José María Odriozola, nos trae en este relato mucho más que unas vivencias personales. Profundiza en el oficio más vinculado a la historia de El Pedroso con rigor y al tiempo, con un afecto que emerge entre todas sus líneas. Desde LA FUNDICIÓN te damos las gracias por este gran aporte a la historia pedroseña, a sus gentes y a sus oficios, que seguro disfrutarán los lectores. Hemos querido completarlo con fotografías, ilustraciones y esquemas propios, que unas veces son de aspecto didáctico, otras anecdóticas y otras son extraordinarios documentos gráficos de otro tiempo, de aquella nuestra gente y de sus labores y afanes. Redacción CRÓNICASblog José María Odriozola. Es curiosa la atracción que producen la piedras trabajadas, quizás la razón se esconda en la sensación de eternidad que posee su materia o puede que sea la dificultad de su talla, pero la verdad es que algo hay… Basta mirar la torre de nuestra iglesia, las aceras de nuestras calles, las pilas de agua o el cargadero de mineral de Monteagudo para comprobar que la cantería es oficio antiguo en El Pedroso. La Geología nos aclara que las responsables de la existencia de granito en el entorno de nuestro pueblo fueron las fuerzas telúricas. Por tan remota actividad magmática, esta roca se clasifica geológicamente con los sonoros calificativos de ígnea y plutónica. Nuestros picapedreros, de conocimientos más prácticos, conocían bien que esta “lengua” de granito afloraba en Gerena y floreaba caprichosamente en Las Pajanosas, Almadén, El real de la Jara, Castilblanco, El Pedroso y Cazalla, llegando hasta La Hoya de Santa María donde volvía a sumergirse (a semejanza del Guadiana) para muchos kilómetros después, ya en Extremadura, volver a salir a la superficie pasado el valle de la Serena. Nadie recuerda en El Pedroso desde cuando se nombra “piedra de porrilla” al granito. La Real Academia define porrilla como diminutivo de porra y es probable que sea por el empleo de esta herramienta, muy común entre los picapedreros, lo que llevase con el tiempo a trasmutar el vocablo de la herramienta por la de la materia sobre la que se empleaba esta. Mi madre me explica que los lingüistas llaman a esta utilización (de una palabra con un sentido diferente al que le corresponde propiamente), metonimia y que en este caso concreto, designa la cosa con el nombre de otra con la que tiene una relación lógica y muy cercana: la de la herramienta con la que se trabaja. Aunque todos estos pueblos de la sierra tenían “piedra de porrilla”, no toda era de la misma calidad. La gran suerte de los canteros de nuestro pueblo estribaba en que los berrocales de granito de calidad eran los más cercanos al pueblo y en una época en que el trazado del ferrocarril era la única vía de comunicación y las yuntas de bueyes su única alternativa, esto era una gran suerte. El Pedroso estaba flanqueado al mediodía por los magníficos afloramientos de “Las Madroñeras” y “Las Porrillas”, tampoco desmerecían los “bolos” de “Navahonda”, “Nava la Higuera” y “Los Charcones”. Hasta “El Cerrado de Lora” parió algunos de los mejores empiedros. Los más alejados Bolos de “Navaholguín” y Ventas Quemadas, seleccionados con buen ojo, suministraron material de calidad para tallar magníficos conos que tras su desmontaje, cincuenta años después, seguían presumiendo de su calidad y casi nulo desgaste pese a los muchos años de trabajo. Los maestros picapedreros, como auténticos zahoríes de la piedra, ojeaban sobre el terreno la calidad de los bolos. Las piedras escogidas eran estudiadas en su perímetro, se trazaban imaginarias líneas de corte que evitando fallas ocultas y visualizando en ellas tamaños y pesos calculaban las figuras finales. Aun así, la predisposición al lascado del quebradizo granito, (lo que los profesionales llamaban “picarse”), hacía que el traslado de las pesadas piezas fuese una operación delicada. Un pequeño golpe durante su carga en las zorras, o en los embarcaderos del ferrocarril hacía que piezas terminadas se malograsen sin remedio antes de llegar a su destino. La mejor talla en piedra que se conserva en El Pedroso es con mucha diferencia la Cruz del Humilladero de la Ermita del Espino. Es de factura foránea y por tipo de piedra, estilo y calidad, una obra de arte. Los eruditos la sitúan en el entorno de la escuela de entalladores placentinos, vascos y franceses que el maestro mayor Diego de Riaño contrató para la nueva sede del Cabildo Municipal de Sevilla en la primera mitad del mil quinientos. Es