simboliza la victoria de la fe, representa a una mujer embarazada que vestida con túnica romana  sostiene un escudo en una mano y una palma en la otra. Su autor, Bartolomé Morel la fundió en 1.500 y es la mayor y más bella de nuestras veletas.
 
En Centroamérica, donde se les llama veletas a los molinos de viento, hubo una ciudad que tuvo por muchos años el curioso título de “ciudad de las veletas”.
 
Una borrosa fotografía de la mejicana ciudad de Mérida realizada en 1880 inmortalizó la panorámica de su bosque de torres metálicas que la asemejaba a los campos petrolíferos tejanos con sus derriks .
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Las hélices que hacían girar las bombas que extraían el agua de sus pozos se detuvieron con la llegada del progreso; conducciones eléctricas y agua corriente hicieron que esta ciudad perdiese su bonito y sonoro título para siempre.
 
De niños, las veletas nos servían para afinar la puntería de nuestros tiradores. Las conocíamos bien y sabíamos que en invierno, cuando la de la torre apuntaba a La Lima, anunciaba el aire frío y seco que nos cortaba los labios. A la humilde y remendada veleta del alero de la Fonda de Tristán le gustaba señalar hacia las Madroñeras cuando el viento, cargado de humedad barruntaba temporales. ​
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Y cuando apuntaba el verano, la que adelantaba los vientos solanos y calmazos que llegaban desde la estación, era la coqueta veleta de la entrada de La Cartuja.

​Es curiosa la poca afición a ellas que existe entre los pedroseños y su escaso número, solo recuerdo dos (y ambas siguen girando) una en el caballete que separaba la casa de Víctor Falcón con la del Barroso, dando vista a la calle Ramón y Cajal y la otra la de la casa de mis padres en la calle Castejón; esta lo hace ahora en Las Colonias.
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El  motivo de la primera de ellas es original y representa a un torero en plena suerte dando un pase de pecho a un toro que embiste humillado. El tiempo, que le ha hurtado estoque y capote al torero, no le ha privado de su encanto. ​
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Desconozco quién encargó el artilugio pero si sé por mi padre que las manos que la fabricaron fueron las del herrero Ignacio Espino Moyano, nuestro “Ignacio el del Cañuelo”.
 
Lo recuerdo delgado, menudo, con el pelo gris y de grandes manos siempre tiznadas. Era un hombre extrañamente paciente con los niños que constantemente le importunábamos con nuestros grandes problemas: una cadena de bicicleta rota, una púa de trompo desaparecida o la fabricación de uno de sus productos estrellas: las horquillas de tirador de grueso alambre de acero torsionado.
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Los privilegiados con estas joyas, las lucían al cuello con orgullo, mientras  las nuestras, de humildes acebuches o charnecas viajaban discretamente en nuestros bolsillos. Hombre inteligente y autodidacta tocaba todos los palos. Conservamos en casa una factura de reparación de martillos y agujas de las escopetas de mi abuelo Pepe del año 1954, en el que el membrete de su negocio informaba:
 IGNACIO ESPINO MOYANO
 -TALLER DE HERRERÍA
 -AJUSTE DE ESCOPETAS Y CAJA PARA LAS MISMAS
 -ARREGLO DE ARADOS Y HACHAS

 
Curioso e imaginativo, procuraba soluciones técnicas a problemas insolubles que se debatían en la tertulia de la puerta de su taller, donde no faltaban parroquianos de avanzada edad con mucho tiempo que gastar. Su negocio se extendía por el planazo de la antigua era de la “Huerta de la Noria”, al que subíamos por el callejoncito que estaba entre la casa de Manolo el carpintero y la de Cánovas.
 
Y así para asustar a las reses que desvergonzadas invadían huertos y frutales, fabricó un ruidoso molinillo veleta que utilizando como cuerpo una lata de leche condensada y aprovechando la energía de su hélice daba movimiento a una especie de leva en su interior con una pieza metálica colgante que al girar emitía un tamborileo estridente.
 
Sus detractores achacaban al inventor que solo funcionaba los días de viento y que las reses terminaban acostumbrándose al molesto ruido. Tenían demasiado tiempo libre! En otra ocasión el debate giró sobre la incomodidad de la recolección de los higos chumbos. Aquella noche Ignacio se acostó rumiando su invento y al día siguiente martilleaba y soldaba su nueva invención:
 ¡“El Trincahigos”!.
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El artilugio, empotrado en el final de una vara de castaño tenía dos jaulas semiesféricas que a modo de pinza y obligadas por un fleje se mantenían cerradas. Una cuerda accionaba el extraño artilugio y le hacía abrir las fauces y con el fruto en su interior, un pequeño rebaje en el borde exterior de estas semiesferas hacía de cizalla para cortar el pedúnculo del pinchoso fruto que quedaba aprisionado.
 
En casa conservamos con cariño algunas piezas suyas: una versión original del trincahigos (nos consta que las hubo mejoradas), una bonita veleta que le hizo a mi padre, gran amigo suyo, un calabozo de acero de una grada y una ligera romana de su cuño, que tampoco se le daban mal.
 
Nuestra Iglesia, Ermita del Espino y especialmente La Cartuja siguen luciendo con orgullo sus veletas en pináculos y espadañas. La veleta de la torre se clava en una esfera de piedra encinchada de hierro; su banderola rectangular luce tres ráfagas, terminando la central en una media luna. La flecha la forma una punta simple con dos volutas que le dan rigidez. Su eje es la parte inferior de la cruz de cerrajería con una estrella central adornada con ráfagas. Por la altura de su ubicación mereció un mayor tamaño.
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La Orden Cartuja en su casa de El Pedroso compaginaba silencio, abstinencia, ayunos y rezos con el gobierno de olivares, viñas, huertas y ganado; aunque estaban obligados a conocer bien el entorno y su climatología, parecen excesivas tantas veletas en su casa.
 
Tanto en los motivos de ellas como en el reloj de sol vertical septentrional que mira a la antigua portada de arco que tenían en la Calle de los Cercos, se advierte una más que medida dosis esotérica bajo la simbología cristiana.
 
Todo parece llevar la firma del que fue durante años administrador de esta Casa Granja: Fray Luis Bautista Gómez, hombre ilustrado y matemático reconocido al que la Santa Inquisición miraba con interés por sus extrañas aficiones.
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La ubicación de las veletas no parece caprichosa, se buscaron los puntos cardinales adaptándose a las diferentes alturas de los edificios que conformaban esa Comunidad.
 
