LOS SUEÑOS PERDIDOS: 1.900 – 1.960
Es un niño. El primer pedroseño del siglo XX es un varón y se llamará Manuel porque ha nacido, precisamente, el día uno de enero de 1900, a las 8 de la mañana. Sus padres son Juan Aranda Núñez y Carmen Carrera Almansa. Aquel primer día del nuevo siglo, en un frío mes de enero, Manuel Aranda Carrera ha abierto sus ojos a la vida en El Pedroso, entonces uno de los pueblos más laboriosos de la Sierra Morena sevillana. Con sus 5.500 habitantes, tiene una vida razonablemente próspera para la época. Su economía se basa en la ganadería, los cereales, el aceite y el corcho y, sobre todo, en la minería. Cierto que el rendimiento de las minas no es el de antaño y que los Altos Hornos de la siderurgia de Fábrica del Pedroso han ido apagándose para no prender nunca más; pero aún permanecen activos yacimientos en La Lima y Juan Teniente, explotados por dos sociedades, la Compañía de Minas de El Pedroso y Agregados y la Compañía Londres – Bilbao. La actividad económica del pueblo se mide por sus establecimientos y sus profesiones: hay, entre otras, treinta tiendas de comestibles, tejidos y carnicerías; diez carpinterías; seis ferreterías; nueve zapateros; cuatro herreros; tres fondas (La Isabela, El Relámpago y Viuda de Lara) y tres fábricas de tapones de corcho. Cuatro profesores de Instrucción Pública (José y María Díaz, Miguel Galán y Dolores García) dan sus clases en el colegio de Segunda Enseñanza. De la salud se encargan cuatro médicos (Manuel Neyra, Eusebio Márquez, Luis Martínez y Francisco Mira) y para el esparcimiento los pedroseños cuentan con dos casinos, nueve cafés y tabernas y tres billares. Y, curiosamente, no falta un sobrestante de Obras Públicas (Manuel Virto), un taquígrafo (Edgardo Askina), un impresor (Bartolomé Ferrer) y hasta un profesor de piano (Manuel Gutiérrez). Así es, en ese año de 1.900 y a grandes pinceladas, el paisaje humano y vital del pueblo sobre cuyos campos el cable aéreo de más de dos kilómetros que une el Cerro de la Lima con la estación de tren sigue transportando miles y miles de toneladas de mineral hasta el descargadero ferroviario. El ir y venir de sus vagonetas todavía forma parte del horizonte pedroseño. Pero a toda esa vida, a esa relativa prosperidad, le quedan pocos años. Paulatinamente, la actividad minera fue disminuyendo hasta desaparecer por completo, salvo un breve repunte mediado ya el siglo, con Navalázaro y El Redondillo: La crisis que atenaza a todo el país tras el desastre del 98 se deja sentir intensamente en los pueblos y ciudades; las convulsiones sociales y políticas de los años 20 y 30 prenden también en El Pedroso: la tragedia de la guerra civil trae la división y la muer-te al pueblo y el hachazo de la emigración, avanzada ya la pos-guerra, culmina la decadencia: a partir de los años 50 y 60 la cifra de 5.500 habitantes irá reduciéndose prácticamente hasta la mitad. Tantos reveses en medio siglo han quebrado el futuro y las ilusiones de muchos pedroseños y emprendedores. Se perdieron los sueños de Antonio Elorza, creador de la industria siderometalúrgica de Fábrica; de Félix Zabalza Tajonar impulsor del ferrocarril y de otras muchas iniciativas; de Ramón Larraz, alcalde, comerciante y banquero; de Francisco Rubio, el industrial que llevó la electricidad al pueblo; de los hermanos Latorre, empresarios mineros; de José Guerra, incansable descubridor de yacimientos minerales o de César Serrano Jiménez que dedicó tantos esfuerzos en los años 20 a la creación en El Pedroso de un malo-grado Centro Minero–Metalúrgico de Andalucía y Extremadura. El poder de la economía minera, de su transporte, su investigación y su desarrollo se apagó para siempre y la vida del pueblo siguió adelante entre otros dos poderes, el religioso y el político, que caminarían al unísono. No en balde, las Ordenan-zas Municipales de 1.916 en uno de sus primeros artículos prescribían: “El Ayuntamiento está obligado a velar con cuidadoso esmero por la conservación en esta villa de la Santa Religión Católica Apostólica Roma-na, cuya fe defendieron nuestros padres, e impedir el menor ataque u ofensa que pueda dirigírsele y a procurar la observancia de sus preceptos”. Se perdieron los sueños y, sin embargo, los trabajos y los días siguieron con la nostalgia por la pérdida de lo que pudo haber sido una industria vigorosa; pero también con otros afanes. Las nuevas generaciones llegarían con la esperanza de una renovación basada en la educación y en la escuela. ESCUELAS NUEVAS, “MIGAS” VIEJAS
La memoria acude presurosa cuando se evocan la escuela y los años escolares y brota alegremente cuando aparecen los nombres de las maestras y los maestros, de aquellos educadores que marcaron el tiempo de la lejana niñez y primera juventud. En El Pedroso ese tiempo está señalado por las llamadas Escuelas Nuevas, que es algo más que un edificio o centro escolar. Construido en los años 30 del siglo pasado en un altozano donde pudo alzarse una fortaleza en época musulmana, acogió a sus primeros alumnos en el curso 1.934/35 y desde entonces se convirtió en una referencia educativa para las familias pedroseñas y, también en un símbolo arquitectónico del pueblo. Hoy, salvadas afortunadamente de la destrucción, han sido reconvertidas en centro cultural y museístico. Pero antes de las Escuelas Nuevas, que siempre se han llamado y se seguirán llamando así, existieron otras, en el Ayuntamiento, por ejemplo, en las que impartían sus enseñanzas los maestros que llegaron al pueblo en las primeras décadas del siglo. Una de ellas fue Francisca Eugenia Ortiz, llamada popularmente “Doña Eugenia”. Era sevillana y en 1.890, con sólo 17 años, recibió el título de “Maestra de Primera Enseñanza Superior”. En 1.901 fue destinada a El Pedroso donde ejerció su magisterio durante veinte años. Doña Eugenia tuvo un único hijo, José Miguel, del que se escribirá largamente en otro capítulo por su afición a los ripios y ditirambos.
