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MARÍA FRANCISCA. 3ª parte.

23/5/2020

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​"...El Sr. Albert Weyer salió de esta casa de la misma forma que entró..."

El abuelo José y su tío abuelo Isidoro estaban siempre trabajando. Su empresa se llamaba “Mines et minerais” y exigía que viajasen constantemente. A menudo visitaban a su tío abuelo Bernardo que tenía una empresa en Amberes que se llamaba “Bodegas y exportaciones de vinos finos”. Cuando ella tuvo más edad, su madre, le contó que su tío Bernardo era el más cualificado de los tres. Políglota y hombre de mundo, hacía negocios en toda Europa. Emprendedor nato, siempre tenía en mente proyectos originales como aquel para importar ganado Frisón que diese leche de calidad en España.
 
Su abuelo José era inquieto y emprendedor, aunque la gota le había agriado el carácter y le había vuelto malhumorado y protestón. Seguía siendo el alma de la empresa minera. Siempre andaba buscando negocios, como aquel extraño producto de su invención que además de curar la glosopeda del ganado combatía eficazmente la langosta y otras plagas de la agricultura.
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​Comerciante de raza, fue él el que acordó los más que cómodos alquileres con Antonio Ruiz, dueño de Navalázaro, (donde estaba la muy rentable mina San Manuel), con Virtudes Raigada, dueña del pinar de Ruiz, (en la falda del cerro San Cristóbal), con Carlos Arnaud para los terrenos de “El Fontanal”, con Antonio Merchán Silva para sus muchas minas en Cazalla de la Sierra.
 
El tío Isidoro poseía una extraordinaria habilidad para resolver  entuertos. Las continuas  fricciones con “Fabrica del Pedroso” (Compañía de Minas y Fábrica de Hierros y Aceros del Pedroso) requerían constantemente su habilidad ya que las minas Londres y Colosal estaban en sus terrenos. Él negociaba también los pagos por la arboleda que se tenía que apear en las inmediaciones de las minas. Igual estaba acordando el precio de unos árboles en una taberna de El Pedroso que negociaba una partida de vino en el hotel Continental de Berlín o trataba la compra de un barco de sacos de yute en el Majestic de Casablanca.
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Recuerda María Francisca como la abuela Francisca regía la casa con mano firme acompañada por mamá y las tías Amparo y Josefina. Elisa era el ojito derecho de su padre, y tras mi llegada, el abuelo José dejó de disimular. Mamá era de las tres hermanas, la más capacitada para los negocios. Fue una adelantada; en 1920, pocas mujeres al cumplir los veinte años, se sacaban el carnet de conducir. Siendo aún muy niña le encantaba viajar con su padre y le acompañó  muchas veces visitando a clientes en Francia, Italia, Bélgica, Holanda, Alemania, Inglaterra y Polonia. Desde muy joven ayudaba a su padre en la empresa.

Terminada la guerra mundial, se complicó la situación en Europa, la ocupación franco-belga de la cuenca del Ruhr aceleró la cancelación de pedidos de la Krupp y los altos hornos de Glasgow no daban señales de vida. A la industria y a las finanzas le pasaba lo mismo que a muchos altos hornos, se estaban apagando y las ventas de mineral habían caído a niveles preocupantes.
 
José Guerra y su hija viajaron a Europa, nada hubo de placer y tan justa estaba la cosa que para poder costear los gastos, tuvieron que venderle a la Krupp su casa de la calle de la estación. Aunque antes firmó Elisa un contrato  de arrendamiento de con Albert Weyer, que en aquel momento era mandatario de la Compañía Minera Andalucía.
 
Tras el repentino fallecimiento de su padre José a mediados de los 30, el timón de la empresa quedó en sus manos y junto a sus hermanas Amparo y Josefina gestionó los negocios familiares desde su casa de la calle de la estación que había conseguido recuperar. Todos sabían que Elisa sería la continuadora al frente de los negocios familiares. Adelantada a su tiempo, inteligente y con visión comercial. Se trasladaba a menudo a Europa y en 1937 lo hizo a Estados Unidos, para intentar llegar a un acuerdo con la gran empresa “Serrenita Mining Company”, pero no fue posible.
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Siempre, le gustaba volver a su pueblo y a sus amigos. Algunas tardes paseaba hasta “Las Alberquillas”, acompañando a  Claudia Ruiz para interesarse por la salud de Pablo Latorre, el amor imposible de su amiga; juntas también estuvieron en su entierro. La más joven de las tres hermanas “Finita” era de naturaleza enfermiza y siempre estuvo sobreprotegida por sus padres. Vivió apegada al cálido ambiente familiar con la constante atención de sus hermanas.

Aunque la magnífica mina “San Manuel” no dio señales de agotamiento, el precio de los minerales bajó hasta niveles impensables. Con altibajos siguió explotándose la mina hasta 1955 y Elisa, cansada, negoció un buen acuerdo con la empresa “Explotaciones de Minas y Canteras” que la gestionó hasta su cierre definitivo a finales de los sesenta.
 
