José María Odriozola Sáez. ____________________________ Plinio mantenía que cuanto más feliz era un periodo, más corto parecía, quizá sea esa una de las muchas razones del desconocimiento de más de siglo y medio de la reciente historia de nuestro pueblo. La minería fue la protagonista absoluta de El Pedroso durante casi doscientos años. El desquiciado siglo diecinueve saliente y el no menos convulso entrante impidieron (con algunas ayudas inconfesables) que el germen industrial que movía todo aquello, “La Compañía de Hierros de El Pedroso”, llegase a buen puerto. Quizás haya sido bueno que todo acabase así.... Durante buena parte del XIX los altos hornos de El Pedroso fundieron el hierro de sus concesiones mineras con altibajos. Sus muchos problemas técnicos unidos a malas decisiones políticas, arrastraron a esta industria y a sus cotos mineros al mismo destino. A principios del novecientos, mientras nuestra Fábrica de El Pedroso agonizaba lentamente al igual que muchas de sus minas, Europa se deslizaba al precipicio. Las potencias, que ya preveían la guerra inminente, comenzaron a acaparar con descaro materias primas disparando los precios. Esta circunstancia puso de nuevo en marcha las antiguas explotaciones mineras. La fiebre del hierro llenó este apartado rincón del mundo de sueños y personajes extraños. Compañías de difícil pronunciación buscaban frenéticamente en las entrañas de nuestros montes el mineral con el que fabricaban sus cañones y barcos. Todo acabó aquel caluroso verano del catorce al estallar la primera guerra mundial desplomando los precios del mineral. Tras finalizar la guerra, con la economía europea destrozada, se sucedieron sin tregua, como maldición bíblica, los peores escenarios. A la inestabilidad política interna se unió la externa y así a la gran depresión del 29, que duró diez años, se unió a la guerra civil española que se solapó con el comienzo de una nueva guerra mundial (la segunda en el mismo siglo) que tras su finalización, lo había trastocado absolutamente todo. Los sueños de industrialización y desarrollo de nuestro pequeño pueblo se hundieron para siempre. Aunque pensándolo bien, quizá haya sido bueno que todo acabase así... Ha pasado bastante tiempo de aquello. Muchos de los obreros que vivieron la dureza de aquel trabajo (y también sus buenos salarios), marcharon. Otros, volvieron resignados a las faenas agrícolas y no quisieron trasmitir esos recuerdos a sus hijos. Los empresarios santanderinos y catalanes, protagonistas privilegiados, Latorre y Guerra, no pudieron mantenerse a flote. Cada uno, a su manera, intentaron durante algunos años llevar con dignidad la decadencia de sus empresas pero su fin fue el mismo. El destino, que hizo que estas familias no tuviesen descendencia, dificulta la reconstrucción de esta parte de nuestra historia. Sin relevo generacional, no tenemos trasmisión oral en un caso ni documental en otra. De los testigos vivos de ayer, entonces niños curiosos, apenas quedan hoy algunos abuelos a los que les cuesta recomponer los confusos recuerdos… Mis abuelos, Luis Odriozola y Marta Ruiz, mantenían una gran amistad con Félix Latorre y con Blanca MacLennan. De sus visitas a “Las Alberquillas” hay fotos de mi padre niño y Lolita jugando en el frontón. Algunos años más tarde, en 1947, Lolita celebraría su boda en los jardines; la última fiesta en la casona. Mi madre recuerda, muy niña, como toda una aventura el paseo desde la “Huerta Montegil” a “Las Alberquillas” donde su amigo Mamé Rodríguez Sañudo acudía a sus clases de inglés con Doña Blanca MacLennan. Sus recuerdos son vagos, Doña Blanca, afable, elegante y educada, siempre de luto por su sobrino y ahijado José Manuel; los hombres de la casa siempre en las minas o viajando… Entre esos recuerdos está la creencia (y así lo recoge erróneamente mi padre en uno de sus relatos), del número de hermanos