DE LA ACEITUNA, EL ACEITE
El 8 de diciembre, con los fríos otoñales de los amaneceres serranos, daba comienzo la recogía (en pedroseño, “la cogía”) de la aceituna en El Pedroso. Ni antes, ni después. Ahora se lleva a cabo en noviembre e incluso octubre, pero antaño el comienzo de la campaña aceitunera tenía una fecha fija: el día de la Inmaculada. A partir de esa fecha ya no había días festivos ni descanso para las cogeoras (recogeoras) ni para los vareadores (vareaores). Se entraba en una de las campañas que más contribuía a la economía de las familias pedroseñas. A lo largo del otoño, las mujeres habían hecho sus compras “al fiado” para pagar al término de la cogía, y unas y otros confiaban en estos jornales para “ir tirando” hasta que la primavera trajera otras oportunidades en el campo. Así que al despuntar el día las cuadrillas se ponían en marcha camino de Barbosa, de Quintanilla la Baja o de Navahonda, que eran las fincas olivareras más grandes, o de otras de menor superficie en las faldas de La Lima, San Cristóbal o Monteagudo. Cincuenta y hasta sesenta mujeres y cuatro o cinco vareaores llegaban a formar cada cuadrilla y en el camino y en los descansos no faltaban las bromas ni los cortejos que recogen las coplas andaluzas: "Mare, yo tengo un novio aceitunero que vareando tiene mucho salero” Y el vareador, cimbreando suavemente las ramas del olivo: “Tengo una casita blanca en medio del olivar la que se case conmigo aceitunitas tendrá" Claro que algunas cogeoras, sabedoras de la levedad de estos requiebros podrían replicar: “Los amores de invierno son amores de fortuna; que te quiero, que te adoro mientras dura la aceituna” Las jornadas de trabajo de cogeoras y vareaores eran largas, desde la mañana hasta las cinco de la tarde, con un breve descanso para comer en el mismo olivar las modestas vituallas de las fiambreras. Los salarios no eran de los peores, dadas las condiciones laborales de la época, y, como curiosidad cabe recordar que había cuadrillas que cobraban por cajones: cuando un cajón estaba colmado de aceitunas se le pasaba un rodillo para igualarlo y la cuadrilla cobraba una moneda por cada cajón. La aceituna pedroseña es la “Sosaleña”, una variedad de la “Lechín”, llamada así por su color blanquecino, que predomina en Andalucía Occidental y tiene, según los expertos catadores, un sabor a almendras verdes.
La sosaleña se empleaba, y se emplea, principalmente para la producción de aceite y era tal el volumen de la cosecha en el término municipal que llegaron a existir diez “Molinos de aceite”, nombre con el que eran conocidas en el pueblo las almazaras. Molinos de aceite tuvieron Pepe Moya –el alcalde que hizo plantar los eucaliptos (en pedroseño, “ocalistros”) en el Paseo del Espino– en la Era de Vega; Juan Iraola en Quintanilla, Joaquín Benegas, en Los Poyales; Cesárea Rubio, en la calle Ramón y Cajal; Antonio Moya, en la calle de Los Cercos; Félix Cataño y Paco López, en la calle del Cristo, y Rafael Jódar, en la carretera de la Estación. Y no hay que olvidar los de Montegil del Cielo Hermoso, El Cañuelo, La Cartuja y, avanzado el siglo, el de la Cooperativa Virgen del Espino. Hubo también una refinería para depurar el aceite, la Refinería de Vidiella. De la aceituna, el aceite, tal como dice el refrán. Y del aceite, el jabón. Dos fábricas de jabones hubo en El Pedroso, la de Antonio y Manuel Cazalla y la de Cataño y López. En esta última había unas calderas de grandes dimensiones en las que se depositaban los bidones de sosa cáustica, agregándoles las borras, es decir, los sedimentos espesos del aceite, los posos. Se ponían las calderas a temperaturas altísimas, mediante fuegos de leña, y se removía aquella mezcla que, por una canaleta llegaba luego a unos recipientes cuadrados donde se enfriaban y endurecían formando bloques. Estos bloques se cortaban con alambres y se dividían en piezas pequeñas, aptas ya para su venta, a las que se le ponía el sello con la marca de la empresa. |
El jabón de Cataño y López era verde o blanco, parecido al popularísimo “Lagarto” que se fabricaba en España desde 1915.