Años más tarde llegaría al pueblo Don Rafael Mantilla. Don Rafael lo mismo tocaba el armónium que almacenaba bellotas. Como era duro de oído no se enteraba cuando sus alumnos, aprovechando sus despistes, se las robaban. Tal era su sordera que en el rezo diario del rosario, al llegar a las letanías, los chavales, en vez de contestar como es preceptivo “ora pro nobis” respondían “un automóvil”: – Virgo potens – Un automóvil – Turris davidica – Un automóvil – Domus aúrea – Un automóvil Y él ni se enteraba. Tenía Don Rafael una caña de bambú de tres metros de largo con la que corregía a los más díscolos, entre ellos unos hermanos apodados “los Jabalines”. Así serían. Con César Falcón era más condescendiente y apelando a su considerable mollera le decía: “César, César, qué cabeza tienes… pero qué poco te pesa”. Las anécdotas de Don Rafael Mantilla son de las más recordadas; le llamaban, además, “El Minuto”, porque era muy bajito. Esto de poner motes a los maestros –en un pueblo, como se verá en otro capítulo, muy dado a esta afición– era cosa común. Así, a otro maestro, Don Luis del Valle, le decían “Cantinela” y a Don Agustín Ramírez, por cierto el único maestro que sabía y que intentaba enseñar solfeo, le apodaban “El Monstruo Cirilo”, porque era tan feo como un popular personaje del mismo nombre que aparecía en un tebeo de la época. Casi todos los maestros residían en la Fonda Muñoz, pero algunos estaban casados y tenían su propia vivienda. Este era el caso del matrimonio formado por Don Luis Camacho y Doña Manolita Ruiz, ambos maestros. Tenían tres hijos que ella llevaba, o más bien dicho, arrastraba a su clase. Siempre llegaba tarde, corriendo, apresurada y sudorosa, con sus hijos detrás como la gallina con sus polluelos. Sus niños y sus alumnas hacían lo que les |
venía en gana, porque Doña Manolita solía estar un tantico atolondrada.
Con Doña Concha Gómez Fé, sin embargo, pasaba todo lo contrario. Su clase era de las niñas mayores y es fama que no pasaba ni una. Por las mañanas dictado diario; luego corrección en el encerado; una división que ocupaba la pizarra de punta a punta, y por último, historia, geometría o geografía… Y por las tardes a coser y bordar. El gremio masculino, por su parte, recuerda también a Don José Ángel Pérez, que era un tipo despreocupado y fanfarrón que esperaba impaciente el final de las clases para irse a jugar a las cartas a cualquier timba que se organizara en un bar. Eso sí, ha pasado a la pequeña historia porque fue el primero en tener un bolígrafo –utensilio absolutamente desconocido en el pueblo– que su hermana le había traído de Algeciras.
Y para inolvidable, Don Waldo: Don Waldo Cataño Madroñal. No había cursado la carrera de maestro; había sido sargento o alférez provisional en la guerra civil y, como tantos otros, fue asimilado como maestro para suplir las bajas que la implacable depuración había dejado en el cuerpo educativo. A Don Waldo se le conocía como “Chatín” y en su caso no era un mote por-que tenía la nariz tan extremadamente aplastada como un boxeador. Su rostro, de un moreno rojizo, descansaba en un cuello de cisne por el que subía y bajaba aceleradamente una nuez pronunciadísima. Era poco agraciado y, además, tartamudeaba con frecuencia. Pero era un buen maestro. Consciente de sus limitaciones, era explicativo y paciente, no castigaba y prefería la disuasión a la disciplina y el diálogo a la represión. En una estancia de la Huerta Cataño daba clases particulares por las tardes a los futuros bachilleres; a veces los llevaba a la era de la huerta, cerca de una alberca redonda, y allí, en plena naturaleza, daba sus clases y sus charlas. Eran tardes mágicas. El escribidor fue uno de sus alumnos predilectos, y le recuerda con cariño y con nostalgia.
