José Mª Odriozola Sáez Contaba María Josefa que Cádiz fue siempre un gran puerto y la entrada natural de las mercancías americanas. Esta riqueza hizo prosperar a muchos comerciantes afincados allí, sobre todo a los llamados cargadores a indias. Los bisabuelos lo eran por ambas ramas desde hacía varias generaciones tanto por Iraola como por Beyens. Antonio Francisco Iraola mantenía el orgullo de los guipuzcoanos de Azpeitia y su mujer, la bisabuela María, presumía de su alta alcurnia flamenca por doble vía: Beyens y Beyens! La fachada de su casa de Sanlúcar de Barrameda, doblemente blasonada, exhibía tallados en gruesas losas de arenisca dos leones luchando sobre flores de lis por los Iraola y uno rampante sobre campo de sable por los Beyens. En el pequeño salón de Quintanilla, con las ventanas abiertas, charlaban las dos hermanas con José Luís y Eugenio. Ellos, desconocedores de muchos detalles, preguntaban intentando hacerse una idea más clara de las razones que llevaron a los bisabuelos a este apartado cortijo de la sierra. Esa noche, a la luz antigua de varios quinqués de mesa cenaban con sus hijos. Sabían que al día siguiente tendrían que recoger los pocos objetos personales que las acompañarían de vuelta. Poco quedaba: algunas fotos de ellas niñas jugando, de los abuelos Nicolás y Mª Josefa y hasta una de gran tamaño coloreada de los bisabuelos Antonio y María. El frescor de la noche, la paz del campo y el grillar lejano parecían ayudar a hacer memoria de todo aquel mare-magnum que trajo a la familia aquí... Comentaban Carmen y María Josefa con sus hijos que el desnortado siglo XIX arrancó, como siempre, con los españoles divididos y matándose. Esta vez se llamaron liberales y absolutistas, unos pagados por Francia y otros mejor aún por Inglaterra. Todos queriendo reformar a su modo y conveniencia a una España destruida, con sus posesiones americanas desmembrándose y con otra guerra civil (Carlista esta vez), en marcha. En la familia Iraola presumían que llevaban la política en la sangre y no les faltaba razón. Ya en las Cortes de Burgos de mil trescientos cincuenta y cuatro, uno de los suyos fue Procurador por la ciudad de San Sebastián. Aunque había llovido mucho desde Juan Martínez de Iraola, sus descendientes mantenían la tradición. ¿Cómo no estar en política en la época más convulsa de nuestra historia y en la ciudad, centro de muchas de las intrigas del ochocientos? El bisabuelo Antonio Francisco lo vivió casi todo: el desastre de Trafalgar, la invasión francesa, el sitio de Cádiz, la vuelta de Fernando VII, el Trienio Liberal, varios pronunciamientos, y las tres Guerras Carlistas... Antonio fue liberal y masón al igual que lo fueron todos los ricos comerciantes gaditanos del XIX. En su madurez, siendo Regidor, Síndico y licenciado, ya con esposa e hijos sufrió las iras del infame Fernando VII. El haber Participado junto a su primo, el escritor, poeta y diputado en las Cortes de Cádiz José Iraola, en la redacción de la Constitución del doce era pecado grave. No le gustaba comentar lo que supo de la conjura del coronel Riego, pero afirmaba malhumorado que todos participaron en las conspiraciones de aquellos años: la aristocracia, la Iglesia, los jefes y mandos militares y por supuesto, la mayoría de la sociedad civil. Seguro que en sus visitas de aquellos convulsos días al hervidero de “La casa de Istúriz”, conocería, (quizá con otros nombres), a Tomás Antonio Lezica, a Andrés Arquivel y a Puyrredón, hermanos de las logias americanas y también al banquero gibraltareño Benoltas, todos ellos del Soberano Capítulo. Sí recordaba bien cuando su primo, José Iraola, le presentó a Juan Álvarez Mendizábal. Comerciante gaditano como ellos, llegó a ser ministro de hacienda y a ocupar cargos importantes en Madrid. Nunca le gustó, no fue claro ni en su vida ni en sus negocios. ¡Ni siquiera lo fue con su apellido! Aunque