Diseño en base a grabado: Three Witches and a Cat’ de Augustin Théodule Ribot. 1823-1891
José Mª Odriozola Sáez ________________________ Aunque ya nadie lo recuerda, tuvo este extraño nombre durante mucho tiempo. Su agua siempre fue como otras muchas de la zona: fresca en verano y con un punto terroso en invierno. Los entendidos decían que el color oscuro podía deberse a la poca anchura del brocal, otros lo achacaban a la vegetación de helechos que cubría las piedras que lo encamisaban, quien sabe... El siglo XVIII llegó a España con grandes cambios, los Borbones sustituyeron a los Austrias y las ideas ilustradas trasformaron la sociedad tradicional española. La educación y la ciencia consiguieron el progreso y la felicidad del pueblo eliminando tradiciones populares y supersticiones, o al menos, eso es lo que nos dice la historia. Los nobles, funcionarios, burgueses y clérigos, siempre atentos a los cambios, mutaron en ilustrados. Con la fe del converso, se pusieron manos a la obra para erradicar la ignorancia y la superstición del pueblo. La asociaban, no sin algo de razón, a la creencia ciega en la religión. Como todos los cambios sociales profundos, llevó su tiempo y lo que en ciudades y grandes poblaciones se notó pronto (aunque con desigual fortuna), tardó más e incluso no llegó a los pequeños pueblos del interior. En el setecientos, las buenas gentes de El Pedroso, vivían del campo y de sus muchas estrecheces. El pueblo llano, desheredado y de escasa formación en su mayoría, se aferraba a la religión para dar algo de sentido a sus vidas. Los ministros de la Santa Madre Iglesia ejercían su labor en este apartado pueblo sin entrar en honduras. Escasos de latines y horas de seminario, se mantenían fieles a la tradición católica y a las autoridades civiles. En los desacostumbrados casos en que la tranquilidad espiritual se veía alterada por algún suceso de difícil explicación era el Santo Oficio el que, con severidad y discreción, resolvía el entuerto. Bueno, casi siempre. Manuela tenía el aspecto de lo que era. Menuda de cuerpo, solo sus ojos delataban su fuerza e imponían un respeto supersticioso. Los más allegados estaban convencidos que había recibido la bendición de la luna y que solo por eso y solo ella, podía hacer ensalmos para conjurar los alunamientos. Avejentada por partos y una vida dura, aparentaba más edad de la cumplida. Conservaba su abundante pelo negro oscureciéndolo con agua de picón, aunque siempre recogido en un moño bajo el pañuelo del mismo color. Habitaba una casucha con corral y pozo cerca del "Molino de afuera" y aunque la ubicación había sido casual, ayudaba y mucho. Sobrevivía con los escasos ingresos que le reportaba el arreglo de costura y el lavado de ropa, aunque algo más habría... Sin cabeza de familia desde hacía muchos años, era meritorio sacar adelante la casa con varias personas a su cargo con tan escasos recursos. En el pueblo murmuraban de sus constantes salidas a “La Madroñera” y a “Las Viñas”, sobre todo aquellas que hacía a la caída de la tarde. Comentaban maliciosamente que no todas eran para quehaceres honrados y aunque apuntaban muchas cosas, en realidad muy pocos sabían de verdad sus habilidades. Con el albeítar de la villa mantenía una tensa relación. Este la acusaba de intrusismo y Manuela se defendía alegando que nunca tomó dinero por sus recomendaciones. Argumentaba que solo por haber sido su marido carretero, entendía ella algo de los trastornos de los animales de tiro y que los constipados y los encogimientos de nervios se curaban fajando con hierbas la parte “alunada”. Decían tantas cosas de ella... las más livianas eran que quitaba las verrugas con saliva y leche de higuera blanca y también que curaba “las bichas” o “culebrillas” de niños y adolescentes con hojas de geranio y oraciones. Algunos iban más allá y comentaban en voz