MISCELÁNEA
Los largos veranos de la niñez y la adolescencia comenzaban prácticamente en junio, con la fiesta del Corazón de Jesús y terminaban con la de la Virgen y la feria de septiembre. Eran veranos de vacaciones y de albercas, de bicicletas y pandillas, más tarde de guateques, y siempre de polos y helados. ¿Quién ha olvidado en El Pedroso el sabor de los polos helados de la fábrica de Paco Rubio Jiménez?
La “Fábrica de Hielo”, que era su nombre comercial, estaba en el entonces llamado Callejón de Ruiz, junto a las instalaciones de la empresa familiar de electricidad. En un gran tanque lleno de salmuera –agua saturada de sal para evitar su congelación, a 10 grados bajo cero– se depositaban los moldes rellenos de anís, fresa, limón o menta, que se convertían en deliciosos polos y se vendían a 2 reales (50 céntimos de una peseta). También se fabricaban sifones y refrescos de gaseosa, pero el producto más solicitado, además de los polos, eran las barras de hielo. En el tanque se sumergían moldes de hierro rectangulares llenos de agua, que tardaban unas seis horas en congelarse y que, una vez extraídos, llegaban a pesar hasta 10 kilos y se vendían a 10 pesetas. Esos bloques o barras de hielo solían llevarse a hombros envueltos en una arpillera a las casas particulares y a bares y tabernas, pero en las fiestas y en la feria la demanda era tal que se repartían en carretillas. El otro producto estrella del verano eran los helados. Podían elaborarse en las casas, pero lo más habitual era encontrarlos en los kioskos o comprárselos a Carmen y Pepe que, con unas deliciosas granizadas, los vendían por la calle también con sabores exquisitos. Se decía adiós a los polos y los helados, a las barras de hielo y a las gaseosas, cuando descargaba la habitual tormenta de septiembre, que rara vez faltaba a su cita pedroseña. Era la señal: el largo verano había terminado.
La presencia de murciélagos en El Pedroso fue algo habitual durante años. Se les veía llegar al anochecer desde los cerros cercanos y se colgaban de los cables de la luz en plazas y calles del pueblo, boca abajo, enganchados por sus garras. Venían de La Lima y, sobre todo, de Monteagudo en cuyas bocaminas y galerías abandonadas vivían durante el día, buscando la oscuridad. Se contaban por miles y, aparte del rechazo que pudieran provocar, su presencia tenía algo positivo: sus excrementos se utilizaban como abono y eran muy valorados. En uno de los pabellones de la Exposición Iberoamericana de Sevilla de 1929 se mostró una magna exposición de imágenes religiosas de los pueblos de la provincia. Los expertos encargados de la selección decidieron que El Pedroso debería estar representado por la imagen de Santa Ana, que sigue existiendo y que se halla en su retablo del templo parroquial. Hubo sus dimes y diretes, porque muchos pedroseños se opusieron al traslado temiendo por la integridad de la talla. Pero no tuvieron más remedio que ceder ante las autoridades artísticas y la imagen de Santa Ana, además, ganó uno de los primeros premios de aquella muestra de arte religioso.
Los vendedores callejeros formaban parte del paisaje humano de El Pedroso de manera habitual y en épocas del año determinadas. Juanito Medina, por ejemplo, ofrecía tabaco de contrabando que llevaba disimulado en la cintura, aunque, claro, todo el mundo lo sabía. La venta era muy al por menor: cigarrillo a cigarrillo. Como era, además, repartidor de Telégrafos aprovechaba su trabajo para incrementar su pobre negocio privado. Otro vendedor cuyo nombre se ha perdido, se dedicaba a la venta de garbanzos tostados. Vivía en la Calle de la Cuesta y utilizaba una curiosa forma de trueque: daba al comprador dos medidas de garbanzos tostados, pero sólo cobraba una porque, a cambio, el comprador le entregaba otra medida de garbanzos duros. A propósito de vendedores, los había también que pregonaban el género con mayor o menor gracia. Rey, por ejemplo, vendía palmitos –con sus cholas y susagüelas– y, sobre todo, higos chumbos que anunciaba al grito de “Niñoooos, ¿a quién se los pelooooo?”. La Palmeña se |
dedicaba a la venta de altramuces y su cantinela era “¡Altramuces, salaítos y dulceeeeees!”.
Un camaronero vendía a su vez cangrejos y camarones que lleva en una cesta plana cubierta con un paño húmedo. Y el buen hombre tenía el malaje de ofrecerlos con este pregón: “¡Bichos muertos de la maaaaar!”