Es probable que existiese en la Cartuja un reloj de sol horizontal (quizá disimulado en alguna de las losas de su empiedro) que completara la información horaria durante las restantes estaciones.
Tampoco habría que desechar que existiesen otros relojes de sol verticales (meridiano, oriental y occidental) en algunas de sus muchas fachadas orientadas a diferentes puntos cardinales. ¿Si no hubo reparos con el número de veletas, por qué hacerlo en el caso de los relojes de sol mucho más económicos de instalar?
 
Mirando al Norte, en la entrada principal de la Cartuja, sobre los doce luceros está la primera de sus cuatro veletas; una cruz flechada hace de eje y sobre un orbe calado nos saluda una banderola con unas figuras caladas: una Tau, una mitra y un extraño símbolo que se asemeja al árbol de la vida. La flecha está arriostrada con un bonito e ingenioso lazo.
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La segunda, la que mira al Oeste, está situada sobre el edificio principal. Una peana con azulejería sevillana del XVII la eleva. Aprovecha el vástago sujetado por dos volutas de forja de una cruz flordelisada con potencias en su intersección y con un árbol de la vida inserto. Una representación de una paloma en vuelo hace de banderola a una sencilla flecha.
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La que busca el Este es la que está sobre el palomar que se asoma a la Huerta Cataño. De un pequeño pináculo sobresale un ligero vástago, en su base un pequeño orbe del que arranca una cruz santiaguera que hace de eje de una frágil pantalla en forma de disco con un trébol de seis hojas calado.
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​Mirando al Sur y sobre un original pináculo cilíndrico está la cuarta. Una cruz cuadrangular con potencias le sirve de eje. En su base, sobre una pequeña esfera, aún se sostienen tres piezas de forja (de las cinco que en su día formaron una especie de corona). Su banderola, desgraciadamente perdida, no le quita mérito a una original voluta de forja que sustenta a su flecha.
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La ermita de la Virgen del Espino, luce en su espadaña una muy original. La base de una cruz cuadrangular flordelisada con potencias hace de vástago a la veleta, que luce en su banderola de dos puntas flores de lis pero esta vez caladas.
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Aunque ya no existe la ermita de San Sebastián, si sabemos que su cúpula estaba remataba por una veleta de la Orden de Santiago; la casualidad ha hecho que llegue a nuestras manos.
Por su forja y simpleza se puede situar en el siglo XVI. En la pequeña banderola de dos colas aparece calada una cruz simple que gira sobre el mástil de una cruz santiaguera.
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Son raras las torres de los molinos de prensa de viga que no estén rematadas con una cruz o con una veleta y aunque la lógica nos dice que al menos debió existir uno de este tipo en El Pedroso, no se conserva edificación ni memoria de ello.
Desconocemos cuando desaparecieron estas potentes estructuras ni que fue de sus remates metálicos si los hubo.
 
La Iglesia católica tiene por protectora frente a las tormentas a Santa Bárbara, la razón de ostentar este título la tuvo su padre, que cayó fulminado por un rayo tras degollarla por cristiana.
 
Los otoños ventosos traían nubarrones y truenos, El Pedroso quedaba a oscuras, las calles se despoblaban de niños y en los hogares nuestras abuelas rezaban una “abreviada” de tres estrofas de la larguísima oración a la Santa patrona de mineros y artilleros.
 
 Santa Bárbara bendita,
que en el cielo estás escrita,
con papel y agua bendita,
en el ara de la Cruz.
Pater Noster. Amén, Jesús.
 
Santa Bárbara bendita,
que en el cielo estás escrita,
con papel y agua bendita,
en la hora de la Cruz,
nuestra muerte. Amén, Jesús.
 
 Santa Bárbara bendita,
que en el cielo estás escrita,
con papel y agua bendita.
Ese rayo martillado,
que no caiga en mi tejado,
ni en los pies de mi ganado,
ni en los brazos de la Cruz.
Pater Noster.
Amén, Jesús.
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Decían los mayores que no empezaron a caer rayos en el pueblo hasta que no pusieron el alumbrado. Algo de razón habría pues las “Fábricas de la luz”, sabedoras que su encanto interior provocaba atracciones peligrosas, colocaron pronto tomas de tierra en sus puntos más altos y era rara la tormenta que no les regalase alguno de ellos. Desgraciadamente estos ingenios se perdieron al igual que los edificios que la sustentaban.
 
Los pararrayos intentaron en vano vencer los atávicos miedos de los parroquianos; quizá fuese lo escaso de su número o lo rudimentario de estos primeros artilugios pero la verdad es que raro era el otoño, o el  invierno que algún rayo no destejase algún alero. Por su elevado coste, en El Pedroso eran contados: El del campanario de la torre, el de la casa mi abuela, los dos de las Escuelas de arriba y el de Las Alberquillas, que aunque estaba fuera del pueblo, lo contaremos como urbano.
 
Animaba las tediosas tardes de invierno la noticia de la caída de alguna “chispa” que así llamaban en el pueblo a los rayos. En Las Colonias un mismo año se le coló a Muriel una por el tiro de la chimenea levantándole toda la solería y a la de su vecino, mi padre,  le entró por la veleta y despellejando las vigas de castaño, salió bufando por un muro; en su huida el remitente dejó un agujero ahumado con fuerte olor a azufre, firma clara…
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Me contaba Lolita que la razón por la que a mi padre, hombre de pocos miedos, le causasen algo más que respeto las tormentas venía del pánico que le causaban a mi abuela Marta. Al primer trueno nos alejaba de chimeneas y televisores y alimentaba nuestros temores contándonos historias de piaras de ovejas diezmadas por resguardarse bajo un árbol, de rayos que entraban por la punta de los cuernos de las  vacas retintas o guardas que salvaron milagrosamente sus vidas por llevar calzado de caucho…
 
Recuerdo bien la tarde que estando con él en el coche y con una buena tormenta eléctrica sobre nuestras cabezas, hicimos cobarde romería por Cazalla, Constantina y de nuevo vuelta a El Pedroso. Tengo por seguro que hubiésemos cenado en Cantillana si la tarde no hubiese aclarado.
 
