HISTORIAS, MISTERIOS Y FANTASÍAS
La primera historia la protagoniza un muchacho que estaba a prueba en el Seminario Diocesano para, en un futuro, ordenarse sacerdote, pero que lo que de verdad quería era ser albañil siguiendo la tradición familiar; Pepe García, hijo de “El Pelón” tenía que elegir entre el palaustre y el hisopo, entre la plana y el incensario, entre la plomada y los ciriales, o entre el púlpito y el andamio. Dudaba, pero en el pueblo, como seminarista, participaba en cultos, ceremonias y otras actividades religiosas. Un día llegó en visita pastoral el cardenal Bueno Monreal y el párroco, Don Antonio Pastor, decidió darle un paseo por el pueblo para que conociera sus calles y sus gentes, y encomendó a Pepe que fuera por delante anunciando y abriendo paso a la comitiva. Hombres y mujeres esperaban con expectación el paso del señor cardenal y su cohorte, con Pepe como heraldo anunciador. Pero en estas vio a “Biñolito”, un albañil conocido suyo, que estaba en un andamio intentando reparar el alero de un tejado: “Pepe, sube, échame una mano, que no se bien cómo hacer esto”, pidió “Biñolito”. Pepe no se lo pensó dos veces, subió muy gustoso al andamio y se puso a trabajar. En poco tiempo pasó por el lugar la comitiva cardenalicia y el párroco quiso llamar la atención del prelado: Párroco: Ese que está en el andamio también es seminarista. Cardenal: ¿Seminarista? ¿Qué hace ahí arriba en pleno curso? ¿Cómo es posible? ¿Por qué no está en el seminario? Párroco: Es que… como es mayor, verá, señor cardenal, va y viene, una veces está allí y otras aqu.. Al cardenal no le convenció tan extraña explicación y dirigiéndose al andamio ordenó imperativamente: Cardenal: Baje de ahí, joven, ahora mismo y mañana le quiero ver sin falta en el seminario. El seminarista–albañil, con una teja en una mano y el palaustre en la otra acertó a decir “De eso nada de nada. Me quedo de albañil”. Y así fue como, en el andamio, colgó los hábitos Pepe “El Pelón”, hijo. Benigno, el jorobado, era corredor de ganado y Monterrubio tratante. Dos oficios con muchas cosas en común que les hacía ir y venir juntos por dehesas y apartaderos. Monterrubio tenía una motocicleta de la marca “Montesa”, muy potente para la época, y en ella solía llevar a Benigno que, dada su joroba, se acomodaba a duras penas en el sillín trasero, siempre haciendo equilibrios. Un día fueron a pesar becerros a La Jarosa, pero en un tramo del camino muy polvoriento la moto cogió un bache, dio un salto y el pobre Benigno cayó a tierra envuelto en polvo. Monterrubio no se dio cuenta del percance hasta que llegó a la zona de El Toril, donde se pesaban los becerros, y decidió volver en busca de su compañero de fatigas. Al llegar al lugar de la caída vio a los dueños de Los Tinahones, que habían acertado a pasar por allí en su “Buick”, intentando levantar entre la polvareda a Benigno, que estaba hecho un ovillo, para enderezarlo tirándole de brazos y piernas. Monterrubio, ofuscado y sudoroso, les gritó con apremio: – “¡Dejadlo como está, que es jorobado!”. Llegó al pueblo un nuevo secretario, un abogado llamado Luis Planas. Acudió al casino, centro de reunión en el que fue recibido cordialmente y donde hizo su presentación, saludando y conociendo a sus nuevos convecinos. Todo fue sobre ruedas, pero cuando se marchó y llegó a su domicilio se dio cuenta que le habían robado su pluma estilográfica. Lo puso en conocimiento del presidente del casino, Antonio Alejo, y éste convocó a los que habían estado presentes en la reunión con el nuevo secretario: “Es una vergüenza lo que ha pasado, dijo. Es una indignidad para el pueblo y para el casino. Hay que devolver ya la estilográfica a don Luis.” Para facilitar la devolución y que el autor del robo no pasara por la vergüenza de identificarse, Antonio Alejo decidió que pondrían una manta en el altillo del casino, apagarían todas las luces, desfilarían todos los reunidos ante la manta en la más absoluta oscuridad y cuando este desfile terminase se encenderían las luces y en la manta debería estar, devuelta, la dichosa estilográfica. Así lo hicieron. Manta en el altillo, luces apagadas, socios que desfilan a oscuras, luces encendidas y… ¡la manta había desaparecido!. Ricardo Jiménez era un mecánico e industrial de muchas habilidades. Enamorado de la técnica, pasaba las horas reparando motores, creando piezas inverosímiles o renovando y estudiando cualquier tipo de mecanismos. A su destreza técnica unía, además, una fuerte voluntad creativa que se materializaba en muy diversas y hasta dispares iniciativas. Un día pensó en crear un aeroplano y, manos a la obra, hizo la maqueta, compró todo lo necesario para el montaje, y en poco tiempo lo tuvo listo. Lo llevó a Las Jarillas y empezó el vuelo desde un cerro de aquella finca. Sobrevoló el aparato con mediana soltura