presumió de anticlerical, todos supieron que sus restos descansaron en la iglesia del Rosario de Cádiz. Sus hermanos del “Taller Sublime” lo expulsaron post mortem de la Logia tras saber que en su extremaunción se arrepintió de haber dañado a la Santa Madre Iglesia y que pidió ser enterrado en suelo santo. Allí, junto a la antigua pila bautismal donde le bautizaron con su verdadero apellido, Juan Álvarez Méndez sigue esperando su juicio... Recordaba el bisabuelo que todos se conjuraron para evitar el envío de tropas a los virreinatos desde la península y lograron lo impensable: Un inmenso cuerpo expedicionario de veinte mil infantes y mil quinientos jinetes con el tren de material e impedimenta con destino a la América española que estaba concentrado en la Bahía de Cádiz se sublevó en armas contra su rey. La bisabuela contaba que, a su marido ya anciano, le dolía admitir que Inglaterra los había utilizado, que le habían hecho el juego por desconocer el fondo de la insurrección. Antonio maldecía aquellas banderas de fraternidades bajo las que sirvió en su lucha contra el absolutismo fernandino. El nefasto siglo avanzaba a golpe de péndulo y tras aquel desastre vino el Trienio Liberal y después, como no teníamos bastante con lo nuestro, vinieron otra vez los franceses en número de cien mil hijos de...San Luís y vuelta al absolutismo y otra vez a matarnos. Años convulsos que obligaron a muchos, tanto absolutistas como liberales, a huir a Francia e Inglaterra, de donde bastantes, ya no volverían. Otros, que no ocuparon cargos relevantes, no quisieron o no pudieron poner distancia por medio y aguantaron los vaivenes con mayor o menor suerte. Mª Josefa comentaba las circunstancias por las que la familia llegó aquí. El bisabuelo Antonio Francisco necesitaba un distanciamiento hasta que se calmasen los ánimos de sus enemigos y la bisabuela María requería tranquilidad después del desastre de lo de la Fragata Mercedes donde perdió la descomunal suma de más de trece mil pesos fuertes en mercancías. Todo surgió cuando un grupo de navarros, hermanos de la Cofradía del Cristo de la Humildad y Paciencia del Convento de San Agustín de Cádiz, le propusieron al bisabuelo Antonio tomar parte en una sociedad para comprar bienes desamortizados en un pequeño y apartado pueblo de la sierra sevillana. Antonio Iraola accedió y junto a Cayetano Berre, Serafín Sáenz, José María Estevas, Joaquín Lorenzo Tajonar y Esteban Huarte, compraron uno de los lotes que incluía varias suertes de tierras de labranza y sembradío, fincas de dehesa, olivares, dos molinos de aceite y unas viviendas en El Pedroso, entre ellas una antigua casa granja de la Orden Cartuja con sus instalaciones y huertas. Lo que Antonio creyó en principio que sería una transacción comercial más, de la que sacaría una comisión, le comenzó a atraer por la situación geográfica de las propiedades. La sierra tenía un clima sano y donde su mujer veía un destierro, él veía una lejanía cercana... La distancia entre Cádiz y Sevilla, bien conectadas por ferrocarril, no era más que la mitad cómoda del trayecto. Muy diferente era llegar a este pequeño pueblo de la sierra. Los escasos sesenta kilómetros que había que hacer a lomos de caballerías o en carro eran toda una aventura. En mil ochocientos treinta el ferrocarril aún no había llegado a los pueblos de la sierra y no lo haría hasta cuarenta y cuatro años después. Aunque esperaban su llegada, la aparición de aquellos forasteros en el ayuntamiento de El Pedroso para tomar posesión de los bienes desamortizados y avecindarse dio mucho que hablar. Unos mantenían que eran comerciantes liberales señalados por los absolutistas y otros que eran masones que habían ocupado puestos relevantes en el Trienio maldito. Y en lo que todos coincidían era que, por sus maneras, estas gentes estaban acostumbradas a mandar. El domingo, antes de que comenzasen los