más que probable que entre Juan y Francisco García, Nicolás de León, Diego Guillén, Ferrant, Jacques, Gonçalo Herrandes Toribio de Liébana, Juan de Landeras, Diego de Lara, Gonzalo del Castillo o Roque Balduque, maestros canteros, estén los autores de la magnífica y única obra plateresca en piedra de nuestro querido pueblo. Aunque en el Libro de Cuentas del Archivo Parroquial aparecen los nombres de mayordomos maestros de obras y albañiles que reformaron nuestra iglesia y levantaron la torre nueva en el s. XVIII, desgraciadamente no hace referencia a los canteros (muy probablemente vecinos) que tallaron los sillares de su elegante torre. De la misma forma otros trabajos de mérito como las fachadas de la casa de Diego y la portada de la de mi abuela, ocultan su autoría. Aunque de diferentes estilos, se pueden datar entre los siglos XVII y XVIII la de mi abuela y un siglo posterior la de Diego Rodríguez. Durante generaciones nuestros picapedreros se adaptaron a las duras condiciones del tajo. Como en tantos otros oficios los maestros solían intervenir en las fases últimas de los trabajos según fuese la calidad y dificultad del encargo. Trabajo complicado era el visualizar la obra final en la piedra y aún más en el tosco e irregular granito; a estos canteros bien podríamos aplicarles, (salvando distancias, genialidades y falsas modestias), aquello que Buonarotti dijo al terminar “La Piedad”: “yo solo he retirado del bloque de mármol todo lo que no era necesario”. El granito fue el material barato, abundante y cercano que sirvió para tallar multitud de encargos: losas para las aceras, alcorques y bordillos para árboles y calles, comederos para el ganado (aún quedan bolos ahuecados en forma de piletas en algunos cortinales), pilas de lavar la ropa... Se aprovechaba casi todo y así sobre las lascas sobrantes de tallas mayores se labraban pequeños refregadores para lavar la ropa que eran abonados ya ubicados en las orillas de los arroyos cercanos al pueblo. En casa conservamos uno de ellos procedente de “La Rolava” y hace algunos años una máquina desenterró varios de ellos cerca del arroyo de Las Madroñeras. Era allí donde Anita, la muchacha que servía en casa de mi abuela Marta Ruiz, lavaba y soleaba las sábanas una vez en semana al igual que muchas otras mujeres. Contaba mi padre que estando embarazada se empeñó (contra las recomendaciones de Marta) en ir aquella mañana al lavadero de Las Madroñeras y colocándose la cesta de mimbre llena de sábanas sobre la cabeza, se encaminó canturreando hacia el camino de “Las Monjas”. Mi abuela Marta, que la conocía bien, le recomendó prudencia por su avanzado estado y que no se demorase. Aun así, horas después y sentados a la mesa, le comentó a su marido el retraso y ambos achacaron la tardanza al carácter de Anita y al ambiente algo más que hablador del lavadero. Era ya entrada la tarde cuando apareció sonriendo, llevaba la cesta de la ropa en la cabeza y un hatillo de ropa en el cuadril. Mi abuela, que le esperaba desde hacía rato en la puerta, le preguntó algo seria por el retraso y le recriminó la preocupación causada. Anita, apurada, deshizo el hatillo de trapos mostrándole un rollizo churumbel mientras le comentaba con naturalidad que había parido en Las Madroñeras y que había tenido que lavarse ella y al niño; pero que no se preocupara que las sábanas de la casa venían limpias y soleadas… Mi abuela Marta, de salud bastante delicada, le comentaba a su marido mientras este la atendía en el suelo, que no recordaba en qué momento se había desmayado. Algunas casas, como la de mi otra abuela, tenían en el corral pozo y pila de lavar; y en este caso era Modesta la que lavaba la ropa en la coqueta pila con refregador que aún sigue junto al pozo. Estas tatarabuelas de nuestras modernas lavadoras, con una obsolescencia programada de siglos y carente de averías eléctricas, solo necesitaban para dejar la ropa limpia unos buenos brazos y jabón verde. Generaciones de picapedreros labraron los bloques careados para la torre de la iglesia, embarcaderos y andenes del ferrocarril, dinteles y jambas para puertas, empiedros de una o de varias piezas, conos de molienda, bases de farolas, pilas de agua, mojones kilométricos o incluso esferas (como las que labró Pepe Reina como remate de las pilastras de la cerca de la Ermita del Espino). Gracias a la tesis doctoral de Pilar Orche, leemos en unas actas de inspección de policía minera en 1924 que en el término municipal de El Pedroso