De niño presumía con mis amigos porque mi abuela tenía en su tejado un pararrayos “de los de tridente” y contaba con orgullo que el extremo de sus puntas era de platino, aunque no estaba muy convencido. Años más tarde leí que en los modelos antiguos de algunas de ellos o estaban bañados o eran de una aleación de este metal. Ya mayor también supe que el verdadero nombre de este modelo de pararrayos era “de punta captadora” o “tipo Franklin”. Me duele la tardanza de la llegada de esta información… ¡Lo que hubiera presumido yo!
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El de mi abuela allí sigue, desafiante sobre el caballete, mira a la plaza y parece que los años no pasan por él; de su base sale una gruesa maroma de cable oxidado que enhebrando unas bonitas piezas de hierro con alma de porcelana va recorriendo los tejados buscando el frescor del suelo de los patios.

​El que remataba el pináculo de la torre de la iglesia siempre ha estado de prestado, lo fijaron con bridas de hierro a la bonita cruz. Para que su cable de tierra no entorpeciese el trabajo a la veleta, le habían añadido un tercer brazo blasfemo que sostenía el arco del cable. Yo lo sé bien porque más de una vez subimos por la escalera de hierro que colgaba del interior del pináculo de la torre. Por su portezuela metálica accedíamos al estrecho alero de la torre donde, amparándose en uno de los remates cerámicos, anidaba la cigüeña.

 
En las Escuelas Nuevas había dos, uno a cada extremo del edificio, ambos de tridentes. Todos recordamos aquel recreo que Salvador Ayo trepó por la maroma hasta llegar a la base del pararrayos y al ver el revuelo y que los profesores le llamaban, corrió por toda la cornisa hasta el otro para hacer el camino de vuelta a mayor velocidad! Tras las reformas y adaptaciones de este bonito edificio, estos vetustos tridentes dejaron paso a otros más efectivos y seguros con dispositivo de cebado, pero mucho menos espectaculares.
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El de Las Alberquillas, también del tipo Franklin, lo instalaron los hermanos Latorre y tenía por misión proteger la casona, Don Félix se había dado cuenta que la malla metálica que remataba la pared del frontón atraía de forma peligrosa a las tormentas. Aunque la lógica era que cayesen los rayos en el cercano cableado del telesférico minero, no solía  ocurrir  esto  y  las  causantes  eran  las estructuras de madera sobre los pilares de cal y canto que hacían de aislante eléctrico.
 
POSTDATA
 
Aún no he terminado “Veletas y pararrayos” cuando queriéndome frenar, me saludan felizmente una veleta y un pararrayos ignorados.

Sobre el pináculo de una de las dos chimeneas del “Chalet Rosa” me pide malhumorada y con razón su inclusión en el relato de sus hermanas; disculpándome la fotografío y procedo:
Una  original y sencilla veleta representando a un pavo real es su motivo principal, está acompaña en su base por una jaulilla de volutas y la remata una punta contorsionada con adornos de vueltas. Tiene la particularidad que de sus cuatro puntos cardinales, aunque marcados, solo el norte merece su inicial. 
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Junto a “La Rolava”, y por debajo de la “Huerta Andrea” se construyó esta coqueta casita a finales de los 50.

​El emplazamiento de la casa está escogido por sus vistas y como toda novedad constructiva, llamó poderosamente la atención por su modernidad de formas; su escalera de piedras de granito en la entrada y su cancelín de hierro con arquillo de ladrillos. Por su muy comentado color rosa, pronto se le llamó “el Chalet Rosa“, aunque también los mayores le llamaron “el Chalet del Francés”.


Muy niños entrábamos nerviosos en aquella propiedad abandonada, su aspecto y la abundante vegetación nos atraía, nos llamaba la atención una piscinita cuadrada pegada al edificio que tenía en su fondo unas enormes resistencias eléctricas. Algo alejada de la casa, casi pegando a la alambrada, había una antigua alberca de ladrillo repleta de ranas y salamandras que se mantenía siempre llena por el constante hilillo de agua que caía de un caño de hierro oxidado.

De la pileta de su desagüe, invadida de juncos, salía  medio cegada una tarjea de ladrillos que llevaba en su día el agua a un huertecito con frutales bajo a la casa.

De sus propietarios poco se recuerda y eso en un pueblo como El Pedroso siempre ha gustado. En una fotografía amarillenta “El francés” y su mujer toman vermut con altramuces en el casino mientras sus tímidas hijas juegan en la plaza. La mayor de ellas “Lolín”, ya adolescente, comparte secretos con mi tía Conchita Sáez en los bancos de la Iglesia.

El pararrayos olvidado luce aún sobre el tejado de la nave principal de “los Lucas”, es de tridente (de la misma época y hechura que el de Las Alberquillas y el de la casa de mi abuela). ​
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Aunque en principio su objetivo era salvaguardar la maquinaria que albergaba este complejo pedroseño, casi cien años después sigue haciendo su trabajo y aún recoge alguna chispa que desnortada quizás  más busca los tricornios cercanos que la inexistente maquinaria de su interior. ​

PRÓXIMO:
HUERTAS.
Un entrañable relato que recorre las huertas ya perdidas de El Pedroso, desde el recuerdo de uno de sus más emblemáticos hortelanos y que José Mª Odriozola nos trae como notario fiel.

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PERULEROS.

8/6/2020

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Sevilla era a finales del XV la ciudad más poblada de España, por su situación geográfica privilegiada, puerto fluvial  muy cercano a los de Cádiz y Santa María, va a ser pieza clave en la apertura del Mediterráneo al Atlántico, la que llamarían ruta de poniente.
 
Los genoveses llegaron pronto, colaboraron en su reconquista junto al rey santo y obtuvieron privilegios, como cónsul, aranceles especiales y barrio propio con horno y baños.  Estaban prestos para lo que se estaba avecinando; llevaban dos siglos comerciando con todos los puertos conocidos y a la llegada del mil quinientos estaban preparados. Sería su siglo.
 
En el último tercio de mil cuatrocientos un marino genovés procedente de Portugal, vino a residir en Sevilla durante unos meses; se reunió con representantes de las casas comerciales genovesas, acudió con asiduidad a la antigua mezquita convertida en consulado, a las gradas de la catedral, al convento de San Francisco…
 
A los desconfiados armadores y banqueros no les convencía el proyecto que traía, pero algo más pondría en la balanza para que el florentino Juanotto Berardi al final arriesgase una importante suma, aplicando por supuesto unos jugosos intereses.
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Dos de estos hombres de negocios con los que se relacionó, se ganaron la confianza absoluta del futuro almirante: fueron Francesco Ribarol como guardador de sus libros, escrituras y privilegios y Rafael Cataño como su contador. Este último no lo haría mal, pues continuó en el cargo con su hijo Diego.
 