baja que echaba fuera de las casas los males de ojos y los de amores con salmodias que solo ella conocía. Cuando le preguntaban por sus honorarios, respondía con expresión ofendida que ella no tocaba dinero, aunque para ser sinceros, solía admitir a menudo huevos, aves de corral, conejos e incluso algún lechón sin destetar que alegraban la muy debilitada economía doméstica. Alguna vez, cuando subían de tono los rumores, las autoridades daban el paso y ordenaban a los alguaciles, gente de campo, que la siguiesen con discreción. Todo era en vano, al cabo de algunos días se disculpaban por sus esfuerzos baldíos, alegaban que seguir los pasos de Manuela al atardecer era como intentar seguir a una gineta. El año del Señor de 1750 estaba siendo tan seco como los anteriores y ya pasaban de seis los que la sequía castigaba las resecas tierras. Desde el púlpito se recordaba a los fieles que el cielo negaba su don más preciado por sus muchos pecados... Ana del Real, mujer de Pedro Timoteo, se extrañó al ver en su zaguán a Manuela. Refugiada de miradas indiscretas, nuestra protagonista la saludó con respeto ofreciéndole una canasta de mimbre forrada de helechos en la que rebosaban brevas de buen tamaño. Más por librarse de esa rara mujer que por los frutos, Ana le compró una pequeña cantidad sin preguntarle el precio. Algo turbada y deseando su marcha, procuraba entender lo que Manuela le contaba en su peculiar castellano, que más parecía sefardí. Confundida con su lenguaje farragoso preñado de chismes y refranes, entendió que todo aquello era fruto de la preocupación causada por los días que llevaban detenidos en la cárcel del pósito su ahijada Ana y su marido Silvestre. Tras su marcha cerró la puerta y quedó pensativa. ¿Si no era la primera vez que el matrimonio estaba en estos trances, porqué pedir ahora su mediación? Manuela sabía dónde acudía. Ana era mujer de calidad y buen corazón y su marido, Pedro Timoteo Cataño era tenido por hombre justo y poco dado a amilanarse por muy principal que fuese su oponente. En el pueblo eran de sobra conocidos sus desencuentros con el corregidor y comisario del Santo Oficio, Don Felipe Gil de Taboada, y aunque el último de ellos le había costado una importante suma de ducados y varios años de destierro en su Constantina natal, la relación entre ambos, aunque correcta, seguía algo más que tensa. Durante la cena le comentó a su marido la extraña visita y Pedro Timoteo, torció la boca. Nunca le gustó el personaje de “Manuela la del Molino de afuera”, sabía muchas cosas de ella y callaba. Tampoco quería nuevos enfrentamientos con los soberbios Gil de Taboada y menos aún por asuntos ajenos a su casa. Rogándole a su mujer máxima discreción, le confesó que hacía tiempo que le habían recomendado evitarla por estar señalada por el Santo Oficio. Sospechaban de sus andanzas y sabían que se hacía acompañar de noche por un grupo de personas alrededor de un pozo cercano al pueblo. Era conocido que los asistentes, guiados por una mujer, pedían con oraciones extrañas y haciendo corro, por que llegase pronto la lluvia, por que no se agotasen los manantiales, por la salud de sus ganados, y por cosas extrañas... Sabía por un empleado suyo, que su mujer desesperada por la salud de su hijo, acudió una noche a una de esas reuniones para que Manuela sanase al niño. Contaba que evitaban ser reconocidos sombreándose en las encinas cercanas y que la única que se mostraba con claridad era Manuela. Le pidió a su mujer que no le abriese más la puerta a esta desequilibrada. Movía la cabeza y le aseguraba que esta sequía estaba trastornando a mucha gente y que aquello acabaría mal. Que muchos infelices, desesperados, acudían embaucados a ese lugar sórdido que ya nombraban en voz baja como "el huerto de los alunados". Según contaban, su pozo se tornaba más abundante a medida que avanzaba