Le contaba a su hija María Francisca que su hermana mayor, Amparo lo tenía todo, pero su forma de ser jugó en su contra. Culta y con una belleza arrebatadora se convirtió en una femme fatale que  manejaba a su antojo los hombres. Ya mayor, le confesó Amparo a su hermana que se había equivocado al no tomar en serio a Albert Weyer cuando le declaró su amor en 1918.

Disfrutó de una privilegiada posición y tenía ingresos suficientes para no privarse de caprichos.Le gustaba esquiar, los automóviles y montar a caballo; aún conservamos su montura de amazonas. Frecuentó balnearios como los de Badem Badem y La Toja; los mejores hoteles de Europa la tuvieron como cliente y en sus constantes viajes a Sevilla siempre tenía reservada una suite de la  última planta del Majestic.
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Le gustaba viajar y no quería compromisos que la atasen. Entre sus pertenencias llama la atención la cantidad de diccionarios de bolsillo de francés, inglés, alemán e italiano. Recorrió Europa y desde sus capitales envió postales: Hamburgo, Godesberg, Berlín, Zurich, Lieja... Entre sus muchas fotos hay varias en las que aparece en Suiza, sentada en la nieve con amigos.
 
Albert aguantó varios años por amor, pero el teutón se hartó del exceso de personalidad y de sus devaneos poniendo fin a aquello en 1921. Le dejó parte de su corazón y algunas fotos personales; entre ellas hay varias curiosas como las fotos del interior del antiguo Reichtag alemán antes del incendio que lo calcinó en 1933. El abuelo José, desilusionado, pero comprendiendo las circunstancias y la fuerte personalidad de su hija, escribiría a su amigo Zimmerman, (compañero de Alfred en la Krupp): “El Sr Weyer salió de esta casa de la misma forma que entró, llevándose todo cuanto de su propiedad tenía aquí”.
 
En 1937 Amparo viajó a Estados Unidos en el lujoso transatlántico Rex y durante una temporada se hospedó en el Hotel Albert Kingston en la quinta avenida de Nueva York. Acudió a musicales en Broadway y le presentaron a las estrellas del momento, entre otros a Cary Grant, que según contaba ella en su diario, se quedó prendado de su mirada…
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Albert volvió a Alemania se casó tuvo dos hijos y siguió trabajando, como siempre, para la casa Krupp. Muchos años después supimos con tristeza que murió junto a su mujer y sus tres hijos en el bombardeo inglés de Duisburgo de 1943 que arrasó la ciudad.
 
Albert Weyer fue un buen profesional, procedente de la zona más avanzada en minería del mundo, se supo adaptar a las condiciones de Sierra Morena e intentó en la medida de sus posibilidades modernizar las arcaicas explotaciones mineras. Logró el abandono del antiguo y peligroso sistema de zorras de madera en las galerías y su sustitución por las vagonetas Orenstein and Koopel de 1 tonelada y descarga lateral sobre railes mineros.
 
Suyo fue también el proyecto de reestructuración y aprovechamiento del descargadero de mineral para las minas de “Monte Agudo” en el ferrocarril Sevilla-Zafra que las hizo rentables y alargó su vida útil. (Aún hoy se puede ver la potente obra rematada con magníficos sillares de granito). Impulsó adelantos técnicos como la instalación de modernas bombas para extraer agua de la Mina San Manuel que amenazaba constantemente con inundarse.
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Es probable que si José Guerra le hubiese hecho caso y hubiese adquirido el camión belga Pokorny de 4 toneladas de trasporte de mineral, habría solucionado el agobiante encarecimiento de los portes de tracción animal que lastraban su  empresa.
 
Nadie quedaba ya de los protagonistas y todo aquel mundo minero que tanta vida generó parecería que nunca existió si no quedasen sus cicatrices en la tierra… 
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María Francisca se asombraba de la nitidez de su memoria. En su vejez, con los ojos húmedos, remiraba los álbumes de fotos rememorando su feliz infancia en la casa de El Pedroso. Sabía que no volvería porque era precisamente allí, entre tantos recuerdos, donde notaba más la ausencia de tantos seres queridos. No supo qué hacer y aun sabiendo que se equivocaba, vendió su casa tan llena de recuerdos como su corazón.
 
Nunca supo que en la residencia donde la atendieron con cariño en sus últimos años, tampoco supieron que hacer con sus escasos objetos de  valor y sus álbumes de fotografías. Todos ellos tuvieron el mismo triste final que su casa.

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MARÍA FRANCISACA. 2ª parte.

20/5/2020

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Goteras en la casa de los Guerra.

Las exportaciones de la empresa Latorre habían decaído hasta niveles preocupantes, el grupo de minas “la Lima” daba señales de agotamiento en las vetas de calidad y el hundimiento de su carguero por un submarino alemán les había supuesto un gran quebranto económico. Aunque seguían extrayendo mineral, los hermanos se habían volcado en un ambicioso proyecto formando parte importante del accionariado de la futura planta de altos hornos junto al  trazado del ferrocarril MZA Sevilla-Zafra en las proximidades de El Pedroso.
 
