El 26 de Mayo de 1926 nació en Cazalla de la Sierra José Sánchez Cubero”… De esta forma me pidió José “El Conejo” que comenzara el escrito y así va a ser; pero esta historia empieza tres años antes de su nacimiento en la plaza Mayor de Cazalla. Una multitud de curiosos se arremolinaban y no era para menos; se sorteaban entre más de doscientas familias solicitantes setenta y dos lotes en la finca “El Galeón”. En la puerta del ayuntamiento presidía la mesa el Conde de Jimeno, médico valenciano por entonces gobernador civil de Sevilla; le acompañaba el alcalde Don Camilo Pérez Durán, el párroco y el Ingeniero Jefe. Congregados alrededor, se apretaban para salir en las fotos un sargento de la Guardia Civil con varios números, autoridades y fuerzas vivas de Cazalla. Dos urnas de cristal contenían los números de los lotes de colonización de la Cooperativa Agrícola “El Galeón” y los correspondientes a cada solicitante. Todos los cabeza de familia participantes habían acreditado una economía desvalida, no tener nada pendiente con la justicia y ser buenos cristianos. Conocedores de lo que se jugaban rezaban con más o menos fe por los mejores lotes. Los lotes que lindaban con la Atalaya eran buenos para sembrar trigo, pero poco abundantes de agua; las mejores eran las que estaban en la parte más baja de la antigua finca municipal. Las linderas a “Las Umbrías” y “los Cardadales” tenían agua abundante: una de ellas tenía una presa en el San Pedro para regar una hectárea de huerto y la otra una buena huerta regada por una noria y una pequeña alberquita que recogía agua del arroyo de Quintanilla. Justa y José eran un matrimonio de honrados hortelanos que sabían vivir con poco. Trabajaban desde hacía mucho tiempo en “Los Llanos de San Sebastián”, finca cercana a Cazalla; en aquel momento criaban a seis de sus hijos y estaban allí aquella mañana, pero la suerte de nuevo no les acompañó. Sucedió lo esperado: tras el sorteo volvieron resignados a su trabajo y a su vida diaria. Pasaron los años, los buenos y los malos y llegaron cuatro hijos más. A los diez le procuraron sustento, educación y valores. Trabajando y esforzándose envejecieron… Aun así, José “El Conejo” se dedicaría a la profesión de su padre, al igual que sus hermanos Modesto y Carmelo, que aunque jóvenes, ya trabajaban en “La Huerta de Asaín”. José trabajó sin queja en varias fincas en Cazalla y al cumplir los treinta años, ya con mujer e hijos, le ofrecieron el alquiler de una buena huerta en El Pedroso al que su hortelano, Valentín, ya no podía atender por su edad y salud. No lo pensó dos veces, el sería el nuevo hortelano de la “Huerta del Tardón”. Frente a mí está sentado José y pese a sus 93 años, sigue siendo un hombre fuerte y membrudo al igual que lo fueron su padre y todos sus hermanos; con sus enormes manos sobre la mesa cuenta recordando: -“Trabajé como un mulo y tocando todos los palos: tomates, pimientos, berenjenas, habas, maíz, limones dulces y de los otros. Para complementar el huerto planté veintinueve higueras, varios perales, dos granados, tres membrillos y veinticinco naranjos. En un extremo de la huerta planté una tabla de papas, que eran más seguras y querían menos agua”. “Como nunca me gustaron los químicos ni tenía dinero para comprarlos, me procuraba el estiércol de las muchas cuadras que había entonces en el pueblo”. A los once años de mucho trabajar y pagar religiosamente su renta, le llegaron avisos que vendían la Huerta del Tardón. Asustado y envalentonado pidió a la Caja Rural tres millones de las antiguas pesetas (toda una fortuna para él) por aquellas dos hectáreas y media y volvió a apretarse el cinturón; trabajó más, compró vacas de leche a “los gitanos blancos de la campiña” y les sembró maíz verde, alfalfa y grano… José, sigue teniendo la cabeza muy clara, conserva una salud envidiable a pesar que su mastín “Tigre” le partiese la pierna por varios sitios cuando ya había cumplido los 80 años. Con los ojos vidriosos recuerda los sacrificios y las alegrías. Haciendo una pausa y mirándome fijamente me dijo: -“Niño, ni entonces ni ahora. Nadie se hace rico siendo hortelano”. Charlábamos en su casa del Tardón y me preguntaba extrañado el interés que yo tenía por las huertas; hablaba a la vez que recordaba y volvían a su memoria gentes que ya no estaban, situaciones cómicas, alegrías, también momentos duros... Me contaba con cara divertida que el último millón se le atragantó y que los nuevos directores de la Caja en Cazalla le dieron un ultimátum. Hizo una pausa y señalando con la cabeza hacia la ermita del Cristo me dijo: -“A mí lo que me salvó fue el Cristo” Ensimismado con sus anécdotas y personajes, entendí el comentario como el agradecimiento de un creyente y le pregunté ¿el de la ermita, verdad? Y el riendo me aclaró: -No, el de la ermita no, ¡el Molino!. Al ver mi cara extrañada, entornó un instante los ojos y se dijo: -¡Que le den por c…!, te lo voy a contar, hombre: -Aquel bendito año se vino con un cosechón de aceituna tan exagerado que los montones de aceituna se elevaron delante del molino hasta lo más alto de los tapiales desde Noviembre hasta Junio. El fruto se atrojaba y aunque se molía a tres turnos, aquello no avanzaba. Tanta prisa se daban con la prensa en volverla a cargar que el rebose de la misma máquina, el de los capachos al limpiarlos y el de los montones de aceitunas y del alpechín formaban pequeños arroyos que tenían por salida natural la huerta de José “El Conejo”. José al ver todo ese alpechín entrando por su huerta se espantó, Creyó que aquello arruinaría sus buenas tierras y sin pensárselo cogió una azada y se dirigió con gesto sereno al molino para encauzar el problema… Observaba el desastre y a medida que avanzaba se calmaba. Tanto se calmó que terminó cavando varias besanas con la pendiente adecuada para que todo aquello desembocase lentamente en varias charcas, donde con nocturnidad y ayudado de una sartén espumaba la espesa capa de borra de aceite que nadaba sobre el alpechín. Me contaba con cara divertida que un día por otro llenaba dos bidones por los que le pagaban cincuenta duros en Lora del Rio. ¡Como vería el negocio que se envalentonó con aquellas ganancias y firmó más letras para comprar más vacas frisonas! Me decía agarrándome la mano: -“Niño, a mas vacas más trabajo y más leche…y más dinero para pagar las dichosas letras de la Caja Rural, pero a los tres años liquidé mi deuda y entonces empecé a ganar dinero para mí”. Yo seguía importunándole y haciéndole recordar apodos y el porqué de aquellos topónimos y él cerrando los ojos, volvía a hacer memoria y como recitando la tabla de multiplicar, recordaba y con paciencia decía: -“Vamos a ver, en la parte baja del pueblo era donde más huertas había. En dirección a la Ribera, cruzando el paso de la vía, tenía el padre de “Patachula” un buen huerto poco antes de la “Huerta de la Loba”, allí los hortelanos de verdad fueron el lobo padre y la loba; los niños nunca lo fueron y por eso cuando murieron los viejos se acabó todo”. Aunque Pepe y Fernando eran ya hombres hechos y derechos, seguían peleando como adolescentes. Vivieron juntos bastantes años en la pequeña casa de la “Huerta de La Loba”. El menor de los dos hermanos Lobo, Pepe, se hizo tractorista y a veces, en su vía crucis nocturno por las tabernas de El Pedroso, presumía enfrascado en su empolvado mono azul que cuando se le acababa el agua en Montegil, para no parar la labor, bebía el gas-oil del Fiat de cadenas. Murió joven y su hermano, de igual vida desordenada, le acompañó algunos años después; aunque a Fernando el que lo remató fue un rayo mientras, calado hasta los huesos, cavaba con la azada una gavia en la entrada de su Huerta. Recordaba riendo José “El conejo” que cada vez que Fernando tomaba algún vinillo de más, terminaba recitando con voz gangosa un ripio de cosecha propia: “Que guarrería cambiar melones por sandías y para colmo, que estén podrías”. Siguiendo la misma carretera, un poco más abajo, estaba la noria de la huerta en medio de los llanos de “La Pelagia”. Tenía fama por abundante aún en los años más secos. Bajo un zarzal enorme