OFICIOS TRADICIONALES
La mesa del latero es pequeña y está arrinconada, sucia y cochambrosa. La mesa del sastre es de mármol, alta, grande, sólida y ordenada. La mesa del zapatero es bajita y en la superficie hay un revoltijo muy particular. En esas tres mesas oficiaban su arte el latero, el sastre y el zapatero. Tres oficios tradicionales que, como tantos otros, han desaparecido de El Pedroso a pesar de que en otros tiempos fueran prácticamente insustituibles en la vida cotidiana del pueblo. Los lateros (u hojalateros) eran Andrés Bejarano, Eduardo Fernández e Ignacio Guerra. Manejaban con gran soltura el soldador de hierro con punta de cobre, los martillos, las limas y otras herramientas con las que moldeaban el estaño. Reparaban con habilidad ollas, sartenes y perolas; grapaban lebrillos, orzas, tinajas y barreños, y eran unos artistas transformando latas. Tres sastres se encargaban de cortar y coser trajes y otras prendas: Ramón Fernández y Carmelo y Enrique Velázquez. Este último era el más apreciado por sus habilidades y no se ha olvidado su figura siempre con el jaboncillo en la oreja y la cinta métrica al cuello, mientras con lápiz y regla trazaba sobre el papel de molde los patrones que luego trasladaría a las telas para cortarlas con sus tijeras de zigzag. A veces cedía a los chiquillos aquella gran mesa de mármol, y las agujas, los dedales, las bobinas, los abreojales y los alfileteros eran sustituidos por botones de diverso tamaño que deslizándose por aquella suave superficie, cual si fuera un campo de fútbol, se convertían en disputadas e imaginativas partidas. Era el “juego de los botones” ingenuo entretenimiento infantil muy en boga en los años 40.
Para las mujeres, las pedroseñas han contado con una larga nómina de bordadoras (desde Delfina Gómez a Felisa Alejo) y modistas y costureras (María Rubio, Remedios y Magdalena) entre otras. Y es que no todas se resignaban al papel de amas de casa y ejercían las profesiones que eran propias de mujeres en aquellos años, como telefonista (María Ayo), comadrona (Matilde Sánchez) o estanquera (Amalia Lara). Zapateros hubo entre otros: Rafael Díaz, Manuel Cebollero, Antonio Enciso, José Fornalino y Manuel Benítez, al que decían “Jabonero” porque su familia tenía una fábrica de jabón en Málaga. Era viajante, llegó a El Pedroso, se enamoró y cambió los baúles de muestras por la zapatería. Otros fueron Manuel Marín, Emilio Carrasco Arévalo (padre) y Emilio Carrasco (hijo). Ambos tenían ubicada su zapatería entre la barbería de Manolico y la sastrería de Enrique "el Sastre", hasta que este último, ya mayorcito y solterón, se casó con la inquilina de la casa de la familia Guerra Sevillano, en la calle de la Estación, donde continuó con su actividad profesional. El zapatero más nombrado también se apellidaba Benítez, pero no tenía ningún parentesco con el malagueño. Conocido como “El Niño Benítez”, era un tipo singular que acogía en su zapatería una tertulia de raros formada por Burrita, Gines, Fandango, El Hito y Eduardo el de la Cataña. “Niño Benítez” era tan de suyo que en la casa–taller tenía una sola bombilla que se veía en la obligación de llevar de una habitación a otra y enroscarla en el casquillo correspondiente. Decía que así, con una sola bombilla, ahorraba en el recibo de la luz. Unos y otros zapateros rivalizaban por la clientela, aunque había trabajo para todos, y demostraban su oficio laborando ágilmente con las