oficios dominicales, los parroquianos comentaban en corrillos sobre los recién llegados. En la puerta de la iglesia el alcalde de la villa disertaba sobre los forasteros, que, aunque seseaban como gaditanos, tenían apellidos vascos y navarros. El reverendo Padre Don Manuel María Flamand y Casaus, hombre docto y con carácter eligió la homilía para el momento y aunque no era el tercer domingo de Cuaresma, escogió la purificación del templo del evangelio de San Mateo... Con voz tronante de Canónigo macho dijo lo mismo que Jesús a los mercaderes que vendían palomas: “...no hagáis de la casa de mi Padre, casa de mercado”. Casi finalizada la santa misa, al volapié y antes de darles la paz los sacó a todos de dudas advirtiéndoles que no se distrajeran, que estos excomulgados descreídos habían llegado, como plaga de langosta, a tomar posesión de los bienes arrebatados por la fuerza a la Santa madre Iglesia. En poco más quedó la cosa. No faltó el trabajo para estos “descreídos” en los primeros años. La fatigosa administración de todos aquellos olivares, sementeras, huertas, molinos y ganado, no era tarea fácil y los beneficios, que los había, eran moderados. La mayoría de los socios, burgueses gaditanos, no terminaban de aclimatarse a la vida rural de un pequeño pueblo del interior. Con prudencia y procurando sacar algún provecho de su inversión, fueron revendiendo sus participaciones entre ellos. El tiempo, que pasó rápido, puso a cada uno en su lugar y apenas trascurridos quince años de su llegada, solo continuaban en El Pedroso Joaquín Lorenzo Tajonar y Antonio Iraola. Eran tiempos de grandes cambios, tantos, que hasta llegó el esperado ferrocarril revolucionándolo todo. La política nacional pareció calmarse y Antonio, que ya notaba los años y añoraba su terruño, comenzó a viajar más a Cádiz y a residir largas temporadas en su casa de Sanlúcar. Sus hijos, que ya eran hombres, recogieron el testigo de su padre. Los hermanos quisieron cambiar muchas cosas en poco tiempo, quizá demasiadas. Realizaron mejoras en los bienes recién adquiridos y quisieron (para su provecho) hacerlas también en pequeñas infraestructuras que afectaban a terceros y pretendieron hacer de La Huerta de Las Palmas algo especial y casi lo logran. A la vez que construían una gran casa con patios y un mirador, modificaron, el trazado del camino del Arroyo Hondo que la atravesaba en diagonal. Pero con el agua no calcularon bien y lo que en principio parecía tarea fácil, por ser su hermano Juan dueño de los manantiales del Arca del Agua y atravesar las conducciones por la Huerta, se complicó. Las prácticas tradicionales del pueblo pesaban demasiado y detrás de la defensa del uso público del agua había cuentas pendientes. Las sucesivas desamortizaciones habían privado a los vecinos de muchos terrenos comunales donde habían pastado libremente sus ganados desde tiempo inmemorial. Existe constancia documental que el pueblo se amotinó y tan alterados llegaron a estar los ánimos, que una turba violentó el domicilio particular de D. Antonio María Neyra exigiéndole, como alcalde de la villa, que pusiera freno a las pretensiones de los Iraola. Aquello fue nuestra pequeña Fuenteovejuna y la defensa del agua de una de sus principales fuentes, la pila del pósito, hizo aflorar muchos rencores guardados. Aunque, para ser justos, hay que decir que no le faltaba razón al pueblo llano. En mil ochocientos ochenta se celebró el esperado juicio en la Real Audiencia de Sevilla. La causa de los manantiales del “Arca del Agua” la defendió Juan, que también era dueño de los olivares donde manaba el agua de la discordia. Su currículum como teniente fiscal de Sevilla, Cádiz, Cáceres, Granada, La Coruña, Valencia y ahora Palma de Mallorca impresionaba, pero Juan sabía que era difícil ganar. El juez falló a favor del pueblo y La Huerta solo fue compensada con una alberca de derrame de