durante unos minutos hasta llegar a las lindes de Navahorguín. Allí, algo falló y el aeroplano cayó en la copa de una encina. Fue poco menos que un fracaso, pero nadie podrá quitar a Ricardo Gómez el honor de haber sido pionero de la aviación en El Pedroso. Casi todos los veranos “estallaba el polvorín” de Fábrica. Con esta expresión designaban los pedroseños el incendio de los depósitos de pólvora que había en el antiguo centro minerometalúrgico, convertido ahora en Destacamento de Artillería. Las llamas solían ser tan altas que el resplandor superaba los cerros y se veía desde el pueblo. Raro era el año en que, a consecuencia de los calores agosteños o de un deficiente almacenamiento, no estallaban los depósitos llevando el miedo a los pedroseños, temores a los que se aplicaban peregrinas soluciones: por ejemplo, como quiera que el incendio en los polvorines solía afectar también a los explosivos militares, era lugar común en el pueblo que poniéndose un palito en la boca y mordiéndole con fuerza no se sufriría daño alguno en la cabeza. El incendio de 1949 fue pavoroso. La gente, asustada, huyó del pueblo hacia La Porrilla o Navahonda mientras en Fábrica estuvo a punto de ocurrir una gran desgracia: un poste ardiendo iba a caer sobre un enorme depósito de explosivos cuando el encargado de La Umbría – que habitualmente ayudaba a apagar los incendios – se jugó la vida, detuvo la caída del poste y evitó una catástrofe. Un héroe anónimo del que no queda ni el nombre, sólo su mote: “El Largo de la Umbría”. Un misterio sin resolver: el de la Casa de los Guerra. Situada al principio de la Calle de la Estación, y convertida hoy en un acogedor hotel, la casa fue construida en 1.874 por un carpintero llamado José López Cantarero. En 1922 la compró José Guerra Sevillano, un almeriense que había llegado años atrás a El Pedroso al frente de una empresa –“Mines et minerais”– que, entre otras actividades, tenía los “denuncios” de las minas, es decir, que descubrían una mina, la “denunciaban” a la autoridad competente y negociaban la explotación con el dueño de la finca, puesto que la ley daba prioridad a los descubridores. La empresa tuvo una notable actividad durante años, pero José Guerra murió en 1.932 y sus herederos –su esposa Francisca Guillén y sus hijas Amparo, Josefina y Elisa– con el tiempo dejaron el negocio minero en manos de los alemanes de la empresa Krupp, cuyos técnicos se establecieron también en la casa. Así aquella gran mansión, conocida ya como “La casa de los Guerra”, se convirtió en oficina, vivienda, lugar de reuniones amistosas y literarias… ¿y algo más?. Poco después de terminar la guerra civil, prácticamente la casa la habitaba sólo Elisa, que había matrimoniado con |
un valenciano, Carlos Llopis de Cabanes.
De improviso, sin motivo aparente ni explicación alguna, abandonaron el pueblo y se marcharon a Valencia y Barcelona en lo que pareció una huida precipitada. En la casa vivieron luego Emilio Carrasco, el zapatero, y su mujer, que nunca abrieron las dependencias familiares cerradas con llaves, hasta que años más tarde fue adquirida por “Los Pelones” que pagaron por ella la cantidad de cuatro millones de pesetas (24.000 euros, hoy). En su interior se encontró un tesoro: vajillas valiosísimas, cuadros interesantes, muebles de estilo, un magnífico piano, innumerables documentos empresariales, hasta una tinaja todavía llena de miel y mandiles, compases y delantales, elementos usados por los masones en sus tenidas. ¿Hubo en la Casa de los Guerra una Logia Masónica? Ahí sigue el misterio. El misterio del túnel de La Cartuja está resuelto a medias.
Siempre se habló de un túnel misterioso que unía La Cartuja con la iglesia parroquial e iba a desembocar en el coro, donde estaba la salida oculta tras la sillería. Pero cuando se restauró la iglesia y se suprimió el coro pudo comprobarse que allí no había nada. Además ¿para qué una galería subterránea entre dos edificios religiosos que, en superficie, no distan más allá de doscientos o trescientos metros?Pues el misterioso túnel existe. Se puede acceder a él por un portillo que hay en una de las paredes laterales de la Capilla del Rosario, en el templo parroquial. Obscuro y umbrío, Paco López y Antonio Lardín, que ejercía de sacristán, lo descubrieron hace años y lo recorrieron hasta la mitad, más o menos hasta donde calcularon que está la farola de la plaza. ¿Y qué hay más allá? ¿Y cuándo fue construido? ¿Y para qué? ¿Ocultaban algo los cartujos? El túnel de La Cartuja es real, pero sus misterios permanecen. En el atrio de entrada al antiguo cementerio de El Espino era vox pópuli que estaba enterrado un bandolero. Se decía que era “El Barquero de Cantillana”, Andrés López Muñoz, que vivió en las primeras décadas del siglo XIX y cuyas hazañas inspiraron la serie de televisión “Curro Jiménez”.