la sequía... Y lo más peligroso de todo era que allí, junto al pozo, Manuela, con el pelo suelto, obsequiaba huevos bendecidos, predecía el futuro, y quitaba males de ojo a la vez que prescribía pócimas para todo tipo de dolencias; incluso aseguraba que con ciertos conjuros era capaz de hacer que volviesen las lluvias. Timoteo era sabedor que las gentes pasaban estrecheces y que éstas se notaban especialmente en algunas casas. Sabía que algunos vecinos, desesperados, acudían de noche a estos extraños y peligrosos ritos arriesgándose a mucho en vez de acudir a la ermita y rezarle al Cristo de la Misericordia. Si no llovía pronto esto podía acabar mal. Meditaba cómo el pueblo, escaso de conocimientos, siempre supo la influencia de la luna sobre la vida y de ahí su fascinación por ella. Conocían bien su influjo en la mujer y sabía que su llegada adelantaba o atrasaba partos entre otras muchas cosas. Recordaba algún caso de lunatismo, hacía ya muchos años en Constantina. Tenía en la memoria la imagen de aquel desgraciado, bajo el influjo de la luna llena, deambulando con el juicio perdido por el monte. ¡Cómo le habían crecido el pelo y las uñas en tan pocos días! Aunque también, sonriendo, recordaba la muy particular relación de su madre, cristiana vieja, con la luna. Parece estar oyéndola porfiar que la razón de su buena cabellera era porque se cortaba siempre el pelo en luna llena y aseguraba convencida que se cortaba las uñas en menguante, para que tardasen más en crecer. Propietario de tierras y ganado, no tenía duda alguna de su influencia. Sabía que las frutas maduraban con las lunas de la misma forma que había que esperar entre la creciente y el plenilunio, en el período de tres días después de la creciente y tres días después de la luna llena, para injertar y acodar. | No digamos en los huertos donde se esperaba a la luna menguante para trasplantar tubérculos y recolectar la cebolla y el ajo, debiendo esperar a que llenase la luna para sembrar los apios, puerros, pepinos y acelgas. Hasta para cortar las estacas de espino para hacer bastones, había que esperar a que la luna estuviese decreciente si querías un bastón que no se retorciese. Todo marchaba hasta que un extraño suceso espantó a El Pedroso. Fue por San Valentín cuando desapareció el hijo de Sánchez el pastor. Su madre repetía a los alguaciles que en su cama estaba cuando lo arropó al acostarlo y antes del amanecer, ya le buscaban familiares y vecinos. Los vecinos se barruntaban un mal de ojo por ser Juanito rubio y de ojos azules. Comentaban que llevaba varios días malo sin causa, aunque otras vecinas creían que también podía haber sido que le hubiese dado la luz de la luna aquella noche que lo llevaron al médico por la tos. Entre llantos, la desconsolada madre, apuntaba en otra dirección. Aseguraba que el demonio había entrado por el agujero de la chimenea. Con el juicio perdido, decía rota de dolor, que llevaba días viendo a un gato que observaba como se deslizaba la luz de la luna por los tejados... Le reprochaba a su marido no haber puesto en el exterior de la chimenea, aunque fuese pintada, una luna creciente o al menos unas tenazas abiertas al lado del fuego en el interior. Desecha le recriminaba que ni siquiera había trazado el signo de la cruz en las cenizas. Gran parte del pueblo se volcó en su búsqueda y nada quedó sin revolver: sementeras, huertos, establos, heniles, pozos... Al llegar a la era empedrada de Francisco Sánchez “el Mayor”, esa que está junto al pozo de las aguas oscuras, todos de atemorizaron. Entre la parva hallaron la cabeza de un niño de corta edad, tan corta que no podía ser de Juanito. Extrañamente y por mucho que buscaron, no apareció el resto del cuerpo. Desesperados y tras tirar varias veces la rebañadera al pozo, esta enganchó del fondo oscuro el cuerpo sin vida de Juanito que