Auspiciado desde las más altas esferas de Madrid y con la colaboración entusiasta del ejército, el ambiente político enrarecido presagiaba cambios políticos que serían funestos para el futuro industrial de la zona y especialmente para los hermanos Latorre.
 
No ocurría lo mismo con la empresa de la familia Guerra Sevillano, catalanes peculiares, habían logrado mantener a flote sus negocios. Complementaban la explotación minera con cualquier operación comercial que les reportase beneficios y así el hierro compartía cartera con vinos, bocoyes, duelas, y cereales. Su buque insignia, la “Mina San Manuel”, contaba en aquellos años con unas inmensas reservas de hierro magnético de gran pureza. Acrecentaba el valor de este yacimiento el encontrarse a escasos mil metros del apartadero del ferrocarril Sevilla-Mérida.
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Elisa Guerra había nacido un año antes de la llegada del nuevo siglo y vivía con su hija María Francisca en Barcelona. Toda su vida había sido una mujer con carácter, pero los fantasmas de sus recuerdos podían mucho, hasta última hora se resistió a tomar una decisión con respecto a su casa de El Pedroso. Poco antes de morir le hizo prometer a su hija que arreglaría el problema. Su hija María Francisca recordaba los felices momentos vividos en la casa de El Pedroso.
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Le parecía increíble que fuese ella la única que quedaba de la familia Guerra. Recordaba los buenos momentos vividos con los abuelos José y Francisca, los tíos abuelos Bernardo e Isidoro y las tías Amparo y Josefina…

​La casa de la calle de la Estación, se había convertido en un problema y le comenzó a pesar de forma agobiante; el volumen de cosas que había en su interior le cansaba. Los recuerdos le impedían tomar alguna decisión y al igual que su madre dejó pasar el tiempo…Su tranquilidad residía en una llamada telefónica cada muchos meses de sus fieles caseros con la novedad de algún nuevo desconchado o la compra de más baldes para las nuevas goteras de la planta de arriba.

 
En el pequeño pueblo el celo monástico con que el “Emilito el zapatero” y su mujer guardaban la casa y sus pertenencias de las miradas indiscretas no hizo más que multiplicar las fantasías. Aun así, quienes entrarían muchos años después no quedarían decepcionados…“La Casa de los Guerra” fue la única vivienda en El Pedroso que verdaderamente tuvo el lujo y las comodidades que la efímera riqueza minera generó en El Pedroso. ​
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Un gran estruendo despertó a Emilito y a Carmelita aquella noche cerrada en agua. Asustados, comprendieron como las muchas goteras habían hecho que el suelo del dormitorio principal, en la planta de arriba, habían hecho ceder el suelo de arriba sobre el cuarto de la costura en la planta baja.
 
Casi no había amanecido cuando llamaron a su patrona Doña María Francisca, que medio dormida y mientras le detallaban los daños, recordó la llamada que hacía algunos meses había recibido de un constructor interesado por la casa. Decidida habló con él y acordó un precio por el edificio y todo su contenido, con el solo compromiso formal de destruir todos los documentos personales.
 
Aquel día, perpleja, supo que no era la casa lo que más le interesaba al constructor; que lo que verdaderamente le atraía a ese hombre era el autopiano de Amparo. Rafaela cosía para la casa y su hijo, ahora hombre y dedicado a la construcción, la acompañaba todos los días hasta la puerta. El sonido del piano mecánico le acompañó muchos años y se prometió que algún día se lo regalaría a su madre…
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Aunque ya todo estaba hecho, María Francisca seguía intranquila. Se convenció que llevaba años evitando lo inevitable y pensó en su descanso al dejar resuelto el problema. Aun así, el corazón podía mucho y aquella noche, al cerrar los ojos, no pudo evitar recorrer su casa por última vez…
 
Tras la puerta de entrada había un pequeño zaguán con un paragüero con espejo. Una puerta acristalada lo cerraba y sobre ella, tallado en la madera del sobrearco, una escena de angelitos soplando a las nubes te saludaba. Al entrar a la izquierda, una puerta daba acceso al despacho del abuelo, recuerda en él a su tío Isidro y a su padre consultando mapas y documentos en la mesa bajo enorme flexo metálico.
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Enfrente estaba el bonito bureau de roble, algunas veces cogíamos sin que nadie nos viese los folios y cuartillas con el membrete de la empresa del abuelo. Un estuche de terciopelo grande y plano guardaba los compases, también había cajas de lápices de colores y otras con plumines. Uno de los cajones estaba manchado de tinta azul, la tía Josefina había derramado un bote Pelikan.
 
En un lateral de la habitación estaba el autopiano López  y Griffo que papá trajo para la convalecencia de Amparo. Sobre él, en una caja alargada verde, se guardaban las pistas de música. Las tiras de papel perforadas se estropeaban a menudo y papá las arreglaba con papel cebolla. Aunque a mamá le costaba alcanzar la destreza natural de sus hermanas, el abuelo la animaba argumentando que le ponía más corazón… ​
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La enorme caja de caudales ocupaba todo el rincón. Al abuelo le molestaron las chanzas que hacía el tío abuelo Bernardo sobre su tamaño.
 
