DIVERSIONES, AMORES Y DEVANEOS
Mi jaca, galopa y corta el viento cuando pasa por el Puerto, caminiiiiito de Jereeeeez Este pasodoble se repetía una y otra vez en los bailes que, de todas las diversiones de antaño, era la más popular y la más esperada. Las jóvenes pedroseñas y los mozos del lugar bailaban las unas con los otros y, a veces, las unas con las otras cuando el personal masculino se rendía. Y mientras seguían el ritmo del pasodoble, del tango, del chotis o del bolero, ellas guardaban las distancias con los brazos y las manos, manteniendo la separación con la pareja para evitar sofocos propios y maledicencias ajenas. Eran muy bailongos los pedroseños de los años 20 y 30 del siglo pasado. Todos los domingos había no uno, sino cuatro bailes. Uno de ellos se celebraba en los locales del actual casino, que entonces se llamaba Casino de Rico porque lo regentaba Rafalito Rico. Se decía que este era el baile de los señoritos porque asistía “lo mejorcito del pueblo”. Allí estaban, claro, los Latorre, que no eran muy danzantes pero que seguían con atención los pasos de las parejas al ritmo de una pianola. Otro baile era el de la Casa Molina, que tenía lugar en la trasera del Bar de Molina situado en un gran caserón justo enfrente de la puerta principal de la iglesia. El tercer baile era conocido como “El Barro” porque lo organizaban los dueños del horno de ladrillos que había al final del camino de la Huerta Cataño. Este baile se celebraba en un salón adyacente al Ayuntamiento que, años después, acogería al Auxilio Social y al Frente de Juventudes. Y por último, el cuarto baile, que era el más popular, tenía lugar en el cine invierno, el antiguo Cine del Carmen en la calle Moret. A este le llamaban “La Jarosa” porque se presumía que –al igual que en la finca comunal del mismo nombre– podían entrar, y entraban, todo aquel que quisiera. El acceso para estos bailes era gratis para las mujeres, pero los hombres tenían que pagar. Los bailes pedroseños alcanzaban su apogeo en el Carnaval, con grandes orquestinas y fiestas de disfraces que protagonizaban numerosas comparsas y grupos de máscaras, entre ellas la de los Lucas que casi siempre se llevaban los primeros premios.
En la posguerra tuvo gran predicamento el baile de “El Desvelo del Chocolate”, llamado así porque su organizador, Pepe Alcalde, tenía el mote de “Chocolate” y porque el sonido de la música impedía el sueño de la vecindad. Estaba en un altozano de la calle Calderranas al que se accedía por una especie de galería en cuesta. “El Desvelo” fue decayendo y con el paso del tiempo fue sustituido por los bailes en el Salón la Palma y en la Quinta San José. Y así hasta que llegó, a finales de los 50, el pikú y los bailes se retiraron a las casas, los patios o las azoteas particulares. Los pasodobles y los chotis dejaron su lugar al rock y al twist. En los años 30 el cine se alzó como la otra gran diversión de los pedroseños con tres cinematógrafos abiertos: El Salón Central, El Ideal Cinema y El Salón Catalán. A mitad de siglo, y a pesar de que la población disminuía constantemente por la emigración, hubo otras tres salas de proyecciones: el ya citado Cine del Carmen, de invierno, y el Salón la Palma y la Quinta
