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HISTORIA Y VICISITUDES EN TORNO A  UNA FIAMBRERA.

10/8/2025

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Tomás L. Chaves Antolín.
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ALBERT Y OTTO
Después de casi dos horas de un cómodo viaje desde El Pedroso, el tren ha llegado a Sevilla desembocando en su estación Plaza de Armas, orgullo de la ciudad desde que se inaugurara justo veinticinco años atrás pues hoy, precisamente, es 25 Marzo de 1926. A Albert Weyer siempre le ha gustado su estilo neo-mudéjar, y diría más, hasta le sorprendió tan buena factura cuando accedió a ella por primera vez la mañana del 15 abril de 1911. En esta última fecha, llevaba menos de un mes en Sevilla después de aquel largo recorrido en barco desde el rio Elba en Hamburgo hasta la Sevilla del Guadalquivir, cuando tras diversos contactos, decidió viajar en tren hasta aquel pueblo perdido en plena Sierra Morena, comprobando in situ la excelencia del mineral de hierro del que tan bien le habían hablado.

Han pasado años desde entonces y han sido muchas las idas y venidas pero hoy sabe que está dando más que un adiós a tan acogedora tierra, por eso, cada mirada al entorno le suena a despedida definitiva; quince años parecen un corto periodo pero la intensidad con que los ha vivido ¡y lo que ha vivido! dan para una novela.

Aquellos principios fueron tiempos de gran competencia entre las potencias europeas, fundamentalmente entre Francia, Inglaterra y Alemania por acaparar materias primas, mercados e industrias, y ahí estaba él, con un papel nada despreciable representando y gestionando para su empresa, la Krupp de Essen en Alemania, dedicada a la producción de acero y a la fabricación de armas y maquinaria industrial. Y sí, resultó que el codiciado mineral de hierro magnético de alta pureza, se daba en abundancia en alguna de las explotaciones mineras de aquel escondido pueblo del sur de España, en el que estuvo en numerosas ocasiones hasta que, finalmente, en 1921, llevó a buen término un importante contrato para su empresa con un concesionario minero de la zona y en su momento, decidió fijar la residencia en El Pedroso. Era ya principios de 1924.


El más cruento avatar de los que había dejado atrás en tan largo periodo, fue su participación en la “Der Weltkrieg” como se la llamó en Alemania y a partir de entonces por todos conocida como la Guerra Mundial. Desde finales del siglo XIX y principios del XX, venía gestándose la división de Europa en dos bloques militares que desembocaron en, por una parte la Triple Alianza compuesta por Alemania, Italia, Austria-Hungría, y por otra La Triple Entente formada por Gran Bretaña, Francia y Rusia, con lo que a las ambiciones imperialistas y nacionalistas de unos y otros solo le faltaba la feroz competencia en el terreno industrial para armarla.

En estos pensamientos y reflexiones viene abstraído Albert durante este último viaje desde El Pedroso a la capital y a su mente ha llegado el cúmulo de atrocidades de aquella guerra, no olvida cómo se enteró y dónde estaba cuando estalló todo.

Albert hace tiempo que conoce al cónsul honorario de su país en Sevilla, Otto Engelhardt, un ingeniero alemán como él, que dirige desde 1894 la Compañía Sevillana de Electricidad, participada mayoritariamente por el Deutsche Bank y por AEG, empresa de donde procede el directivo pero asentado e integrado en la sociedad de la capital andaluza como el que más. Le diferencian unos trece o catorce años de edad pero han congeniado y no pierden ocasión de compartir algunos buenos ratos.
Son las nueve de la mañana y Otto, aunque es domingo, quiere revisar unos documentos en la oficina para tenerlos listos el lunes, así que camino de la sede, ha pasado por el hotel Inglaterra a desayunar con su paisano Albert Weyer, donde reside el ingeniero de minas alemán cuando recala en Sevilla. 

Las noticias internacionales de interés son pocas en la prensa sevillana de este 28 de junio de 1914 y Albert, además de leerlas, tambien ha dado ya su habitual paseo para ver cómo ilumina el amanecer la plaza de San Fernando, hoy festivo sin su ajetreo habitual. Cuando aparece Otto ya está de vuelta y va por el segundo café. Ha concluido de hojear las páginas de El Liberal, el periódico más madrugador, o el más rápido en llegar al hotel. Quizá le daba cierta ventaja el hecho de tener los talleres a dos pasos, en la Calle García de Vinuesa, con lo que sus hojas aún olían a tinta. Lo dirige el también buen amigo de ambos, el periodista José Laguillo. Tras el preceptivo saludo y la pregunta de rigor de si había “noticias frescas”, Albert le muestra sus manos comentando que, efectivamente lo son pues aún no ha dado tiempo a secarse la tinta del ejemplar que acaba de hojear.