En los años de la posguerra el Catón, los cuadernos de Rayas, la Enciclopedia Álvarez y el pesadísimo Catecismo Ripalda eran libros obligatorios, pero la educación se completaba con lo que se llamaba “Formación del Espíritu Nacional” que se traducía, entre otras cosas, en el aprendizaje de las innumerables conmemoraciones patrióticas y el canto de los himnos oficiales. Ahí están, muy de mañana, tiritando de frío y en formación, en el gran patio de las Escuelas Nuevas, esos alumnos que hacen el saludo fascista a la bandera nacional y cantan “imposible el alemán, que están presentes en nuestro afán” del “Cara al sol” falangista, o “el gesto alegre y firme el alemán” del “Prietas las filas” del Frente de Juventudes. ¿Qué tenía que ver un alemán con todo aquello? Nada. La palabra correcta era “ademán”, pero eso no lo supieron los alumnos hasta que se hicieron mayores y, por ende, lo de “imposible y firme el alemán” venía a cuento: al fin y al cabo en los tebeos de “Hazañas bélicas” los alemanes aparecían como aguerridos y disciplinados. A las niñas se les inculcaban otros intereses menos guerreros, pero, sabedoras que sobre ellas había menos vigilancia, cambiaban la letra del himno nacional que había escrito Pemán por otra que decía: Franco, Franco tiene el culo gordo, blando como un flan… Menos mal que lo cantaban por lo bajinis y que el cuartel de la Guardia Civil quedaba lejos. Las escuelas eran o habían sido nuevas y las “migas” eran viejas, tan viejas que databan de la Edad Media. En El Pedroso se creía que se llamaban “migas” porque en ellas estaba la chiquillería apelotonada como en el guiso de las migas de pan. Y no era así. Simplemente a los pedroseños se les había caído una “a”. Eran escuelas de Amiga. Estas, desde muy antiguo, eran regidas por una señora que recogía a niñas de tres a ocho años, y por una pequeña cantidad de dinero les enseñaba a coser, bordar, labores de casa, religión y poca cosa más porque en muchos casos la propia Amiga no sabía leer ni escribir. Naturalmente estos parvularios o guarderías fueron evolucionando y en las épocas que aquí se recuerdan, las Amigas, aunque no tenían título de maestras, estaban razonablemente preparadas para impartir las primeras enseñanzas, abiertas además no sólo a niñas sino también a niños.
En El Pedroso hubo muchas escuelas de Amigas. La más recordada, la de Doña Dolores y Doña Manuela Gallego, una viuda y otra soltera, que educaron a varias generaciones, sin olvidar las de Doña Luisa, Doña Antoñita, Doña Claudia y Doña Faustina y Doña Pepita y Doña Carmelita. Doña Concha y Doña Victoria, madre e hija, tenían su “miga” en la calle de los Cercos y era de ver cómo se pasaban la jornada escolar peleándose ferozmente delante de los chiquillos. Sólo estaban de acuerdo en el amor a los gatos, que compartía con ellas, aunque parezca mentira, mesa y mantel. Una de las últimas “migas” ha sido la de Doña Carmen y Doña Rosario Gallego, llamada expresivamente “La Miga de los Cagones”. En verano y en época de la recogida de aceitunas, con las madres trabajando, llegaron a tener hasta noventa niños. No sólo les enseñaban a leer y escribir, también les preparaban para la primera comunión. Todo por la módica cantidad de tres perras chicas, es decir 15 céntimos de peseta, al día. Las niñas y los niños volvían de las “migas” a sus casas llevando sus sillitas y sus carteras de cartónpiedra; las alumnas de las Escuelas Nuevas terminaban de repartir la leche en polvo americana y los alumnos se daban cita en El Ejido para una “pedrea”, lejos del recinto escolar para no causar un nuevo estropicio en las cristaleras. El conserje, José Ávila Falcón, “Pepito el de la Escuela”, pata de palo y gesto de malvado, les amenazaba blandiendo su bastón, mientras las pandillas corrían alocadamente por la calle Cervantes y por el Callejón del Latero cantando: Un día en las Escuelas Nuevas chimpum rompimos un cristal. Al ruido de los cristales chimpum vino el municipal” PRÓXIMOS
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2 Comentarios
RAFAEL GARCIA RIOS
8/4/2020 16:07:12
Me parece magnífico conocer nuestros antepasados y recordar de donde salimos para para llegar a ser escribidor. Comparto el agradecimiento por todos aquellos que guardaron sus recuerdos para compartirlos.
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José Luis JIménez
10/4/2020 18:18:50
Si bien en la lectura inicial de la Memoria Prodigiosa, me encantó en gran manera, hoy con nuevos matices me ha resultado, con un grado de más, como si de vino se tratara. Gracias al "escribidor" y al que le está añadiendo alguna "guinda". Un saludo
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AutorAsociación Cultural LA MEMORIA PRODIGIOSA.
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