San José, de verano al aire libre. Y aún había ocasiones en que se “echaban” películas en un salón del casino. El desarrollo de una sesión cinematográfica –películas en blanco y negro generalmente– resultaría hoy extraño porque la proyección se interrumpía en dos ocasiones. La primera era para el “cambio de rollo” –o sea para cambiar la bobina de celuloide en el proyector– y duraba unos cinco minutos. La segunda era a mitad de película, el “descanso”, que duraba casi un cuarto de hora y que se aprovechaba para ir al ambigú o visitar las letrinas. Los asientos de los cines eran bastante incómodos, sobre todo los de verano con sillas de enea trabadas fila a fila con largos tablones. A propósito de las filas de sillas: las parejas de novios solían acomodarse en la última (para tener una intimidad que no era posible en otros lugares) y era llamada “la fila de los mancos” porque las manos no solían estar a la vista, ocupadas en variados lances amorosos. El cine era blanco preferido de los rigores morales y pacatos propios de la época. La censura eclesiástica clasificaba las películas según unos estrictos criterios religiosos y la correspondiente hoja de clasificación se exponía durante toda la semana en el dintel de la parroquia. Era por colores y por grupos: BLANCO: película apta para todos los públicos. AZUL: tolerada para menores. ROSA: tolerada para mayores, con reparos. ROJO: película gravemente peligrosa. Si alguien se saltaba despreocupadamente una de estas “recomendaciones” de obligado cumplimiento debería acudir, más pronto que tarde, al confesor. (De madrugada ha terminado la película en el cine de verano. Los espectadores se desentumecen y caminan hacia la salida comentando el duelo final de “Solo ante el peligro” o el éxtasis de los tres pastorcillos portugueses en “El milagro de Fátima”. Por los altavoces suena la voz de Nat King Cole entonando en español “ansiedad de tenerte en mis brazos musitando palabras de amor” o las Hermanas Fleta cantando “ya vamos llegando a Pénjamo, ya brillan allí sus cúpulas”. La fragancia y los olores de los dondiegos y de los jazmines del recinto llenan el aire de la noche. Hasta mañana. Hay que ponerse la rebeca porque se ha levantado el relente fresquito de los veranos pedroseños.) El teatro siempre ha tenido aficionados en El Pedroso. Antes de la guerra, por ejemplo, eran muy celebradas las representaciones que había en el “Corral de la Caoba” situado en la hoy llamada calle Estrecha y, después, nunca faltó un grupo de entusiastas para llevar a la escena los sainetes de los hermanos Álvarez Quintero.
El circo llegaba anualmente al pueblo y se instalaba en el llano de El Ejido. Eran compañías sencillas y apuradas, con una carpa y un gallinero destartalados, y cuya mayor atracción para la chiquillería era ver cómo lo montaban. Pero un tiempo hubo un circo “estable”. Lo creó un grupo de chavales con más imaginación y desenfado que dotes artísticas y circenses. Las funciones de este circo se celebraban en “El Desvelo del Chocolate” y entre los afamados tragasables y acróbatas estaban “Buchito”, Rafaelillo “El Pelón” y Juanito Vizuete. “Buchito” se comía los cristales y se los tragaba con un buche de agua. El problema era que, a veces, no le salía el truco, lo que provocaba la rechifla y las protestas del respetable, mayoritariamente niños. Rafalillo hacía el número de “la bandera humana”: gateaba ágilmente por una barra de hierro y, al llegar al final, se colocaba horizontalmente como si fuera un gallardete. El problema era que había que bajarlo a pulso, sujetando fuertemente la barra, lo que solía provocar un buen costalazo en el suelo. Juanito Vizuete tenía un número menos arriesgado: caminaba sobre un barril de madera haciéndolo rodar y manteniendo el equilibrio. El problema era |
que se tambaleaba muy pronto y tenía que saltar del barril, so pena de dar con sus huesos en tierra.