En el lateral una puerta daba acceso a la pequeña biblioteca donde un mueble con baldas sostenía amontonados y desordenados anuarios de minería, diccionarios técnicos y catálogos de maquinaria e instrumental minero en diferentes idiomas. En las superiores se alineaban varias enciclopedias de bonitos lomos, una de ellas la enciclopedia de Agricultura y Zootécnica de Ribera me gustaba mucho porque tenía bonitas láminas coloreadas. La colección de los episodios de la guerra europea le gustaba mucho al abuelo por sus bonitas litografías.

​Un pequeño y coqueto mueble librería estaba en el rincón, en sus puertas una malla metálica mantenía prisioneros los libros antiguos de más valor, algunos de ellos estaban escritos en alemán con letra gótica. 
​Papá no nos dejaba tocarlos, decía que eran muy valiosos. Los había de muchos idiomas como de la reconquista de Granada, que estaba en francés y otros más antiguos que trataban de medicina.
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Había algunos en inglés, pero los que más leía el abuelo eran los dos tomos de las minas de Guadalcanal; los manejaba con sumo cuidado evitando que se moviesen la multitud de tiras de papel coloreado que señalaban cosas importantes. La balda más alta estaba llena de libros religiosos de muchos tamaños, todos tenían las tapas de piel con unos cordoncillos que los cerraban.

​En la pared del fondo había otro mueble de madera oscura, de gran tamaño y con varias estanterías, estaba repleto de muestras de mineral y fósiles. Junto a ella, en una pequeña mesa, se amontonaban balanzas, densímetros en sus fundas tubulares de cartón azul y cajas de madera de nogal con diferentes teodolitos. En la balda más cerca del suelo había mil artilugios; carburos mineros de latón, extrañas brújulas, niveles de esferas doradas y un curioso reloj minero con su llave.

 
Al patio interior porticado de columnas de hierro y cubierto con una capota acristalada se accedía por un pasillo. En sus cuatro esquinas tenía mamá unos grandes macetones vidriados en verde con plantas. Por él se accedía al cuarto de la costura; amplio y con cuatro sillas, solo la mesa con la tapa de mármol blanco ocupaba el centro. En ella se amontonaban multitud de cajas de bobinas de hilo, tijeras y dedales. Junto a la máquina Singer se apilaban rollos de telas. En un rincón, varias maletas parecían estar esperando nuevos viajes. Mamá se enfadaba con las costurerillas que, curiosas, despegaban las bonitas etiquetas engomadas.
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En la habitación de al lado estaba la alacena, su alta puerta de color verde estaba siempre cerrada. En ella ordenadamente se alternaban tacos de jabón con orzas de quesos, tocino y lomo. En un gran recipiente grueso de cristal verde guardaba mamá el azúcar. Un bote de cinc de boca ancha con el interior de cristal era donde se guardaba el valioso café.
 
Por un pasillo se accedía al pequeño patio de la fuentecilla de cerámica que daba al jardín. Al salir, junto a la cancela metálica, una escalera de caracol comunicaba la planta de arriba, junto a ella estaba la puerta de hierro que daba a la calle de la Estación que mi padre utilizaba normalmente. Junto a ella y pegado a la casa, estaba el pozo de brocal cuadrado; una bomba de rueda sacaba el agua por una canaleta de metal que volcaba en una pequeña acequia. Un pequeño piloncito la distribuía hasta unos naranjos, un limonero, y a un pequeño huerto que sembraba Juan el mulero, (que raras veces abandonaba las cuadras que se encontraban al fondo del jardín).
 
A la planta de arriba se accedía por una bonita escalera; bajo ella aprovechando el vano estaba la bodeguita. La guardaba una bonita puerta de madera pintada de verde con celosía en su parte superior. Papá decía que en verano no bastaba el frescor del muro para bajar la temperatura de los vinos y llamaba a Espino para que metiese las botellas en un cubo y lo sumergiese en el pozo.
 
Al subir, una galería acristalada distribuía las habitaciones, En el suelo unas olambrillas con escenas del Quijote alegraban las losas de barro. La primera habitación era el salón. Recuerda María Francisca las dos grandes galerías isabelinas talladas en nogal que sostenían los gruesos cortinajes verdes de los balcones. En una esquina un antiguo atril de hierro forjado de gran tamaño que procedía de La cartuja, servía para la lectura de libros raros que el abuelo sacaba en algunos actos nocturnos que organizaba junto a sus amigos.
 
Frente a la chimenea, en un pequeño mueble tenía mamá multitud de pequeños  objetos de plata, desordenados una concha de sumellier con una gruesa cadena estaba junto a un pequeño infiernillo de plata con un recipiente encima, regalo de un señor inglés que visitó a papá; decía que era para cocer huevos, pero nunca se usó.
 
Junto a la pared, enchufada había una lámpara que le gustaba mucho a la abuela. Una semiesfera de plata hacía de pié, estaba adornada con bonitos motivos vegetales y de su centro salía un vástago con forma de vela. Lo curioso era la extraña bombilla que imitaba una llama; en su interior, una luz amarilla hacía extraños movimientos oscilantes. El abuelo la trajo de un viaje a París y decía que era art noveau.
 