cuchillas, las leznas, las escofinas y los martillos con los que ahormaban el cuero golpeándolo en los trípodes de acero. Encorvados sobre la mesa bajita, con un mandil ennegrecido y untoso, protegían sus manos con unas manoplas que les dejaban los dedos libres para cortar y coser los zapatos a medida y las botas con suelas claveteadas de tachuelas que se usaban entonces. El oficio de herrero prácticamente ha desaparecido de toda Europa, no sólo de El Pedroso. Pero en la primera mitad del siglo XX las herrerías, las fraguas, formaban parte del paisaje diario del pueblo y fueron, amén de necesarias, numerosas. Herreros fueron Emilio Legendro “Alcaldeto”, Ramón y Pedro Sánchez, Ignacio Espuno y “Legañilla”, éste más especializado en el trabajo de rejería. La fragua “La Fogata” era la más renombrada y en ella Juan y Luis Cano y Juan Gómez moldeaban el hierro al rojo vivo golpeándolo en el yunque con los martillos machos. El sonido acompasado de los golpes subía nítidamente hasta la central de teléfonos instalada encima del taller. La nómina de la construcción, maestros y oficiales de obra y albañiles, era larga, pero destacaban Rafael Fenutria, que fue, además, el primer alcalde del pueblo con la II República, Enrique Escarola, Enrique y Lucas Falcón; José García, apodado “El Pelón” y padre de la saga de “Los Pelones”, Antonio Martínez Lara, Daniel Pariente, Amador y Francisco Barrera, Antonio Becerra y Antonio José Correa. Para los trabajos de la construcción llegó a contar El Pedroso con tres hornos de ladrillos, uno en la Madroñera Baja, otro en el Cerro de las Cruces y un tercero frente a la Huerta Cataño. Este último, conocido como “El Horno del Camino”, era el más importante. De las paredes de un cerro cercano se extraía la tierra colorada para hacer el barro, que se amasaba con los pies. Luego se vertía en unos moldes y, antes de secarlos, se pasaban los dedos por una de las caras haciendo así unas ranuras para facilitar la adherencia del mortero. Caleras hubo tres, dos en la calle llamada propiamente “Calera”, que sigue denominándose así en el nomenclátor pedroseño, y otra propiedad de José y Antonio Acedo Vázquez, y apodado este último “Comerrabos”. El apodo se lo puso el Tío Antonio, esposo de "la Cernona" que tenía tienda en la calle La Palma. El Tío Antonio hacía la matanza en la misma puerta de la tienda y allí, con regularidad, la madre del citado Antonio Acedo, acostumbraba a solicitarle, gratuitamente, el rabo del cochino para su hijo Antoñito, por lo que el Tío Antonio decidió apodarle "Comerrabos". No faltaban en El Pedroso otros oficios tradicionales, como el de talabartero, al que se dedicaron Antonio Cano y “Cortadillo”, y el de sombrerero que ejerció Francisco Barrena; pero el que de verdad tenía fama era el de la carpintería. Nadie olvida los nombres de Teodosio Fornalino, especializado en carretas y cajas para jabones; José Ridruejo, Cornelio Giles, Antonio Lara, Paco el de las Coronas; Paco Madruga, con prestigio de carpintero fino; Manuel Meléndez Cristofani, Rafael Muñoz Díaz, “Rafaelito el Carpintero” y Manuel Laorden García, un hombre de salud quebradiza que, por extraño que parezca, además de buen carpintero era un virtuoso del violín. Todos ellos hacían gala de su oficio con el berbiquí, el formón, las azuelas, las garlopas, las gubias y el serrucho. Y en el Callejón de la Yesca, Manuel Ruiz Cataño les preparaba la materia prima en su aserradero de madera.