esa traída de aguas. Las expectativas para trasformar la Huerta de las Palmas se enfriaron de golpe. Grande fue el disgusto y los Iraola se dolieron de la oportunidad perdida: la casa recién construida, los amplios patios empedrados, los paseos ajardinados, el magnífico mirador neomudéjar que tanto costó… A los hermanos les afectó, pero había muchas propiedades en las que pensar. Con tranquilidad zanjaron el problema y no tardaron en vender a buen precio los olivares del Arca del Agua, el Molino del Tardón y la Huerta de las Palmas. Había mucho trabajo que atender y en su forma de ser no se contemplaba ni amilanarse ni lamerse las heridas. Antonio Cataño estaba prendado de aquella finca y aunque era mucho lo que pedían, lo valía. Le costó convencer a su devota mujer María Loreto Marín, que solo accedió a regañadientes tras un buen donativo para el Cristo y unas cuantas misas de desagravio. Desde aquel día la huerta cambió su apellido por el de sus nuevos dueños y allí nacerían y vivirían varias generaciones de esta familia, de la que soy descendiente, pero eso es otra historia… Los destinos de Juan, como teniente Fiscal de las audiencias de La Coruña, Valencia, Madrid, lo alejaban y Nicolás que llevaba todos los negocios familiares se trasladó a vivir a Quintanilla la baja, aquella finca que tanto le gustaba a su padre y donde él había nacido. Recordaba su padre, que el día que visitó la finca por primera vez no mudó el semblante, aunque le gustó lo que vio. Aquella propiedad cercana a El Pedroso que con tanta disposición e insistencia le ofrecían, tenía muchas posibilidades, pero no quería que se le notara el interés. Los muros del cortijo, un caserón destartalado con gañanías, hacían de ribazo junto con el camino Real de Cazalla que encinchaba la finca en su parte baja. Allí, sus encinas y alcornoques de buen porte abrevaban en un arroyo lindero que tenía por nombre el mismo de la finca. Desde el caserío, en su parte alta, se desparramaban algo más de setenta y una aranzadas de olivar a marco real. Las lindes del garrotal se perdían de vista en los llanos del “Cerro Gonzalo” y en el pozo de la alameda, ese que estaba junto a “La viña del Helechal”. Cuarenta hectáreas de dehesa con zahurda y casa para el porquero completaban la finca en su parte baja. Antonio sabía bien que ese verdor del campo a las puertas de julio se debía a una atrasada primavera, pero también a la profundidad y frescura de aquellas tierras. Tras recorrer la finca, ya de vuelta en el Puerto de Quintanilla, miró convencido para observar de nuevo las lindes del olivar y sonrió recordando su apellido en vascuence: Yraola, lugar de los helechos… Con trabajo y constancia logró que sus fincas, molinos y ganado diesen beneficios. Quiso tener un solar para su familia y eligió Quintanilla la Baja, que trasformó por completo. Allí fue feliz y allí nacieron sus hijos: Nicolás y Juan. Nicolás, que sacó el carácter norteño de su padre, no ejerció la abogacía a diferencia de su hermano Juan. Tenía suficiente con gestionar las propiedades heredadas y adquirir otros olivares como “El Granadal”, “Los Cercos”, “Los Poyales”, “El Espino”, “El Bañuelo” y “La Huerta de la Sierra”. Hombre trabajador e industrioso, gestionó durante muchos años dos molinos de aceite y el harinero de “Abajo”. En plena efervescencia minera compró “Los Rincones de Valencia”, una pequeña finca cercana rica en afloramientos de hierro y otras minetas en “La Umbría del Cañuelo”. Cerca del cortijo hizo una pequeña fundición que marchó bien algunos años y que se malogró por la falta de pericia de sus operarios en una de las obligadas ausencias de Nicolás. | Casi dos siglos después, poco queda de aquello, solo los restos de una pequeña construcción sobre una vaguada llena de escorias y un enorme disco de hierro fundido de más de un metro de diámetro y medio metro de grosor: el crisol solidificado