Cada vez que se encuentran les gusta ponerse al corriente de sus respectivas ocupaciones y en estos días la Cía. Sevillana de Electricidad, está a punto de cubrir el suministro eléctrico en todo el Aljarafe. Albert le felicita y le habla de las toneladas que llevan suministradas las minas de Alquife, en Granada, a su empresa por la calidad de ese mineral y también de la importancia que augura a El Pedroso en el mismo aspecto pues los análisis realizados tras sus distintas visitas así lo corroboran.
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El pequeño velador está preñado entre las pastas, el periódico, los cafés recién servidos... y Otto, haciéndose un hueco, le entrega un pequeño paquete rodeado por una cinta roja con su lazo, a modo de presente.
- Como viajas tanto, te traigo un regalo vinculado con mi trabajo y apropiado para tu frenética vida.
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Sonriente e intrigado, Albert se dispone a abrirlo y queda sorprendido al encontrar dentro de la caja una especie de fiambrera con dos enganches de cierre, un asa arriba forrada de mimbre y lo que parecen otras dos asas que se adaptan a la forma ovalada del recipiente.
No sale de la sorpresa, se lo toma a guasa aceptando lo que interpreta como una broma de Otto que, en sus ya muchos años en esta tierra, lo considera un sevillano más, contagiado quizá del carácter dicharachero y bromista de los autóctonos.
- Imagino que es para llevarme el almuerzo cuando voy a las minas - le comenta riendo -.
- También te puede servir para eso, pero hay mucho más. Ábrela ábrela – le induce-.
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Y así lo hace; desabrocha los cierres, quita la brillante y aséptica tapa y en su interior encuentra una pequeña plancha, también brillante, con dos asas plegables y forradas del mismo mimbre que las anteriores asas.
No sale de su asombro.
- Muy útil, pero no hay donde meterle carbón para calentarla –dice observándola y no exento de humor -
- No te impacientes y continúa con los descubrimientos – añade Otto abriéndole un nuevo compartimento en el que se encuentra una plataforma con un cable enrollado en su rededor y la base de enchufe que parece trifásica.

​Albert está verdaderamente sorprendido ante aquel equivalente a una chistera de mago de la que no paran de salir cosas, porque sendas conexiones en ambos extremos del cable terminan el cuadro.

Otto coloca la planchita sobre la plataforma que se supone es la que acumula el calor y le explica.
​- Como ves ya puedes calentar la plancha y dado que en tus viajes te encontrarás corriente eléctrica de distintos voltajes, sólo con girar la clavija accedes a 120, 150 o 220.

- Me dejas asombrado. Y sí, debe ser verdaderamente útil en los viajes y además y por lo que veo, este recipiente que contiene todo, intuyo que se convierte en un práctico jarro para calentar líquidos.
- Bien has intuido.
Bueno, pues como observas por el grabado de la marca, mi compañía, AEG, ha creado este modelo a modo de prototipo y son pocos lo que se han fabricado aún. Antes de producirlo masivamente quieren saber la opinión de escogidas personas y de los tres que me han enviado, el tuyo, el mío y el que regalaré a otro amigo son los primeros en llegar a España. Eso sí, tendrás que transmitirme tus impresiones después de darle uso.
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Albert, sonriente, se muestra agradecido y le promete que así lo hará. No le faltan ganas de comprobar este adelanto.

La conversación continúa en torno a la importancia que tendría para el desarrollo de la minería en la Sierra Morena que les llegara un buen servicio eléctrico. Y más que salvar las dificultades orográficas para dar esa distribución a la zona, pensar en una pequeña central hidroeléctrica aprovechando precisamente los recursos hídricos de los que aquel paisaje está dotado. Debaten sobre el hándicap de la poca población de la comarca y la falta de centros productivos que hicieran rentable la inversión, etc. etc.

Por otro lado no dejan de manifestar sus temores por el clima beligerante que se respira más allá de los Pirineos y el riesgo de que tanto armarse les lleven al desastre aunque por otras, puede que esa misma razón los contenga.
Albert se abre de brazos con expresión interrogante contemporizando que aunque su empresa se dedique, entre otras, a fabricar cañones, él prefiere la paz. El pragmatismo es imprescindible cuando las circunstancias son complejas o inciertas.
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Veloz pasa el tiempo y hoy se ha prolongado este encuentro más de lo habitual debido al novedoso “kit de planchado”. Son las 11:00 y ambos se levantan para continuar con los respectivos compromisos de la jornada festiva. En la despedida están cuando un empleado del hotel se les acerca y en una pequeña bandeja entrega a Albert lo que se aprecia es un telegrama.
La palidez de su cara al leerlo inquieta a Otto y el desconcierto es absoluto cuando lo relee en voz alta con trémula voz: “Heute um 10:45 Uhr wurden Erzherzog Franz Ferdinand von Österreich und seine Frau ermordet. Kriegserklärung steht unmittelbar bevor. Rückkehr dringend erforderlich.“
(Hoy 10:45 asesinado archiduque Francisco Fernando de Austria y esposa. Inminente declaración guerra. Vuelva urgente).
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El asesinato de Sarajevo en una revista de la época.

MEDIA VIDA
Cierto, ha sido desmesurado lo vivido hasta hoy y a su cabeza vuelven recuerdos terribles de tan cruenta contienda en la que participó acabándola de capitán.


