DE CURAS, PECADORES Y PENITENTES
El primer cura del que se tiene noticia en El Pedroso es Don Juan Blasco, que rigió la parroquia del pueblo en 1.535, hace la friolera de 482 años, casi cinco siglos. Desde entonces, ochenta y cinco sacerdotes, algunos con sus correspondientes vicarios y coadjutores, se han encargado de acarrear almas pedroseñas hacia la Gloria Eterna. Hay que detenerse en el siglo pasado para avivar la memoria de los párrocos de los que se conservan recuerdos. Para empezar, a primeros del siglo ejerció su ministerio Don Francisco Labrador Montero que restauró la iglesia en 1907, según rezaba una inscripción en la escalinata de mármol del presbiterio que se llevó por delante el torpe afán iconoclasta de alguno de sus modernos sucesores. Y es que el 6 de marzo de ese año un voraz incendio destruyó la capilla del Sagrario. El fuego comenzó a las 10 de la noche, fue devastador, y causó otros daños en el templo. Cinco meses duraron las obras de restauración, al término de las cuales hubo una solemne celebración religiosa reseñada en una estampa-recordatorio:
“Hízose la restauración y celebrose tan hermosa fiesta siendo cura de El Pedroso el Sr. D. Francisco Labrador Montero. Misericordia Domini in aeternum cantabo”. En 1.911 llegó a la parroquia pedroseña Don Manuel Fernández Merino. Estuvo tantos años de párroco que le dio tiempo a tener coche propio –algo inusual en aquellos años–, a comprar un viñedo –que pasó a llamarse y se sigue llamando “la Viña del Cura"–, y a ganarse el reconocimiento de tirios y troyanos por su conducta en los aciagos días de la guerra civil y de la posguerra. Treinta y tres años rigió Don Manuel los destinos de la parroquia y disfrutó del afecto de sus fieles, pero se quedó con las ganas de haber matrimoniado a sus dos sobrinas casaderas de las que los jóvenes pedroseños no quisieron saber nada. Eran, decían, unas “empolvadas”, por su afición a las cremas y los afeites. Sucedió a Don Manuel un cura bien plantado, buen hablador y temperamental: Don Marcial Bustillo Beato. Tenía una hermosa voz atenorada y le gustaba disfrutar de la vida, sobre todo de una buena mesa. Teniendo delante un plato suculento, se dirigía a un chiquillo en cuya casa paterna era frecuentemente invitado y, parafraseando la narración evangélica de la Transfiguración de Jesús, le decía: “Pepito, qué bien se está aquí. Hagamos tres tiendas, una para ti y para mí, otra para Moisés y otra para Elías”. Y se zampaba un sabroso plato de cocido. Pepito era, el escribidor. En una ocasión, celebraba la misa dominical a la que, en la última nave de la iglesia, asistía una joven, María, con su marido apodado “Silencio” por ser de natural callado. Los presentes en esa parte del templo solían prestar poca atención a los latines del sacerdote oficiante y más bien estaban de cháchara todo el rato. Don Marcial, para atajar los irrespetuosos murmullos que iban a más, detuvo la ceremonia e indignado, tronó con su vozarrón: “¡Silencio! ¡A la calle!”. La pobre María, creyendo que eran ellos los aludidos arrastró a empellones a la calle a su marido, “Silencio”, entre las carcajadas de los revoltosos y el asombro de los demás fieles. A los seis años de ejercer su ministerio en El Pedroso, Don Marcial ganó por oposición –antes los curas tenían que opositar para subir en el escalafón– la titularidad de la parroquia de Bellavista, entonces un barrio proletario y embarrado de Sevilla, pero cercano a la capital y al poder eclesial. Después de Don Marcial llegó al pueblo Don Antonio Pastor Portillo, el sacerdote más puntual de toda la Santa, Católica y Apostólica Iglesia Romana. La puntualidad era para él una obsesión casi enfermiza. Modernizó también algunos ritos y usos eclesiales e hizo poner una instalación musical con la que, gracias a los discos de pizarra, sonaron por primera vez en el templo pedroseño las cantatas de Bach, el Aleluya de Haendel, el cánon de Panchelbel o la Marcha Nupcial de Mendelshon. Creó una emisora, la Radio Parroquial de la que se hablará más adelante, y, él sí, pudo casar a su sobrina con su sacristán–secretario, Blas Cantarero. A Don Antonio Pastor debe eterna gratitud un tal Iósif Vissariónovich Azhuhashvili, que ha pasado a la historia universal de la infamia con el nombre de Stalin. El tirano soviético, que hizo matar a millones de sus leales súbditos, falleció en Moscú el 5 de marzo de 1.953. Ese día, Don Antonio se disponía a oficiar misa matinal en la capilla del Sagrario y, mientras se revestía en la sacristía con los ornamentos sacerdotales, comentó: “Ha dicho la radio que ha muerto Stalin. Era un ser diabólico, un impío, pero como la misericordia de Dios es infinita voy a aplicar la misa por la salvación de su alma”. Y así lo hizo. Debió ser la única misa que se dijo por el déspota comunista en todo el orbe. ¿Una misa por Stalin? Sí, en El Pedroso. Y testigo de tan insólita historia, el monaguillo que aquella mañana ayudaba en la misa. Era, el escribidor. |
Don Antonio Pastor estuvo doce años en El Pedroso y fue trasladado a Castilleja de la Cuesta donde seguramente dejó de sufrir por los sabañones que le martirizaban, sobre todo las orejas, mientras ejerció la cura de almas en los fríos inviernos serranos.