En un pequeño mueble tenía mamá varias cajas de metal y porcelana de Meissen, algunos joyeros de fundición y una curiosa rana modernista de bronce que hacía las veces de pisapapeles y que a mí me gustaba sumergir en la pileta del jardín.
 
La chimenea del salón estaba adornada por un reloj alemán de péndulo Junghans y junto a un gran cuchillo de monte con cachas de cuerno se acunaban dos antiguas pistolas de chispa de gran tamaño con el cañón de bronce.
 
Cerca, en dos mullidos sillones, escuchaban papá y mamá  la aparatosa radio Marconi de lámparas. Algunas veces sonaba el estridente timbre del teléfono de pared Ericson con trompetilla y manivela. Este armatoste se utilizaba poco, papá y el abuelo preferían la confidencialidad del de mesa que estaba en el despacho. Este se lo trajeron al abuelo desde Dinamarca, grande y pesado, tenía el mango de madera tallada y la caja y sus manivelas cromadas. 
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Recordaba perfectamente las letras doradas que lucía en su lateral: JYDSK.
 
En las paredes del salón colgaban multitud de cuadros de todos los tamaños, varios de ellos eran religiosos y tenían un buen tamaño. Recordaba Mª Francisca que cuando la tía Amparo enfermó, la abuela le rezaba a uno de la Virgencita del Carmen. A mamá le gustaban mucho las láminas inglesas de caballos y la bonita colección de grabados de Hoefnagel que el abuelo José le había regalado a la vuelta de uno de sus viajes.
 
En un amplio cuarto anexo estaba el cuerpo de casa. El servicio preparaba  las comidas en la mesa que estaba en el centro; sobre las sillas y colgado de la pared había un gran tablero con un cuadro numérico. A cada número le acompañaba una campanita que avisaba con tono diferente según fuese la habitación desde donde se le requería. Todas las habitaciones de la casa contaban con un pulsador gemelo de llamada. Al fondo de este cuarto, tras una luminosa puerta acristalada con pasaplatos de mármol verde estaba la cocina. 
 
La galería superior hacía de distribuidor y por ella se accedía a los  dormitorios. En su mitad, un mueble acristalado con cajones hacía de toallero. Entre los albornoces mamá escondía pequeñas cantidades de café y azúcar, decía que era para cuando viniesen tiempos difíciles…
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Desde una esquina de la galería y bajando tres escalones se accedía al cuarto de baño. Toda la estructura, incluido el techo, estaba acristalada con molduras de madera blanca. En invierno, los días de sol, se descorrían unos cortinajes blancos de hilo para convertirlo en un solarium.
 
Azulejos de casetones blancos cubrían sus paredes hasta media altura y varios toalleros de porcelana escoltaban a dos grandes espejos sobre los lavabos de pié. En uno de los extremos, una bañera enorme de hierro fundida, enseñaba sus patas en forma de garras de león; la remataba una tubería al aire que acabada en una gran alcachofa. En el otro extremo, un chaise lounge articulado hacía de tumbona, A mamá le encantaba y recuerdo como lo orientaba a medida que avanzaba la mañana.
 
 Al fondo de la galería estaba el cuarto de los juegos, una gran chimenea de mármol la calentaba en los inviernos. Allí guardaba mamá el patinete rojo y el triciclo color turquesa que me regaló la tía Josefita. María Francisca recuerda la casita en miniatura y el mueble sin puertas de las muñecas. Había bastantes, pero las que más le gustaban eran las que tenían la cabeza de porcelana. En un baúl forrado de tela se guardaban los Juegos de criquet y bolos para niños, mucho más pequeños que los de papá.
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MARÍA FRANCISCA 3ª Parte: "...El Sr. Albert Weyer salió de esta casa de la misma forma que entró..."
Fotografías Familia Guerra: JM. Odriozola.
Métropolis Madrid: documentación gráfica y tratamiento digital de fotografías para CRÓNICAS Blog LA FUNDICIÓN.
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MARÍA FRANCISCA - 1ª parte

19/5/2020

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ALBERT WEYER, un ingeniero alemán en El Pedroso.
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A principios del siglo XX, toda Europa buscaba materias primas. Las reservas de mineral del sur de España, estaban en el punto de mira de las grandes potencias europeas. Los altos hornos alemanes e ingleses necesitaban mucho mineral de hierro para fabricar acero. La sociedad William Baird Mining and Co. se había adelantado en Sierra Morena y explotaba desde hacía casi un siglo el yacimiento del Cerro del Hierro en San Nicolás del Puerto. La calidad del mineral y la extensión del yacimiento habían permitido construir un pequeño ramal ferroviario que lo conectaba a la línea Sevilla-Mérida.
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La casa Krupp deseaba saber las potencialidades de los numerosos yacimientos de hierro que aún estaban sin explotar. Por su conocimiento del castellano Albert viajó a España; le sorprendió el atraso generalizado. Excepto algunas ciudades del norte, algo más industrializadas, el resto del país parecía estar detenido en el tiempo como si fuese un inmenso daguerrotipo.
 