Recuerda la llegada a este sur de España, ligero de equipajes y cómo vuelve no solo cargado de equipaje, también de nostalgias aunque satisfecho por cuanto ha llevado a cabo para su empresa y que ahora, en este 1926, en el que no cesa la inestabilidad en Europa, lo reclama para otra aventura.  
Los últimos años los ha pasado en El Pedroso, viviendo cómodamente en la casa familiar de su proveedor y ya amigo, José Guerra, que le ofreció dos amplias habitaciones en la planta superior para que se acomodara. Y todo "por culpa" del mineral de hierro de las minas de San Manuel y otra menor en Cazalla, de las que este empresario tiene la concesión, su calidad supera con creces lo que hay por la zona y mucho más allá, así que es razón de sobra para esta, que él preveía, prolongada estancia en El Pedroso.
El control del volumen de compra firmado requiere cada vez más su presencia de manera permanente y con la adecuación para habilitar sus estancias, que ha concretado con su anfitrión, piensa que sobrevivirá a este periodo que nunca será peor que el sufrido en la “Der Weltkrieg”.


Aunque la actividad minera no ha cesado, antes al contrario debido a la guerra europea, el pueblo no ha cambiado mucho desde la primera vez que lo visitó, pero los habitantes de esta casa disfrutan de un buen nivel de vida, incluyendo servicio de luz eléctrica y agua corriente. Por su cuenta y gestionado con proveedores de la capital, ha terminado de amueblar, con todas las comodidades, las dos amplias habitaciones cedidas en la parte de arriba a las que hasta los nuevos cortinajes les dan la prestancia necesaria, y si añadimos el solárium, también adecuado a su gusto y la ampliación del cuarto de baño llevada a cabo bajo sus criterios pero esto sí, a costa del dueño de la casa, nada tienen que envidiar a sus comodidades en el sevillano Hotel de Inglaterra.
Ha preferido no utilizar el servicio de la casa y, diariamente, una mujer del pueblo se acerca bien temprano cada mañana a realizar en sus espacios las imprescindibles tareas domésticas.
Ahora bien, pese a tanta comodidad y por su permanente trashumancia, siempre tiene dispuesto el pequeño maletín con los necesarios enseres de aseo y presentación personal, pues rara es la semana que no ha de desplazarse a otros destinos o sencillamente a Sevilla y pasar uno o dos días en “mi fonda” como él gusta llamar al mencionado hotel. Y no le falta razón pues en 1857, tras el derribo del Convento Casa Grande de San Francisco, se construyó la que entonces era la “Fonda de Londres”, que con el tiempo se convertiría en el establecimiento más prestigioso de Sevilla ya con la denominación de hotel referida. ¡Qué huerto tan magnífico tenían aquellos franciscanos! O eso le había contado Roberto, el conserje, que fue parte de la Plaza Nueva por la que a primeras horas de la mañana, como ya sabemos, acostumbraba a pasear. Él, correspondiéndole a tan preciada información en sus matutinas salidas, lo saludaba según le viniera el día: Roberto, me voy a dar un paseo por la huerta... o: Roberto, me voy a meditar por el claustro. 
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Podría parecer que sólo la austeridad hubiese marcado etapa tan importante de su vida, y no, ese matutino paseo por “la huerta” había estado precedido en más de dos y tres… ocasiones por la placentera brisa de la madrugada paseando por las callejas de Triana de vuelta al hotel, a unas horas en las que ya se pierden los ecos de las guitarras y el aroma de la manzanilla va dejando paso al jazmín y a la dama de noche que saltan alegres por encima de las tapias de algún patio de vecinos.
Desde aquella primera vez en que la curiosidad le hizo entrar al tablao y se sentó en una discreta mesa, hasta llegar a los recuerdos de hoy, Albert pasó de la elegante compostura al desenfado de relajar la corbata en amigable y fascinada charla con Remedios, la bailaora a la que no pudo aguantar la mirada de aquellos ojos negros a los que sucumbió.

No fue su único “affaire”, siempre discretos, pero que encendían aún más su entusiasmo por estas veladas de la mano de su amigo, el gran maestro del duende, Realito, con el que trabó una sincera amistad formando parte de su círculo más íntimo, el de la Sevilla más honda y auténtica.


El maletín mencionado más arriba, reposaba en una pequeña mesita a la entrada de la ambivalente sala de estar y despacho pedroseños, mesita que parecería hecha para acogerlo y situada en el lugar adecuado para que no se le olvidase al salir, como si del Santo Grial se tratara pues en ella, además de los objetos de aseo personal, va la caja metálica con la planchita de viaje que le regalara en tan recordado y trágico día, su amigo Otto.
Recuerdos y más recuerdos.

Este traslado, no por inesperado dejaba de ser previsible, era uno más en su vida, también vividos en su época militar, así que, al caso, se trataba de cumplir ordenes pero al servicio de causas civiles. Y a ese racional pensamiento se aferraba para que nada extraño irrumpiera en su disciplinada forma de ser.