Latorre: Félix Pablo y Manuel, olvidando al cuarto hermano de nombre Carlos. Varios documentos del magnífico trabajo sobre la minería en El Pedroso de Pilar Orche y algunas fotos donde aparecen los cuatro hermanos lo corroboran. Carlos Latorre, ingeniero y armador, primero en arribar a nuestras minas junto a Edmundo MacLennan, nunca residió de forma permanente en nuestro pueblo. Su trabajo y su vida estaban en Bilbao, allí tenía su hogar junto a su mujer Matilde MacLennan (hermana de Blanca) y sus cuatro hijos. También allí estaba la empresa en la que siempre trabajó: la “Compañía José MacLennan de Minas”. Las circunstancias personales y profesionales de sus hermanos Félix, Pablo y Manuel eran otras. Acostumbrados a cambiar de domicilio y sin hijos que educar (solo Félix estaba casado con Blanca, pero sin descendencia), les facilitaron su asentamiento en El Pedroso. Aunque, pensándolo bien, algo más que mineral de hierro encontrarían en nuestro pequeño pueblo. Aquí vivieron sus mejores años y aquí quisieron descansar para siempre. Curiosamente lo hacen muy cerca de su amada casona… Félix dormía pese a los bruscos movimientos del vagón, pero Blanca no era capaz de conciliar el sueño. Se distraía haciendo memoria e intentaba hilvanar los recuerdos y se preguntaba cómo el destino les había llevado a este recóndito pueblecito de Andalucía. Tenía claro que, aunque fueron su cuñado Carlos y el primo Edmundo, (amigos desde su época de estudiantes en la Escuela de Minas de Londres), los que dieron el primer paso; el verdadero culpable fue Herman Borner. Fue en La Orconera Iron Ore Company Limited, en Bilbao, donde conocieron a Herman. Este seductor empresario inglés les planteó un proyecto que podía reportar muchos beneficios: explotar unas minas en estado de semiabandono de la Iron Ore en un pueblecito del sur de España. Carlos y Edmundo hablaron con sus familias del proyecto. En el invierno de mil ochocientos noventa y cinco crearon en Bilbao la sociedad, MacLennan Latorre. En los años siguientes viajaron varias veces a El Pedroso, visitaron las minas, estudiaron el mineral de la zona, renegociaron con Herman… Convencidos por los altos precios del mineral de hierro, se trasladaron al pueblo sevillano para dirigir personalmente los comienzos de la nueva sociedad. En mil novecientos ocho la mina “La Lima” estaba en plena producción y también sus planos inclinados, su trazado de vías Decauville y su telesférico. La mala suerte y el mucho trabajo de Carlos y sus hermanos en estos primeros años, hizo que descuidasen la búsqueda de nuevos yacimientos sin explotar en El Pedroso. Una noticia aceleró las negociaciones para el arrendamiento de la mina de Navalázaro a “La Compañía de Hierros de El Pedroso”. Todo el pueblo hablaba del empresario catalán Don José Guerra, que había registrado un derecho minero a escasos quinientos metros de la mina de Navalázaro con tan buena fortuna, que había “pinchado” una veta formidable de magnetita a escasos mil metros del ferrocarril. Será la famosa “Mina San Manuel” y si hubiesen sido ellos, los Latorre, los que la hubiesen encontrado; quizás otro gallo hubiese cantado… Félix añoraba los cielos claros y luminosos de El Pedroso y su querida Bilbao le parecía triste y sucia. Aunque ya nada material le quedaba allí, él sabía bien porqué volvía. Al despedirse emocionado de Matilde y su hermano Carlos se le humedecieron los ojos. Todos sabían que no podían demorar mucho la marcha. El viaje en tren hasta El Pedroso era largo y en tercera clase se hacía más largo aún. Doña Blanca y Don Félix pasaban las horas lo mejor posible. Ella leía y atenta, procuraba que descansase, pero cada vez que su marido despertaba, volvía en sus conversaciones, a trasladarse a su casona y a sus minas. A Don Félix le gustaba ver pasar junto a su desubicada casona santanderina las cubas llenas de su mineral de hierro, le