El latero, Ignacio, ha dejado durante un rato el soldador y el estaño y ha ido a echar un trago a Casa Cándido. Allí le encuentran Pepe García “El Pelón” y Antonio del Amo, su vecino. –Maestro – le interpela Pepe – tiene usted que echar una mano a mi vecino. Quiere dar una fiesta, pero no tiene menaje. Así que tiene usted que hacerle inmediatamente cuarenta latas con asas. –Pero, cuarenta latas ¿de qué?, pregunta el latero. –De leche condensada, responde Pepe esperando a la siguiente pregunta. – ¿Vacías o llenas? – Qué ha de ser: llenas. –¿Y quién se las beberá? – Ese es su problema, Ignacio. Antonio del Amo y Pepe García compraron las cuarenta latas de leche condensada a las que el latero, que era muy mañoso en esa especialidad, colocó otras tantas cuarenta asas. |
Dos ollas llenó el latero con la leche condensada y se decía que su mujer y sus hijos no pararon de alabar durante semanas a Pepe “El Pelón”.
BARBERO, O LOCO O PARLERO
–Es usted muy bueno, Don Manuel; pero tiene usted una cosa mala. El barbero Manolo Carrasco, conocido como “El Doctor”, está afeitando al cura párroco Don Manuel Fernández Merino y justo en ese momento le rasura el cuello. Don Manuel, procurando no mover ni un músculo, le pregunta: –¿Y qué cosa tengo mala, “Doctor”? –Pues ¡que no cree usted en Dios! El cura hace esfuerzos por no soltar una carcajada dado el evidente riesgo que corre su yugular, sonríe, cierra los ojos y dice para sí: –Cosas de barbero… Y es que los barberos, como afirmaba el refrán, debían ser casi todos “o locos o parleros”, es decir, disparatados, chismosos, habladores y charlatanes. Y El Pedroso, con Manuel Carrasco “El Doctor” y su hermano Segundito no era una excepción. Claro que no todos eran tan alocados y cuentistas. Los había serios y fiables, y eso que la relación de barberos que ejercían en el pueblo era extensa: Antonio Marín, Antonio Gallego, Manolito Cañada y su hijo, Manolo El Bola, Antonio y Eduardo Díaz, Enrique Aragón, Reina –que se convertiría en suegro del político Alfonso Guerra– Eduardo Villavieja y Ramón Morlano quien además de pelar y afeitar actuaba como saca-muelas cuando era requerido para ello. Curiosamente en los años 30 se registraron dos mujeres como barberas, Eloísa Valero y Matilde Velasco.
Pero los dos hermanos Carrasco eran punto y aparte. “El Doctor”, como muestra de su fama, solía recibir un sobre con la siguiente dirección: Don Manuel Carrasco Valero, Doctor por la Universidad de Coimbra De Mentiras, Embustes y Líos Ejercía también “El Doctor” de capataz dirigiendo los pasos de las hermandades y cofradías. El paso que cerraba las procesiones de Semana Santa era el del Santo Entierro, conocido popularmente como “El azucarero” porque, en efecto, la urna que contenía una pobre imagen de Cristo yacente tenía forma de azucarero. Un Sábado Santo, el barbero–capataz ordenó a los porteadores un giro tan violento e inesperado que la urna se desprendió del paso, cayó ruidosamente al suelo, se rompió en mil pedazos y el Cristo yacente quedó hecho trizas. Al “Doctor”, contemplando aquel estropicio con los brazos en jarra, no se le ocurrió otra cosa que exclamar: “¡A tomar por culo el azucarero!” A otro fígaro pedroseño, Antonio Díaz Alonso, se le conocía con el sobrenombre de “El Pindo” y el hombre llevaba resignadamente el hecho de que su mujer fuera ligera de cascos, o tal era su fama. Se enteró de que uno de sus clientes, el tío Antonio, andaba en devaneos con su esposa supuestamente infiel, y un día mientras lo afeitaba, con la navaja en el cuello, le espetó: “Dicen las malas lenguas que te estás acostando con mi mujer”. Le dio la espalda para limpiar la navaja en el bacín y al volverse para seguir su faena vio que el sillón estaba vacío: el tío Antonio había huido despavorido y nunca más volvió a