Tras el gasto llevado a cabo en la adecuación de las habitaciones y con tan precipitado regreso, su empresa, sorpresivamente, le pide que traslade todo el mobiliario y enseres adquiridos para adecuar sus estancias pedroseñas, hasta Alemania, así que desde ayer ya reposan muebles y ajuar bien embalados en las bodegas del carguero que también tomará él. Ha sido una ventaja que pudiera contratar un vagón de mercancías que se unió al tren que transportaba el mineral de hierro en los vagones tolva desde la estación de El Pedroso hasta el puerto de Sevilla. Se trataba del inerte que quedaba tras la conflictiva ruptura del contrato y que tan compleja situación le creó con José Guerra.
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Él partirá al día siguiente en el ómnibus que pasa por El Pedroso a las ocho de la mañana, con lo que todo va cronometrado para trasladarse hasta el barco en taxi.
No son muchos los diez minutos de retraso que lleva el tren desde que partió de Gijón y por la breve parada, se ve que el maquinista tiene intención de recuperarlos. 

​Aún no se ha disipado el humo que nubla la llegada cuando un silbido agudo rasga el aire inmóvil de la mañana. La locomotora, negra y poderosa, exhala una primera bocanada de vapor como un suspiro contenido por años como si fuera cómplice de las añoranzas de Albert. Las pesadas ruedas chirrían al empezar a girar con un ritmo torpe, casi dudoso. El tren tiembla, se sacude, y luego avanza con solemnidad. Todo se mueve despacio… pero ya no hay vuelta atrás. El viaje ha comenzado. La estación de El Pedroso también le da su adiós definitivo, los primero árboles que discurren ante la ventanilla comienzan a diluir el pueblo en un eco lejano, una sombra fugaz.
Y por un momento siente que también lleva el alma cargada de equipaje, historias, recuerdos, un eterno quizás.
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A la llegada a Sevilla un mozo de estación cargó las maletas más grandes en la carretilla mientras él portaba su pequeño maletín en mano. ​
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No era un gran fumador, pero el hecho de liar un cigarrillo como le habían enseñado los mineros pedroseños, le relajaba, y era el momento. Sacó la petaca y el librito de papel Bambú del estuche metálico, depositó la maletita delante de la carretilla para facilitar el liado y tras la manufactura, llevó el pitillo a sus labios para encenderlo, adelantándose para llamar al taxi mientras las bocanadas de humo se diluían mezclado ya en la frenética vorágine de la estación.

El taxista carga todo ayudado del mozo que ha trasportado el equipaje, refrendando con él y con su cliente que son tres el número de bultos cargados. Ni el maletero es consciente de que falta una maletita que no cargó y que tampoco observó como se caía poco después de que Albert la dejara delante de las demás para liar el cigarrillo, ni ahora su dueño está atento al recuento.

Y en marcha.
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El taxista ve el tumulto de la detención de un rapaz por dos policías, mientras cae al suelo y una pequeña maleta vuela desde sus infantiles manos, comentando con su cliente lo que sucede sin que el pasajero le preste mucha atención.
- El pan nuestro de cada día, señor. De raterillos y rateros estamos bien servidos.
Y así el vehículo emprende el camino al puerto sevillano donde Albert se reencontrará con el mismo carguero que lo trajo por primera vez hasta aquí, eso sí, al igual que él, con sus motores y turbinas más desgastados y salobres, pero después de tantos años, seguro que con el camino aprendido para devolverlo con bien a su origen. 
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Ya en su camarote, no pone interés en los detalles, también para él han sido muchas las idas y venidas y sabe que son al menos siete días de austeridad franciscana (pero sin su huerto) hasta llegar a Hamburgo. Espera que las aguas gallegas no le obliguen, como en la vez anterior, a devolver al mar desayuno, almuerzo y cena para regocijo de los peces por tan generoso y nutritivo regalo.

Dispuesto a afrontar lo que del océano viniera en este regreso, salió a cubierta a oler por última vez el perfume a azahar que los naranjos sevillanos esparcían por doquier. Un perfume que por siempre llevaría asociado a la nostalgia y que también le trasladaba hasta aquel amor frustrado, aunque Amparo solo usara “Chypre” la fragancia que el perfumista Françoise Coti lanzara en 1917 con fonde de musgo de roble mas la complejidad de la algalia, pachuli, styrax, incienso y, quién sabe cuánta seducción más le había explicado aquella vendedora de la ​perfumería berlinesa cuando, sabiendo de esta preferencia de Amparo, nuestro ingeniero se lo trajo de regalo a la vuelta de uno de sus viajes. Demasiada complejidad, quizá como la imposible relación con su destinataria, que por encima de aquellas notas de seducción, ejerció tan fuerte atractivo en él, cosa que no se produjo a la recíproca. Hay que reconocer que si por el aroma fuera, Albert no había pasado de la loción para después del afeitado y muy
discretamente 4711, aquel perfume cuya formula creó en Colonia un austero monje.
También se lleva la incógnita de lo que pensaba de la relación frustrada el padre de Amparo, su amigo José Guerra.