encaramado a una higuera, se puede apreciar hoy la magnífica y potente fábrica en ladrillo y mortero de cal. José “El Conejo” recuerda perfectamente a su hortelano, un hombre serio de baja estatura y desmesuradas espaldas que se llamaba Félix. Un pequeño olivar separaba “La Pelagia” de su casi lindera “Viña del Cura”, que también era huerta, aunque escasa por su poca agua y no tan buena tierra. Su malhumorado hortelano Manuel, cura de profesión, pasaba las tardes de verano sentado en una vieja mecedora en la puerta de la casa para evitar las tentaciones hortícolas de los transeúntes. Recuerda José como por debajo de la “Huerta Andrea”, buscando la vía del tren, se sucedían las huertas: Había una que le llamaban “de los Maricones” y riendo me decía que no sabría decirme el porqué de este apodo...también estaban la “de la Antequerana”, la “de María”, “la de la Carlota”, la “del tío los Callos”, ese que su hija vendía cupones y no era mal parecida… Ah, y frente al “Bañuelo” estaba la “Huerta de Carmona”, que aunque pequeñita, era la que por su orientación y situación quizás la más temprana de todas. Hablaba José y de muchas de ellas solo recordaba su nombre y no siempre su ubicación exacta. De algunas sabemos quién fue su propietario, como aquella que estaba por el paso a nivel en dirección a “NavaLazaro”; y que la nombraban como “La Huertagerdía”, o la huerta de Ángel Díaz, que debía su nombre al que fue su dueño, Ángel María Díaz que ejercía de alcalde del Pedroso allá por los años de 1874. O aquella otra, la “Huerta de Cristino” por ser Cristino Nogales su propietario. José hace pequeñas pausas para hacer memoria y de nuevo, a borbotones se suceden nombres y emplazamientos: “…Recuerdo que por el camino de “La Alcalagua” y frente del mirador de “La Huerta Cataño” estaba “La Huerta de Carrión”, enclavada entre olivares, daba muy buenas papas...” Frente a la antigua noria que hay en lo de Diego Rodríguez, pegando a la carretera, estaba la “Huerta Falcón”. Su hortelano era Rafael Campos, hermano de Carmelo el del camión el que estuvo en Rusia...” Cansado de mis preguntas me comentaba que por cualquier camino había huertas a derecha e izquierda; así por el “camino de la Gandula” estaban la de “Las Alberquillas”, que a pesar de no sobrar el agua, todos los veranos la familia de “La Niña Chica” sembraba tomateras y pimientos para la casa en el rebose de la fuentecita de los peces de colores y donde años después su hermano “Manuel el Conejo”, estuvo de hortelano. Muy cerca estaba la de “Los Papafritas”, una buena huerta gobernada por “El Papafrita” viejo junto a su mujer, mejor hortelana que él y a sus tres hijos. Tras la muerte de los progenitores y hartos de cavar, vendieron la preciosa huerta y se dedicaron a su bar que con el sobrenombre del Vaticano (por ser residencia del papa) recibía a sus clientes en la entrada del pueblo. Por el mismo camino se sucedían otras cuantas: la “de Rafael Lobón”, “La de la Sorda”, la de “La Gandula” que tenía un magnífico huerto, no le faltaba agua en su noria y tenía la ventaja que además le llegaba otro venero que el “Gafas”, su propietario, había canalizado en barro bajo el camino y que por su pié le traía el agua desde los frescos veneros de “El Castaño”. Tuvo a Balbino y a sus dos hijos como hortelanos durante más de cincuenta años. También su hermano Manuel “El Conejo” labró en aquella huerta. Más abajo y por el mismo camino pegando a la “Cañá del Marqués” y antes de dar vista a “Los Llanos de Álvaro”, estaba la “Huerta de La paula”. Sus hortelanos eran tres hermanos, dos hermanas apodadas “Las paulas” y su hermano. Tantas llegó a haber que hasta hubo una en “la Fábrica de Los Lucas” que llegó a tener tres hortelanos: “El Cantaor el viejo”, “El Caja” (que era cazallero) y “El Cano”. La huerta y la viña para el moro, decía el viejo adagio castellano, en él se destila la vieja tradición castellana de no ganarse el pan sino con la espada. Quizás por una causa parecida El Pedroso, pueblo minero, nunca tuvo buenos hortelanos y de los que eligieron ese oficio de