existían unas canteras de granito y que en ellas trabajaban maestros canteros que lo labraban en bloques. Describe este documento lo diseminadas que se encontraban estas piedras y da algunos apellidos que nos resultan familiares: “los maestros Antonio Hernández Álvarez, José López y Manuel Reina trabajan al frente de cinco o seis operarios cada uno, casi todo el año”. Describe su trabajo y aclara que no es en sitio fijo (cantera abierta) sino pidiendo permiso al dueño del terreno en donde hay algún bloque de granito, a donde se trasladan hasta la finalización del trabajo. Termina aclarando que las piedras talladas se “destinan a la Compañía de Ferrocarriles de M.Z.A. y a piezas de molinería. Sabemos que también se utilizaba como zahorra de calidad y así en una visita en 1927 a las canteras cercanas a Las Alberquillas, informaban: “…donde sobre un bloque de diorita compacta que atraviesa la masa granítica están arrancando piedra que mandan para el firme especial de la carretera a Madrid. Están empezando ahora y piensan llegar los propietarios Sres. Latorre a una producción de diez vagones por día”. Recuerdo a Rafael Capitán martilleando adoquines. Sentado en el suelo del planazo de la ermita rodeado por la zahorra de despunte, se sombreaba buscando la brisa que procedente de “Las Viñas” empujaba el aire caliente a los llanos del Medio Almuz. Solo el cambio de un cincel romo alteraba el piqueteo monótono; en el interior de la pequeña espuerta de asas trabadas esperaban turno punteros, astiles de martillos, cuñas, cinceles y un pequeño bote de cristal oscuro con alcohol de romero para los golpes. En verano subíamos al Espino y acechábamos atentos a que los picapedreros volteasen con palancas las grandes losas de granito para acomodar su corte. Estos pequeños traslados dejaban al descubierto las catacumbas de sapos, alacranes y escolopendras que nosotros capturábamos | con rapidez. Reían “Capitán” y “Lamparilla” al ver nuestro nerviosismo mientras discutíamos clasificando las sabandijas según su calidad y tamaño en latas y botes de cristal. Capitán era un buen hombre, honrado y afable, mantenía una buena amistad con mi padre y él fue el que me contó algunos años después, como Rafael ya viejo, le hablaba de su duro trabajo que ya se había perdido: -“Luis, este es un oficio muy particular, es de paciencia, porque cada pieza tiene sus golpes y como intentes atajar, rompes. Y también es de calores, porque como todo el mundo sabe, las piedras húmedas no cortan bien y la piedra solo se trabaja oreada. Le advertía que era primordial, para que el corte fuese recto, que se respetase “la hebra” o “ley” de la piedra y que tras “rayar” con el cincel había que colocar sobre esta línea un pequeño trocito de piedra que al golpearse suavemente y quedar pulverizado, dejaba la superficie preparada para que al golpear por segunda vez la piedra “abriese” por su sitio. Aclaraba que “desdoblar” era cuando se partía una pieza en dos mitades para sacar dos adoquines de a diez y que si volvíamos a partir estos a la mitad darían dos tablillas y que si estas se volvían a partir por la mitad parirían dos tacos… Se quejaba que las losas para las calles daban mucho trabajo al tener que quitarle los “verrugos” y dejarle una superficie lisa pero que no resbalase Le explicaba con paciencia a mi padre como para partir piezas grandes había que trazar “las canales” sobre el “rayado” y cómo los “cuñeros” se debían hacer con el puntero gordo para ensanchar longitudinalmente los agujeros de mayor a menor recordando que para que entrase bien el puntero había que “acodarlo” poco a poco, es decir, sacar por capas el granito y que para que la piedra cortase bien, el agujero tenía que acabar en punta. La “molinería” exigía mucha mano de obra y de calidad. La talla de los rulos y empiedros nuevos se solapaba con los repasos de los que estaban en funcionamiento. Solo en El Pedroso hubo al menos diez molinos de aceite y aunque no todos coincidieron temporalmente en su actividad, si sabemos que sus empiedros y rulos ocuparon muchas jornadas a nuestros maestros picapedreros. Las soleras de los molinos, si no eran de mucho diámetro, se tallaban en una sola pieza; estos empiedros pequeños no solían tener más de dos ruedas o conos. En la mayoría de ellos, para evitar que la pasta rebosase por los bordes, se tallaba un borde y se les llamaba soleras de “resalte” o “alfarje”. En los casos de molinos de tres y cuatro piedras este borde era inusual. Los grandes empiedros, por