hacían sentirse bien. Como tantas mañanas, fumaba impaciente apoyado en el balconcillo de la planta alta, ese que miraba a La Lima. Puede que aquel ingenio aéreo le recordase el tren de hojalata a cuerda con el que tanto jugó en su infancia… De vez en cuando echaba un vistazo con sus pequeños prismáticos Goerz Dienstglas, regalo de su buen amigo Albert Weyer, e intentaba vislumbrar a través de las pegajosas nieblas de las faldas de La Lima los primeros baldes del cable aéreo. Mirando a su mujer, le Interrumpía en sus pensamientos: Blanca, ¿recuerdas cómo reconocía en qué parte del trazado se encontraban los baldes cargados por el ruido que hacían los mecanismos? Con los ojos entornados, se encontraba de nuevo en el balconcillo de “Las Alberquillas”, ese que miraba a “La Lima”. Oía nítidamente el sonido de los trozos de mineral cayendo en las cubas vacías en el cargadero de La Lima, los golpetones secos de las piedras encajándose en las cubas a la altura del “Fate”, el chirrido de los cables y rodillos cuando las cubas llaneaban por los olivares del “Medio Almuz”… El paso por los tensores de la Cruz del Humilladero, las piedras de las cubas rebotando sobre la malla metálica que protegía el camino y el potente rumor de giro de poleas de la bajada hasta llegar a “Las Monjas”. Se removía en su asiento y con la vista cansada, le preguntaba sonriendo a su mujer si se acordaba cómo crujía toda aquella estructura de hierro al voltear las cubas en el descargadero de “La Zahurda de Patillas” y el sonido que hacían al volver descargadas, cencerreando como una piara de vacas. Félix conocía bien los inconvenientes de la ausencia de infraestructuras y cómo los cables aéreos habían solucionado los problemas de trasporte de mineral. A comienzos del siglo XX funcionaban multitud de ellos. Los del norte fueron los primeros, después instalaron en la costa Almeriense y granadina multitud de ellos. Los más cercanos a El Pedroso estaban en Fregenal y Fuente del Arco. El suyo, de La Iron Ore de La Lima, era un Hipkins de finales del XIX. De los primeros instalados en España era pequeño y muy básico, desgraciadamente hacía mucho que había quedado obsoleto. La inmensa mayoría de los que se montaron posteriormente eran alemanes, de la prestigiosa casa Bleichert. | Desde los comienzos de la explotación intentó, contra la opinión de su hermano Carlos y contra los precios del mineral, mantener los más de dos kilómetros y medio de problemas diarios que ocasionaba el trazado del telesférico. Era sabedor que el mantenimiento de la maraña de cables, mecanismos, torres de madera y cubas obsoletas tenía los días contados. Aunque quizá también hubiese algo de soberbia profesional; conocía bien el prestigio social de los ingenieros del telesférico minero de La Barga -Abanto y Zierbena. El tren seguía su marcha y Blanca tras dar una cabezada le ofreció a Félix una taza de café que el termo aún mantenía templado. Le preguntó a su marido, por darle conversación, si recordaba cuando llegaron a El Pedroso por primera vez. Él comenzó a hablar lentamente, tenía grabada en la retina las imágenes de aquel atrasado pueblo que conocieron al llegar antes de la entrada del nuevo siglo y cómo cambió todo en muy pocos años… A la gente no le costó acostumbrarse a los ingenieros santanderinos, los había aún más raros, tanto que no los entendían cuando hablaban. Decían de ellos que eran diferentes a los extranjeros, pero también de los del pueblo. La verdad es que lo eran. La gente se asomaba por la tapia de “Las Alberquillas” y curioseaba viéndolos leer gruesos libros sin ilustraciones o tocar la pianola y el violín. Se reían de ellos cuando recitaban versos y se extrañaban que entendiesen lo que decía la radio ¡en inglés! Causaba extrañeza, la intensidad con la que obraban la vieja casa de los Zabalza, los muchos operarios que a diario trabajaban allí se