El ingeniero alemán viajó a esta zona recóndita de Andalucía. Llegó a Sevilla en 1918 en el vapor “Otto Sindigin” procedente de Hamburgo. En la ciudad, Albert estudió las concesiones mineras y la planimetría existente. Tomó contacto con los representantes de las empresas ya establecidas y acordó compras de mineral de hierro de un pequeño pueblo del interior que se llamaba El Pedroso.

​Se relacionó en la Sevilla provinciana de principios del novecientos. Atraído por el flamenco y los toros, tomó vino de la Palma en la venta de Eritaña, asistió a tentaderos en Pino Montano y conoció en la calle de la Sierpe a los hermanos “Gallito”, los toreros de moda entonces. Por Joselito supo que su madre, por la que sentían adoración sus hijos, pasaba en el verano temporadas cortas en El Pedroso.

La bailaora doña Gabriela, delicada de salud, tomaba las aguas de la sierra; ella afirmaba que le aliviaban sus dolencias.
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​Durante sus estancias, por las tardes tomaba café sentaba al fresco en el patio de la Huerta Cataño. 
Sus hijos Rafael y Joselito hacían tertulia con los hermanos Curro, Rafael y Faustino Posadas, que venían a respirar el aire puro del pueblo. Años después, el anfitrión de estas reuniones tan castizas, mi bisabuelo Antonio Ruiz, comentaba lo absurdo de la preocupación de Faustino por su incipiente tuberculosis; el profesional que acabaría con su enfermedad pocos años después sería un Mihura en la plaza de Sanlúcar.
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Para Albert, procedente de uno de los países más industrializados del mundo, la Andalucía de principios de siglo se encontraba en un atraso de difícil comprensión. Al bajar del tren en la estación de El Pedroso, le impactó aquel pequeño pueblo que sesteaba recostado en la sierra. Sin agua corriente ni alcantarillado en la mayoría de las casas, solo algunas de ellas se alumbraban pobremente con luz eléctrica. Este lujo era suministrado con muchos altibajos y cortes por las llamadas fábricas de la luz, unos anticuados generadores eléctricos movidos por motores de gas pobre.
 
La población se triplicó con el nuevo siglo, con la locura del mineral llegó también la desesperación de los propietarios agrícolas incapaces de competir con los salarios de las minas. Albert sería protagonista entre otros de ese cambio, su trabajo consistía en comprar mineral a dos empresas familiares que explotaban los yacimientos mineros a principios de siglo.
 
La sociedad “MacLennan-Latorre” la formaban cuatro hermanos santanderinos, dos de ellos ingenieros de minas. Explotaban las minas de hierro de “La Lima” y “Juan Teniente”. Félix y Carlos Latorre complementaban estos trabajos a pie de mina con un pequeño laboratorio técnico de minerales que estaba instalado en Las Alberquillas.
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Desde un principio la escasa calidad de su mineral de hierro era el principal problema de La Lima, sus impurezas de azufre, fósforo  y sílice eran un obstáculo para las acerías inglesas. Para deshacer el nudo gordiano los Latorre acordaron con La Société Minière et Métallurgique de Peñarroya, (que extraía hierro desde finales del siglo XIX de la mina de “La Jayona” en Fuente del Arco) la compra de su mineral de hierro básico; la mezcla resultante satisfizo a la compañía escocesa al no rebasar los porcentajes máximos de impurezas.
 
Solo los altos hornos alemanes habían conseguido producir acero de calidad a partir de arrabios con alto contenido de fósforo y azufre. Este hito alquímico, que los alemanes llamaban método Düsenverfahren (lanza de Linz), solo sería del común conocimiento muchos años después.
 
El otro problema era la distancia de varios kilómetros desde las bocaminas de la Lima al ramal ferroviario más cercano que les obligaba a depender del costoso y lento trasporte en carretas; resolvieron volver a poner en actividad el antiguo cable aéreo que la Iberian Iron Ore Company Limited había instalado en su mina de “La Lima”.
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Este vetusto ingenio sistema Hipkins de cubas cilíndricas, trasportaba el mineral desde el descargadero de la mina hasta “Las Explanaciones” sobre estructuras de madera. 

​Arreglaron el cableado del carrusel de cubas y sustituyeron el antiguo motor de vapor alimentado con leña por un moderno y ruidoso Anton Schluter de gas pobre y grandes ruedas de inercia que accionaría las inmensas poleas.
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Completaba la empresa un pequeño carguero de su propiedad que hacía la ruta desde Sevilla a los altos hornos de William Baird Mining en Glasgow.

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La otra empresa, “Mines et minerais”, formada por los hermanos José e Isidoro Guerra Sevillano,  habían  arrendado en las inmediaciones de El Pedroso a la familia Cataño  el magnífico yacimiento de hierro magnético de gran calidad de la mina “San Manuel”. Simultaneaban esta explotación con otras minas de menor entidad en Cazalla de la Sierra y Alanís. En Montegil  llevaban tiempo sondeando sin éxito en el valle del  Viar, las culpables eran sus esquivas vetas carboníferas y la abundantísima capa freática.
 
