Goteras en la casa de los Guerra.
Las exportaciones de la empresa Latorre habían decaído hasta niveles preocupantes, el grupo de minas “la Lima” daba señales de agotamiento en las vetas de calidad y el hundimiento de su carguero por un submarino alemán les había supuesto un gran quebranto económico. Aunque seguían extrayendo mineral, los hermanos se habían volcado en un ambicioso proyecto formando parte importante del accionariado de la futura planta de altos hornos junto al trazado del ferrocarril MZA Sevilla-Zafra en las proximidades de El Pedroso. Auspiciado desde las más altas esferas de Madrid y con la colaboración entusiasta del ejército, el ambiente político enrarecido presagiaba cambios políticos que serían funestos para el futuro industrial de la zona y especialmente para los hermanos Latorre. No ocurría lo mismo con la empresa de la familia Guerra Sevillano, catalanes peculiares, habían logrado mantener a flote sus negocios. Complementaban la explotación minera con cualquier operación comercial que les reportase beneficios y así el hierro compartía cartera con vinos, bocoyes, duelas, y cereales. Su buque insignia, la “Mina San Manuel”, contaba en aquellos años con unas inmensas reservas de hierro magnético de gran pureza. Acrecentaba el valor de este yacimiento el encontrarse a escasos mil metros del apartadero del ferrocarril Sevilla-Mérida. Elisa Guerra había nacido un año antes de la llegada del nuevo siglo y vivía con su hija María Francisca en Barcelona. Toda su vida había sido una mujer con carácter, pero los fantasmas de sus recuerdos podían mucho, hasta última hora se resistió a tomar una decisión con respecto a su casa de El Pedroso. Poco antes de morir le hizo prometer a su hija que arreglaría el problema. Su hija María Francisca recordaba los felices momentos vividos en la casa de El Pedroso.
Le parecía increíble que fuese ella la única que quedaba de la familia Guerra. Recordaba los buenos momentos vividos con los abuelos José y Francisca, los tíos abuelos Bernardo e Isidoro y las tías Amparo y Josefina…
La casa de la calle de la Estación, se había convertido en un problema y le comenzó a pesar de forma agobiante; el volumen de cosas que había en su interior le cansaba. Los recuerdos le impedían tomar alguna decisión y al igual que su madre dejó pasar el tiempo…Su tranquilidad residía en una llamada telefónica cada muchos meses de sus fieles caseros con la novedad de algún nuevo desconchado o la compra de más baldes para las nuevas goteras de la planta de arriba. En el pequeño pueblo el celo monástico con que el “Emilito el zapatero” y su mujer guardaban la casa y sus pertenencias de las miradas indiscretas no hizo más que multiplicar las fantasías. Aun así, quienes entrarían muchos años después no quedarían decepcionados…“La Casa de los Guerra” fue la única vivienda en El Pedroso que verdaderamente tuvo el lujo y las comodidades que la efímera riqueza minera generó en El Pedroso. Un gran estruendo despertó a Emilito y a Carmelita aquella noche cerrada en agua. Asustados, comprendieron como las muchas goteras habían hecho que el suelo del dormitorio principal, en la planta de arriba, habían hecho ceder el suelo de arriba sobre el cuarto de la costura en la planta baja.
Casi no había amanecido cuando llamaron a su patrona Doña María Francisca, que medio dormida y mientras le detallaban los daños, recordó la llamada que hacía algunos meses había recibido de un constructor interesado por la casa. Decidida habló con él y acordó un precio por el edificio y todo su contenido, con el solo compromiso formal de destruir todos los documentos personales. Aquel día, perpleja, supo que no era la casa lo que más le interesaba al constructor; que lo que verdaderamente le atraía a ese hombre era el autopiano de Amparo. Rafaela cosía para la casa y su hijo, ahora hombre y dedicado a la construcción, la acompañaba todos los días hasta la puerta. El sonido del piano mecánico le acompañó muchos años y se prometió que algún día se lo regalaría a su madre… Aunque ya todo estaba hecho, María Francisca seguía intranquila. Se convenció que llevaba años evitando lo inevitable y pensó en su descanso al dejar resuelto el problema. Aun así, el corazón podía mucho y aquella noche, al cerrar los ojos, no pudo evitar recorrer su casa por última vez…
Tras la puerta de entrada había un pequeño zaguán con un paragüero con espejo. Una puerta acristalada lo cerraba y sobre ella, tallado en la madera del sobrearco, una escena de angelitos soplando a las nubes te saludaba. Al entrar a la izquierda, una puerta daba acceso al despacho del abuelo, recuerda en él a su tío Isidro y a su padre consultando mapas y documentos en la mesa bajo enorme flexo metálico. Enfrente estaba el bonito bureau de roble, algunas veces cogíamos sin que nadie nos viese los folios y cuartillas con el membrete de la empresa del abuelo. Un estuche de terciopelo grande y plano guardaba los compases, también había cajas de lápices de colores y otras con plumines. Uno de los cajones estaba manchado de tinta azul, la tía Josefina había derramado un bote Pelikan.
