ILUSTRES, RAROS Y TARAMBANAS Era el matrimonio López Rivero. Él, don Antonio, agricultor y dueño de “El Cañuelo”, ella, doña Concepción. No se llamaban Isabel y Fernando sino Antonio y Concha y, sin embargo, han pasado a la pequeña historia de El Pedroso como LOS REYES CATÓLICOS. ¿Por qué? No hay una explicación clara para este sobrenombre que se hizo popularísimo, pero se supone que venía dado porque – como los genuinos Isabel de Castilla y Fernando de Aragón – don Antonio y doña Concha estaban en todas las batallitas del pueblo, pretendían ser los perejiles de todas las salsas, eran los adalides de todas las protestas y tenían soluciones para todo y, como debía ocurrir en el verdadero y real matrimonio, también disputaban y porfiaban continuamente entre ellos. Con frecuencia reunían en su casa una tertulia doméstica –en verano, al fresco, en la acera– en la que se hablaba de lo divino y lo humano y así ellos no perdían la ocasión de pontificar ex cathedra. Pero LOS REYES CATÓLICOS han pasado también a la historia pedroseña por el maravilloso belén que instalaban todas las navidades en una sala que daba a la plaza de la iglesia y que niños y mayores podían admirar desde la calle, a través del gran ventanal abierto durante todo el día, hiciera frío o lloviera. Era un belén compuesto por figuras de madera de gran valor artístico, probablemente de los siglos XVII y XVIII, irrepetible. Don Antonio y doña Concha murieron con escasa diferencia de meses. No dejaron descendencia directa y algunos sobrinos debieron entrar en posesión de aquella joya belenistica que era la admiración de los pedroseños y otros objetos de valor. No sé sabe bien que fue de ellos, pero, al fin y al cabo, los verdaderos Reyes Católicos también tuvieron problemas con sus herederos. Le llamaban BOTELLITA, era hermano de “La Tía de los Ajos” y pertenecía por tanto a una familia que hoy llamaríamos “desestructurada”. Vivía a salto de mata, era pordiosero y se dedicaba a los pequeños hurtos cuando la necesidad apretaba. Pero Antonio González Bazo, que eran su verdadero nombre y apellidos, tenía una extraña afición con cierta prenda íntima femenina y así solía asaltar patios y corrales para robar las bragas que las mujeres ponían a secar al sol. Este fetichismo de roba–bragas debía distraerle tanto que un mal día, cuando cruzaba la carretera, fue atropellado por un coche. Y BOTELLITA murió al instante, absurdamente, como había vivido. Antonio Sánchez Ahumada tenía los brazos desmesurados, ágiles y prensiles, y las piernas ligeras y, al mismo tiempo, vigorosas. Le llamaban EL POLLO pero, en verdad, según los que lo conocieron debería haber sido apodado “El Mono” porque así, al modo simiesco era como trepaba por los árboles para afanar castañas, piñas, bellotas o cualquier otro fruto que se le pusiera a mano. Durante la feria de antaño EL POLLO hacía de Toro de Fuego y, protegido por una coraza de hojalata y con dos cuernos ardiendo, recibía los golpes que los mozos le propinaban con saña, sin una sola queja. Y al día siguiente de haber sido molido a palos, otra vez a gatear como un mono por los árboles buscando algo para alimentarse. No hablaba nunca, casi no pronunciaba palabra alguna. Apenas se hacía entender con un gesto breve y cortante. Por algo llamaban EL CALLAO a Manuel Moya Marín, cuyo sempiterno silencio era un misterio para todos. Su familia se había acostumbrado ya a aquella tozuda mudez, que alcanzaba su máxima cota de silencio cuando quería comer. EL CALLAO, entonces, se sentaba a la mesa, se sacaba una navaja del bolsillo, la ponía en alto y uno de sus hijos avisaba: “Madre, el papa tiene hambre”. Y le servían la comida que engullía, claro, sin hablar. Miguel Romero era su nombre pero se le conocía y se le recuerda como MIGUEL EL SOCHANTRE, un ilustre. Históricamente el sochantre o chantre era una dignidad eclesial pero con el paso del tiempo designó simplemente al que dirigía el coro en el canto llano o gregoriano durante las ceremonias religiosas. En los años de Miguel Romero el sochantre era, sencillamente, el cantor de la iglesia que, acompañándose con un armonium, entonaba los cantos litúrgicos Miguel, además de sochantre titular de la