ALBERT WEYER, un ingeniero alemán en El Pedroso.
A principios del siglo XX, toda Europa buscaba materias primas. Las reservas de mineral del sur de España, estaban en el punto de mira de las grandes potencias europeas. Los altos hornos alemanes e ingleses necesitaban mucho mineral de hierro para fabricar acero. La sociedad William Baird Mining and Co. se había adelantado en Sierra Morena y explotaba desde hacía casi un siglo el yacimiento del Cerro del Hierro en San Nicolás del Puerto. La calidad del mineral y la extensión del yacimiento habían permitido construir un pequeño ramal ferroviario que lo conectaba a la línea Sevilla-Mérida. La casa Krupp deseaba saber las potencialidades de los numerosos yacimientos de hierro que aún estaban sin explotar. Por su conocimiento del castellano Albert viajó a España; le sorprendió el atraso generalizado. Excepto algunas ciudades del norte, algo más industrializadas, el resto del país parecía estar detenido en el tiempo como si fuese un inmenso daguerrotipo.
El ingeniero alemán viajó a esta zona recóndita de Andalucía. Llegó a Sevilla en 1918 en el vapor “Otto Sindigin” procedente de Hamburgo. En la ciudad, Albert estudió las concesiones mineras y la planimetría existente. Tomó contacto con los representantes de las empresas ya establecidas y acordó compras de mineral de hierro de un pequeño pueblo del interior que se llamaba El Pedroso. Se relacionó en la Sevilla provinciana de principios del novecientos. Atraído por el flamenco y los toros, tomó vino de la Palma en la venta de Eritaña, asistió a tentaderos en Pino Montano y conoció en la calle de la Sierpe a los hermanos “Gallito”, los toreros de moda entonces. Por Joselito supo que su madre, por la que sentían adoración sus hijos, pasaba en el verano temporadas cortas en El Pedroso. La bailaora doña Gabriela, delicada de salud, tomaba las aguas de la sierra; ella afirmaba que le aliviaban sus dolencias. Durante sus estancias, por las tardes tomaba café sentaba al fresco en el patio de la Huerta Cataño.
Sus hijos Rafael y Joselito hacían tertulia con los hermanos Curro, Rafael y Faustino Posadas, que venían a respirar el aire puro del pueblo. Años después, el anfitrión de estas reuniones tan castizas, mi bisabuelo Antonio Ruiz, comentaba lo absurdo de la preocupación de Faustino por su incipiente tuberculosis; el profesional que acabaría con su enfermedad pocos años después sería un Mihura en la plaza de Sanlúcar. Para Albert, procedente de uno de los países más industrializados del mundo, la Andalucía de principios de siglo se encontraba en un atraso de difícil comprensión. Al bajar del tren en la estación de El Pedroso, le impactó aquel pequeño pueblo que sesteaba recostado en la sierra. Sin agua corriente ni alcantarillado en la mayoría de las casas, solo algunas de ellas se alumbraban pobremente con luz eléctrica. Este lujo era suministrado con muchos altibajos y cortes por las llamadas fábricas de la luz, unos anticuados generadores eléctricos movidos por motores de gas pobre.
La población se triplicó con el nuevo siglo, con la locura del mineral llegó también la desesperación de los propietarios agrícolas incapaces de competir con los salarios de las minas. Albert sería protagonista entre otros de ese cambio, su trabajo consistía en comprar mineral a dos empresas familiares que explotaban los yacimientos mineros a principios de siglo. La sociedad “MacLennan-Latorre” la formaban cuatro hermanos santanderinos, dos de ellos ingenieros de minas. Explotaban las minas de hierro de “La Lima” y “Juan Teniente”. Félix y Carlos Latorre complementaban estos trabajos a pie de mina con un pequeño laboratorio técnico de minerales que estaba instalado en Las Alberquillas. Desde un principio la escasa calidad de su mineral de hierro era el principal problema de La Lima, sus impurezas de azufre, fósforo y sílice eran un obstáculo para las acerías inglesas. Para deshacer el nudo gordiano los Latorre acordaron con La Société Minière et Métallurgique de Peñarroya, (que extraía hierro desde finales del siglo XIX de la mina de “La Jayona” en Fuente del Arco) la compra de su mineral de hierro básico; la mezcla resultante satisfizo a la compañía escocesa al no rebasar los porcentajes máximos de impurezas.
Solo los altos hornos alemanes habían conseguido producir acero de calidad a partir de arrabios con alto contenido de fósforo y azufre. Este hito alquímico, que los alemanes llamaban método Düsenverfahren (lanza de Linz), solo sería del común conocimiento muchos años después. El otro problema era la distancia de varios kilómetros desde las bocaminas de la Lima al ramal ferroviario más cercano que les obligaba a depender del costoso y lento trasporte en carretas; resolvieron volver a poner en actividad el antiguo cable aéreo que la Iberian Iron Ore Company Limited había instalado en su mina de “La Lima”. |
Este vetusto ingenio sistema Hipkins de cubas cilíndricas, trasportaba el mineral desde el descargadero de la mina hasta “Las Explanaciones” sobre estructuras de madera.