que se formó tras quedar atorada la tobera de vaciado. Nada queda de los apreciados ladrillos refractarios de la cuba de fusión, que acabaron encamisando las chimeneas de los cortijos de los alrededores. Su hermano Juan, que se había convertido en un jurista de renombre no se desvinculó de su pueblo y ejerciendo como fiscal sacó tiempo para comprar fincas al Estado. Mejoró y adehesó “El Prado de las Zarzas” y plantó un garrotal en los llanos de “Barbosa” de seiscientas fanegas a una mano que se convirtieron en poco tiempo en uno de los mejores olivares del término. Nicolás, casado con Mª Josefa Rivero, vivió a caballo entre Quintanilla y Cádiz. Tuvieron seis hijos: José María, Juan, Manuel, Bartolomé, Nicolás y la pequeña María Dolores que nació en Quintanilla. Los varones estudiaron derecho excepto Nicolás que quiso ser militar. Todos ellos hicieron su vida en Cádiz, incluso Bartolomé, que se había casado con Mª del Carmen Cabrera, una guapa pedroseña. Su vida y su trabajo hicieron que se desvincularan de El Pedroso y tras el fallecimiento de sus padres, vendieron las propiedades familiares heredadas. A María Dolores, con más vínculos, le costó más… Poco más de un siglo después de la llegada de los Iraolas, dos de sus bisnietas tomaban café tras haber firmado los trámites de la venta en la notaría. Comentaba María Josefa, justificándose con un extraño sentimiento de culpa, que la familia se había apartado de todo aquello hacía tiempo. En su fuero interno se reprochaba el no haber sabido trasmitir apego por aquel cortijo y sus olivares. Llegar a Quintanilla la Baja desde Cazalla demoraba una hora. El caluroso mes de agosto de aquel año de mil novecientos cuarenta, los cinco pasajeros y la sinuosa y bacheada carretera de tierra de los Agustinos no ayudaban al repintado taxi, un encallecido Ford-A Sedán. En la parte trasera, cabeceaban Carmen y María Josefa Vallarino Iraola. Sus hijos José Luís y Eugenio, atentos, bajaban y subían las ventanillas siguiendo instrucciones de las matriarcas que se lamentaban del calor, del polvo y de las moscas. Las dos hermanas se despedían con pena de aquel mundo que ya solo sería de recuerdos. María Josefa, más emotiva, comentó que se desprendían del cortijo y los olivares de Quintanilla la Baja, al igual que habían hecho con la casa de Sanlúcar. Hasta el apellido Iraola se perdería también en sus nietos y en los de sus hermanas María Dolores, Carmen y Mercedes… Manifestaba con naturalidad a sus hijos, que había que dar este paso por muchas razones y porque tenía la sensación de que ella y su hermana no llegarían a la ancianidad. Al ver sonreír a sus hijos, les recordó que en la familia Vallarino-Iraola fallecían solos si morían niños, pero si llegaban a edad adulta, lo hacían emparejados. Al ver la cara de sus acompañantes tomó aire y trató de exponer su estrambótica teoría, más fruto de sus insomnios que de su razón. Haciendo memoria recordó los nombres de los hermanos Eugenio, César y Emilia que por haber fallecido siendo muy niños; y solo por ello, murieron en distintos años a finales del ochocientos. Continuó con lo que ella llamaba “muertes hermanadas” y nombró a Eugenio y a Manuel, que lo hicieron juntos de tuberculosis en mil novecientos diecinueve y a Nicolás y a Mercedes que los mataron en el mismo año en los asesinatos de las “sacas” de Madrid en mil novecientos treinta y siete. Su hermana Carmen, condescendiente por no molestarla en estos temas que sabía que se tomaba muy en serio le recordó que no olvidase que, aparte de ellas, aún quedaban los hermanos Juan y José Luís. Con cara divertida, le preguntó si ya había pensado el orden de los entierros. A María Josefa no le gustó el tono y dio por terminada la conversación. Pero antes, le comentó mirándola fijamente que no era momento de hablar de sus hermanos Juan y José Luís, pero que tuviese claro que, antes o después, ellas se