iglesia parroquial de Nuestra Señora de Consolación de El Pedroso –ni más, ni menos– era también albañil municipal. Por ello no era raro verlo llegar apurado a la sacristía con la cubeta y el palaustre y en-fundarse en un santiamén una sotana llena de lamparones y una sobrepelliz arrugada, transformando así su figura de peón de albañil en otra de cantor de salmos y latines. Tenía MIGUEL EL SOCHANTRE un vozarrón profundo y cascado con el que desgranaba los credos, las glorias, los sanctus y los kiries en una lengua latina que ni él entendía. En una visita al pueblo del entonces arzobispo Bueno Monreal, éste le oyó en un oficio religioso y le dijo: “Miguel, tiene usted una hermosa voz vinosa”. Y Miguel impertérrito, le contestó: “Dirá usted aguardientosa, porque a mí lo que me gusta es el aguardiente”. Los curas con los que coincidió a lo largo de muchos años como sochantre le respetaban y trataban con cuidado y tiento porque, a veces, sus salidas eran explosivas. En una ocasión acompañaba con sus salmodias la misa que oficiaba Don Manuel Fernández Merino, quien, como ya se ha escrito, alternaba su condición sacerdotal con la de viticultor. Tenía prisa Don Manuel porque le esperaban unos gitanos para cerrar un trato, así que desde el altar envió un monaguillo al coro para que dijera a Miguel que abreviara los cánticos y aligerara. Miguel respondió al monaguillo: “Dile al cura, niño, que los cojones”. Y siguió con sus latines. Otro día tuvo que acudir a Cazalla para cantar en un entierro porque el sochantre del vecino pueblo estaba indispuesto. Nuestro MIGUEL EL SOCHANTRE se esforzó en aquella ocasión para dejar bien el pabellón pedroseño, sacó lo mejor de su vozarrón y, a las puertas del templo, en el momento de despedir el féretro, entonó un pausado, brillante y bien modulado “Réquiem”. Cantó tan bien que –según decía– al féretro le dieron tres vueltas por la plaza. Alguna mujer se encontraba también entre las raras y tarambanas de antaño. LA CACHARRERA, llamada así porque en los buenos tiempos se había dedicado al humilde negocio de compraventa de cachivaches y trastos, terminó en la más absoluta pobreza y en la mendicidad. Era físicamente muy poca cosa, delgada, enteca, pero con genio. Rechazaba muchas veces los alimentos y las prendas con las que le socorrían porque era muy exquisita y todo le daba asco. Su nombre se ha olvidado pero no su extraña manía por la pulcritud. MARIQUILLA LA PINTÁ era una joven pedroseña de natural enamoradizo. Un día llegó al pueblo un afilador, gallego naturalmente, y quedó tan prendada de aquel afanoso amolador que se le rindió, enamorada. Se amancebaron y se marcharon a Galicia. Allí, al cabo, murió el afilador y MARIQUILLA LA PINTÁ regresó a su pueblo donde, para escándalo de sus paisanos, ejerció el viejo oficio de alcahueta. LUNITA EL PREGONERO se encargaba de vocear sus pregones por las calles y plazas, haciendo sonar previamente su trompetilla–corneta para llamar la atención del personal. Cojitranco, era objeto de bromas y burlas sin malicia que aceptaba con resignación. Cuando aparecía por la calle con su borriquillo los mozos le cantaban: La burra de LUNITA tiene un bigote que se lo ha hecho su amo con el cip… Don Manuel era sacerdote y ejercía su ministerio en la vecina Cazalla de la Sierra. Era famoso por sus manías y chifladuras entre las que ocupaba lugar principal su creencia y afirmación de haber inventado el “movimiento continuo”. A tal fin, en una habitación de su residencia cazallera, había montado una enorme y extraña instalación a base de ruedas de bicicletas enlazadas por cadenas, piñones y rodaduras que, aseguraba, era la síntesis de su descubrimiento. Aquello no pasaba de ser un artefacto absurdo. Por ésta y otras majaderías se le llamaba el CURA LOCO DE CAZALLA. Algo de raro y locatis tenía porque, por ejemplo, cuando era requerido para trasladarse a El Pedroso para participar en una ceremonia que requería más de un cura, no lo hacía en coche o en tren sino caminando, saltando arroyos y salvando collados, a través de la trocha de diez o doce kilómetros entre ambos pueblos. Y generalmente sólo calzado con alpargatas |
(quizá por eso era conocido también como “Zapatones”).