mucho trabajo y más estrecheces eran foráneos; decían que los más eran cazalleros. Poco han variado las labores desde hace siglos y así se ha seguido levantando, cavando, acaballonando y regando el huerto. Todo a brazo, aunque ayudados en las labores más duras con la tracción animal. El oficio requería trabajo, tiempo y quietud; con la marcha de los mayores se perdió este modo de vida y los conocimientos que guardaron con tanto celo quedaron en el olvido. Las plagas se combatían rotando cultivos y plantando variedades resistentes. Para luchar contra los hongos se empleaban el azufre, el cobre y el entutorado de las plantas que mejoraba su aireación. Se utilizaban verdaderas fórmulas magistrales a base de emulsiones de agua caliente a la que añadían aceite de oliva, petróleo, jabón blando, amoníaco y polvo de cal. No podían faltar en los ingredientes el salvado, el cobre y la melaza si se querían combatir gusanos y rosquillas. Para los pulgones, petróleo y jabón blando con agua caliente; aunque hubo algunos que apostaron por “el Polvo de Pelitre” con jabón blando neutro, siempre mezclados con agua caliente. Los más tradicionales empleaban aguas cocidas con hierbas "acres" (tabaco y hojas de nogal), combinados con rocíos de ceniza, cal y orines de caballería. Otros utilizaban la tradicional fórmula de la “flor de azufre”, cal viva y agua tibia que combinaba su efecto insecticida con el fungicida. Los gusanos de suelo y las fusarias se combatían rotando las hortalizas de hoja con las hortalizas de fruto y las de bulbo o de raíz. Las mondas de patatas o naranjas bajo una teja se utilizaban para atraer durante la noche a caracoles y babosas que debían recolectarse antes de romper el día. Si los topos hacían su aparición, era obligada la siembra salteada de semillas de ricino y cuando el espantapájaros no cumplía su misión, se hacía un preparado de Calcio de Coral, Cartílago de Tiburón, maíz y agua, que ingerido por las aves, facilitaba su captura al producirles somnolencia. El Guano o Nitrato de Chile era caro y pocos podían permitírselo pero evitaban la fatiga de la huerta estercolando y cada dos años sembraban habas, alfalfa y altramuces para que nitrogenasen el suelo con las nudosidades de sus raíces. Algunos le llamaban a esta labor “abonado en verde”… | La adquisición de semillas era tarea ardua y en el pueblo se aguardaba con expectación al viajante que ofrecía en pequeños saquitos de tela empolvada de ceniza su valiosa mercancía: Coles de las razas “Nantesa temprana”, la “Roja pequeña de Utrech” o la “Jaspeada de Borgoña”, Coliflores “Semidura de París”, “Lenormand muy gruesa”, o “la Enana temprana de Erfurt”. Escarolas de las variedades más apreciadas como la “Rizada de Meaux”, la “Fina de estío”, la “Anjou o de casta moderna” y la “fina de Ruan”. Las habas “Común o Panera”, “la Gruesa o de Agua”, “la Windsor”, “la de vaina larga” y “la Sevillana Gigante”. Las habichuelas de enrame “de Soissons” “de Liancourt”, “la Sable de Holanda” y las enanas “Princesa”, “de Argel o manteca”, “jaspeada de Praga”, “de la China”, ”Blanca de Suiza” ,”Vientre de Corza”, “del espíritu santo” y la escasa “ negra de Argel”. Cada huerta era un mundo aparte y tenía una forma diferente de administración. Las de tierras arcillosas o “cariñosas” necesitaban riegos más espaciados y abundantes a diferencia de las más arenosas que requerían menos volumen y más cadencia… Tan particulares eran, que según fuese su orientación, así eran las razas de malas hierbas que la infestaban; en las más frescas eran abundantes de “Lengua de vaca”, “Negrillón”, “Pajarera”, “Pamplina”, “Zurrón de pastor”, “Cerraja”, “Vallico, y juncos. En los huertos más solanos eran los “Abre puños”, los “Botones de oro”, las “Acederas”, las Amapolas, el ”Amor del hortelano”, la “Avena loca”, los “Azulejos”, el “Carretón” y el “Cenizo” los que daban más trabajo. Aunque todos los hortelanos cavaban sin distinción “Collejas”, “Correguelas”, “Gramas”, “Hierbacana”, “Hierba Santiago”, “Lechuguilla”, “Gallocresta” y “Hierba Centella”. La decadencia de