Diciembre se ha echado encima y el atardecer viene apuntando frío. Las cogeoras regresan al pueblo al final de la jornada. Una de ellas se acerca a la droguería de Lorenzo Chaves y compra una pieza de jabón hecha con los posos de las aceitunas que ella misma apañó, encorvada en el olivar, en la cosecha anterior. Luego, calle Calderranas abajo, encamina sus pasos a la tienda de El Barato, donde los trajes están a mitad de precio, mientras se cantiñea: Cogiendo la asituna gané un vestío me lo puse tres veces, ya está rompío. LOS EJES DE MI CARRETA Porque no engraso los ejes me llaman abandonao si a mí me gusta que suenen, pa qué los quiero engrasaos Unas veces engrasados y otras no –como dice la popular canción de Atahulpa Yupanqui– los ejes de las carretas de antaño sonaban día tras día, por las calles pedroseñas. Sobre las calzadas empedradas o adoquinadas y sobre sus plazas terrizas rodaban ruidosas las ruedas con llantas de hierro. Aquel traqueteo empezaba temprano. Los animales de tiro –herrados con pericia por los Falcones, Manuel Falcón Lubien y sus hijos Juan y Manuel– lanzaban los primeros mugidos de madrugada reclamando su ración alimenticia. En los tinados, donde estaban recogidos los bueyes y las vacas, los carreteros llenaban los pesebres de piedra de porrilla con abundante paja aderezada con habas molidas. Un verdadero manjar para los animales. Ya alimentados, los carreteros, despuntando el día, los sacaban de los recintos en que habían pasado la noche para hacer el duro y cansino trabajo de transportar de aquí para allá sacos, fardos, cajas, cestas o costales.
A veces se veía a un niño sobre una de las bestias de tiro. Se llamaba, y se llama, Paco López y le gustaba mezclarse con carreteros, jornaleros y gentes del campo y de oficios populares. Antonio y Pepe Morejón lo sentaban –a veces también a su hermano José Ignacio– en la cabeza de una de las vacas uncidas al yugo y así se paseaba por el pueblo, como un rey. Orgulloso, feliz… y curioso porque casi setenta años después de aquellos gloriosos paseos sobre una testuz, recuerda, sin una sola duda, los nombres de aquellas vacas y bueyes: Lavaíta, Monco, Colorá, Calzadito, La Bragá, Legionario, Lavaíta chica, Sargento, Relojera, Madroño, Sargenta, Maroto, Encarnada, Amargao, Valenciano, Esparraguero, Ramito. Y recuerda también los nombres de otros carreteros, unos de servicio público y otros de particulares: Manuel Alonso, apodado “El Risita”; Adulfo y Juan Muñoz, Felipe Núñez, Pedro López Ibarra que tenía dos motes “Pedrito Bulla” y “Cobertón”; Brenes, padre e hijo; Eduardo el de la Cataña; “El Chamizo”; José Alonso y “Jaramillo”. En aquel entonces, no importaba que los ejes estuvieran más o menos “engrasaos” por que los carreteros –verdaderos reyes del transporte popular– tenían pericia, fuerza y buen manejo con aquellas rústicas, pesadas y a veces destartaladas carretas que traqueteaban por las calles pedroseñas. Y cumplidos los trabajos llevaban a beber a los animales al pilar o al pilón más a mano y ellos apagaban la sed con un vinillo rasposo en la taberna más cercana, porque, como dice el refrán: El vino para los reyes, Y el agua para los bueyes. PRÓXIMO
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AutorAsociación Cultural LA MEMORIA PRODIGIOSA.
José Mª Durán Ayo ARTÍCULOS DE José Mª Durán Ayo MÁS ALLÁ DE MI MEMORIA. José María Odriozola Sáez CUADERNILLOS DEL ARCA DEL AGUA. Luis Odriozola Ruiz Archivos del blog por MES
Noviembre 2022
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