En una ocasión al terminar una misa para la que había sido llamado a la iglesia de El Pedroso, entro corriendo en la sacristía, se puso la primera sotana que encontró a mano y se marchó rápidamente porque se le hacía de noche para la vuelta por los cerros. Como era tan despistado, no se dio cuenta que aquella sotana no era la suya y que, además, en uno de los bolsillos había varios billetes de pesetas. Se encontró a un pordiosero que le pidió limosna: “No llevo nada encima, hijo mío”, pero al meter la mano en el bolsillo de la sotana, por si le quedaban algunas perrillas, encontró los billetes y, sin más, se los dio todos al mendigo que no salía de su asombro. Don Manuel siguió su camino casi al trote, gritando: “Milagro, milagro. Gracias Señor, por este milagro”. Verdaderamente, Don Manuel, el CURA LOCO DE CAZALLA, estaba bastante chiflado. Nadie conocía su nombre ni sus apellidos. Ni se sabía de su lugar de nacimiento, ni de su familia, ni de sus trabajos, ni de su vida. Se llamaba EL LUCERO y vivía en una cueva del Camino del Huerto de Rivas, cuya entrada casi estaba oculta por un bosquecillo de castaños. Todavía se la conoce como LA CUEVA DEL LUCERO. En invierno EL LUCERO se cubría con un raído capote de lona alquitranada y en verano iba y venía con unos pantalones desastrados atados a la cintura con un cordel y unas alpargatas vencidas por el uso y el tiempo. A veces se le podía ver arrastrando haces de leña para las casas, buscando así ganar algo para el sustento. ¿Era un furtivo? ¿Un fugitivo de vaya usted a saber qué historia? ¿Un maquis que se ocultaba tras la guerra? Nadie lo sabía porque, en definitiva, vivía como un pordiosero y se alimentaba con las sobras que le daban o las limosnas que recibía. Cuando estaba en el pueblo, los chiquillos subían a aquella cueva para curiosear, pero lo único que podían atisbar eran unas mantas ajadas, una silla desvencijada y restos de la lumbre entre las piedra. EL LUCERO murió, hace muchos años, como vivió, en la soledad y el abandono y llevándose a la tumba el misterio o los misterios de su vida. Su cueva está hoy cerrada con una puerta metálica. RIAÑO había sido un aguerrido soldado del ejército nacional, tan aguerrido –se contaba– que habiendo recibido la orden de tomar una posición al enemigo emprendió la operación al mando de un pelotón de seis o siete soldados y fue tal su ímpetu y la desgana de su tropilla que, sin darse cuenta que la dejaba atrás, tomo la posición él solo con un abanderado. ¿Verdad o cuchufleta de casino? Porque RIAÑO contaba sus hazañas bélicas en el casino, donde sus admiradores le emborrachaban por el procedimiento de darle de beber los culillos de todos los vasos. Una vez convenientemente achispado, lo sentaban en una butaca y así, sentado como un héroe, le paseaban por las calles y plazas. Si llovía, lo ponían debajo de un canalón y el chorro de agua le despertaba violentamente de la curda. A RIAÑO se le murió una perra y sus admiradores del casino fueron a su casa a darle el pésame. Cuando salió a la puerta comenzaron a dar vueltas en torno suya diciéndole “Riaño, sentido pésame”. “Riaño, sentido pésame”. “Riaño, sentido pésame”. Y así hasta que, después de media hora, los dolientes se cansaron. RIAÑO aguantó estoico, no en balde había sido un aguerrido y bravo soldado. Daniel Fenutría, conocido en el siglo como PETACA, formaba un trío de ilustres y tarambanas con Pepito el de doña Eugenia y Jiménez Tonterías, de los que se hablará en otros capítulos con mayor detenimiento. PETACA, que caminaba ladeado a consecuencia de un defecto físico de nacimiento, tenía su cultura y hacía gala de ella, de la manera más extraña y sorprendente, en el casino donde solía sentar sus reales. Ocurría a veces que los chavales, como un juego más y para provocar la reacción de los socios, la emprendían a naranjazos contra la puerta y las ventanas del casino. Era de ver cómo el bueno de PETACA salía a la calle a increpar a aquellos granujas; a duras penas intentaba enderezar su cuerpo y con gesto altivo, cual emperador Nerón, extendía el brazo haciendo el saludo romano y gritaba: “Arde, Roma Imperial. ¡Arde!” Los chiquillos, por tal de ver repetida aquella extravagante escena, volvían a por más naranjas. “¡Viva Navarra y sus cadenas!”