lo desmesurado de la superficie y el enorme peso, se tallaban lisas sin resalte y solían ser de dos o más piezas. Los rulos eran piezas cónicas de talla muy compleja, picadores y maestros trabajaban compenetrados; no solo era importante la perfección de la figura geométrica. El agujero que atravesaba la mediatriz del cono desde su punta hasta en centro del círculo debía trazarse y culminarse con gran precisión, ya que por el iría enhebrado el eje de hierro. Para su fijación a la piedra, se emplomaban los ejes de hierro a las entalladuras cuadrangulares de ambos extremos del eje. Algunas de estas piedras talladas, sin vida y carentes de sentimientos, han terminado teniendo otras funciones muy diferentes a las que estaban destinadas en principio. Recuerda mi madre, testigo de una conversación desenfadada entre Doña Concha y Marga Yoldi donde esta última se quejaba del mucho trabajo que le daban sus hijos. Mi abuela le recriminaba entre risas que no había tanto motivo de queja, porque la que había criado a sus hijos, al igual que a los suyos propios era la farola de la plaza. No le faltaba razón!. Es curioso que habiendo dos y siendo idénticas, solo una parece merecedora de mérito: la de la plaza de la iglesia. En ambas, sus idénticas bases, están compuestas de tres piezas superpuestas talladas en granito, las dos primeras son dos octógonos (el primero con su borde superior achaflanado y el segundo, regular de doble de altura), rematándolas un capitel toscano invertido en el que se inserta el fuste de hierro de la farola. Su historia comienza a principios de los años cincuenta, cuando el ayuntamiento de El Pedroso, con algo de alegría en sus arcas, fruto de una honrada gestión y ayudado por unos cobros atrasados de La Jarosa, acordó en sesión plenaria adecentar sus dos plazas cercanas a la iglesia. Hubo unanimidad en su enlosado y en adornarlas con dos farolas de hierro fundido. Estas se encargarían a la Fundición Aguilar de Sevilla con la que había buena relación y llevarían por bases dos piedras “de porrilla” bien talladas. Para que nada quedase en el aire Ramón, el alcalde, hizo un boceto y tras consulta, todos los asistentes estuvieron de acuerdo. No había duda en que las manos idóneas para este trabajo serían las de “Pepe el picapedrero”. Ramón, le explicó a su sobrino la pieza a labrar y tras conversación técnica entre gente del ramo, acordaron una cantidad cerrada para el maestro y otra para su ayudante que sería “Sofocones”. Ya en su casa “Pepe el Picapedrero” remirando el boceto, lo encontró algo simple y de poco mérito. Lo comentó con Pepe el “Pelón” y ambos acordaron hacer algo más acorde para embellecer la plazas; decidieron encargar una plantilla al maestro carpintero La Orden Irigoyen, (que era con diferencia el mejor dibujante técnico que había en muchos kilómetros a la redonda). Como inconveniente insalvable estaba el carácter áspero de Manuel, aunque a decir verdad, en el pueblo todos sabían que cuando estaba presente su amigo “Pepe el Pelón”, otro librepensador como él, surgía el porteño hablador que llevaba dentro. La verdad es que Manuel La Orden era un argentino peculiar, descendiente de emigrantes sorianos, sumaba a su carácter introvertido una sequedad en el trato que provocaba rechazo. Ebanista y consumado maestro carpintero, ganaba buena plata en su taller bonaerense del barrio de Villa 31 hasta que sus inquietudes políticas jugaron en su contra una vez más. Las huelgas y desórdenes durante la presidencia de Hipólito Yrigoyen desembocaron en detenciones arbitrarias de muchos militantes socialistas, a los que solo les quedó o el destierro o las cárceles de Ushuaia. Manuel puso tierra por medio y volviendo a la “Madre Patria” consiguió trabajo en la inquieta Sevilla que preparaba su Exposición Iberoamericana. Trabajó duro como oficial en el montaje de los inmensos artesonados de madera la Plaza de España y al término de las obras, mientras buscaba trabajo supo de la ausencia de carpintero en un pequeño pueblo cerca de Sevilla bien conectado por ferrocarril y el destino de nuevo lo llevó a otro puerto… Aquella tarde los dos “Pepes”: “el picapedrero” y “el Pelón”, se presentaron en el taller de Manuel acompañados de una botella de aguardiente seco del Clavel. Mientras discutían a media voz más de lo humano que de lo divino, Manuel dibujó a vuelapluma sobre un cartón manchado de cola blanca el perfil y alzado de las dos farolas mientras fumaba un cigarro. De noche ya, se despidieron en