preguntaban porqué querían vivir fuera del pueblo. Mientras levantaban la cancha de frontón reían y los comparaban con los niños que se entretenían con la pelota en la fachada de la iglesia. Desconocían el porqué de la intensidad con que los hermanos Latorre dirigían a aquel ejército de albañiles. Parece, ya pasado el tiempo, como si ellos mismos, presintiendo el poco tiempo que disfrutarían su casona montañesa, quisieran acelerar los trabajos. Don Félix volvió a quedarse dormido y Blanca recordó aquella triste navidades de mil novecientos once en la recién estrenada casona de Las Alberquillas. No olvidará a Carlos y Félix, de pié, intentando mantener el tipo, mientras ellas Matilde y Blanca MacLennan releían el telegrama en el que le comunicaban el fallecimiento en de su primo Edmundo. Pablo y Manuel con caras serias se lamentaban de la desgracia. Todos sabían de la gravedad de su dolencia renal y la peligrosidad de la intervención. Murió, en la mejor clínica de París, totalmente convencido de su curación. Cuando todo parecía ir bien y las ganancias devolvían la calma, el principal socio valedor del proyecto muere. Carlos tendría que volver de inmediato a Bilbao de donde solo regresaría en contadas ocasiones. Félix quedará a cargo de la dirección de mina y de los más de doscientos operarios… Blanca recordaba cómo estos primeros años parecieron volar. La felicidad por la creación de la empresa “Latorre Hermanos”, el arrendamiento de los altos hornos de “La Compañía de Hierros” y sus minas, la tranquilidad por la calidad de la magnetita extraída en Navalázaro que facilitaba la calidad de las fundiciones… El precio del mineral de hierro seguía al alza y en dos años ya eran más de quinientos los operarios que trabajaban para ellos entre mineros, técnicos y gente de la Fundición. Los meses volaban por las diarias dificultades… salarios, inversiones para adaptar las anticuadas instalaciones, nuevos préstamos. Todo marchaba bien hasta aquel endiablado año de mil novecientos catorce en que estalló la guerra y también todo nuestro mundo. Hasta su finalización, cinco años después, la crisis se generalizó y las ventas de todo el mineral se desplomaron. La Sociedad “Latorre Hermanos” construyó a pie de mina, en “Juan Teniente”, las instalaciones de un horno de cámara con torre de condensación para extraer azufre de la pirita. El azufre, indispensable para la fabricación de la pólvora y ácido sulfúrico, mantuvo su precio los años de la gran guerra. La gran inversión que esto supuso no compensó los beneficios. Apenas cinco años después volvieron a caer los precios y hubo que abandonarlo todo. Las huelgas y precios de los alimentos por las nubes se unieron a la crisis. Incluso la abundantísima mina “San Manuel” de Don José Guerra tuvo que parar, decían que por desavenencias con la compañía de Amberes… La acuciante necesidad en estos cinco años de guerra era enorme. Solo el yacimiento de Navalázaro era rentable, pero los desprendimientos y la capa freática amenazan cada vez más. La extracción se ralentizaba y requirió nuevas inversiones. Volvieron a reunirse los hermanos y volvieron a apostar. De nuevo otro esfuerzo económico para nuevas Instalaciones, esta vez en Navalázaro: un plano inclinado, una caldera para las máquinas perforadoras para dar trabajo a sus doscientos empleados y la instalación de vías sistema Decauville hasta la estación del Pedroso… El año dieciocho la sociedad MacLennan-Latorre, asociada con la empresa bilbaína Garteiz y Mendialdúa, pusieron en marcha uno de los altos hornos de Fábrica. Mezclando los minerales de “La Lima”, “Navalázaro” y “La Jayona” estaban logrando productos de calidad. Los cargueros vascos llevarían a Inglaterra el mineral y las piezas de la fundición a buen precio y con regularidad. Para optimizar las instalaciones y los doscientos operarios, se probaron escorias de la fundición para