De Roma llegaron el Patronato y Quintanilla a El Pedroso y desde Génova otros vendrán...
En la antigua Roma la colonización no solo fue un medio para proveer tierras a las clases desfavorecidas; este sistema premiaba con tierras a sus soldados veteranos asegurando de paso las posiciones militares en los rincones de su imperio. El proceso de fundación, cargado de solemnidad, estaba presidido por tres miembros que continuaban después como patroni. Patrono se le llamaba también al que había dado libertad a un esclavo, que pasaba a tener sobre él derecho de patronato. En el sur de Hispania, estas colonias tenían como función principal aprovisionar de harina, aceite y vino a las villas más cercanas. Los nuevos colonos aportaban al estado unos tributos anuales llamados vectigales, que suponían la quinta parte de los frutos obtenidos; en los que se incluían también las crías de los animales domésticos. Con el paso del tiempo el término “quinta” pasó a definir al predio rústico donde se cultivaba y siglos más tarde, se denominarían quintas a las fracciones de terreno que los adelantados (como representantes de la corona), adjudicaban a los nuevos vecinos a los que se les llamó quinteros.
Es probable que los olivares más antiguos del término se encuentren en las faldas de los cerros San Cristóbal y La Lima. Por el antiguo camino de los Agustinos, a algo más de una legua de El Pedroso existen dos pagos limítrofes que llevan por curiosos nombres “El Patronato” y “Quintanilla”. Su orientación al mediodía y el frescor de su subsuelo, compensan la escasa calidad de sus tierras. Sus viejos olivos nos distraen ocultando su historia, aunque de vez en cuando, de entre sus raíces se escapan algunos restos de cerámica que nos dan algunas pistas… En la linde entre ambos pagos, muy cerca de la desaparecida Fuente del Tilo, tuvo mi padre un pequeño olivar que trasformó con frutales hace más de cincuenta años. Aquel enclave que aún lleva por nombre el Valle del Nogal, escondía en sus entrañas algo más que buena tierra y un pequeño afloramiento de agua. Que fue un asentamiento habitado desde muy antiguo dan cumplida muestra las piezas paleolíticas que encontró mi padre allí. Una tarde, laboreando con el pequeño tractor frutero levantó casualmente unas lascas de pizarras alineadas y bajo ellas, hecha añicos, los restos de una pequeña vasija de barro mal cocido.; recuerdo, aunque era muy niño, cómo, a medida que mis padres pegaban sus trozos, nos contaban su historia; nuestra propia historia. Aunque de material tosco, aquella jarrita panzuda de elegantes asas nos hablaba de sus claras influencias ibero-romanas, visigodas e islámicas, todo un crisol cultural. Algunos siglos después, en el siglo XIII, los genoveses, participaron junto a San Fernando en la reconquista cristiana y por ello lograron exenciones aduaneras y un amparo especial para exportar aceite, vino, cereales y metales (especialmente para el mercurio procedente de Almadén). Con su buen hacer consiguieron que posteriores reyes les mantuvieran sus privilegios y como buenos mercaderes
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mediterráneos supieron aprovechar el potencial del puerto de Sevilla que había pasado a ser nudo de las tres vías marítimas conocidas: la mediterránea, la del mar del norte y ahora la atlántica.
El descubrimiento de América revolucionó el comercio modificando sus rutas tradicionales. El importante comercio de aceite y vino con las Indias consolidó la importancia que ya tenían olivares y viñedos en las tierras del Reino de Sevilla. Se plantaron garrotales y majuelos y junto a ellos se edificaron multitud de pequeños ingenios para extraer aceite y vino. Aún quedan en pié, ya sin vida y destinados a otros usos, algunos de aquellos lagares y almazaras. Aunque sus gruesos muros siguen guardando los restos de sus ingenios mecánicos y sus tinajas empotradas, el tiempo les ha hecho perder parte de su alma y ya no huelen ni a orujo ni a mosto.
A mediados del siglo XV los comerciantes genoveses afincados en Sevilla habían logrado acaparar casi en exclusividad el comercio del aceite de oliva y los no menos importantes subproductos que se destinaban a la fabricación del jabón. Así aparece documentación de fechas cercanas al mil quinientos diez en la que Leonardo Cataño consta como arrendador de las almonas de jabonería y pesca de sábalos de la ciudad de Sevilla. Jugaban con ventaja al contar con la inestimable ayuda de sus barcos, que comerciaban con todo el mundo conocido. Era común verlos en los puertos de Génova, Amberes, Róterdam, Hamburgo, Londres y Quíos; de donde las naves genovesas hacían el tornaviaje cargadas de la apreciada almáciga isleña.
Los beneficios comerciales aguzaron ingenios e hicieron que muchas tierras de labor de ambas márgenes del Guadalquivir se transformasen en poco tiempo en rentables olivares y viñedos. Los terrenos multiplicaron su valor, muy especialmente La Vega y el Aljarafe sevillano. Las tierras cercanas al rio, aquellas donde se podía con poco esfuerzo embarcar las mercancías (y de paso burlar a los funcionarios de la Casa de Contratación), alcanzaron valores impensables hasta entonces. En 1675 decía Jacques Savary en su obra El comerciante perfecto: “Si hay un lugar en el globo donde se vislumbre alguna posibilidad de ganancia, podéis estar seguros de encontrar allí a un genovés”. Para no desmentirle existe constancia documental que durante los siglos XV, XVI, XVII y XVIII aparecen en los padrones de poblaciones cercanas al rio Guadalquivir multitud de familias genovesas que además de dedicarse al comercio, adquirieron predios dedicados a la producción agrícola y así aparecen apellidos como Pinelo, Grimaldi, Spínola, Sopranis, Di Negro, Verde y Cattaneo.
Y por aquí viene la cosa. Los Cattaneo o Cataño, una de estas prolíficas familias genovesas afincadas en el sur de la península... SIGUIENTE:
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2 Comentarios
3/6/2021 23:26:21
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AutorAsociación Cultural LA MEMORIA PRODIGIOSA.
José Mª Durán Ayo ARTÍCULOS DE José Mª Durán Ayo MÁS ALLÁ DE MI MEMORIA. José María Odriozola Sáez CUADERNILLOS DEL ARCA DEL AGUA. Luis Odriozola Ruiz Archivos del blog por MES
Noviembre 2022
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