Aunque Colón jugó bien sus cartas, fue el converso valenciano Luís de Santángel, escribano de ración de la corona de Aragón, el que deshizo el nudo gordiano de la financiación de la empresa colombina al plantear la operación a  tres bandas:
 
Él asumiría la parte que correspondía a la corona, aunque sería su socio el sevillano Francesco Pinelli quién en realidad aportaría algo más de un millón de maravedíes. Dos naves y su flete se lograrían ejecutando una sentencia real que obligaba a la villa de Palos de la Frontera y  para financiar una tercera nave y el resto de los gastos ya se había acordado el préstamo con los banqueros genoveses afincados en Sevilla.
 
Se tienen noticias ciertas de las familias que participaron, los llamados procuratores et negotia fueron los Di Negro, Centurione, Spínola, Doria, Grimaldi, Cattaneo, Rivarolo y los Gherardi.
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Todas estas familias formaban un entramado de factores y armadores que con sede en Génova comerciaban con todos los puertos conocidos, cualquier proyecto mercantil que pudiese ser rentable, ya fuese madera, perlas, caña de azúcar, metales preciosos, especias o esclavos. Allí estaban ellos para hacer negocio; el adagio “Genuiensis ergo mercator” era más una declaración de intenciones que una definición.
 
Pedro nació en el seno de una de estas familias. Consiguió, pese a la azarosa vida que tuvo, llegar a la vejez, y si tenemos en cuenta los capitales que manejó, no muy rico. Su hermano Jorge, estaba considerado como uno de los comerciantes más ricos de Sevilla, tanto que en entre 1553 y 1558, sufrió la requisa de más de 10 millones de maravedís en oro de la flota de indias.
 
Tras estos atropellos regios, Jorge tuvo que arriesgar en sus negocios, pues a cambio de su oro, la corona le compensó con innegociables Juros y privilegios a muy bajo interés y más largo plazo.
 
La mala fortuna hizo que barcos con sus mercaderías que barloventeaban en las Bahamas no aguantaran el tornaviaje. Cinco años después, terminaron subastados sus bienes en la calle de las gradas, la que está junto a la catedral, allí donde tantas veces causaron admiración sus tratos por cantidades desorbitadas.
 
Estos y otros contratiempos trajeron mudanzas y muchos de estos mercaderes, barruntando cambios, comenzaron a mudar de estado; adquirieron huertas, sementeras, viñas y olivares en el Aljarafe y sierra Morena.
 
En la familia de Pedro, el espíritu mercantil se había debilitado antes: su padre Diego se castellanizó al casar con Guiomar Ponce de León y a su hijo le podía más su media sangre española, más propensa a las armas, que la otra media genovesa. Ayudaba y no poco el vivir en la ciudad por donde entraba y salía  toda la locura de la conquista americana.
 
Por el Arenal salían muchos aventureros y aunque volvían muy pocos, regresaban ricos y honrados; por allí desfiló Alonso de Ojeda a su vuelta con un séquito de indios desnudos y coloridos pájaros…contaban fabulosas historias de caníbales antillanos, de ejércitos de caribes flecheros con ponzoña. Y Pedro, casi un niño aún, soñaba con vivir esta aventura.
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Pocos años después el capitán extremeño Hernando de Soto con la bandera alzada junto a la Puerta Real, estaba reclutando gente para la Armada de Castilla del Oro, la flota de veinte naves que Pedrarías Dávila preparaba para la conquista de Panamá.
 
Pedro de Cataño y su primo Hernán Ponce de León intentaron unirse, pero su aspecto aniñado delataba sus edades. Sin amilanarse buscaron padrinos y así acudieron a su tío abuelo Francisco Cataño, financiador del primer viaje de Colón y también a Juan Ponce de León, paje de Fernando el Católico en la corte de Juan II, el que acompañó a Colón en el segundo viaje; y como no al Procurador Mayor de Sevilla Rodrigo Cataño. Pero las sensatas respuestas no gustaron a los dos adolescentes.
 
Viajaron a Lebrija buscando recomendaciones de sus familiares los Cataño de Aragón, los emparentados con la noble casa de Arcos e Incluso importunaron a Américo Vespucci, primer piloto en la Casa de Contratación, recordándole que su  muy cercano pariente, Marco, estaba casado en Florencia con la bella Simonetta Cattánneo, la guapa oficial de la familia y del Renacimiento. Tanto insistieron los primos Pedro y Hernán, que al final lograron ser admitidos en la flota como caballeros de la hueste de Soto.
 
Desde su llegada al puerto de Santa María de la Antigua del Darién combatieron los dos primos casi a diario bajo las órdenes de Soto; en Nicaragua conocieron a dos experimentados Pizarro y Almagro que ya apuntaban maneras.
 
Meses más tarde, necesitando Pizarro más gente en la conquista del reino del Birú, mandó a su socio Almagro para que negociase con Soto la recluta de una hueste, la que se llamaría la “Leva de Panamá”, para unirse como refuerzo a los combates que sostenía la cansada hueste de Pizarro a lo largo de la costa peruana. En ella aparece Pedro de Cataño como tropa de a caballo y también, se pierde la pista para siempre a su primo Hernán Ponce.
 
Desde la isla de la Puná, por los arenales de Sechura, Lambayeque, Silán, Chira hasta Piura no descansaron de batallar; subieron a la sierra por invitación del Inca pero al llegar a Cajamarca, vieron las montañas cercanas llenas de miles de guerreros. El Inca los había alejado de la costa y hábilmente los había atraído hasta una emboscada de imposible huida a muchas jornadas de la costa.
 
Al Inca le perdió querer capturar vivos a los españoles; estaba alucinado con los caballos y las armas metálicas, las quería a cualquier precio al igual que a algunos cristianos que castraría para su servicio. Los demás serían sacrificados exceptuando a tres con habilidades especiales: al herrero, al domador de las extrañas bestias y al brujo, que llamaban barbero, ese que sanaba dolores y rejuvenecía a los viejos quitándoles los pelos de la cara.
 
Garcilaso de la Vega nos cuenta que este Pedro de Cataño, junto a su capitán Hernando de Soto, fueron los primeros en salir a lomos de sus enloquecidos caballos en la plaza de Cajamarca, antes incluso que Pedro de Candía disparase el falconete, que era la señal convenida para que saliesen todos a una.


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Pedro aparece en el fabuloso reparto del tesoro, como integrante de las tropas de caballería, recibiendo trescientos sesenta y dos marcos de plata y ocho mil ochocientos ochenta pesos de oro.
 