En un lateral de la habitación estaba el autopiano López y Griffo que papá trajo para la convalecencia de Amparo. Sobre él, en una caja alargada verde, se guardaban las pistas de música. Las tiras de papel perforadas se estropeaban a menudo y papá las arreglaba con papel cebolla. Aunque a mamá le costaba alcanzar la destreza natural de sus hermanas, el abuelo la animaba argumentando que le ponía más corazón… La enorme caja de caudales ocupaba todo el rincón. Al abuelo le molestaron las chanzas que hacía el tío abuelo Bernardo sobre su tamaño.
En el lateral una puerta daba acceso a la pequeña biblioteca donde un mueble con baldas sostenía amontonados y desordenados anuarios de minería, diccionarios técnicos y catálogos de maquinaria e instrumental minero en diferentes idiomas. En las superiores se alineaban varias enciclopedias de bonitos lomos, una de ellas la enciclopedia de Agricultura y Zootécnica de Ribera me gustaba mucho porque tenía bonitas láminas coloreadas. La colección de los episodios de la guerra europea le gustaba mucho al abuelo por sus bonitas litografías. Un pequeño y coqueto mueble librería estaba en el rincón, en sus puertas una malla metálica mantenía prisioneros los libros antiguos de más valor, algunos de ellos estaban escritos en alemán con letra gótica. Papá no nos dejaba tocarlos, decía que eran muy valiosos. Los había de muchos idiomas como de la reconquista de Granada, que estaba en francés y otros más antiguos que trataban de medicina. |
Había algunos en inglés, pero los que más leía el abuelo eran los dos tomos de las minas de Guadalcanal; los manejaba con sumo cuidado evitando que se moviesen la multitud de tiras de papel coloreado que señalaban cosas importantes. La balda más alta estaba llena de libros religiosos de muchos tamaños, todos tenían las tapas de piel con unos cordoncillos que los cerraban.
En la pared del fondo había otro mueble de madera oscura, de gran tamaño y con varias estanterías, estaba repleto de muestras de mineral y fósiles. Junto a ella, en una pequeña mesa, se amontonaban balanzas, densímetros en sus fundas tubulares de cartón azul y cajas de madera de nogal con diferentes teodolitos. En la balda más cerca del suelo había mil artilugios; carburos mineros de latón, extrañas brújulas, niveles de esferas doradas y un curioso reloj minero con su llave. Al patio interior porticado de columnas de hierro y cubierto con una capota acristalada se accedía por un pasillo. En sus cuatro esquinas tenía mamá unos grandes macetones vidriados en verde con plantas. Por él se accedía al cuarto de la costura; amplio y con cuatro sillas, solo la mesa con la tapa de mármol blanco ocupaba el centro. En ella se amontonaban multitud de cajas de bobinas de hilo, tijeras y dedales. Junto a la máquina Singer se apilaban rollos de telas. En un rincón, varias maletas parecían estar esperando nuevos viajes. Mamá se enfadaba con las costurerillas que, curiosas, despegaban las bonitas etiquetas engomadas. En la habitación de al lado estaba la alacena, su alta puerta de color verde estaba siempre cerrada. En ella ordenadamente se alternaban tacos de jabón con orzas de quesos, tocino y lomo. En un gran recipiente grueso de cristal verde guardaba mamá el azúcar. Un bote de cinc de boca ancha con el interior de cristal era donde se guardaba el valioso café.
