GENTES Y COSAS DEL CAMPO
Al clarear el día, hiciera frío o calor, Vicente de Dios, “Vicentillo”, esperaba en El Ejido (“El Legío” para los pedroseños) que los dueños de los cochinos rezagados llegasen con sus animales. Ni cerdos, ni marranos, ni guarros, ni puercos. En El Pedroso se decía, y se dice, “los cochinos” aunque no estén todavía cebados. Y ese era el trabajo de Vicentillo el Porquero: llevar en cuadrilla a los cochinos de los pequeños propietarios al campo, a las zahúrdas, para cebarlos diariamente y que llegasen a la época de matanza pesando cuantas más arrobas, mejor. Aquellos cochinos estaban tan bien domesticados que, a la vuelta del campo, Vicentillo los dejaba en el llano de El Ejido y cada uno se iba derecho a casa de su dueño, instintivamente, sin que nadie les guiara, mientras los chiquillos los perseguían tirándoles del rabo. Más o menos a la misma hora mañanera que el porquero, los cabreros se ocupaban ya de otras piaras, en otros predios y ca-minando otros senderos. Eran los pastores de cabras y ovejas, los cabreros: “El Dornillo”, “Pajote” y “Pijilla”. Los arrieros, por su lado –“Chico Penante”, Pedro Nocea y Curro “El de la Porcá”– empezaban sus trajines con las bestias de carga. En los alrededores del pueblo se ponían en movimiento los hatos de animales al son desacompasado de los cencerros, las esquilas y los esquilones. En el Corral Concejo, mientras tanto, reinaba la calma. Era éste un corralón, cercado de piedras, ubicado en la calle de la Cuesta, en las proximidades de las Escuelas Nuevas, donde se guardaban los animales que por razones de espacio los dueños no podían cuidar en sus casas, mediado el pago de cierta cantidad de dinero. Las encargadas del corral eran dos hermanas y un sobrino tan simple que recibía el sobrenombre de “Papanatas”. Una de las hermanas causaba cierto escándalo porque esnifaba rapé. Era bastante insólito en el pueblo aspirar tabaco por la nariz y más si lo hacía una mujer que, además, pasaba sus días ajetreada entre cabras, chivos, marranos y otros animales. Este Corral Concejo había venido a menos. En sus orígenes fue un corral municipal, Corral del Concejo–Comunitario, que servía para diferentes usos. Allí por ejemplo, se recogían los animales que vagaban sueltos y los que se habían encontrados extraviados en el monte, también los que invadían propiedades ajenas o eran sorprendidos triscando en los pastos de un vecino. En estos casos, sus dueños podían recuperarlos del Corral Con-cejo previo pago de una multa. En épocas ya muy lejanas también debió servir para acopiar aves, cabras y ganado mayor con el fin de abastecer a la población en caso de hambruna. En el tiempo de estos recuerdos, todo eso formaba parte ya del pasado. Ahora, en el primer tercio del siglo XX, el Corral Concejo era lo que llamaríamos un establecimiento de pupilaje. El ganado se compraba, se vendía, se enajenaba o se revendía mediante los negocios, las ofertas y contraofertas, el regateo, de los propietarios con los tratantes y corredores. En El Pedro-so los más conocidos fueron Benigno “El Jorobado”, Monterrubio, “El Serrano” y “Tomillo” que también se dedicaba a “cubrir”, es decir, que ayudaba al macho para fecundar a la hembra. Los tratos se cerraban en la taberna o en el campo y en ellos se prestaba especial atención al peso de los animales: una arroba equivalía a 11 kilos y un quintal a 46 kilos. A propósito de medidas del campo, antaño todavía se utilizaba la fanega de tierra y la aranzada, que equivalían a 6.000 y 3.500 metros cuadrados, respectivamente. A veces las distancias aún se medían en leguas. Una legua equivalía algo menos de 5 kilómetros (4.828 metros) y así El Pedroso distaba de Cazalla tres leguas y media, y de Constantina, cuatro. Dice el refrán popular que “Enero es buen mes para el carbonero”, y debería ser cierto porque ese mes, en las afueras del pueblo, se elevaban al cielo las humaradas de los hornos de carbón, el combustible más antiguo de la humanidad. Los carboneros apilaban grandes cantidades de leña y las cubrían con arcilla, musgo o ramas verdes. Después prendían la leña que ardía durante días hasta convertirse en carbón que sería utilizado en las fraguas, por ejemplo, y en las cocinas domésticas antes de