intranquilizó aún más al aparecer con las manos y pies enredados en una cuerda. Con aquellas noticias y el pueblo levantado, las pesquisas se aceleraron. Aquella misma tarde detuvieron a María González que andaba recién parida y sin criatura. Al poco detuvieron a su hermana Ana y a Silvestre Navarro, su marido. En la cárcel pública, separados, pasaron un día. Con la tardanza de la comida y el agua, avanzaron las averiguaciones. Las dos hermanas sollozaban mientras contaban que el parto adelantado las asustó y que Ana no había sabido ayudarle. Aseguraban que María González malparió en la era de Francisco Sánchez y que el recién nacido estaba muerto cuando lo escondieron en la parva de la era. No dudaban que Francisco, que andaba trillando por aquellos días, fuese el causante sin saberlo de su desmembramiento. Razonaban que las ruedas dentadas y la trilla de los días siguientes, habían hecho el resto y achacaban a los animales montunos la desaparición del resto de su cuerpo... Ante las constantes preguntas sobre Juanito, el hijo de Sánchez, respondieron al unísono que sabían que se había perdido y suponían que se despertaría de noche y que jugando con las cuerdas tropezaría y caería al pozo, ahogándose. Ambas aseguraban que no vieron nada cuando sacaron agua del pozo la noche que malparió María. Las mujeres se mantenían firmes en su declaración, pero Silvestre no dormía y estaba muy nervioso, tanto que llamó al sacerdote y lo que en confesión le contó, hizo que alcalde y párroco requiriesen la presencia de Don Carlos Gil de Taboada, Comisario del Santo Oficio y hombre de mundo. Hablaba a borbotones y decía cosas sin sentido, pero siempre referidas a “Manuela la del Molino de afuera” y a las pócimas que hacía. Contaba que tenía en su cabeza toda clase de conjuros para las quemaduras, úlceras y llagas con la unción de un preparado de aceite que contenía partes iguales de escaramujo y agrimonia y otras veces en caso de golpes el ungüento estaba hecho de grasa animal, amapola, girasol y hierba del alobado; que untaba en zonas del cuerpo con piel fina. Reconocía Silvestre que, aunque a él le había arreglado los males de estómago con infusiones de tomillo, salvia y cinamomo, no siempre eran curativos sus preparados. Ante las preguntas sin descanso que le hacían el alcalde, sacerdote y Comisario, se sinceró. La acusaba de tener alunadas a su mujer y a su hermana. Se disculpaba por no recordar todo lo que le había visto hacer, que era mucho. Contaba que les hacía tomar a las hermanas brebajes de raíz de belladona con agua de lluvia a las que añadía tomillo, romero y perejil mezclados para tenerlas subyugadas. Aseguraba que varios vecinos honrados, de los que no quería dar los nombres, acudían algunas noches a las reuniones que hacían en el huerto con la esperanza de curarse. Aquejados de impotencia por la mucha edad, acudían para que Ana y María unas veces les untaban en las partes prohibidas una pomada de jengibre, hierbabuena y eneldo y otras, emplastos de aceite con naranja, lima y cardamomo. Y después, untados de esa grasa, Manuela les hacía beber una pócima hecha con pétalos de rosas rojas mientras hacían corro. Culpaba a Manuela de drogar a jovencitas con "aceite de la luna". Junto al pozo, les hacía tomar una infusión de sándalo con jazmín, mientras entonaba una extraña salmodia. Las jóvenes, en un sopor somnoliento eran abusadas por hombres concertados por Manuela. Silvestre contaba, que cuando despertaban las jóvenes, les hacía beber caldos de dedalera con manteca de puerco para que no quedasen preñadas y de esa forma; avergonzadas, quedaban a su albur. La acusaba de hacer la prueba del aceite para averiguar si la persona había sido cogida por la luna. El ritual lo realizaba desde el brocal del pozo vertiendo varias gotas impares sobre el agua. Según se comportaba la grasa, así era el grado