las huertas y su mundo empezó con los grandes cambios del nuevo siglo. La desaparición de las norias fue el comienzo y la culpa fue de las ruidosas máquinas de aceite pesado, gasolina y gas pobre que llegaron de la mano de la minería. Lucían con chulería brillantes chapas de latón con impronunciables nombres como Deutz, Anton schüter, Gardner, Tangye y Crossley. A principios de 1.900 ya accionaban con su fuerza incansable el telesférico del mineral, las máquinas de taladrar, las bombas de agua y los generadores eléctricos; incluso los viejos molinos de aceite claudicaron y sustituyeron sus antiguas prensas por las hidráulicas accionadas por estos motores. Las lentas y trabajosas norias dejaron de repararse y las bombas de agua las sustituyeron, después llegarían las mulas mecánicas que desplazaron a azadas, amocafres, burros y mulos y convirtieron a los hortelanos en motociclistas. De la misma forma llegaron los insecticidas en polvo, primero fueron los suizos que lanzaron el “Gesarol”, un veneno que contenía el DDT y el HCH. Le siguieron el “ZZ” y el “Agrícola Detano” con sus extraños aparatos aplicadores como los espolvoreadores de manivela o aquella estrambótica jeringa pulverizadora modelo “Lenurb” que no distinguía amigos de enemigos, provocando más daño a operarios y fauna silvestre que a la plagas del huerto, pero eso es otra historia… Con los cambios se abandonaron los antiguos usos y costumbres agrícolas. Algunos hortelanos retornaron a sus pueblos de origen, a otros los jubiló la edad y a sus hijos emigrantes, las herramientas con la que sus padres se ganaron honradamente la vida solo les recordaban estrecheces y sinsabores. Pasados los años y desapareciendo esta generación, difícilmente encontramos quien nos pueda hablar de este universo perdido. En una época en la que no existían los motores, el indicador infalible de la existencia de buenas huertas en El Pedroso es la abundancia de norias. Muchas de ellas trasformadas en pozos han llegado hasta nuestros días, otras han desaparecido. Quizás la más original de la que hay memoria es la que hubo en la “Huerta Cataño” a mediados de 1.800. El artífice fue Antonio Ruiz, un murciano que casó con Loreto Cataño. En la familia desconocemos como “Mamá Loreto” se enamoró del torreño “Maestro Ruiz” en una época en que los desplazamientos a zonas tan alejadas eran cosa poco común. Antonio era trabajador e inteligente y a los pocos años de su llegada había cambiado la fisionomía de una gran parte de la Huerta Cataño que llenó de huertas y frutales sin olvidar sus muchos olivares que puso en producción. Le gustaba la carpintería y en su tallercito de la Huerta fabricó la noria de sangre murciana. Para la jaula de la rueda del agua buscó madera de aliso, para la rueda del aire, los engranajes y la pastera la más apropiada era la de encina y para el balancín aprovechó la destartalada forma del tronco de un almendro sin injertar de un lindazo de la huerta. Solo acudió a otros artesanos para que le hiciesen los ejes de hierro y los arcaduces de barro fino. En Camas contrató la cochura de doscientos en un tejar que tenía renombre por dominar el temple y las caldas. No sería mala la hornada cuando ciento cincuenta años después aún conservamos algunos de ellos. Para alargar la vida de las gruesas sogas y cuerdas que fijaban los canjilones, las sumergía en borra durante meses mientras ademaba el ingenio. Su último hortelano fue un extremeño llamado Vitoriano; tras él un pariente de los Sayago cultivó una parte pequeña, pero la noria hacía tiempo ya que no se movía y las tierras que labraba no eran más que los restos de la huerta que hubo en su día. Enfrente, en “La Huerta de Carrión”, contaban que se criaban unas patatas excepcionales, decían que era por el agua y la composición de sus tierras. De niña, mi madre conoció allí a un hortelano que era amigo de su abuelo y que había estado también en la guerra de Cuba. Algunos años después, en los límites del antiguo casco urbano se instalaron los molinos de aceite “del Cristo” y “de Ruíz” sobre antiguas