que llegasen las de petróleo o las eléctricas. Carboneros fueron “El Paturrano” y “Carmoné”, que vendían al por mayor. Manuel y María “la Carbonera” se encargaban de la venta al por menor no sólo de carbón, también de cisco o picón para los braseros. Carboneros, arrieros, tratantes y corredores, pastores y porqueros, cabreros, vaqueros y mayorales; pastos y dehesas, corrales y cercados; montes, prados y majadales, forrajes y montaneras: ese era el paisaje humano y natural del campo pedroseño. Pero en el campo, al despuntar la mañana; en el campo, durante el mediodía; en el campo, hasta la anochecida, en el campo, fuera domingo o fiesta de guardar, estaban… los sorianos. Los ganaderos y tratantes originarios de Soria que se asentaron en los pueblos de la Sierra Morena de Sevilla –sobre todo en El Pedroso y Constantina– llegaron a esta comarca en las primeras décadas del siglo. Procedentes de las Tierras Altas de Soria, a los pies del puerto de Oncala, sus lugares de origen eran pequeñas aldeas –San Andrés de San Pedro, Palacio de San Pedro, Matacejón, entre otros– pertenecientes al término de San Pedro Manrique, el pueblo famoso por la fiesta del paso del fuego y las brasas que se celebra la noche de San Juan. “Los sorianos” –como se les conocía y en parte se les sigue conociendo popularmente– continuaban así la tradición de la trashumancia, que hunde sus raíces en la historia, trasladando el ganado desde las dehesas de invierno en las frías tierras sorianas a las cálidas de Andalucía y Extremadura, para hacer luego el camino a la inversa. En España, durante la Edad Media, en pleno apogeo de La Mesta, los pastores llegaron a bajar hacia el sur rebaños de hasta dos millones de ovejas. En el tiempo de estas evocaciones, los rebaños eran de quinientas a mil cabezas. Salían de Soria en octubre y “venían de carriles” durante algo más de un mes, para llegar a los pastos pedroseños mediado el mes de noviembre. Braulio Jiménez, que luego sería tratante, cuando tenía apenas 13 años de edad recorrió andando con los pastores y el ganado los 700 kilómetros que separan las Tierras Altas sorianas de El Pedroso, caminando por cañadas, cordeles y veredas y descansando en apriscos, chozos y corrales. Para caminar, zapatones o albarcas y para comer, calderetas o migas. Los rebaños eran defendidos por mastines dotados de carrancas, collares de hierro que evitaban que los lobos les atacaran. Aunque hay variedad de ovejas –merina, merina precoz, churra, flecha y lancha, entre otras– los rebaños que llegaban a las dehesas pedroseñas eran únicamente de merinas, que proporcionaban la mejor lana, la más fina. Y en el pueblo, llegada la época, el ganado se trasquilaba en el patio de Jaime López. Es fama que los hermanos Cavalcanti eran los mejores esquiladores de estos pagos. Los sorianos tenían fama de laboriosos y sacrificados, y, también, de ahorradores y agarrados por lo que no era extraño que se contase el siguiente chascarrillo: Dos moscas se encuentran después de mucho tiempo sin verse y una le pregunta a la otra: “¿Dónde has estado que llevo un año buscándote?” Y la otra mosca le responde: “¡En la cartera de un soriano!”. Poco a poco, aquellos sorianos del principio del siglo XX fueron adquiriendo fincas que han ido pasando a sus herederos. Echaron raíces en el pueblo y formaron parte de la élite de ganaderos, propietarios y cosecheros, los Carretero, Cataño, Quijano, Jódar, Cucarella, López, Camino, etc. Sus descendientes, nacidos a la sombra del San Cristóbal, mantienen la memoria viva de sus ancestros de las Tierras Altas sorianas, pero ya son… pedroseños. |
AQUELLAS FERACES HUERTAS