de alunamiento y así unas veces estallaba o se esparcía, otras veces se juntaba y más raramente, desaparecía. Aseguraba que quitaba los males de ojo haciendo traer la camisa sudada de la persona afectada, con extrañas oraciones envolvía un sapo en ella y mandaba a enterrar el bulto en el cementerio antes que amaneciese. Aunque lo que más espantó al corregidor y al Comisario del Santo Oficio fue cuando Silvestre, con la promesa de un trato favorable, culpó a Manuela de bruja asesina. Atropelladamente la acusó de hacer infusiones abortivas. Aseguraba que hacía poco había guisado el cuerpo de un niño de pecho y que había sacrificado a otro tirándolo atado de pies y manos a un pozo para propiciar la lluvia. Tras oír estas declaraciones, Don Carlos Gil de Taboada ordenó la detención de “Manuela la del Molino de afuera” por brujería. Aún no había caído la tarde cuando, con los grilletes en sus manos, se le encerró sola sin comida ni agua hasta que se le tomase declaración al día siguiente. Muy de mañana, contaban nerviosas las hermanas que aquella noche se despidió de ellas y que les dijo que se marchaba a los Algarbes de Portugal donde tenía familia. Ellas, al principio, reían de sus desvaríos; pero contaban asustadas que vieron con sus propios ojos como Manuela volaba en la celda tras haberse untado un ungüento por bajo de los brazos. Las autoridades no se explicaban como estaban los grillos de hierro cerrados y vacíos en el interior de la celda, que también permanecía cerrada. El alguacilillo encargado de la puerta juraba no haberse dormido en toda la noche, pero que recordaba perfectamente haber visto salir un gato negro por la pequeña ventana enrejada... Poco o nada pudo esclarecerse entonces por más que se investigó. Todo el pueblo murmuraba que solo la intervención del demonio pudo librar a “Manuela la del Molino de afuera” de la hoguera. En el documento que aún se conserva en los Archivos de Protocolos de Cazalla de la Sierra, aparecen las firmas de todas las autoridades que participaron en las pesquisas: el juez, el alcalde y Comisario del santo Oficio, el sacerdote de El Pedroso... Todos coincidieron que María González, mujer soltera, malparió ayudada por su hermana Ana González en la era de Francisco Sánchez. Que la criatura murió en el parto y que ambas escondieron el cadáver en la parva y que el trillo en su labor, mutiló al cadáver del niño ya muerto. Que fue hecho casual que muy cerca de esta misma era hubiese un pozo con el brocal roto por el que, días después, cayó el niño Juanito enredado en las cuerdas con las que jugaba por haberse despertado aquella noche. En otra página del mismo documento se ordenaba la búsqueda y arresto de “Manuela la del Molino de Afuera” y se trasladaba oficio con las acusadas María González y Ana García, naturales de El Pedroso a la prisión del Castillo de San Jorge de Sevilla. Uno de los párrafos, referido a Silvestre, natural de Castilblanco, ordenaba su ingreso en la cárcel Real de Sevilla para el cumplimiento de una pena de 10 años. Timoteo rememoraba junto a su esposa muchos años después todos estos sucesos escandalosos que alteraron la vida de El Pedroso en aquel año de 1750. Le preguntaba si recordaba cómo se vinieron las aguas exageradamente aquel otoño y todo el invierno posterior a estos sucesos. Las lluvias que nos regaló el Señor fueron tan abundantes, que saciaron los campos, desbordaron arroyos, y recuperaron manantiales y pozos... excepto el de los “Alunaos”, que extrañamente se secó. Han pasado ya bastantes años de todo aquello y aunque las gentes tardaron en calmarse, todo volvió a la rutina. La gente mayor marchó como es ley de vida y los más jóvenes no conocieron aquellos sucesos ni hubo interés por trasmitir estos desgraciados hechos. La memoria de como nombraron a aquel huerto y a su extraño pozo se olvidó para siempre. |