Cuenta también este mismo autor que tras la captura del emperador, aun estando preso y con la suerte decidida, jugaba con la codicia de unos y otros. No contaba con las tensiones provocadas por la gente de Almagro y la inquina del cura Valverde que lo veía como un diablo incestuoso. Rumores interesados de que el general Calcuchima se encontraba cerca con tropas, precipitaron la salida de la caballería y con ella a sus únicos defensores: Hernando Pizarro y Soto.
 
Al Inca, durante su cautiverio, le gustaba conversar con ambos capitanes por ser los más cultos y a menudo se hacía acompañar por el paje Pedro Cataño con el que jugaba al ajedrez y al chito. Cataño, en ausencia de los dos Hernandos, había quedado con el encargo personal de Soto de responder con su vida de la seguridad del Inca. 
Al ver la inminencia del juicio y para ganar algo de tiempo, recurrió a un legalismo del derecho 

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castellano; hizo un requerimiento formal para evitar la muerte de Atahualpa.
El destinatario del requerimiento, como jefe de la hueste y gobernador, era Francisco Pizarro. Este acto se consideraba desacato e insubordinación, por las formas algo insolentes de un joven Cataño, ordenó Pizarro su inmediata detención y encarcelamiento. Cataño fue reducido, encadenado y recluido en prisión, al oponerse con sus armas.
 
Con Pedro preso, el requerimiento seguía manteniendo su valor judicial que imposibilitaba la sentencia. Para resolver el entuerto Almagro medió y Cataño volvió a negarse; solo cedió ante la promesa de Pizarro que respetaría la vida del emperador. Tras el juicio y al ser condenado el Inca a morir en la hoguera como infiel, intentó en vano Valverde su conversión y según las Crónicas al único que aceptó recibir cuando le fue comunicada la condena, fue a Cataño.


En sus últimas horas  el inca conversó con él sobre algunos puntos de la religión cristiana, especialmente se interesó en cómo enterraban a los cristianos. Poco antes de su ajusticiamiento pidió bautismo, no por miedo a una muerte cruel ni por adoptar la nueva religión, todo apunta a que fue una maniobra para que su malqui se conservase íntegro y así poder ser enterrado según sus ritos y vivir eternamente.
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A la vuelta de los escuadrones de Soto y Hernando Pizarro, le pidieron la libertad de Cataño al gobernador y le fue concedida. Pizarro disimuló la osadía por la juventud de su joven oficial de caballería, además de no poder desairar a sus dos mejores capitanes.
 
Al poco tiempo, Soto y su gente recibieron un escarmiento camino de Cuzco; en el áspero paso del  Apurimac, cerca de Tarma. La culpa fue de Soto, que con el ansia de llegar el primero y lograr un nuevo tesoro, apresuró en exceso la marcha descuidando la retaguardia. De estos combates le quedó el recuerdo de una cojera de por vida a Pedro. La culpable fue una saeta que le atravesó el muslo limpiamente y pasando la montura, hirió a su caballo.
 
Aquel día Almagro salvó a la mitad de la caballería castellana. Tras la conquista del Cuzco, Soto y su gente, hartos de tantas banderías y presintiendo las futuras guerras civiles entre los conquistadores, volvieron a España con sus bolsas cargadas de oro y plata y su mente puesta en una nueva conquista más al norte.
 
Recién llegado a España, en mil quinientos treinta y seis Hernando de Soto se casa en Sevilla con Isabel de Bobadilla, la hija de Pedrarías Dávila. En los fastuosos festejos un joven Pedro Cataño, famoso capitán de caballería y de cuantiosa fortuna, fue el galán más solicitado; la más guapa de todas, Catalina de Monsalve, fue la que le robó el corazón al conquistador.
 
A las pocas semanas Soto empeñó hasta el último maravedí de su fabulosa fortuna preparando la expedición para la conquista de la Florida; requirió a su buen amigo Pedro Cataño para la nueva aventura, pero esta vez Pedro no siguió a su capitán. De haberlo hecho seguro que descansaría junto a él en las profundidades del Gran Rio, que es como bautizaron los hombres de Soto al rio Misissipi.
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Pedro, quedó en Sevilla, retornó a la familia Cataño y a su oficio genovés, en su madurez  se dedicó de lleno al comercio con la América que había ayudado a conquistar, se enriqueció y también perdió como en aquella operación comercial, en la que con más nostalgia que espíritu mercantil, fue fiador de Pedro de Mendoza en su fracasada expedición al Rio de la plata. Le costó parte de su capital, y como años antes a su hermano, le fue puesta en subasta una casa que tenía en la colación de San Martin.
 
En la Sevilla de entonces fue todo un personaje; caballero veinticuatro, Jurado de la colación de San Juan de la Palma, tuvo la concesión real de las muy rentables almonedas del jabón; no había acto importante en el que no se hallase.
 
El emperador le honró con un escudo de armas, tuvo hijos… Al envejecer, quizá con algunas cosillas pendientes para el eterno descanso de su alma, se hizo beatón, ayudó a menesterosos y fundó, junto a su familia materna, una capellanía con la que financió los gastos de un bonito retablo, que aguantó varios siglos hasta que guerras civiles, franceses, desamortizaciones y sacristanes sacrílegos lo menguaron hasta su total desaparición.
 
En los archivos  Arzobispales  aún se conserva el documento, primorosamente cosido con hilos de seda coloreados de su capellanía y en lenguaje de la época nos recuerda los compromisos de donaciones de arrobas de aceite para las lámparas, de libras de cera para velas, de responsos eternos y misas cantadas.
 
Dando vista al Arenal y sentados en unos sillares, que seguían esperando su colocación, conversaban dos hombres cargados de años; el más delgado, leía apasionadamente y pasaba torpemente las hojas.
 
-“En nombre de Dios amén. Muy magníficos Señores, yo soy Pedro de Cataño y Ponce de León, hidalgo español, capitán de a caballo de su majestad Carlos I, emperador del mundo. Uní mi suerte al capitán Don Hernando de Soto en la conquista del Birú. Escribo estas líneas para descarga de mi conciencia y para que no se olviden aquellos hechos donde muy pocos pudimos mucho. Servimos a Dios y a nuestro Rey y aunque  fuimos codiciosos, lo fuimos de honra, que el oro solo fue nuestro estímulo…”
 
Pedro de Halcón, el destinatario de la perorata, le miraba con socarronería; este cazallero era el único que quedaba vivo de los de la isla del Gallo, de aquellos que prefirieron el hambre a desistir de su proyecto.
 