huertas con norias. En el primer caso la que regó durante muchos años “La huerta del Tardón” la trasformaron en pozo de brocal y como tal sigue existiendo; en el segundo caso tras el abandono y demolición del molino llegaron unas modernas viviendas que se edificaron sobre el empiedro de granito de la Madroñera y la bóveda de la noria. Bajo una losa en el salón de la casa de “Rafael el pelón” aún se puede ver la inmensa noria labrada en la piedra pizarrosa del subsuelo. Con más de 20 metros de profundidad, se ensancha en su interior en varias direcciones formando una gran gruta. Norias también tuvieron la huerta del mismo nombre que aún conserva su topónimo al principio del paseo del Espino y aunque las dimensiones de sus tablas eran mucho mayores (llegaba hasta donde “Ignacio el del Cañuelo” tenía su fragua), aún nos podemos hacer una idea de su superficie. Frente a ella estaba la “Huerta de Montegil”, aunque ya antes de su venta a D. Manuel Rodríguez en los años cincuenta, estaba ruinosa la pequeña noria que llenaba las dos albercas que saciaban la sed de su huerta que estaba tras la casa. Tuvieron fama por abundantes la noria de “La Gandula”, la “del Patronato”, la de “Quintanilla la Baja”, la de “La Huerta de la Loba”, “La de la Pelagia” y la de “El Granadal” en el sitio de Palmilla. Dicen de esta última sus escrituras, que su noria tenía trece metros de vaso y sesenta de galería y que tenía sus correspondientes máquinas de extracción además de 305 metros de galería subterránea para captar agua para riego. Daba agua a dos albercas grandes de obra de fábrica con las que se regaban cuatro fanegas en las que había frutales, higueras, granados, perales, manzanos y 274 naranjos. Su último hortelano se llamó Manolo Benegas y era el padre de “Malos pelos”. Cuando Juan Jiménez llegó al Patronato procedente de la Quintanilla de los Iraola se asombró del gran huerto abandonado. Su magnífica noria que en su día necesitó un burro macho parar arrastrar sus cangilones estaba oxidada; una higuera brava agrietaba el fondo de su albercón redondo y las tierras de la antigua huerta, las higueras y los naranjos envejecían esperando en vano la llegada del agua. Juan hacía todos los oficios; mulero, pastor, guarda y lo que hiciese falta. Tenía un corralito detrás de la casa; con su gallinaza y el estiércol de oveja que el pastor le daba de mala gana consiguió labrar un pequeño huerto junto al arquillo de la noria. Recordaba su hija Marta como su padre sembraba entre las matas de patata algunas matas de tabaco para burlar a los civiles, que una vez a la semana paraban a beber y a llevarse alguna cosilla… Su hija marta, huérfana prematura y niña aún, procuraba como si de un juego se tratase llevar adelante la casa mientras su padre trabajaba; con idea de abundar un poco las sopas le sisaba mientras jugaba algunas patatas, que provocaban el enfado de su padre por no haber alcanzado aún su tamaño. Todo acabó un día en que Martita creyendo agarrar un tubérculo de buen tamaño, despertó de su sueño invernal a un orondo sapo partero. Mientras su hija gritaba con asco y arrojaba lejos al batracio, su padre riendo le decía: -¡lo tienes merecido por ladrona!. Ya mayor, Marta reía recordando como su padre le hizo un arado de vertedera en miniatura a su hermano Juan. Tan escrupulosa era la reproducción que junto a todos los arreos para uncirlo a un gato manso, incluía el mecanismo para voltear la reja al final de la besana. Hay constancia de al menos dos huertas que no necesitaron artilugios mecánicos para que el agua las regase: Por la base de uno de los gruesos paredones de obra sostenían la estructura metálica que protegía a los transeúntes de pedradas provenientes de las cubetas del telesférico se accede a “La Huerta Maripepa”. Esta huerta que contaba con multitud de pequeñas tablas en distintos niveles tenía la particularidad de que su agua procedía de una pequeña galería bajo la carretera. Sus venas recogen aguas de la falda del San Cristóbal, las estaciones no alteraban su caudal y sigue rebosando por una pequeña