Albert se familiarizó pronto con la realidad minera de la zona y consiguió con habilidad en poco tiempo acordar importantes compras de mineral de hierro con ambas empresas. Los vapores “Arthur” y “Cairnglen”, se alternaban en su recorrido desde Sevilla al inmenso puerto fluvial de Duisburgo donde la Krupp tenía sus altos hornos. 
 
Albert Weyer, había nacido en Essen, era el menor de los tres hijos de Ferninad Weyer, un exigente profesor de una escuela protestante y de Helga Trips. Su padre tenía dos pasiones que trasmitió a su hijo Albert: la naturaleza y el ferrocarril. En su tiempo libre abandonaba las monótonas y fértiles llanuras del Rihn para viajar junto a su familia a la cercana comarca de Sauerland. 
 
Recordaba las excursiones junto a su padre y hermanos a los bosques de la antigua Sajonia. Nunca olvidará aquellas navidades a orillas del lago Schalkenmehren, a los pies de la cadena montañosa de Eifel. Allí Ferdinad explicaba a sus hijos con rigor académico los ciclos de la naturaleza; cómo los antiguos cráteres volcánicos se habían inundado y por qué surgía dióxido de carbono de las profundidades del Laacher See. En sus orillas encontraban basalto, pomita y fósiles para su colección.
Sus hermanos, al igual que su padre, se dedicarían a la enseñanza; Albert, inteligente y trabajador, logró una beca de estudios en la prestigiosa universidad Técnica de Aquisgrán donde estudió la difícil carrera de ingeniería de minas. La cursó con buenas calificaciones y comenzó pronto a trabajar en la cercana Bochum.
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Un día leyó en el “Ulmer Tagblatts” que la casa Krupp buscaba un técnico para su complejo de Essen. El candidato debía cumplir varios requisitos pero había uno que le atraía poderosamente: la total disponibilidad para viajar ¡por todo el mundo!. Admitido y asignado al departamento de supervisión del mineral, trabajó como analista de calidad de las materias primas. Como encargado de confianza negociaba precios y formalizaba los plazos de entrega.
​Al estallar la Primera Guerra Mundial en 1914. Albert tenía treinta y cinco años y fue llamado a filas. Con rango de oficial ocupó su primer destino en el Décimo octavo Regimiento de Húsares del ejército imperial.

 
Combatió en los frentes de Luxemburgo, Flandes y Lieja; destacó y tras ganar su Eisernes Kreuz fue ascendido a capitán formando parte del estado mayor de Sajonia. Aún conservamos algunos de sus dibujos a plumilla donde supo plasmar con precisión casi fotográfica bosques, vaguadas, arroyos, lagos…
 
Su unidad, trasladada al duro Frente Oriental, se batió como se esperaba de ella. Hasta nosotros han llegado fotografías de un Albert culto y sensible que impactado, inmortalizó con su cámara Leica los paisajes desolados por el machaqueo artillero y la miseria de los mujiks que para protegerse del duro invierno llevaban sus pies envueltos en trapos…
 
No faltan escenas castrenses más relajadas como aquella en la que se encuentra junto a sus compañeros de armas en la puerta de una modesta iglesia ortodoxa, realizada toda con madera de abedul sin descortezar. ​
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En otra de ellas, cerca del inmenso Dniéster, aparece el Oberster Kriegsherr Gillermo II junto a un Benz  modelo Baujahr 21/50 de 6 plazas que aquel día visitó al estado mayor Sajón en los bosques de Ternopil.
 
Tras la derrota alemana, un desafortunado Tratado de Versalles acordará compensaciones y prohibiciones imposibles que abrirían la puerta a la siguiente guerra; mientras Albert retornará a su empresa que comienza lentamente a funcionar de nuevo. Todos creían  que tras la guerra se necesitaría mucho acero para la reconstrucción de Europa y así fue hasta la llegada de la crisis de los años 20, que frustró todos los planes.
 
En 1918, con el mercado internacional muy ralentizado, pero con necesidad de mineral de hierro, la casa Krupp manda de nuevo a Albert a El Pedroso. A su regreso, comprobó con sorpresa que aunque toda Europa estaba patas arriba, en este pequeño pueblo todo seguía igual: bueno, casi igual.
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MARÍA FRANCISCA 2ª parte: GOTERAS EN LA CASA DE LOS GUERRA.
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LAS DOS FAROLAS

18/5/2020

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José María Odriozola, nos trae en este relato mucho más que unas vivencias personales. Profundiza en el oficio más vinculado a la historia de El Pedroso con rigor y al tiempo, con un afecto que emerge entre todas sus líneas. Desde LA FUNDICIÓN te damos las gracias por este gran aporte a la historia pedroseña, a sus gentes y a sus oficios, que seguro disfrutarán los lectores.
​Hemos querido completarlo con fotografías, ilustraciones y esquemas propios, que unas veces son de aspecto didáctico, otras anecdóticas  y otras son extraordinarios documentos gráficos de otro tiempo, de aquella nuestra gente y de sus labores y afanes.