-“Nunca cambiarás Cataño, todo aquello pasó y la historia la escriben plumas a sueldo de los Pizarro, que con el oro todo se compra. Descansa y dedícate a ver crecer a tus nietos”.
 
Halcón recordaba emocionado como su general arengó a los hambrientos españoles aquel día: “Por este lado se va a Panamá a ser pobres, por este otro al Perú a ser ricos; escoja el que fuere buen castellano lo que más bien le estuviere”…recordaba como la punta de su espada marcó una línea en la arena de la playa y en el destino de tantos hombres y donde le oyeron decir aquello que tanto repetiría Pizarro en los momentos difíciles: “no olvidéis que sois españoles”.
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“Te digo en verdad, Cataño, que todos queríamos volver a Panamá. Estábamos hartos de comer cueros de botas y las cabalgaduras; soñábamos con las tortas de maíz y las mujeres.
 
En aquella desierta isla y con los barcos esperando en la playa, fue muy duro, tanto que solo trece fuimos los locos que nos atrevimos. Allí nos quedamos a luchar junto a Pizarro y también a pasar más hambre en la cercana isla de La Gorgona. Después vendría el oro, los reconocimientos, nos llamaron "los trece de la fama" a unos los hicieron hidalgos y a los que ya lo eran, caballeros de la espuela dorada…
 
Después llegasteis vosotros, los de Soto; ¡qué bien combatimos juntos!, sufrimos hambre y sed en los arenales, pero les enseñamos quienes éramos y a temernos, también pasamos miedo como nunca creímos que lo pudiese pasar un español.
 
-¿Te acuerdas de la larga noche de San Eugenio en Cajamarca? Pero a cambio, Cataño, ¡Como nos impresionó la inmensidad de aquel reino y las riquezas sin fin!.
No debimos volver. ¿”No te preguntas algunas noches cómo hubiese sido todo si nos hubiésemos quedado”?
 
Bastantes siglos después, en unas obras realizadas en la sevillana Iglesia de San Vicente, aparecieron entre los escombros varios trozos de deslucido mármol blanco; en ellos se leía una fecha incompleta bajo lo que parecía un escudo en desgastados caracteres y algunas partes de un nombre:
 
El nombre era Pedro de Cataño y Ponce de León y el escudo de armas era el mismo que lucía en el sello de oro indiano; aquel que ya viejo procuraba mostrar en su dedo meñique. La fecha, probablemente, mil quinientos noventa y poco.
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De todo esto ya no queda ni el recuerdo, todo parecería fábula si no fuese por unos desgastados legajos que se custodian en el Archivo General de Indias; uno de ellos es la relación escrita por Pedro de Cataño de los hechos acontecidos en Cajamarca (al final no le hizo caso a su buen amigo Halcón) y el otro es una Real Provisión firmada por la emperatriz Isabel de Portugal concediendo a Pedro de Cataño lo que más estimó en vida: su escudo de armas.

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OLIVAR DE MIS OLIVARES. 2ª parte

6/6/2020

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De los Cattaneo genoveses a los Cataño pedroseños.
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Y por aquí viene la cosa. Los Cattaneo o Cataño, una de estas prolíficas familias genovesas afincadas en el sur de la península, se habían asentado en estas tierras tras la reconquista. Pronto adquirieron predios rústicos que pusieron en producción en Sevilla y Jerez al principio y posteriormente en las poblaciones cercanas. En los archivos de protocolos se conserva abundante documentación de los actos jurídicos de estos genoveses que al igual que sus nombres y apellidos, se castellanizaban con el paso del tiempo.

En Jerez, fue Jacoppo Cattáneo, en el Puerto de Santa María los hermanos Visconte y Leonardo Cattáneo; en Sanlúcar y Lebrija son varias generaciones de los Cataño de Aragón entre los que destacaban los hermanos Lorenzo, Francisco y Cristóbal. Aguas arriba, Pedro Cataño Alonso aparece como propietario de olivares en Benacazón y en Palomares Diego Cataño llegó a ser un rico hacendado de viñas y olivar.

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Fernando Cataño, para logar la canongía de una capilla en la catedral de Sevilla en 1478, tuvo que aportar una heredad familiar en el pueblo de Camas consistente en “casa principal con su cortinal e con sus palacios e corral e molino de moler aceite nuevo con sus aparejos e mas ciento e veynte aranzadas de olivar, poco más o menos, e con ciertas otras tierras calmas”. Curiosamente, esta misma capilla de San Antonio, se nombraba hasta bien entrado el siglo XVIII como “Capilla de los Cataños”.
En Mil quinientos, el muy poderoso jurado y Procurador Mayor de Sevilla Rodrigo Cataño tuvo en Mairenilla abundantes “tierras de olivar de pan sembrar y viña”. Muchos de los nombres de estos pagos aún se conservan: “Buenavista”, “Albenquilla”, “El Mármol”, “La Longueruela”, “El Valverdejo”, “La Catona”, “La Muleta”, “Bienvenida”… Estas suertes de tierra, al igual que su hacienda y molino la heredaron su hijo Rodrigo Cataño y posteriormente su nieto Jorge que complementó el negocio con una nao de nombre “Santa Catalina” con la que mercaba sus productos agrícolas.  

A mediados de mil quinientos constan en la población de Aznalcázar Francisco, Jorge y Juan Cataño Ponce de León como propietarios de haciendas de olivar. En Camas, a orillas del Guadalquivir, los Mendoza Cataño serían los que cultivarían sus magníficas tierras de regadío.

El muy poderoso comerciante Diego Cataño tuvo a finales del S XVI propiedades agrícolas en Lora del Río, Guadajoz y Palma del Rio. Y para no cansar diremos que en Alcalá del Rio también tuvieron miembros de esta familia ricas tierras; y prueba de ello es que aún se conserva el nombre de un antiguo pago de regadío cercano al río: “…e el donadío e tierras que dicen de Cataño, que es donadío cerrado. El cual es el término de la ciudad de Sevilla e alcanza término de Alcalá del Río”.


El negocio con las nuevas tierras descubiertas era mucho y los altos precios de las tierras hicieron que varias ramas familiares de estos genoveses (y entre ellos los Cataño) volviesen sus ojos a una zona más alejada: la aislada Sierra Morena.
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En los embarcaderos de Palma del Rio se cargaban las barcazas que bajaban hasta el puerto de Sevilla. Ya en mil quinientos Diego Cataño aparece como Regidor del Hospital de San Sebastián y como dueño de una casa con hornos y baño en La Puebla de los Infantes. 
Pronto llegarán hasta Constantina y será a finales de mil quinientos. Juan Cataño de Carranza y su mujer, Beatriz de Cabrera y Abreu tendrán a su primera hija, María de Cataño y Carranza ya en Constantina. 
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Allí vivieron sus cuatro generaciones posteriores, dedicadas a la agricultura olivarera y vinícola y a su comercio hasta mediados del siglo XVIII. Es con la Ilustración cuando llega un nuevo impulso al olivar y al viñedo; con esta bonanza económica se roturarán nuevos terrenos para su implantación.