Con este grito patriótico, indescifrable y majadero, desbarraba VENANCIO CANTARERO cuando pillaba una simpática y pacífica cogorza. VENANCIO, raro entre los raros, mezclaba afirmaciones de dudosa fidelidad histórica con frases absurdas y nombres de celebridades de época en un batiburrillo desde luego original. Una vez se presentó en una reunión de los jóvenes de Acción Católica que se celebraba en un salón parroquial y arrastrando concienzudamente las eses, se dirigió al párroco, Don Antonio Pastor, y a los asistentes, con la siguiente retahíla: ¿Permiso dasssss? Ustedesssss lossss primerossss En Áfricassss, Américasssss y Oceaníassss. Y usted Cardenal Cisnerossss. ¡Con eso digo bastante! Y VENANCIO CANTARERO se dio la vuelta y se marchó tan de improviso como había llegado. Se apodaba CAPACHÍN porque en invierno y en verano cubría su cabeza con un sombrero de paja en forma de capacho. Cuando se lo quitaba dejaba ver la mancha del sol en su cabeza, bastante monda y lironda. CAPACHÍN, cuyo nombre era José Guerrero, subía cada día, incluso los domingos y fiestas de guardar, con sus burros hasta El Espino porque tenía un cortinal, cerca del cementerio, en el que cultivaba trigo, habas y otros cereales. Al llegar al pilar redondo, una tropilla de chiquillos y chiquillas lo esperaban para meterse con él, con la seguridad de que CAPACHÍN les respondería a sus bromas puesto que –bajito, regordete y con cara de pocos amigos– en realidad era simpático y se divertía con aquellas cuchufletas infantiles. Cuando lo veían venir desde lejos los chiquillos le gritaban “Capachín, deja la burra ahí” y él, escondiéndose detrás del pilar, hacía ademán de coger una piedra y lanzarla contra la chiquillería que huía a todo correr mientras reía a carcajadas. Otras veces le cantaban “El novio y la novia se van a casar”, y es que CAPACHÍN solía estar acompañado por una supuesta novia, supuesta porque era conocida como “María la Macho” y hacía honor a su mote, vestida de negro, con ademanes hombrunos, calzando botas de hombre y fumando como un carretero. CAPACHÍN, un buen hombre al que los chiquillos embromaban para divertirse, era él mismo un chiquillo grande y bonachón. Ahora, a mitad del paseo, donde estaba el pilar redondo se halla el aparcamiento y las instalaciones deportivas municipales. Pero, entre el rumor de las altas ramas y de las hojas de los eucaliptus movidas por el viento, puede que la imaginación nos traiga, como un eco del ayer lejano, las risas de José Guerrero y las voces de los chiquillos corriendo y gritándole “¡Capachín, deja la burra ahí!” PRÓXIMO
|
0 Comentarios
Tu comentario se publicará después de su aprobación.
Deja una respuesta. |
AutorAsociación Cultural LA MEMORIA PRODIGIOSA.
José Mª Durán Ayo ARTÍCULOS DE José Mª Durán Ayo MÁS ALLÁ DE MI MEMORIA. José María Odriozola Sáez CUADERNILLOS DEL ARCA DEL AGUA. Luis Odriozola Ruiz Archivos del blog por MES
Noviembre 2022
|