Por un pasillo se accedía al pequeño patio de la fuentecilla de cerámica que daba al jardín. Al salir, junto a la cancela metálica, una escalera de caracol comunicaba la planta de arriba, junto a ella estaba la puerta de hierro que daba a la calle de la Estación que mi padre utilizaba normalmente. Junto a ella y pegado a la casa, estaba el pozo de brocal cuadrado; una bomba de rueda sacaba el agua por una canaleta de metal que volcaba en una pequeña acequia. Un pequeño piloncito la distribuía hasta unos naranjos, un limonero, y a un pequeño huerto que sembraba Juan el mulero, (que raras veces abandonaba las cuadras que se encontraban al fondo del jardín). A la planta de arriba se accedía por una bonita escalera; bajo ella aprovechando el vano estaba la bodeguita. La guardaba una bonita puerta de madera pintada de verde con celosía en su parte superior. Papá decía que en verano no bastaba el frescor del muro para bajar la temperatura de los vinos y llamaba a Espino para que metiese las botellas en un cubo y lo sumergiese en el pozo. Al subir, una galería acristalada distribuía las habitaciones, En el suelo unas olambrillas con escenas del Quijote alegraban las losas de barro. La primera habitación era el salón. Recuerda María Francisca las dos grandes galerías isabelinas talladas en nogal que sostenían los gruesos cortinajes verdes de los balcones. En una esquina un antiguo atril de hierro forjado de gran tamaño que procedía de La cartuja, servía para la lectura de libros raros que el abuelo sacaba en algunos actos nocturnos que organizaba junto a sus amigos. Frente a la chimenea, en un pequeño mueble tenía mamá multitud de pequeños objetos de plata, desordenados una concha de sumellier con una gruesa cadena estaba junto a un pequeño infiernillo de plata con un recipiente encima, regalo de un señor inglés que visitó a papá; decía que era para cocer huevos, pero nunca se usó. Junto a la pared, enchufada había una lámpara que le gustaba mucho a la abuela. Una semiesfera de plata hacía de pié, estaba adornada con bonitos motivos vegetales y de su centro salía un vástago con forma de vela. Lo curioso era la extraña bombilla que imitaba una llama; en su interior, una luz amarilla hacía extraños movimientos oscilantes. El abuelo la trajo de un viaje a París y decía que era art noveau. En un pequeño mueble tenía mamá varias cajas de metal y porcelana de Meissen, algunos joyeros de fundición y una curiosa rana modernista de bronce que hacía las veces de pisapapeles y que a mí me gustaba sumergir en la pileta del jardín. La chimenea del salón estaba adornada por un reloj alemán de péndulo Junghans y junto a un gran cuchillo de monte con cachas de cuerno se acunaban dos antiguas pistolas de chispa de gran tamaño con el cañón de bronce. Cerca, en dos mullidos sillones, escuchaban papá y mamá la aparatosa radio Marconi de lámparas. Algunas veces sonaba el estridente timbre del teléfono de pared Ericson con trompetilla y manivela. Este armatoste se utilizaba poco, papá y el abuelo preferían la confidencialidad del de mesa que estaba en el despacho. Este se lo trajeron al abuelo desde Dinamarca, grande y pesado, tenía el mango de madera tallada y la caja y sus manivelas cromadas. Recordaba perfectamente las letras doradas que lucía en su lateral: JYDSK.
En las paredes del salón colgaban multitud de cuadros de todos los tamaños, varios de ellos eran religiosos y tenían un buen tamaño. Recordaba Mª Francisca que cuando la tía Amparo enfermó, la abuela le rezaba a uno de la Virgencita del Carmen. A mamá le gustaban mucho las láminas inglesas de caballos y la bonita colección de grabados de Hoefnagel que el abuelo José le había regalado a la vuelta de uno de sus viajes. En un amplio cuarto anexo estaba el cuerpo de casa. El servicio preparaba las comidas en la mesa que estaba en el centro; sobre las sillas y colgado de la pared había un gran tablero con un cuadro numérico. A cada número le acompañaba una campanita que avisaba con tono diferente según fuese la habitación desde donde se le requería. Todas las habitaciones de la casa contaban con un pulsador gemelo de llamada. Al fondo de este cuarto, tras una luminosa puerta acristalada con pasaplatos de mármol verde estaba la cocina. La galería superior hacía de distribuidor y por ella se accedía a los dormitorios. En su mitad, un mueble acristalado con cajones hacía de toallero. Entre los albornoces mamá escondía pequeñas cantidades de café y azúcar, decía que era para cuando viniesen tiempos difíciles… Desde una esquina de la galería y bajando tres escalones se accedía al cuarto de baño. Toda la estructura, incluido el techo, estaba acristalada con molduras de madera blanca. En invierno, los días de sol, se descorrían unos cortinajes blancos de hilo para convertirlo en un solarium.
Azulejos de casetones blancos cubrían sus paredes hasta media altura y varios toalleros de porcelana escoltaban a dos grandes espejos sobre los lavabos de pié. En uno de los extremos, una bañera enorme de hierro fundida, enseñaba sus patas en forma de garras de león; la remataba una tubería al aire que acabada en una gran alcachofa. En el otro extremo, un chaise lounge articulado hacía de tumbona, A mamá le encantaba y recuerdo como lo orientaba a medida que avanzaba la mañana. Al fondo de la galería estaba el cuarto de los juegos, una gran chimenea de mármol la calentaba en los inviernos. Allí guardaba mamá el patinete rojo y el triciclo color turquesa que me regaló la tía Josefita. María Francisca recuerda la casita en miniatura y el mueble sin puertas de las muñecas. Había bastantes, pero las que más le gustaban eran las que tenían la cabeza de porcelana. En un baúl forrado de tela se guardaban los Juegos de criquet y bolos para niños, mucho más pequeños que los de papá. SIGUIENTE:
Fotografías Familia Guerra: JM. Odriozola.
Métropolis Madrid: documentación gráfica y tratamiento digital de fotografías para CRÓNICAS Blog LA FUNDICIÓN. |
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AutorAsociación Cultural LA MEMORIA PRODIGIOSA.
José Mª Durán Ayo ARTÍCULOS DE José Mª Durán Ayo MÁS ALLÁ DE MI MEMORIA. José María Odriozola Sáez CUADERNILLOS DEL ARCA DEL AGUA. Luis Odriozola Ruiz Archivos del blog por MES
Noviembre 2022
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