En mil setecientos cuarenta y cuatro, procedente de Constantina, llega a El Pedroso un tataranieto de María  Cataño Carranza, se llamaba Timoteo Cataño.  Al poco se casó con la pedroseña Ana del Real y Ponce; sabemos por su testamento que adquirió propiedades rústicas, entre ellas “La Argamasilla”, que los documentos de la época la describen como una suerte de olivar. 

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Prolíficos como buenos descendientes de genoveses sabemos que vinieron otros
muchos y por nuestro árbol genealógico conocemos a su hijo Manuel Sancho, a su nieto Antonio, a su biznieto Eduardo, a los primos que se casaron Loreto y Antonio María, a Dolores y a mi abuela Marta Ruiz Cataño.
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Todos ellos se dedicaron a la tierra, principalmente al olivar y al ganado; aunque
se ha perdido muchísima documentación, intentamos reconstruir sus vidas a través de la poca información a la que podemos acceder. Aunque conocemos su triste fin, desconocemos el momento y las circunstancias en las que la antigua huerta de
los cartujos pasó a llamarse “Huerta Cataño”. Sabemos que la mitad de sus tierras estaban dedicadas a labor y se conservan casi sin variación. La otra mitad, (separada por el “Arroyo Hondo” que nacía en la "Alcalagua" y que daba agua a la alberca redonda), era toda de olivares y es posible que tuviese por linde

el arroyo del Cuquillo; aunque es difícil recomponerla.
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De esta idealizada Huerta Cataño conservamos algunas fotos: “Papa Antonio” ya
anciano leyendo un ejemplar atrasado de La Gaceta de Madrid en un modesto saloncito de azulejos sevillanos y lámpara modernista.
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En otra está sentado en un banco de porrilla en uno de los idílicos paseos abrumado de palmeras y abundante vegetación de la Huerta. De su mujer, “Mamá Loreto” solo
conservamos un retrato suyo, ya anciana y viuda que nos sigue contemplando con
tristeza
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Otras muy buenas y alegres como aquellas en el patio de la buganvilia con los hermanos Latorre y aquel estrafalario ingeniero chino o la más conocida de mi bisabuelo Eduardo con sus hijas y su sobrina con canotier y ellas, niñas aún, con sombrillas de señoritas. ​
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Desgraciadamente se han perdido muchas otras de las visitas de los Gallos y su madre “La Gabriela”, de José Guerra, de las reuniones de la numerosa familia y otras de las que no tenemos noticia…, aun conservamos una postal de los toreros Curro y Reyes Posadas desde Suiza mandándoles muchos recuerdos a las señoritas Ruiz Cataño.
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Varios pedregales con abundantes palmitos dieron nombre a estos terrenos ganados al monte en las faldas de Monteagudo. Este pago de “Palmilla”, se desmontó en magníficos garrotales hasta el mismo molino de abajo. En su centro, de profundo suelo y abundante agua, se labraron casa, noria y alberca hace muchos años, aún siguen en pie y aún se sigue llamando “Huerta del Granadal”.
Varias ramas de la familia pusieron allí sus ojos y mantuvieron durante generaciones sus olivares en esta zona privilegiada donde la vecería tenía fama de ser generosa. ​
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Estos Cataño y sus muchos descendientes tuvieron también numerosos olivares, en otros pagos más cercanos: el de los Cercos, el del
Patronato y el del Castaño, aunque quizá el mejor olivar que disfrutaron y que en su día consideraron la joya de la familia fue “Quintanilla la alta”.

Esta finca, a caballo entre los términos de Cazalla y El Pedroso, tuvo en su día algo más de doscientas cincuenta aranzadas de buen olivar; en la documentación antigua aparece como “suerte de olivar al sitio de Quintanilla Alta”. La alegraban varias cañadas frescas con arroyos como el del Galeón, sombreados de olmos y siempre abundante de ruiseñores y oropéndolas o la cañada del abuelo, más
escasa de agua y arboleda, pero preferida de perdices y liebres.
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A pesar de los muchos años de abandono y dueños compartidos, se sigue enseñoreando su cortijo, aunque ocultando con vergüenza sus derrumbes y goteras tras un cerco de alcornoques y encinas. Llegamos a él dejando el Azulaque por un estrecho camino entre alcornoques que parece pasar revista
militar a los bien alineados olivares, tras un recodo y sobre una inmensa era nos
aparece en un alto.

Es un cortijo viejo y parece saberlo, la escasa altura de su tejado a dos aguas y sus escasas ventanas la defienden de los vientos invernales y de los calores estivales. La puerta, orientada a medio día y su inmensa chimenea nos cuentan que siempre fue un cortijo fresco en verano, pero frío en invierno. A escasos metros del cortijo estaba la desaparecida casa del mulero, pequeña y confortable con su buen establo cubierto pareado a un lado y un gran corralón de cercado de piedra en el que había sitio para un pequeño huerto junto a la pocilga y a la
corraleta para las cabras.

Los descendientes de esta familia son muchos y con solo arañar un poco la superficie aparecen muchos recuerdos, documentos, fotos, la memoria familiar olvidada… Se ha perdido mucho, pero se puede recuperar algo y así mientras tanto podemos imaginar a Eduardo Cataño Marín, sentado bajo la buganvilla de la Huerta junto a su mujer Dolores Alejos disfrutando de aquella tarde de primavera mientras le enseña orgulloso a su primo Antonio el libreto del Concejo Provincial de Agricultura, Industria y Comercio de la Provincia de Sevilla.