Los jóvenes pedroseños que estudiaban “por libre” el Bachillerato se preparaban en el pueblo y luego, en Junio y Septiembre, se examinaban en el Instituto San Isidoro de Sevilla, si eran muchachos, o en el Instituto Murillo, también en Sevilla, si eran chicas. En el San Isidoro, en la calle Amor de Dios, el Instituto ocupaba un inmenso caserón, hoy sustituido por un feo y funcional edificio. En el vestíbulo central figuraba un azulejo de grandes dimensiones con un poema del propio San Isidoro de Sevilla titulado “Hispania”. Durante las largas esperas de los exámenes, que eran orales e individuales, el escribidor llegó a aprenderse de memoria el poema, que terminaba con el verso: Natura se mostró pródiga en enriquecerte En su imaginación aplicaba esas hermosas palabras a su pueblo, el paraíso de su niñez, con el que, en efecto, la naturaleza se mostraba pródiga y exuberante. Esa prodigalidad se hacía patente en todos sus campos, pero de manera especial en sus feraces huertas, fértiles, fecundas y numerosas: en algunas épocas se contaban más de treinta. Con los años muchas de ellas han desaparecido, como la de El Tardón, convertida hoy en una barriada de casas adosadas. Pero en el recuerdo quedan, por ejemplo, la Huerta Andrea. Sus dueños, los hermanos Dolores, Juan y José, tenían a gala las noches de verano reunir a sus amistades, niños incluidos, en torno a un cubo de higos chumbos pelados, y refrescados en el agua de una de sus dos albercas (en pedroseño “amberca”). Bajo una morera, los reunidos daban cuenta de aquel sencillo y exquisito manjar del que hacían partícipe también a una enorme perra llamada “Poda”. Al final de la calle de los Cercos y comienzo del paseo de El Espino estaba la Huerta La Noria cuyo venero discurría bajo la vivienda de los hortelanos hasta surtir la alberca. En esta huerta vivió sus amargos días un humilde niño, desvalido y desahuciado. A veces lo sacaban al huerto para que le diera el sol y su atormentada figura era triste y fiel trasunto de la “Niña Chica” de la película “Los Santos Inocentes”. Pobre José, pobre niño de la Huerta la Noria.
En la Huerta de las Alberquillas sentaron sus reales tres hermanos, los Latorre. Eran Don Felipe, Don Pablo y Don Manuel y este tratamiento no era gratuito porque se trataba ni más ni menos de los dueños de las explotaciones mineras que aún permanecían activas a primeros de siglo pasado. Un exótico Árbol de la Goma daba frescor al patio de la hacienda, en cuyo interior habían instalado una escalera de caracol, de hierro, que, de tan inusual en el pueblo, era la admiración de los invitados.
Los frutos de las huertas se vendía en tiempos casa por casa, los hortelanos los llevaban en las angarillas de sus jumentos; más tarde se vendieron delante de la iglesia y, por último, alrededor de la palmera de la plaza del Ayuntamiento. Otra huerta, el Huerto de Domingo, estaba cerca del Arroyo Hondo y allí vivió un tiempo una extraña y singular familia numerosísima, tanto que eran nueve hijos a los que había que sumar los dos progenitores. Todos, sin excepción, eran de baja estatura y así en el pueblo dieron en llamarles “los Ponys” y a su cercado el “Huerto de los Ponys”. La Huerta Cataño tenía en su gran patio de entrada un frondoso y centenario Árbol del Paraíso. Los fervores religiosos llevaron a un tontuelo a tallar en su tronco una gran hendidura en forma de cueva y colocar en ella una imagen de mediano tamaño de la popular Virgen de Fátima. Como consecuencia de aquella profunda herida el tronco se secó, las ramas se marchitaron y al cabo el hermoso árbol murió. En la misma huerta la incuria acabaría más adelante con un ameno sendero, festoneado de granados, que llevaba a un bello mirador del que Antonio Millán, en la Revista de Feria de 1.959 escribió líricamente inspirado: “Torre almenara de arabesca arquitectura, digno lugar para obligado retiro de una reina cautiva que esperara día y noche al legendario guerrero de su amor”. Nada queda del sendero ni del Árbol del Paraíso y del mirador, sólo unas ruinas en las que parecen anidar a la par la tristura, el abandono y la nostalgia. Al igual que la Huerta Cataño, muchas otras como ya quedó escrito, han desaparecido. Ya no existen las feraces y generosas huertas de antaño que formaban parte del paisaje fecundo de El Pedroso. Por eso, hoy se podía completar el verso de San Isidoro de Sevilla escribiendo: "Natura se mostró pródiga en enriquecerte… Y los hombres en abandonarte” PRÓXIMO
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LA MEMORIA PRODIGIOSA. Capítulo V Gentes y cosas del campo. Capítulo VI Aquellas feraces huertas.9/4/2020
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AutorAsociación Cultural LA MEMORIA PRODIGIOSA.
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Noviembre 2022
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