Cuando ni existían ni se imaginaba la futura existencia de las lavadoras, la ropa se lavaba en los patios de las casas, lo que no siempre era factible. Por eso muchas mujeres, las únicas encargadas de esta tarea doméstica, tenían que ir a los arroyos para poder efectuarla. El topónimo de La Rolaba, por ejemplo, no es más que una sucesiva contracción en el habla popular de “El arroyo de lavar”. Las mujeres preferían el Arroyo de la Madroñera y hacia él caminaban de mañanita, bien temprano, llevando la ropa en cestas de varetas de olivo que colocaban en sus cabezas. Lavaban su propia ropa y, por unas pesetillas, también la ajena.
La autoridad y el orden eran cosa de los alguaciles y de los agentes de la autoridad llamados “los municipales”. En el recuerdo de los pedroseños están los nombres de Antonio Villavieja, José Muñoz y Manuel Sánchez, y más tarde José Jiménez, Palacio “El Manco”, José Gallego –conocido por su volumen corpóreo como “Pepe el Gordo – Antonio Enciso, Antonio Caneo, José Castro “Cecilito” y José González Longo. Salvo este último, apodado “El Chupe” y que ejercía su autoridad con rigor, los demás tenían fama de hacerlo con mansedumbre. Eso sí, al grito de “¡Os la rajo!” perseguían implacablemente a los chiquillos que jugaban con las pelotas de goma en los lugares prohibidos. Pero no lo conseguían. Los chiquillos eran más rápidos en la huida. En los primeros decenios del siglo pasado, en la mayoría de las casas se cocinaba diariamente un cocido, con todos sus avíos: caldo, garbanzos y pringá. Pero no se comía a mediodía, como comida fuerte, sino al atardecer, sobre las ocho de la tarde, cuando los jornaleros regresaban de trabajar en el campo y tenían gran necesidad de reparar sus fuerzas. En el campo, a mediodía, hacían una pausa para comer generalmente pan con arenques y queso. El cocido esperaba por la noche. La Calle Cerería, que todavía existe y va de la Calle del Cristo hasta la barriada de El Tardón, se llama así porque antiguamente vivían en ella los colmeneros. Aunque las colmenas, lógicamente, estaban en los campos para que las abejas pudieran libar de flores y plantas, era en sus casas de esa calle donde envasaban la miel y, sobre todo, elaboraban las velas de cera que servían no sólo para las ceremonias religiosas en el templo parroquial, sino también –y de manera muy principal– para iluminar las casas a las que todavía no llegaba la luz eléctrica. El día de la Candelaria del año 1952 se produjo una gran nevada. Ni los más viejos del lugar recordaban otra igual. El Pedroso amaneció cubierto de blanco y hasta las hogueras tradicionales de esas fechas sufrieron los efectos del frío y de la nieve. Pero, también, como es natural, fue un día de fiesta: las clases se sus-pendieron en los colegios y el Cerrillo de las Cruces se convirtió en una pista múltiple por la que la chiquillería se deslizaba sobre improvisados trineos hechos con cajas de madera. Los niños, que veían por primera vez la nieve, disfrutaron a lo grande haciendo también muñecos o arrojándose bolas de nieve. Pero los juegos duraron poco, porque en veinticuatro horas la nieve se derritió. La barriada de Triana –llamada también “Trianilla" – quedaba en las afueras y pasaba por ser la más pobre del pueblo… En Navidad y Reyes los niños de familias pudientes iban a la barriada a llevar alimentos y juguetes para aquellos necesitados. La gente vivía allí en casas–chozas con tejados hechos de junco que resistían malamente el viento y la lluvia, pero las paredes eran de piedra y, eso sí, estaban bien encaladas. Los vecinos de Trianilla trabajaban donde podían o bien se dedicaban a la mendicidad. Aunque hoy pueda parecer algo muy remoto, la mendicidad y la pobreza eran parte bien visible de la vida cotidiana de El Pedroso. Era habitual ver a hombres y mujeres mendicantes, que tendían la mano pidiendo una limosna o que deteriorados por los años, las carencias y la enfermedad, esperaban en sus pobres tugurios las atenciones de las gentes caritativas. Cada familia pedroseña tenía “sus” propios pobres, es decir, mendigos que se les habían asignado y que adoptaban en exclusiva. Y si en alguna ocasión llamaba a la puerta un pobre correspondiente a otra familia no se le socorría: a la humilde voz que, doliente, desde el zaguán, pedía “una limosnita por el amor de Dios”, se le respondía “perdone usted por Dios, hermano”. Una manera, se antoja, escasamente cristiana de practicar la caridad. Y el supuestamente “hermano” llamaba a otra puerta a ver si había más suerte. PRÓXIMO
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AutorAsociación Cultural LA MEMORIA PRODIGIOSA.
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Noviembre 2022
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