No era para menos pues, aunque la imprenta “El Mercantil Sevillano” la había mandado por correo certificado en aquel mes de abril de 1885, hacía ya algunos años que sus vacas retintas lucían en el anca izquierda la “C” de su hierro antes que ningún otro. 
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Eduardo había tenido que gastarse treinta duros de plata entre abogados, procuradores y desplazamientos primero al juzgado de Cazalla de la Sierra y posteriormente al de Sevilla para que le reconociesen la legitimidad de su hierro por tener mayor antigüedad.
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Su molesto paisano Cayetano Cabrera, tendría que herrar a partir de ahora con el
hierro de la B; hierro que por cierto siempre usó su padre Bernardo y que por molestar no había querido usar él. Al tacaño Eduardo Cataño le había dolido desprenderse de los “patilludos”, pero ahora disfrutaba del momento y si cuajaba el esquimo de Quintanilla como Dios manda, la primavera remataba bien las yerbas de Navalázaro y las hembras de La Jarosa parían…
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OLIVARES DE MIS OLIVARES. 1ª parte

6/6/2020

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De Roma llegaron el Patronato y Quintanilla a El Pedroso y desde Génova otros vendrán...

En la antigua Roma la colonización no solo fue un medio para proveer tierras a las clases desfavorecidas; este sistema premiaba con tierras a sus soldados veteranos asegurando de paso las posiciones militares en los rincones de su imperio. El proceso de fundación, cargado de solemnidad, estaba presidido por tres miembros que continuaban después como patroni. Patrono se le llamaba también al que había dado libertad a un esclavo, que pasaba a tener sobre él derecho de patronato.
En el sur de Hispania, estas colonias tenían como función principal aprovisionar de harina, aceite y vino a las villas más cercanas. Los nuevos colonos aportaban al estado unos tributos anuales llamados vectigales, que suponían la quinta parte de los frutos  obtenidos; en los que se incluían también las crías de los animales domésticos. 
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Con el paso del tiempo el término “quinta” pasó a definir al predio rústico donde se cultivaba y siglos más tarde, se denominarían quintas a las fracciones de terreno que los adelantados (como representantes de la corona), adjudicaban a los nuevos vecinos a los que se les llamó quinteros.
Es probable que los olivares más antiguos del término se encuentren en las faldas de los cerros San Cristóbal y La Lima. Por el antiguo camino de los Agustinos, a algo más de una legua de El Pedroso existen dos pagos limítrofes que llevan por curiosos nombres “El Patronato” y “Quintanilla”. Su orientación al mediodía y el frescor de su subsuelo, compensan la escasa calidad de sus tierras. Sus viejos olivos nos distraen ocultando su historia, aunque de vez en cuando, de entre sus raíces se escapan algunos restos de cerámica que nos dan algunas pistas…
En la linde entre ambos pagos, muy cerca de la desaparecida Fuente del Tilo, tuvo mi padre un pequeño olivar que trasformó con frutales hace más de cincuenta años. Aquel enclave que aún lleva por nombre el Valle del Nogal, escondía en sus entrañas algo más que buena tierra y un pequeño afloramiento de agua.
Que fue un asentamiento habitado desde muy antiguo dan cumplida muestra las piezas paleolíticas que encontró mi padre allí. Una tarde, laboreando con el pequeño tractor frutero levantó casualmente unas lascas de pizarras alineadas y bajo ellas, hecha añicos, los restos de una pequeña vasija de barro mal cocido.; recuerdo, aunque era muy niño, cómo, a medida que mis padres pegaban sus trozos, nos contaban su historia; nuestra propia historia. Aunque de material tosco, aquella jarrita panzuda de elegantes asas nos hablaba de sus claras influencias ibero-romanas, visigodas e islámicas, todo un crisol cultural.

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Algunos siglos después, en el siglo XIII, los genoveses, participaron junto a San Fernando en la reconquista cristiana y por ello lograron exenciones aduaneras y un amparo especial para exportar aceite, vino, cereales y metales (especialmente para el mercurio procedente de Almadén). Con su buen hacer consiguieron que posteriores reyes les mantuvieran sus privilegios y como buenos mercaderes ​
mediterráneos supieron aprovechar el potencial del puerto de Sevilla que había pasado a ser nudo de las tres vías marítimas conocidas: la mediterránea, la del mar del norte y ahora la atlántica.
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El descubrimiento de América revolucionó el comercio modificando sus rutas tradicionales. El importante comercio de aceite y vino con las Indias consolidó la importancia que ya tenían olivares y viñedos en las tierras del Reino de Sevilla.  Se plantaron garrotales y majuelos y junto a ellos se edificaron multitud de pequeños ingenios para extraer aceite y vino. Aún quedan en pié, ya sin vida y destinados a otros usos, algunos de aquellos lagares y almazaras. Aunque sus gruesos muros siguen guardando los restos de sus ingenios mecánicos y sus tinajas empotradas, el tiempo les ha hecho perder parte de su alma y ya no huelen ni a orujo ni a mosto.

A mediados del siglo XV los comerciantes genoveses afincados en Sevilla habían logrado acaparar casi en exclusividad el comercio del aceite de oliva y los no menos importantes subproductos que se destinaban a la fabricación del jabón. Así aparece documentación de fechas cercanas al mil quinientos diez en la que Leonardo Cataño consta como arrendador de las almonas de jabonería y pesca de sábalos de la ciudad de Sevilla.

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Jugaban con ventaja al contar con la inestimable ayuda de sus barcos, que comerciaban con todo el mundo conocido. Era común verlos en los puertos de Génova, Amberes, Róterdam, Hamburgo, Londres y  Quíos; de donde las naves genovesas hacían el tornaviaje cargadas de la apreciada almáciga isleña.

Los beneficios comerciales aguzaron ingenios e hicieron que muchas tierras de labor de ambas márgenes del Guadalquivir se transformasen en poco tiempo en rentables olivares y viñedos. Los terrenos multiplicaron su valor, muy especialmente La Vega y el Aljarafe sevillano. Las tierras cercanas al rio, aquellas donde se podía con poco esfuerzo embarcar las mercancías (y de paso burlar a los funcionarios de la Casa de Contratación), alcanzaron valores impensables hasta entonces.


En 1675 decía Jacques Savary en su obra El comerciante perfecto: “Si hay un lugar en el globo donde se vislumbre alguna posibilidad de ganancia, podéis estar seguros de encontrar allí a un genovés”. Para no desmentirle existe constancia documental que durante los siglos XV, XVI, XVII y XVIII aparecen en los padrones de poblaciones cercanas al rio Guadalquivir multitud de familias genovesas que además de dedicarse al comercio, adquirieron predios dedicados a la producción agrícola y así aparecen apellidos como Pinelo, Grimaldi, Spínola, Sopranis, Di Negro, Verde y Cattaneo.

Y por aquí viene la cosa. Los Cattaneo o Cataño, una de estas prolíficas familias
genovesas afincadas en el sur de la península...
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De los Cattaneo genoveses a los Cataño pedroseños.
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