En aquel circo “estable” los niños pagaban un real (25 céntimos) y era tal la afluencia de espectadores que a veces hacían hasta cinco pesetas de caja. Con ese dinero, los afamados artistas circenses compraban pescado en conserva que consumían con un duro vinazo en la taberna más a mano. Siendo tan magra la recaudación, no había peligro que con tan escaso vino peleón los artistas perdieran el equilibrio también en la calle. La leyenda sevillana explica así el origen de la expresión “Pelar la pava”: Una señora estaba en la cocina de su casa y ordenó a la criada que fuese a por una pava en el corral, la pelara y se la llevase para cocinarla. La criada, de camino al corral, pasó por el salón y en una de las ventanas vio a su galán que andaba rondándola. Se sentó ante la reja y empezaron los requiebros. Cada vez que la señora la llamaba, apremiándola, la criada respondía “ya voy, que estoy pelando la pava”. En El Pedroso ya no se “pelaba la pava” tras las rejas, pero sí en la puerta de la novia, o en el paseo de la plaza o en el de El Espino. En este último, los cortejos y las galanterías eran más libres y siempre cabía la posibilidad de demostrar los amores grabando el nombre o inicial de la prometida en el tronco de un eucaliptus. Los noviazgos solían ser largos –salvo descuidos embarazosos– y desembocaban en la toma de dichos antes de la boda. En tiempos se celebraba la toma de dichos –es decir el compromiso matrimonial antes de la boda– en lugar de la boda misma. En la ceremonia religiosa, el oficiante hacia diversas consideraciones rituales a los novios y una de las exhortaciones decía textualmente: “El marido, por tener paz, muchas veces pierda de su derecho y autoridad”. Es decir, la Santa Madre Iglesia dejaba muy claro desde el principio quién mandaba en el matrimonio. Las bodas se celebraban muy temprano, al amanecer, para que los contrayentes pudieran tomar el tren y emprender el viaje de novios que tenía como primer destino la capital, Sevilla, en uno de cuyos hoteles –el Europa, el Simón, el Madrid, el Niza o el Francia– debía consumarse el matrimonio. Las parejas cumplirían cabalmente con sus deberes reproductivos porque en 1.954, por ejemplo, El Pedroso todavía tenía 4.830 habitantes, más del doble de los 2.074 que tiene en la actualidad según el último censo. La feria de septiembre –aquella feria de septiembre de tantas nostalgias– se celebraba en las tres plazas que rodean la iglesia y llenaba de color y de fiesta y de luz el corazón urbano del pueblo. Arcos, gallardetes, bombillas y farolillos adornaban aquellas plazas y no faltaban los puestos de turrón. Antonio y Angelita, carmonenses, instalaban el suyo año tras año en la puerta de la iglesia y, casi pedroseños de adopción, eran los de mayores ventas por su limpieza y surtido.
En la víspera del alumbrado, en el ómnibus de la noche, llegaba la banda de música de Saltares que subía las cuestas hasta la plaza tocando pasodobles y marchas, y precedida por toda la chiquillería encabezada por Jiménez Tonterías. En un estrado circular, en torno a la farola de la plaza, ofrecía su primer concierto y año tras año tenían que complacer a una señora muy señoreada que les pedía, indefectiblemente, “El Sitio de Zaragoza”, un pastiche marcial y zarzuelero que a la dama –cuyo nombre se guarda el escribidor– debía parecerle el no va más del arte sinfónico. Las cunitas, los güaitomas, las carreras de sacos, la cucaña, el tiro al plato, las carreras de cintas en bicicleta y otras muchas actividades festivas y diversiones varias –bailes incluidos– se paralizaban para dar paso a la procesión de la Virgen, solemne, multitudinaria y con nutridas filas de hermanos delante del paso y de hermanas tras él.
Aquella añorada feria de septiembre terminaba con una sesión de fuegos artificiales que, supuestamente modestos, eran brillantes y espectaculares para los pedroseños, niños, jóvenes y mayores. Se disparaba la traca y en un cuadrado colocado en el poste principal ardían unas luminarias mientras se descolgaba un lienzo con la imagen de la Virgen del Espino. Era, verdaderamente, un momento mágico. Los devaneos, distracciones y pasatiempos no se concebían en El Pedroso sin comer pipas de girasol. Niños, jóvenes y mayores; mujeres y hombres, en cualquier tiempo y en cualquier lugar, con cualquier motivo, se pasaban la vida comiendo pipas compulsivamente. Las parejas paseaban, comiendo pipas; en los cines de invierno y de verano, se comían pipas; se tomaba el fresco en las noches de verano, comiendo pipas; en los recreos del cole, se comían pipas; los novios hacían manitas, comiendo pipas; sentados en los poyetes, se comían pipas; se paseaba alrededor de la iglesia, comiendo pipas; pasaba una procesión y se comían pipas, y se escuchaba la radio y se leían los tebeos… comiendo pipas. Cualquier asueto, cualquier espera, eran buenos para comer pipas. (Según los dietistas, 100 gramos de pipas de girasol, ya peladas, equivalen a 584 calorías, pero tienen muchos beneficios: reducen el colesterol, son depurativas y saciantes, aportan fósforo, hierro, potasio, magnesio y vitaminas y mejoran el metabolismo. Así que, pedroseñas y pedroseños, conservad las viejas costumbres ¡A COMER PIPAS!) PRÓXIMO
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AutorAsociación Cultural LA MEMORIA PRODIGIOSA.
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