irían de este mundo juntas. Pasaron casi veinte años y Carmen y María Josefa, ya ancianas, fallecieron a mediados de los sesenta con pocos meses de diferencia. Durante el responso a José Luís y a Eugenio se les escaparon algunas sonrisas tristes, ambos recordaron aquella extraña conversación en Quintanilla hacía muchos años. Casi se cumplió la estrambótica teoría de su madre con los once hermanos, solo la estropearon Juan y José Luís que murieron en años diferentes. Dios los llamó a su lado cuando le pareció bien a mediados de los cincuenta. Eugenio y José Luís desconocían la historia familiar y su vida y su trabajo estaban en Madrid. Sus cortas vacaciones las pasaban en Cádiz junto al mar y este apartado pueblecito y su sierra poco podían ofrecerles. Difícilmente podían comprender los muchos sentimientos que guardaban los corazones de quienes disfrutaron sus vacaciones de infancia y adolescencia en Quintanilla. Les quedaban muy lejos los afanes de los abuelos Antonio y Nicolás. No podían comprender tanta ilusión y tanto trabajo para remodelar aquel destartalado caserón y sus cuadras de techo de helechos y paja para lograr aquel cortijo uniforme que, a pesar de los muchos esfuerzos, quedó descuadrado. Sabían del empeño de los primeros Iraolas por hacer rentable aquella finca atrasada y del asombro que causaron en poco tiempo la fábrica de aquella noria y sus huertos, del moderno molino de aceite, de la pequeña fundición que acabó malograda y de cómo cambió aquel olivar. No llegaron a conocer a su risueña abuela María Josefa, ni compartieron su gusto por la lectura y las plantas. Nunca supieron de su afición a las infusiones curativas ni que fue por ella por lo que se plantó el tilo en el jardincito de la entrada. Ni porqué le brillaron los ojos a su madre al recoger del chinero de la cocina de Quintanilla aquellas extrañas cucharas perforadas con una pequeña bisagra. Su costumbre de pasear por las tardes hasta la alberca de la noria con su hija María Dolores en brazos donde veían crecer el castaño que plantó el mismo día de su nacimiento en Quintanilla y que años después, sombreaba sus charlas con ella sobre la naturaleza, las flores y la vida. Era allí donde le comentaba a su hija las bondades del Tilo cordata y como este, solo se daba en la tierra de los abuelos donde le llamaban Ezki. Y que aquí, en el sur, las flores y las hojas de las variedades de tilos adaptados al calor no tenían tantas propiedades, pero a cambio, esta bendita tierra regalaba una gran variedad de “flores cordiales” que en el norte no se daban. Le explicaba pacientemente la razón del apelativo latino “cordia” por significar este, corazón. Recordaba que las flores de estas plantas tenían la propiedad de calmar palpitaciones nerviosas, jaquecas y las molestias de la mujer. Puntualizaba la exigencia de su pronta recolección, por provocar mareos y alucinaciones si estas se recogían excesivamente maduras. Mantenía que la naturaleza tenía remedio para todo y que las dolencias tenían distinto alivio según fuese la persona. Afirmaba que ella había probado, para calmar sus jaquecas, multitud de infusiones y que su fórmula magistral era la mezcla de flor de tila, hoja de hierbaluisa y flor de espino a partes iguales. De niña pintaba acuarelas y lo seguía haciendo por placer. Le comentaba a su hija adolescente que la naturaleza, que tenía su propio lenguaje, nos hacía saber la estación por el color de sus flores. Así el blanco correspondía al otoño e invierno, el amarillo a la primavera y el morado y rojo anunciaban el verano. Le aclaraba que la belleza de todas ellas, al igual que la de las personas, era efímera y que la razón de su existencia era germinar para ser nueva vida. Que perderían sus pétalos, sus estambres y sus sépalos para convertirse en semillas y una vez más volver a ser plantas y florecer de nuevo… Bajaba la voz y se acercaba con complicidad