Otro rumor situaba su sepultura en un pequeño cementerio que debió existir en Fábrica de El Pedroso. Se buscaron allí sus restos, pero lo que se encontró fueron cráneos que por su configuración –según los expertos– correspondían a hombres de raza negra. ¿Negros en Fábrica? Pronto se aclaró este misterio: eran descendientes de esclavos africanos que habían sido contratados en Sevilla para trabajar en la Fundición en la época de mayor auge de aquellos Altos Hornos. El misterio de “El barquero de Cantillana” –que ciertamente anduvo con su partida por las sierras de Cazalla y El Pedroso– también ha dejado de serlo: fue abatido en 1.849 por la Guardia Civil en Posadas, en cuya iglesia de Santa María de las Flores está enterrado bajo una lápida sin nombre. Si vais a Las Umbrías y llegáis a El Cañuelo, todavía en el término de El Pedroso, a orillas del Arroyo San Pedro, veréis aún en pie, aunque muy castigados por el tiempo, los restos de unas chimeneas que pertenecieron a las explotaciones mineras de la zona. Enfrente de ellos, si buscáis con detenimiento, encontraréis unas piedras y unos vestigios de sillares sobre los que la naturaleza ha hecho su trabajo, cubriéndolos de tierra, verdina y follaje: es lo que queda de la ermita de Nuestra Señora del Cañuelo. La ermita fue en tiempos lejanos un lugar de devoción de pedroseños y cazalleros pues estaba situada a la mitad de los dos pueblos. Pero las crecidas del arroyo la anegaban frecuentemente, causando serios daños a sus muros y a sus objetos de culto. Poco a poco fue quedando abandonada y cuando los carmelitas descalzos, que la cuidaban, se marcharon a Benalup de Sidonia, su suerte quedó sellada y su ruina fue sólo cuestión de tiempo. ¿Qué queda de aquella Virgen? ¿Dónde fue a parar su imagen? ¿Qué fue de los altares y retablos? ¿Qué de sus misales, candelabros y atriles? ¿Qué fue del campanil de su espadaña? Misterio sobre misterio. Sólo nos quedan unas piedras ennegrecidas por el musgo y sepultadas por la maleza, y el recuerdo de una Virgen de hermoso nombre: Nuestra Señora del Cañuelo. Entre las fantasías de los pedroseños, ninguna como la de la Piedra de la Mora. Según la fantástica leyenda una Mora –algunos la han llamado Cantamora– vivía en la enorme piedra que lleva su nombre y vagaba por La Porrilla y La Madroñera caminando ágilmente por aquellos pedriscales. A veces se la veía sentada en la cercana e imponente Peña de Juan Reales. Era un espíritu que encantaba a los seres humanos. Una vez encontraron el cadáver de un hombre en aquellos lugares y no se dudó en asegurar que había sido seducido y muerto por la Mora. Otro se ahogó en un pozo cercano, al que se precipitó llamado desde las profundidades por una mujer desconocida que no sería otra que la Mora. Y un tontucio del pueblo aseguraba que una mujer desnuda le había invitado en una fría noche de invierno a bañarse en las aguas del Arroyo de la Madroñera. La Mora, claro, como era un espíritu no temía a los catarros… No faltaban las descripciones físicas: era una mujer alta, que a veces aparecía vestida de blanco y otras enlutada, con sus largos cabellos al viento. Eso sí, siempre con una sonrisa enigmática y misteriosa. Pero para fantasía, la que derrochaban los pedroseños a la hora de distinguir a sus paisanos con alias, motes y apodos. Hay que tener mucha imaginación para llamar a uno “Arrancarraices”, a otra “Buchiquina”, a aquel “Cambiaduros”, a este “Flores y Letras”. ¿Y qué decir del “Cosario del cielo”, de “Churratiesa” o de “Migas Perdidas”? Sin dejar atrás a “Pecho Adelante”, “Quince Arrobas” o “Trotalindes”. El escribidor ha podido acopiar un total de 475 motes lo que significa que la mitad de las familias pedroseñas tenían, o tienen, su sobrenombre. Todo un derroche de fantasía, imaginación y creatividad. ¡Disfrútenlo! |
1 Comentario
Gloria Durán Ayo
17/4/2020 13:32:19
Dichoso "Tunel" cuanto tiempo tuve el miedo en el cuerpo.
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AutorAsociación Cultural LA MEMORIA PRODIGIOSA.
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