la puerta del taller y cada mochuelo volvió a su olivo: el más satisfecho “Pepe el Picapedrero”, subía por la Calle de la Palma con las plantillas de cartón debajo del brazo mientras cavilaba de donde escogería la piedra de calidad para tallar su obra. Aquel verano “Pepe el picapedrero” talló con maestría, (ayudado por “Sofocones”) las piezas de las dos farolas en un granito de excelente calidad y si hacemos caso a la fecha que aparece en la puerta de fundición que luce la base de la farola en una de sus caras, aquello se inauguró en 1955. Esta anécdota me la contó el niño de ochenta y cinco años que aquella tarde enredaba inquieto tocándolo todo en el taller. Ahijado de Manuel La Orden, hijo de Pepe “El Pelón” y suegro mío es el único testigo vivo de aquella reunión. Hay que hacer un gran esfuerzo para imaginar la cantidad de operarios y horas de trabajo que ocupaban estas labores, pero debemos trasladarnos en el tiempo y hacer memoria de estos molinos desaparecidos: el de La Cartuja, el de Pepe Moya, el de Cesárea Rubio, el de Antonio Moya (que estaba en la calle de los Cercos), el de Félix Cataño y Paco López de la calle del Cristo, el de Rafael Jódar de la estación. Y aunque alejados del casco urbano, también molieron el de Quintanilla la baja (de Juan Iraola) y los de Montegil y El Cañuelo. Muchas horas de trabajo debieron ocupar las por lo menos ocho pilas de agua talladas en piedra berroqueña que había en El Pedroso, casi todas ellas de idéntica talla y variando solo en tamaño. Aún se conservan la de la Calle de los cercos, la del Cuartel viejo (Presbítero Forcada), la de Fuente Reina, la que estaba frente a la cancela de Cesárea Rubio Brenes desapareció hace muy poco tiempo, la de Pocito, la que estaba frente al Cuartel, la de la calle del Cristo y la que estaba junto a la Ermita de San Sebastián. Solo tres, por ser las últimas en fabricarse, quedaron en fábrica de ladrillo: la que está frente al estanco, la de la placita donde tenía el quiosco Rafaela y la de la puerta de Peral. Solo nos ha llegado algo de información (poca y escasa) de la última generación de picapedreros, algunos nombres y bastantes apodos: Ramón Fernandez “El picapedrero” (el que fue alcalde) y sus sobrinos los hermanos Eustaquio y Pepe Reina, “Manolo Reina” (de otros Reina, en este caso de Castilblanco), “Los Jarillas” (el padre y los tres hijos), “Cortina”, “Perrita”, “Ayo”, “Sofocón”, “Lamparilla” (de nombre Joaquín y padre de Valentin), “Longino” (cuñado de Agustín el guarda de La Jarosa ), “Cambiaduro”, su hermano y Manolo, (el que estaba casado con una de las “Papas Fritas” que vivía en Fuente Reina)… El hierro de muchas de sus herramientas procedía de los hornos de Fábrica del Pedroso y casi todas ellas estaban adaptadas al gusto y condición de cada maestro. La desidia ha hecho que en gran número hayan desaparecido fundidas como chatarra. Para el afilado y templado de cuñas, punteros y cinceles y que se desgastaban, así como para el ajuste de los astiles de mazos, existían pequeñas fraguas; la del padre del Batato, de merecida fama, la del padre del marido de la “Quesita” o la de Pepe Reina en la que se arreglaban las herramientas de todos los miembros de la familia. Desgraciadamente estos conocimientos tan especializados, tan íntimamente ligados a las características de la piedra de la zona y al tipo de trabajo, terminaron lastrando el oficio ante la aparición del cemento y del hormigón armado. Su desaparición conllevó el olvido de un mundo que, aunque duro e ingrato, fue rico en personajes y anécdotas. Con la marcha de sus protagonistas se perdió algo fundamental: los testimonios de primera mano, aquellos que nos podían aportar los matices que hacen única e irrepetible la historia. SI QUIERES CONOCER MÁS SOBRE LA GEOLOGÍA DE EL PEDROSO Y SU ORIGEN, VER NUESTROS AFLORAMIENTOS GRANÍTICOS MÁS IMPORTANTES, EL CORTE GEOLÓGICO Y UN VÍDEO SOBRE CÓMO SE FORMÓ EL GRANITO: PULSA AQUÍ |
2 Comentarios
Gloria Durán
29/1/2020 13:50:05
Magnifica publicación.Enhorabuena . Ya era hora que estaba ésta página "algo abandonada"
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Asociación Cultural LA FUNDICIÓN de El Pedroso
31/1/2020 21:23:08
Tiene usted toda la razón. No se si recuerda aquel slogan que figuraba en los carteles del día del Seminario: LA MIES ES MUCHA, LOS OPERARIOS POCOS.
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AutorAsociación Cultural LA MEMORIA PRODIGIOSA.
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