para trasmitirle un valioso secreto: Aunque todas las flores eran distintas, todas ellas, al igual que las mujeres decentes, se cerraban al caer la tarde para protegerse… Sentadas al fresco en el poyetón de la cocina que daba al corral empedrado, recordaban Carmen y María Josefa y procuraban convencerse (sin lograrlo) que habían tomado la decisión más acertada. Eugenio y José Luís comentaban que el olivar, que tanto les dio y por lo que el tatarabuelo Antonio vino a este apartado lugar, había perdido su valor y que ya apenas pagaba los jornales. Mientras su hijo hablaba, María Josefa miraba distraída a su derredor queriendo atrapar las imágenes: el arriate fresco de las calas que no se limpiaba desde hacía mucho, la parra que a pesar de su abandono mostraba multitud de racimos de flores que prometían, las cerradas puertas del molino, las cuadras de las yuntas de mulos y las casas de los empleados todas ellas mudas. Bajo la encina del patio sesteaban las dos mastinas. Juan les daba “licencia de cable” durante el verano por comprender la dureza de las perreras del portón. La orientación de estas no ayudaba y prueba de ello era que en el verano necesitaban agua varias veces al día y en el invierno, los canes agradecían que le regalasen como suelo algún capazo viejo. Contaba María Josefa que el abuelo Nicolás conservó una memoria espectacular hasta sus últimos días. Recordaba que, por pincharle, le preguntaban si había algún ascendiente que no fuese vasco. Él, con rostro serio, pregonaba que toda su gente era de Azpeitia y comenzaba a recitar de memoria sin dudar lo más mínimo: Mi padre se llamaba Antonio Iraola Tapia y casó con María Beyens, mi abuelo era Antonio Iraola Altuna y casó con Concepción y mi bisabuelo, que se llamaba Ignacio Iraola Aialde, casó con Anastasia. Mi tercer abuelo se llamó José Iraola Goenaga que casó con María Zuláica y mi trasabuelo fue Diego Iraola Olaizola que casó con Ana María. Tomaba aire y seguía: Mi rebisabuelo fue Juan Iraola Aguirre que casó con Dominica Olaizola y mi trastarabuelo fue Diego Iraola Albisu que había casado con Catalina Aguirre hijo que fue de Juan Iraola que casó con María y todos procedemos de juan Iraola el mayor… María Josefa se levantó y le pidió a su hermana Carmen que la acompañase. Cogidas del brazo se encaminaron por última vez a la noria. Allí, sentadas junto a la alberca, bebieron en el corcho su agua fresca y densa que las trasportó a los años de su niñez, donde el tiempo no existía… Conversaban y se agarraban las manos. Se interrumpían recordando el miedo que pasaron aquella tarde, cuando las mandó buscar su padre para que viesen aquella multitud de pavones que revoloteaban atraídos por la luz deslumbrante de los carburos del molino de aceite. Emocionadas por la nitidez del recuerdo, se acusaban la una a la otra de no haberse atrevido a tocar las grandes alas de ojos pintados. ¡Los élitros de aquellas enormes polillas aterciopeladas parecían búhos mirándolas! Recordaban nítidamente a los trabajadores del molino llenos de grasa que, aunque hablaban a gritos entre ellos, parecían susurrar bajo aquellas ruidosas correas movidas por máquinas. Y cómo olvidar aquel olor intenso del aceite que rebosaba en la prensa… Carmen le contaba a su hermana cómo el bisabuelo Antonio, conocedor de los rigores de nuestros veranos, sonreía al ver como salía el agua de los canjilones para caer en la pileta de desagüe. Sabía que el campo, sin agua, nada valía y su proyecto se levantaría sobre un buen manantial que daría vida al cortijo y a las huertas. Trasformó aquel pequeño pozo en una noria de sangre. Antes de los cuatro metros ya vieron la alegría de los veneros y se ampliaron brocal y profundidad. El maestro albañil fabricó dos buenos castilletes para el eje del arborete y mandó labrar dos sillares de granito para amparar al eje de la rueda del agua. En su parte alta se