El puerto de Sevilla bulle con ecos de voces, silbatos y gaviotas, pero en su pecho reina un silencio denso, mezcla de expectativa y extraño arraigo a esta tierra. Quizá sea eso lo que le abstrae del entorno y vuelve al fragante pero sencillo azahar que ahora se mezcla en las pituitarias de Albert con los aromas de los montes donde lo llevaba su oficio. El tomillo, el romero, el cantueso y la jara y hasta la miel de encina jugaban un papel en aquella fórmula de la nostalgia al abandonarse en el recuerdo de las sierras de El Pedroso donde además, el sudor de los mineros terminaban de conformar el almizcle que lo unía todo. Y ciertamente, de este no faltaba en las duras condiciones de vida que, por otras, él había inducido para mejorar en todo lo posible.  

Así que se equivocaba José Guerra cuando comentaba entre los suyos, que “Artur Weyer se fue con lo mismo que vino”, quizá su carácter reservado engañó al empresario, pues el alemán llevaría por siempre en su alma un trozo de tanto vivido en aquel remoto pueblecito andaluz al que llegó con tantas reticencias pero del que se fue con tanta nostalgia. Aunque ¿puede que que el padre de su amada pensara que vino soltero y soltero se fue?

MARÍA LA LAVANDERA
El primoroso rótulo sobre la puerta, daba oficialidad a aquel cuarto que en principio solo era un a modo de desván, donde iban a parar los olvidos, que no los desafectos.
Mariano González, el jefe de estación de Plaza de Armas, quería dotar a este nuevo espacio con criterios racionales al servicio de los viajeros. Por ello, había puesto empeño en que contara con cuanto fuera necesario incluyendo un libro de normas que daban solución a cualquier pregunta que pudiera hacerse el responsable de la que ya se titulaba OFICINA DE OBJETOS PERDIDOS.

María la lavandera era conocida como asidua viajera a la capital. Una vez en semana hacía el recorrido El Pedroso – Sevilla y viceversa. Aunque su marido Rafaé trabajaba en las minas, había encontrado la manera perfecta para ganarse el pan no solo con sus tareas del hogar y la limpieza en alguna casa, de modo que resultó  buena fórmula el añadirle el lavado de la ropa de familias sevillanas con recursos y devolverla en pocos días limpia y planchada, con olor al espliego donde se secaba tendida al sol en el paraje de la Madroñera. El agua de la sierra, el jabón casero y una buena piedra de porrilla a modo de refregador, no hacían el resto, ella y su hija mayor, que a la sazón tenía catorce años, se dejaban los nudillos de las manos para juntar esos elementos y obtener el primoroso resultado final, tan apreciado por su clientela.
 

Esa mañana habían visto a “Don Alberto” (como ella llamaba al ingeniero alemán) que por desgracia se marchaba para no volver, perdiendo a un buen cliente en su mismo pueblo. Poco había que hacer ya en las habitaciones vacías a excepción del somier y el colchón, pero su empleador le había demandado que diera un último repaso de limpieza y dejara todo en orden aunque nada hubiera que ordenar. Con la entrega de un generoso regalo económico, María lo despidió con lágrimas en los ojos mientras le besaba las manos agradecida. 

Poco después, ella y sus dos hijos, cargando con tres grandes cestas de ropa impoluta, también subían al tren diciendo adiós a Don Alberto que a lo lejos ya entraba al vagón de primera clase. María buscó acomodo en tercera, allá al final del convoy casi llegando al Puente de la Vía. 
En esta ocasión la acompañaba, además de su hija, Rafalín, el hermano que le sigue en edad, para poder transportar las dos cestas, más la que la madre llevaba en la cabeza. Toda una odisea para subir al vagón tamaña mercancía que no por repetida esta situación, deja de tener su enjundia. Con su gracejo, ha conseguido tener de cómplices a cuantos revisores hacen la Ruta de la Plata, permitiéndole que las cestas, situadas una sobre otras, ocupen el espacio muerto de la plataforma entre vagones, ahorrándole el costo de facturarlas. En tal circunstancias, bien se cuida María de que la carbonilla no arruine tanto esfuerzo y sendas bolsas de tela protegen las prendas dentro de las cestas.
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A la llegada a Sevilla, andando por el andén, observa como los viajeros que la preceden esquivan una pequeña maleta que reconoce enseguida.  
- ¡Es la maletita de aseo de “Don Alberto”! Exclama azorada. 
Le dice a Rafalín que la coja y salga corriendo a ver si alcanza a su dueño. Esa carrera se verá interrumpida al salir de la estación cuando dos policías paran en seco al chaval poniéndole uno de ellos la zancadilla que lo hace caer y, consecuentemente, propiciar el vuelo de la pequeña maleta unos metros más allá. No es la primera vez ni será la última, que un rápido ladronzuelo se apropia de lo ajeno para emprender los cien metros libres. Este no ha llegado ni a veinticinco, dialogan ufanos los agentes tras haber cobrado “su presa”. 