Arreglaron el cableado del carrusel de cubas y sustituyeron el antiguo motor de vapor alimentado con leña por un moderno y ruidoso Anton Schluter de gas pobre y grandes ruedas de inercia que accionaría las inmensas poleas. Completaba la empresa un pequeño carguero de su propiedad que hacía la ruta desde Sevilla a los altos hornos de William Baird Mining en Glasgow.
La otra empresa, “Mines et minerais”, formada por los hermanos José e Isidoro Guerra Sevillano, habían arrendado en las inmediaciones de El Pedroso a la familia Cataño el magnífico yacimiento de hierro magnético de gran calidad de la mina “San Manuel”. Simultaneaban esta explotación con otras minas de menor entidad en Cazalla de la Sierra y Alanís. En Montegil llevaban tiempo sondeando sin éxito en el valle del Viar, las culpables eran sus esquivas vetas carboníferas y la abundantísima capa freática. Albert se familiarizó pronto con la realidad minera de la zona y consiguió con habilidad en poco tiempo acordar importantes compras de mineral de hierro con ambas empresas. Los vapores “Arthur” y “Cairnglen”, se alternaban en su recorrido desde Sevilla al inmenso puerto fluvial de Duisburgo donde la Krupp tenía sus altos hornos. Albert Weyer, había nacido en Essen, era el menor de los tres hijos de Ferninad Weyer, un exigente profesor de una escuela protestante y de Helga Trips. Su padre tenía dos pasiones que trasmitió a su hijo Albert: la naturaleza y el ferrocarril. En su tiempo libre abandonaba las monótonas y fértiles llanuras del Rihn para viajar junto a su familia a la cercana comarca de Sauerland. Recordaba las excursiones junto a su padre y hermanos a los bosques de la antigua Sajonia. Nunca olvidará aquellas navidades a orillas del lago Schalkenmehren, a los pies de la cadena montañosa de Eifel. Allí Ferdinad explicaba a sus hijos con rigor académico los ciclos de la naturaleza; cómo los antiguos cráteres volcánicos se habían inundado y por qué surgía dióxido de carbono de las profundidades del Laacher See. En sus orillas encontraban basalto, pomita y fósiles para su colección. Sus hermanos, al igual que su padre, se dedicarían a la enseñanza; Albert, inteligente y trabajador, logró una beca de estudios en la prestigiosa universidad Técnica de Aquisgrán donde estudió la difícil carrera de ingeniería de minas. La cursó con buenas calificaciones y comenzó pronto a trabajar en la cercana Bochum. Un día leyó en el “Ulmer Tagblatts” que la casa Krupp buscaba un técnico para su complejo de Essen. El candidato debía cumplir varios requisitos pero había uno que le atraía poderosamente: la total disponibilidad para viajar ¡por todo el mundo!. Admitido y asignado al departamento de supervisión del mineral, trabajó como analista de calidad de las materias primas. Como encargado de confianza negociaba precios y formalizaba los plazos de entrega.
Al estallar la Primera Guerra Mundial en 1914. Albert tenía treinta y cinco años y fue llamado a filas. Con rango de oficial ocupó su primer destino en el Décimo octavo Regimiento de Húsares del ejército imperial. Combatió en los frentes de Luxemburgo, Flandes y Lieja; destacó y tras ganar su Eisernes Kreuz fue ascendido a capitán formando parte del estado mayor de Sajonia. Aún conservamos algunos de sus dibujos a plumilla donde supo plasmar con precisión casi fotográfica bosques, vaguadas, arroyos, lagos… Su unidad, trasladada al duro Frente Oriental, se batió como se esperaba de ella. Hasta nosotros han llegado fotografías de un Albert culto y sensible que impactado, inmortalizó con su cámara Leica los paisajes desolados por el machaqueo artillero y la miseria de los mujiks que para protegerse del duro invierno llevaban sus pies envueltos en trapos… No faltan escenas castrenses más relajadas como aquella en la que se encuentra junto a sus compañeros de armas en la puerta de una modesta iglesia ortodoxa, realizada toda con madera de abedul sin descortezar. En otra de ellas, cerca del inmenso Dniéster, aparece el Oberster Kriegsherr Gillermo II junto a un Benz modelo Baujahr 21/50 de 6 plazas que aquel día visitó al estado mayor Sajón en los bosques de Ternopil.
Tras la derrota alemana, un desafortunado Tratado de Versalles acordará compensaciones y prohibiciones imposibles que abrirían la puerta a la siguiente guerra; mientras Albert retornará a su empresa que comienza lentamente a funcionar de nuevo. Todos creían que tras la guerra se necesitaría mucho acero para la reconstrucción de Europa y así fue hasta la llegada de la crisis de los años 20, que frustró todos los planes. En 1918, con el mercado internacional muy ralentizado, pero con necesidad de mineral de hierro, la casa Krupp manda de nuevo a Albert a El Pedroso. A su regreso, comprobó con sorpresa que aunque toda Europa estaba patas arriba, en este pequeño pueblo todo seguía igual: bueno, casi igual. SIGUIENTE:
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AutorAsociación Cultural LA MEMORIA PRODIGIOSA.
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Noviembre 2022
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