fabricar ladrillos refractarios y losetas para el mercado inglés. Aumentaron hasta doscientos los empleados de la Fundición, todo parecía marchar. Blanca recuerda un día que fueron al puerto de Sevilla, allí subió a uno de los barcos de la Compañía Olazarri. Cargado de mineral y piezas procedentes de la Fundición, esperaban la salida. Félix, siempre preocupado por la marcha de la guerra, cablegrafió al puerto de destino, Southampton y no quiso que los vieran en el puerto. Alemania tenía ojos pagados en todos los puertos de España. Los cargueros solían esperar en Cádiz para unirse a los convoyes de la Royal Navy que salían desde Gibraltar. La fatalidad hizo que aquel día de noviembre de 1918, el Ontaneda llegase tarde y no se pudiese unir al grupo de mercantes. La mala mar de esos días y el poco retraso animó a varios cargueros rezagados a intentar alcanzar a toda máquina al convoy en aguas portuguesas… Algún tiempo después, la prensa británica, publicó un escueto comunicado en el que informaba que el submarino alemán U-35 había hundido en esos días varios mercantes en el golfo de Cádiz. Nunca supo el oficial Lothar von Arnauld cuantas cosas hundió aquella noche… En la memoria de Blanca se agolpan los años malos, el cierre de los hornos de azufre de Juan Teniente, el abandono del telesférico de La Lima y el posterior cierre de la mina, Navalázaro, la única rentable. Las apreturas económicas de tantos años… En 1923 con todo hundido, los Latorre se vuelcan con todo el capital que les quedaba y aún con préstamos en un proyecto seguro. Estaba avalado por el ejército, la banca, varios ministros de Primo de Rivera y hasta con el placet de la casa Krupp: la construcción de una siderurgia nueva muy cerca de El Pedroso: El Centro Minero metalúrgico de Andalucía y Extremadura. De nuevo, la fatalidad, hizo que las inversiones de los hermanos en la nueva fundición se hundiesen. Los años siguientes, todos nefastos, los recuerda con las minas paradas, incluida la abundantísima San Manuel. Los problemas con los trabajadores por la falta de trabajo eran constantes. Pablo y Manuel llegaron una tarde golpeados y acompañados por la Guardia Civil. No recuerda un día tan tenso como cuando vino Carlos. En la reunión hubo más silencios que palabras. Carlos habló con claridad a sus hermanos, todo estaba perdido. Había que vender lo que se pudiese; el mineral extraído, la maquinaria, las herramientas, las vagonetas y hasta los rieles y con prontitud, pues los bancos intervendrían muy pronto. Félix, Pablo y Manuel decidieron quedarse. No volverían a Bilbao para comenzar de nuevo. Intentarían Vender todo lo de su propiedad poco a poco sin perder, esperarían mejores tiempos y volverían a explotar las minas que tan bien conocían, seguro que los precios terminarían recuperándose… Blanca no olvidará los desórdenes de los años anteriores a la guerra civil de 1936 y los muertos durante tres años largos y de nuevo la fatalidad. Casi en sus últimos días de la guerra, Jose Manuel, el hijo de Carlos, su sobrino y ahijado, cae en el frente. Tristes recuerdos de la posguerra con sus muchas apreturas económicas, las enfermedades de Pablo y Manuel, que parecían haberse puesto de acuerdo para marchar antes de que los desahuciaran de Las Alberquillas; la bondad de “La Niña Chica” que los acogió en su casa y les dio sustento. Ella dando clases para aportar algo a la desastrada economía familiar… Tiene en la memoria la última vez que hubo caras sonrientes y risas en los jardines de Las Alberquillas, Félix pasó un buen día y bailó con ella. ¡Feliz día el de la boda de Lolita, la hija de Luis Odriozola!. Cuando el tren paró en la estación de El Pedroso Félix Latorre respiró profundamente cerrando los ojos. Le esperaba su amigo Luis Odriozola que al abrazarlo y quedar en medio de ambos el cayado de espino montañés, le comentó riendo el antiguo aforismo sobre