Si hubiera ocurrido pocos minutos antes, el recorrido aéreo de la maletita habría dado de lleno en Albert Weyer que ya, y en el taxi, partía hacia el Puerto de Sevilla cargado de equipaje hasta en la vaca. 
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Llevó su tiempo deshacer el entuerto con los agentes pues trasladados, madre, hijos, cestas de ropa y maletita a las dependencias que la policía tenía en la misma estación, resultaba imposible convencerlos de que no había “malas jindamas” por parte del detenido. Y esa y no otra era la situación de María y sus hijos hasta que llegó el Jefe de Estación al que la mujer reclamaba con insistencia a modo de avalista que demostrara su honradez. Una vez allí, María vuelve a explicar las circunstancias y en un rasgo de buena voluntad y candidez, pretende que lleven la maletita al puerto de Sevilla y busquen a “don Alberto” para entregárselo. O que la dejen a ella hacerlo. Finalmente y bajo la responsabilidad de Don Mariano, pero custodiada por “estos dos señores que son mu amables” como constantemente llama a los policías nuestra lavandera, deciden trasladarse hasta aquella flamante OFICINA DE OBJETOS PERDIDOS donde, ante el responsable de la misma, mas el Jefe de Estación y sus captores, María repite una y otra vez la importancia de entregarla rápidamente a su dueño, enumerando repetidamente y con detalle su contenido como si de una letanía se tratara. 
En efecto, este caso no viene reflejado en el manual, reconoce Mariano a su subordinado. 

Se miran policías y empleados del ferrocarril por ver quién da la solución. Pero todos saben que aquella madre no va a permitir que se lleven preso a su vástago por muy mala fama que se le suponga a un desaliñado chiquillo corriendo con una maletita.  
- Venga don Mariano – le inquiere ella al jefe de estación – dígales a estos señores que la abran y verán que digo la verdad. 
Y un policía, sin más dilación, harto de tanto oír la misma cantinela hace saltar las dos débiles cerraduras con una pequeña navaja. 
Sin pensarlo dos veces, María abre la maletita y va extrayendo el contenido repitiendo a la vez cuanto ya habían oído, ni se sabe cuantas veces:
- ¿Os lo dije o no os lo dije?, aquí están sus zapatillas, sus dos peines, su barra de afeitar y su maquinilla, mírenla, monísima en esta cajita así de chica, dos cepillos con los que se frota los dientes con la pasta de ese tubo y el bote con el líquido verde pa la boca, el de bicarbonato, el de colonia con un número y el otro bote que se echa después de afeitarse, su albornoz y una toallita recién lavá y planchá y el espejito que le compré porque se le rompió el que trajo y eso da mal fario. Y por cierto, también  esa plancha del diablo que tiene metía en una fiambrera, que en vez de ponerle carbón la enchufa y la calienta.
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Ante el asombro de los  vigilantes del orden público y las socarronas sonrisas del Jefe de Estación y el responsable de Objetos Perdidos, nada extrañados de que María dijera la verdad, los cargos contra  “Rafalín el hijo de la lavandera” se disiparon al momento. Y a la vista de la ridícula situación en la que se quedaron sus captores, no exentos de prejuicios, Mariano, antes que “las fuerzas del orden” dijera la última palabra, sentenció:  
- María, aquí pone la dirección del Sr. Albert Weyer en Alemania, pero el remitente figura que es Don José Guerra en calle de la Estación, 15 de El Pedroso. Así que cuando hoy vuelvas de tus tareas en Sevilla y antes de coger el tren para tu pueblo, pasas por esta oficina y te llevas la maletita para entregársela a Don José en persona y que él ya disponga. Y atiende, no saques billetes porque hoy tú y tus hijos tenéis la vuelta a casa gratis. Ahora te los doy. Eso sí, que don José te firme el recibido de la maletita y su contenido y me lo traes el próximo día. 
- Usted iba pa rey Salomón don Mariano – se expresó María agradecida mientras le cogía las manos y besándoselas, le propuso echarle la buenaventura. 
- No soy gitana don Mariano, pero sé echar la buenaventura.
- Deja, deja, hoy ya vamos bien de venturas y buenas aventuras, que con tanto rigor, a saber cuántos rateros han dejado pasar “estos señores tan amables” – dijo con retintín mirando con sorna a los policías.-
No debieron entender la ironía aquellos sesudos sabuesos, presos aún del desconcierto ante aquel peculiar juez y su sentencia, que sin más y al unísono daban por acatado el veredicto. 