tarjea forrada de castañuelas hasta una alberca cuadrada. La recuerdo gobernada por un solterón y su hermano que sembraban, segaban y trillaban como si los siglos no le afectasen; enjutos de escasa talla y con los pantalones sujetados con cuerdas, ofrecían una imagen curiosa y desfasada. Se llamaban Ignacio y Carmelo Reyes Díaz. Nunca trabajaron para nadie aunque viniesen malos años, se alternaban a diario para con un carro tirado por un mulo, llevar a sus vacas de “La Jarosa” paja y algo de grano. Les buscábamos las vueltas y descalzándonos entrábamos en la fresca galería donde cogíamos ranas de San Antón y tritones de varias razas. Nos hicimos mayores intentando capturar una tortuga verdosa que se refugiaba al menor ruido en el fondo de la mineta. El solterón murió hace algunos años, el otro aún anda por allí pero ya no siembra el huerto ni trilla las habas y la alberca hace ya mucho que no se encala… La otra huerta regada por manantial es “el Huerto Arriba”. Amparado al pago de “La Teja”, se aprovecha de la protección que le brinda del norte y de sus veneros subterráneos. Un manantial de buena agua que no amaina con los estíos, llenaba una alberca redonda que desde su altura administraba cómodamente el agua para las tablas. Mi buen amigo Andrés, su propietario me cuenta que por documentación registral sabe que a principios del siglo XIX, la adquirió Bernardo Rivas y Roca coronel del Ejército Realista. Este militar recibió como premio patriótico tras las guerras carlistas treinta hectáreas en la Adelfa. Hombre industrioso compró la antigua huerta en las inmediaciones de El Pedroso y la trasformó con bancales y mampuestos de grandes piedras secas, sembró árboles frutales, ordenó el olivar y mejoró sus tierras. Desde entonces pasó a denominarse “Huerto de Rivas”. Sus últimos hortelanos conocidos fueron Rafael Santos “El Cala” y Francisco Muñoz “El Barroso”. Antes de llegar al “Huerto de Rivas”, se escondía tras un seto de madroños una pequeña propiedad que tuvo viña y una coqueta huerta, se nombraba por “La Viña de Maroto”. El limitado caudal de su pozo no permitía grandes locuras. Me interrumpe José y me recuerda que Junto al pilar de “La Rolava”, tenía su magnífico huerto “El Cojo”, ese que arrastraba su pierna poliomelítica y su mal humor entre los lomos de su huerto y amenazaba a ganados y chiquillería con la precisión de una pequeña honda. Le noté cansado, el tiempo había pasado deprisa y no quise abusar; tras agradecerle su tiempo y el haberme tratado con cariño me despidió dándome un abrazo y haciéndome calcular de nuevo su edad, como si no lo creyese. Lo dejé descansando en su sillón y al despedirme me confesó con tristeza que no le gustaba su soledad. Sé que pasó un buen rato. Nos reímos de verdad y aunque algunas veces le tembló un poco la voz recordando a su mujer y algunas situaciones difíciles vividas, me despidió diciéndome con cara divertida: -“Niño tráeme la prueba del cuento para que yo vea si está bien, pero no tardes porque si no me lo vas a tener que llevar a “la Huerta de La Loba”… (Aclararemos para lectores foráneos que el cementerio nuevo está en las inmediaciones de la “Huerta de la Loba”). P.D. : Poco tiempo después de escribir este relato nos dejó José. Durante la homilía en la iglesia repleta de amigos que le fueron a despedir, recordaba nuestra larga conversación unos meses antes. Aunque al principio le extrañó que alguien ajeno a su mundo se interesase por él y por su oficio ya desaparecido, le gustó la idea que aquello quedase por escrito y no se olvidase. Sabedor que su tiempo se agotaba por días, no perdió su sentido del humor y en su simpática despedida, de matador de toros antiguo, me arrancó una sonrisa triste. Descansa en paz. |
1 Comentario
RAFAEL CARLOS GARRIDO SANCHEZ
25/6/2020 18:44:54
ME HA ENCANTADO EL ARTICULO.SOY SOBRINO NIETO DE JOSE Y NIETO DE MANUEL Y ME HA RECORDADO LAS FECHORIAS QUE SIEMPRE HIZO MI TIO JOSE Y TODO LO QUE TRABAJO PARA PODER MANTENER LA HUERTA..ENHORABUENA POR EL ARTICULO.
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