las bondades del hablar suave pero portando un grueso bastón… Luis le encontró envejecido y enfermo y su amigo no se esforzó en disimular lo que sería pronto un secreto a voces en El Pedroso. Había venido a su pueblo (de adopción) a descansar junto a sus hermanos Pablo y Manuel, pero antes tenía que ver una última vez Las Alberquillas… Al día siguiente, rezaban en el cementerio del Espino, disimulaba las lágrimas tras unas manoletinas oscuras y procuraba la compostura apoyado en su bastón con regatón de hierro, ese que tantas veces le acompañó a La Lima y a Juan Teniente. Tras el cierre de las minas y el desastre económico, sus hermanos no quisieron volver al Norte. Tuvieron la gran suerte de terminar sus días como quisieron, en la casona de Las Alberquillas. Carlos, murió en su habitación, feliz por tener a su lado a su siempre enamorada Claudia Ruiz. Manuel se marchó como le había gustado vivir, sin molestar. Acunado en su mecedora Thonet, se durmió para siempre una luminosa tarde de otoño en el jardín más bonito del mundo. Le gustaba cubrirse las piernas con la pequeña manta que le trajo su hermano Carlos de Inglaterra. “La Niña Chica” contaba el repelús que le dio al encontrar totalmente llena de flores rojas de bugambilla la chaqueta y el cubrepiernas de paño inglés de Don Manuel cuando fue a intentar despertarlo… Con lentitud, como no queriendo llegar, continuaron hasta “Las Alberquillas”. Asomado entre los barrotes del cancelón de entrada, intentaba Don Félix, ver su casa y sus jardines. La maleza y las malas hierbas acentuaban la sensación de abandono. Desconsolado miraba las tejas de su casona montañesa, los árboles de su jardín, su cancha de frontón, las maderas de sus balcones y aleros… Todo se había degradado rápidamente. Recordaba cuando obraron aquella casucha tan bien situada y la estupidez de no comprársela a los Zabalza. Los propietarios, que le habían negado la llave, argumentaron que el entresuelo estaba en muy mal estado. Quizás fuese lo mejor… Tras el entierro de Don Félix, Doña Blanca repasaba en el “soberao” de la casa de “La Niña Chica”, las escasas pertenencias de su marido. Dos cajas de madera contenían los recuerdos de toda una vida. Decidió que le regalaría a su amigo Don Luís el médico un teodolito con trípode de madera y la brújula alemana. “La Niña Chica” se encargaría de la ropa y daría la que estuviese en uso a los necesitados. En una pequeña maleta comenzó a guardar los recuerdos que volverían con ella, algunos documentos personales, un pequeño violín, unos prismáticos alemanes, el reloj de bolsillo, las gafas con montura de oro, una medalla de aluminio de la Virgen del Espino y algunas fotos. Al ver su bastón de espino, se volvió a emocionar. Sonreía a la vez que sacaba con delicadeza las carpetas numeradas. Desconocía si había algún documento importante, aunque ya nada lo era. Contratos, tablillas de jornales, fichas del laboratorio de mineral y tantos recuerdos… Félix siempre fue ordenado en todos los aspectos de su vida y le dolía el destino de todo ese orden. En el andén de la estación de El Pedroso las fieles “Niña Chica” y Estefanía Lara la amparaban del brazo mientras esperaban el tren. Claudia y Marta Ruiz, Luis Odriozola y las hermanas Elisa y Amparo Guerra también estaban allí. Emocionada se despidió de las mujeres. Al llegar a Luis, el bastón que sostenía en sus manos, quedó de nuevo entre ambos. Sonriendo, con los ojos humedecidos le pidió a mi abuelo que lo usase en sus paseos por el Espino, camino de Las Alberquillas… |
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AutorAsociación Cultural LA MEMORIA PRODIGIOSA.
José Mª Durán Ayo ARTÍCULOS DE José Mª Durán Ayo MÁS ALLÁ DE MI MEMORIA. José María Odriozola Sáez CUADERNILLOS DEL ARCA DEL AGUA. Luis Odriozola Ruiz Archivos del blog por MES
Noviembre 2022
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