Y como el lector imagina, nuestra lavandera cumplió el encargo con presteza, yendo directa desde la estación del pueblo a la cercana casa del empresario minero. Este no salía de su asombro y de no ser por el membrete del papel que había de firmar y la redacción tan oficial de aquel escrito a máquina, no habría accedido a dejar la importante tarea que lo ocupaba para recibir personalmente a María la lavandera. 
Incrédulo abrió la pequeña maleta para comprobar el contenido que se citaba en el papel al tiempo que María le cuenta la desgracia vivida en Sevilla y, perentoriamente, advierte de la importancia de que “Don Alberto” reciba su maletita cuanto antes. 
José Guerra, sin apartar los ojos de aquellos sencillos objetos, se preguntaba perplejo el porqué Albert se llevaba una fiambrera. Quizá algún producto serrano le había cautivado, pero en la retahíla que aquella mujer le repetía abrió la que parecía, eso, una fiambrera y asombrado encontró la planchita referida. Jamás pensó que tan pequeño recipiente pudiera contener semejante artefacto. Y por un momento creyó que estaba entrando en la intimidad de su cliente, amigo y huésped.
Pese a todo, su mente seguía en la importante transacción que le ocupaba en aquel momento, pues las toneladas de mineral de hierro que estaban cargando en la estación y que saldrían en fecha fijada rumbo a Inglaterra, pesaban más que aquel ajuar de viaje de su teutón amigo. 
- María, no se preocupe, seguro que “Don Alberto” como usted le llama ya va surcando esos mares de Dios y en el propio barco le habrán procurado cuanto necesite. 
No estaba muy conforme María, así que le encomendó un encargo. 
- Don José, lo comprendo, pero no me quedo conforme, así que como usted viaja mucho, haga el favor de entregárselo en persona en cuanto lo vea. 
Quedó así la cosa, pero no pasaron quince días cuando en conversación telefónica entre el ingeniero de minas y el empresario afincado en El Pedroso, éste le cuenta la historia de su maletita. 
Conmovido ante la honradez de María, le pide a su amigo que se la haga llegar a la mujer como recuerdo de su parte y en agradecimiento por tanta honestidad y cuanto bueno le sirvió en su estancia pedroseña. Y aunque fuera pequeñita, que procurara usar aquella plancha por lo práctica que le resultará.

Albert Weyer no sabría nunca que en la humilde casa de los Romero Monje, en el extrarradio del pueblo, jamás entró la electricidad y aún pasaría una generación hasta que una bujía de 25 vatios alumbró la mesa camilla.
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CHRISTIAN DIOR Y SU FAMOSO VESTIDO TAILLEUR BAR
Aquel día de Mayo de 1950, una nieta de nuestra protagonista, ha terminado de confeccionarse el traje de chaqueta con el que se va a casar al día siguiente.

- Abuela, sabes qué te digo, que voy a planchar el traje con la planchita de don Alberto.
- Muy bien -dice la abuela María sabiendo que es un imposible- pero después deja todo recogido, que ese hombre volverá alguna vez y no quiero yo que se encuentre la maletita desordenada.
​Pese a que, tantos años atrás, José Guerra le comunicara que era un regalo de Albert Weyer, bien claro le quedó al empresario que en cuanto volviera su amigo por el pueblo, le entregaría la maleta que... ¡menudo regalo! un trasto más encima del armario.


A punto hemos estado de acabar esta historia con un disgusto. Macarena conecta las clavijas triples de la base a la hembra del aparato donde indica 125 y hasta aquí todo bien. Del techo, junto a la tira de papel atrapamoscas, cuelga  la bombilla y su portalámparas, de aquellos que también tenían para enchufar. Lo sujeta con una mano y con la otra mete la clavija del otro extremo del artilugio en el mencionado enchufe  y… un gran chispazo la hace retroceder fundiendo además los plomos.
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El grito de Macarena deja impasible a la abuela María, que ríe con ganas mientras toma a sorbitos el café de achicoria.
​

Hubo boda al día siguiente. Y la novia lució un traje de chaqueta planchado con aquella otra plancha de carbón que tanto desgastó María.

Macarena iba monísima con un modelo de Christian Dior. Para la ocasión se había comprado la revista “El hogar y la moda” en la tienda de “Lorenzo el de la droguería“. Dentro estaba el patrón de su vestido y no le fue difícil enjaretar todo con la ayuda de su vecina la costurera... Eso sí, con sumo cuidado repintó la portada cambiando el negro de la falda y el sombrero por un verde oliva y añadiéndole una rejilla blanca en la cara. Entiéndase que no le faltó la ayuda del comerciante que en una paqueña latita preparó el color tal que ella quería y proveyó de finos pinceles.
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El titular de la revista anunciaba aquel icónico vestido como “UNA SILUETA FEMENINA Y ELEGANTE” y el texto lo describía al detalle en el interior:
“Chaqueta de seda salvaje color marfil, muy entallada y largo por debajo de la cadera, escote en pico con cuello de punta y hojas del delantero vueltas a modo de solapa, con corte de pecho vertical y espalda con dos costadillos y costura central.
Falda largo a media pierna realizada en tafetán (esterilla cresponada) de algodón mercerizado color negro. Toda ella tableada hacia la izquierda con tablas en plisado "plissé du soleil" de diferente ancho, en la cintura dos centímetros y en el bajo cuatro centímetros.”