hizo, con guijarros asentados sobre cal, el camino de andadura para el mulo. El herrero compuso los mecanismos con hierro fundido allí mismo y en la pequeña fragua armó la rueda del agua, los arcaduces, y los engranajes, solo el mayal se hizo de madera de aliso. La noria demostró lo que era el primer invierno, en el que hubieron de abrirse nuevos mechinales en su perímetro para desaguar la exageración de agua que manaba. Al terminar la reparación, vista desde lejos, más parecía el costado de un galeón repleto de bocas de cañones que un pozo. Años después, el abuelo Nicolás realizó grandes cambios. Le gustaba innovar y trocó la lentitud del animal por la eficiencia del motor de petróleo. Compró en Cádiz un motor inglés, un Gardner con una gran rueda de inercia que resoplaba en cada giro y hacía temblar toda la bóveda de la noria. Una gran placa de latón anunciaba con siglas extrañas el nombre de Gardner and Sons Ltd oil Engine, donde publicaba su origen mancuniano y el año de fabricación. Junto al depósito, una pequeña tabla numérica permitía calcular los litros que impulsaba según las revoluciones. Encenderlo suponía toda una ceremonia y para girar su rueda de inercia se necesitaban dos hombres, que hacían toser y humear al motor como un tísico. Cuando más esforzados estaban, el abuelo los apartaba para insertar un hisopo incandescente al husillo que provocaba la primera explosión del motor. A Nicolás le gustaba ver a aquella máquina en marcha y cómo expulsaba a golpes aros de humo negro por el largo tubo de escape. Intentó, con mucha paciencia, explicar a los empleados las necesidades de engrase señalando con una pincelada de pintura roja los lugares a lubricar con una alcuza de alargada trompa. Aunque les encareció la importancia de que efectuasen la operación cada cinco o seis horas de marcha, a aquellas gentes no les gustaba acercarse al ruidoso ingenio. Menos aún desde aquel día en que el cardan que unía el motor con la bomba, descamisó a Francisco lanzándolo a varios metros. Solo acudían rápidamente y volvían a la faena cuando Nicolas le recriminaba su descuido. Pasaron los años y el abuelo y el motor envejecieron. Nicolás reñía menos, le fallaba la vista y parecía sonreír más. El motor, que sonaba cansado, algunas tardes se negaba a arrancar. De vez en cuando acompañaba a Juan a la noria. Argumentaba que lo hacía porque algunas marcas de engrasado se habían borrado, pero la realidad era que todavía le gustaba mangonear las maniobras del aceitado de levas, ejes y muelles. Recordaba divertido aquella tarde en que Juan, que engrasaba con aquella alcuza de largo cuello uno de los mecanismos que giraban, recibió de este un escupitajo de aceite que le plomeó el rostro. El susto, la cara cómica de asombro y el improperio inmediato de Juan: “¡Puta máquina inglesa desagradecida!”, le hacía reír a carcajadas. Sentadas en el borde de la alberquita y con las manos en el agua charlaban recordando sus veranos en Quintanilla. Comenzó a caer la tarde y lentamente, sin prisa, desandaron la vereda entre los viejos olivos que parecían despedirlas en silencio. Llegaron al cortijo a la vez que el sol se escondía tras el “Cerro Gonzalo”. María Josefa no durmió aquella noche, el corazón tenía sus razones y los recuerdos podían mucho. Con los ojos humedecidos recordaba a su madre María Dolores y a su padre Eugenio, marino de prestigio en Cádiz llevando la pesada carga económica que suponían los nueve hijos y como lucharon por conservar el patrimonio familiar. Apenas había amanecido cuando llegó el taxi a recogerlos, tras cargar algunos paquetes y las maletas recogieron a María Josefa que esperaba en el alto de Quintanilla; antes de subirse al coche miró convencida para observar de nuevo las lindes del olivar y sonrió recordando su apellido en vascuence: Yraola lugar de los helechos… |
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