Antiguamente los curas eran toda una autoridad en el pueblo y se les trataba como tal, con toda clase de consideraciones. Cuando paseaban por las calles, con sus airosos manteos o sus sombreros de teja o sus bonetes, eran saludados reverencialmente por los vecinos; los niños detenían sus juegos infantiles para besarles la mano y los jóvenes se acercaban con ellos con mayor confianza, pero con respeto. Los jóvenes, precisamente, eran un objetivo esencial para los sacerdotes, que batallaban para encuadrarlos en la Acción Católica o en las Hijas de María encaminando así sus pasos con mayor firmeza por la fe religiosa. Las relaciones de los curas con los jóvenes alcanzaban, sin embargo, un punto crítico con el llamado secreto de confesión. Sabido es que había dos clases de pecados, veniales y mortales. Los primeros, pelillos a la mar; pero los segundos podían llevar directamente al infierno – a las Calderas de Pedro Botero, se decía – por lo que había que confesarlos cuanto antes y obtener el perdón y la absolución que impartía el sacerdote–confesor. El problema era que los deslices que cabía calificar como mortales por parte de los jóvenes pecadores estaban casi siempre relacionados con el sexto mandamiento y concretamente con la única actividad sexual propia de la juventud que se permitía en aquellos tiempos. Y así, en el confesionario, podían ocurrir escenas como esta: Pecador: Ave María Purísima Confesor: Sin pecado concebida. Pecador: Padre, hace una semana que no me confieso. Me acuso de que he faltado a misa el domingo, que he desobedecido a mis padres, que he dicho palabrotas, que he dicho mentiras y que… (aquí una pausa embarazosa)… que he hecho cosas feas. Hay que aclarar que “cosas feas” era el eufemismo que se utilizaba en las confesiones, al menos en El Pedroso, para denominar al pecado bíblico de Onán, conocido técnicamente como masturbación y popularmente con el nombre de la caña de trigo una vez seca y separada del grano. Si el confesor tenía prisa o la clientela que esperaba era abundante, la penitencia se despachaba con rapidez: Confesor: Arrepiéntete, hijo mío, vela por tu pureza como Santa María Goretti, reza tres avemarías y tres padrenuestros y di el yo pecador. Pero si el sacerdote confesor no tenía prisa y quería profundizar en la raíz del pecado, podía producirse este penoso diálogo: Pecador: Y también me acuso, Padre, de haber hecho cosas feas. Confesor: ¿Cuántas veces, hijo mío? Pecador: Pues la verdad, Padre, no me acuerdo muy bien. Confesor: Pero, ¿muchas o pocas?. Pecador: Más bien muchas. Confesor: ¿tres, cuatro, cinco veces? Pecador: Sí, quizás más. Siete, ocho o nueve. Confesor: ¿A la semana, hijo mío? Pecador: A la semana, Padre. En este caso la penitencia a pagar por tanta actividad pecaminosa solía multiplicarse: diez avemarías, diez padrenuestros, diez credos, cinco salves y cinco yo pecador. No se sabe cómo los jóvenes pecadores no escarmentaban. Esto ocurría cuando el sacerdote era el propio párroco, es decir había cierta confianza y relación; pero cuando –con motivo de unas misiones o algún culto extraordinario– el confesor venía de fuera y desconocía las costumbres pecadoras de la grey juvenil, la cosa podía empeorar: Pecador: Y también me acuso, Padre, de haber hecho cosas feas. Confesor: ¿Muchas o pocas veces? Pecador: Muchas, Padre. Confesor: ¿Solo o en compañía de otros? Pecador: En compañía de otros, Padre. Confesor: ¿Cómo, hijo mío? ¿Cómo es posible que tan joven ya estés enfangado en la sodomía y en el pecado nefando? En ese momento, el pecador –que no sabía qué era eso de la sodomía ni del pecado nefando, pero presagiando lo peor– aclaraba atropelladamente al confesor que había pandillas en el pueblo que se reunían en La Charneca o en otros lugares discretos para desahogar sus juveniles apremios eróticos, pero que, aunque estuvieran en grupo, el desahogo era individual. Aliviado, el confesor rebajaba la penitencia. Estas escenas de confesionario eran las protagonizadas por los jóvenes pecadores del género masculino. Por lo que respecta a las posibles pecadoras del género femenino, lo único que se ha podido saber es que el sacerdote les preguntaba: Confesor: Hija, ¿has hecho uso deshonesto de tus manos? Las sutilezas clericales son maravillosas. PRÓXIMO
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AutorAsociación Cultural LA MEMORIA PRODIGIOSA.
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Noviembre 2022
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