- Hija mía, serás mu buena cosiendo, pero lo dejas to por medio y aquí está la abuela María pa recogé.
Arregló "los plomos", como por allí llamaban a los fusibles y ya con luz, cuidadosamente limpió el chamuscado de la clavija. Volvió a enrollar el cable sobre la base que metió en el recipiente, colocó la siguiente plataforma y la planchita en su interior, puso la tapa, cerró con sus trabillas y volvió a colocarlo todo en la maletita tal que hiciera aquel 2 de Abril de 1925. Como pudo se subió a una silla dejando la pequeña maleta encima del ropero mientras se preguntaba por dónde andará este puñetero alemán que aún no ha tenido tiempo de recogerla.

Eso sí, su nieta iba preciosa. Lástima que la vieran tan pocos en el pueblo pues la boda se celebró antes del amanecer porque los novios tenían que irse en el ómnibus de las ocho de la mañana para Sevilla. María les había pagado la pensión para la noche de bodas. Conste que la invitación en el casino a chocolate con churros para toda la familia la pagó el padre del novio.
¿Que cómo llegó a mis manos aquella planchita metida en una fiambrera? Bueno, esa es otra historia, o mejor, la continuación de esta, que sin más dilación os cuento sin entrar en detalles que por hoy ya está bien. 

RASTREANDO POR EL JUEVES
​
El Jueves 22 de mayo de 2025 hacía un día espléndido en Sevilla, una mañana de paseo de las que vislumbras amenas charla delante de una cervecita en Casa Vizcaíno tras dar una vuelta por los puestos de “El Jueves”.
Dicen que ya no se encuentra nada de interés por allí, que ya no es lo que era, que solo hay reproducciones, que, que y que… ¿Y qué? Pues que este jueves nos vamos al Jueves.
Y allí que estamos picoteando por los puestos cuando la fresca mañana da paso a la soleá que nos abraza y abrasa cálidamente. ¡Qué caló! Y ahí, justo ahí apareció en el último puesto del recorrido.
- ¿Que es eso?
- Parece una caja antigua de esterilización.
- ¿Con asas de mimbre? Qué raro.
- Entonces es una fiambrera de campaña.
- ¿Así de brillante? Me extraña.
- Puedo?
- Puede.
- Qué cosa más curiosa. ¿No?
- Sí, es rara, sí.
- ¿Y de dónde saldrán estas cosas?
- Averigua.
- En este caso está to averiguao.
- ¿No me diga? Cuente cuente.
- Eso era de una tatatara…buela mía. Bueno de ella no, de un alemán que se lo regaló. Si os lo quedáis os cuento la historia.
- Me lo quedo. Pero con este solano… como sea muy larga la historia nos vamos a tostar.
- Eso se arregla en el Vizcaíno con tres cervezas… que ya son las dos y estoy recogiendo antes de que se me tueste la mercancía.
- Pues que sean.
- Ea, recojo y allí nos vemos.
Y allí nos vimos… y no dieron las tres y las cuatro y las…
No, no nos desnudamos como dice la canción de Sabina, pero María, la lavandera de El Pedroso, sabe que la fiambrera con la planchita de Albert Weyer la ha dejado su tatatara… nieto en buenas manos.
​
Algunas de las relaciones entre los personaje y todo lo demás en torno a "la fiambrera", forma parte del imaginario y de esa inspiración que contienen los antiguos objetos en su espera paciente (sobre aceras o improvisados puestos de chamarileros) a que alguien los rescate, sabedores que en ellos siempre hay una historia, imaginada, real, ambas cosas o ¡a saber!
Pero de todas las verdades que aquí son, de la que no hay duda es que puedes ver "la auténtica fiambrera” (con todo su aparataje), figurando ya entre los muchos objetos curiosos de mi colección: 
​PULSA EN LA IMÁGEN
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​AGRADECIDO:
Este relato ha sido posible gracias a cuanto de cierto y documentado sobre Albert Weyer y El Pedroso ha tenido a bien aportarme José Mª Odriozola Sáez además de largas charlas sobre la vida y obra de su proveedor, amigo ¡y casero! José Guerra. Mucho queda aún por contar del ingeniero alemán y a él dejo la encomienda.

Sobre Otto Engelhardt, su entregada vida a la ciudad que lo acogió y su triste final, asesinado en 1936, hay amplia información en internet. https://es.wikipedia.org/wiki/Otto_Engelhardt.

No quiero dejar pasar el agradecimiento a mi buen amigo Winoco, autor de las fotografías, allá por el siglo pasado, de la estación de El Pedroso, que dieron pié a la acuarela de este tema que ilustra el relato. Dejo aparte al creador de las mismas con el que me une un vínculo indisoluble.
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NOTA: Para los que han recabado datos fehacientes de la historia minera de El Pedroso y expertos son en ello, decirles que este es un relato de ficción en el que se incluyen hechos y datos reales, si alguno no coincide con sus investigaciones, ruego su benevolencia al tiempo que les agradezco su corrección que con gusto atenderé. 


Un relato de la serie:
Mis paseos por Rastros y Jueves.

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