ponerse en las manos de “El Pindo”. Segundito, el otro barbero Carrasco, sumaba a las virtudes de su hermano la de ser un bromista empedernido. Como quiera que a los barberos se les reconocían algunos remedios medicinales, se cuenta que en una ocasión un cliente llegó a la barbería muy apurado porque se había tragado un hueso y no podía expulsarlo. Segundito le digo que no se preocupara porque él tenía la solución para los huesos atravesados. Le hizo abrirse la camisa y al ver que tenía un pecho muy velludo le anunció que le iba a poner un parche. El parche no era cualquier cosa, sino uno grande, de moto, que le adhirió al pecho con una gran cantidad de pegamento: “Con este parche –le aseguró– echarás pronto el hueso”. A la mañana siguiente, el pobre atragantado volvió a la barbería quejándose de que el hueso seguía en su sitio y Segundito, muy en su papel, le explicó que el cuerpo no desalojaba los huesos por la noche. Le ordenó que se abriera la camisa y, sin mediar palabra, le arrancó de un tirón el parche que se despegó con una buena mata de vello. El alarido de aquel hombre fue tal, que el hueso salió expulsado como una bala. Segundito, serenamente, le repitió al dolorido y asombrado cliente: “Ya te dije que los huesos no salen por la noche”. Pero la hazaña más recordada de este barbero guasón tuvo como protagonista a un ciego llamado Valentín, y, ciertamente la broma bordeó la crueldad. Valentín se quejó un día de que, dada su ceguera, no le era posible ir en peregrinación caminando a la ermita de San Benito, en Castilblanco, que dista de El Pedroso sus buenos veintitantos kilómetros, campo a través. Era un peregrinaje muy habitual a mediados de siglo entre los devotos pedroseños del santo de Nursia. “No te preocupes Valentín – le dijo Segundito – que yo te llevo a San Benito. A las siete de la tarde te recojo en tu casa”. Y así lo hizo, pero en vez de dirigirse a Castilblanco lo llevó en dirección contraria y lo condujo por el Espino, las Alberquillas y Quintanilla. Le dio la vuelta y lo llevo de nuevo al pueblo por el Espino, hacia la calle de los Cercos y el Arcalagua y de allí, bordeando la Huerta del Tardón y el Pilar Redondo, hasta la salida de La Porrilla para llegar a un arroyuelo de la Madroñera: “Quítate los zapatos, Valentín, que vamos a cruzar el río Viar por un vado”. Y el ciego Valentín siguió a su generoso lazarillo que lo volvió al pueblo y continúo dándole vueltas y vueltas por los alrededores durante toda la noche. Al amanecer lo condujo por la subida de la calle de la Palma hasta la iglesia y lo sentó en la escalinata del atrio: “Ya hemos llegado a San Benito, Valentín. Quédate aquí, frente a la ermita, que yo voy a descansar un poco”. Y lo dejó solo. Abriendo el día pasó un paisano madrugador y lo saludó: “Buenos días, Valentín”. “Buenos días”, respondió el invidente. Y al cabo otro: “Hola Valentín, buenos días”. Y otro más: “Buenos días Valentín”. Y un cuarto: “Valentín, hola. Muy buenos días”. Y el pobre ciego respondió en voz alta… “Pero qué pasa aquí, ¿es que ha venido todo El Pedroso a San Benito?”. “¿A San Benito, Valentín? ¡Pero si estás sentado en el atrio de la iglesia!” Es fama que cuando le sacaron de su error rogaba fervientemente a San Benito que le devolviera la vista solamente un rato para matar con sus propias manos al barbero Segundito. ¿Barbero, o loco o parlero? El refranero a veces se queda corto. PRÓXIMOS
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LA MEMORIA PRODIGIOSA. Capítulo III Oficios tradicionales. Capítulo IV Barbero, o loco parlero.8/4/2020
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AutorAsociación Cultural LA MEMORIA PRODIGIOSA.
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Noviembre 2022
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