                                        Redacción CRÓNICASblog

José María Odriozola.

​Es curiosa la atracción que producen la piedras trabajadas, quizás la razón se esconda en la sensación de eternidad que posee su materia o puede que sea la dificultad de su talla, pero la verdad es que algo hay… Basta mirar la torre de nuestra iglesia, las aceras de nuestras calles, las pilas de agua o el cargadero de mineral de Monteagudo para comprobar que la cantería es oficio antiguo en El Pedroso.
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La Geología nos aclara que las responsables de la existencia de granito en el entorno de nuestro pueblo fueron las fuerzas telúricas. Por tan remota actividad magmática, esta roca se clasifica geológicamente con los sonoros calificativos de ígnea y plutónica.
Nuestros picapedreros, de conocimientos más prácticos, conocían bien que esta “lengua” de granito afloraba en Gerena y floreaba caprichosamente en Las Pajanosas, Almadén, El real de la Jara, Castilblanco, El Pedroso y Cazalla, llegando hasta La Hoya de Santa María donde volvía a sumergirse (a semejanza del Guadiana) para muchos kilómetros después, ya en Extremadura, volver a salir a la superficie pasado el valle de la Serena.
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Nadie recuerda en El Pedroso desde cuando se nombra  “piedra de porrilla” al granito. La Real Academia define porrilla como diminutivo de porra y es probable que sea por el empleo de esta herramienta, muy común entre los picapedreros, lo que llevase con el tiempo a trasmutar el vocablo de la herramienta por la de la materia sobre la que se empleaba esta. Mi madre me explica que los lingüistas llaman a esta utilización (de una palabra con un sentido diferente al que le corresponde propiamente), metonimia y que en este caso concreto, designa la cosa con el nombre de otra con la que  tiene una relación lógica y muy cercana: la de la herramienta con la que se trabaja.
Aunque todos estos pueblos de la sierra tenían “piedra de porrilla”, no toda era de la misma calidad. La gran suerte de los canteros de nuestro pueblo estribaba en que los berrocales de granito de calidad eran los más cercanos al pueblo y en una época en que el trazado del ferrocarril era la única vía de comunicación y las yuntas de bueyes su única alternativa, esto era una gran suerte.
El Pedroso estaba flanqueado al mediodía por los magníficos afloramientos de “Las Madroñeras” y “Las Porrillas”, tampoco desmerecían los “bolos” de “Navahonda”, “Nava la Higuera” y “Los Charcones”. Hasta “El Cerrado de Lora” parió algunos de los mejores empiedros. Los más alejados Bolos de “Navaholguín” y Ventas Quemadas, seleccionados con buen ojo, suministraron material de calidad para tallar magníficos conos que tras su desmontaje, cincuenta años después, seguían presumiendo de su calidad y casi nulo desgaste pese a los muchos años de trabajo.
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Los maestros picapedreros, como auténticos zahoríes de la piedra, ojeaban sobre el terreno la calidad de los bolos. Las piedras escogidas eran estudiadas en su perímetro, se trazaban imaginarias líneas de corte que evitando fallas ocultas y  visualizando en ellas tamaños y pesos calculaban las figuras finales. Aun así, la predisposición al lascado del quebradizo granito, (lo que los profesionales llamaban “picarse”), hacía que el traslado de las pesadas piezas fuese una operación delicada. Un pequeño golpe durante su carga en las zorras, o en  los embarcaderos del ferrocarril hacía que piezas terminadas se malograsen sin remedio antes de llegar a su destino.
​La mejor talla en piedra que se conserva en El Pedroso es con mucha diferencia la Cruz del Humilladero de la Ermita del Espino. ​Es de factura foránea y por tipo de piedra, estilo y calidad, una obra de arte. Los eruditos la sitúan en el entorno de la escuela de entalladores placentinos, vascos y franceses que el maestro mayor Diego de Riaño contrató para la nueva sede del Cabildo Municipal de Sevilla en la primera mitad del mil quinientos.
Es más que probable que entre Juan y Francisco García, Nicolás de León, Diego Guillén, Ferrant, Jacques, Gonçalo Herrandes Toribio de Liébana, Juan de Landeras, Diego de Lara, Gonzalo del Castillo o Roque Balduque, maestros canteros, estén los autores de la magnífica y única obra plateresca en piedra de nuestro querido pueblo.
Aunque en el Libro de Cuentas del Archivo Parroquial aparecen los nombres de mayordomos maestros de obras y albañiles que reformaron nuestra iglesia y levantaron la torre nueva en el s. XVIII, desgraciadamente no hace referencia a los canteros (muy probablemente vecinos) que tallaron los sillares de su elegante torre.
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De la misma forma otros trabajos de mérito como las fachadas de la casa de Diego y la portada de la de mi abuela, ocultan su autoría. Aunque de diferentes estilos, se pueden datar entre los siglos XVII y XVIII la de mi abuela y un siglo posterior la de Diego Rodríguez.
 
Durante generaciones nuestros picapedreros se adaptaron a las duras condiciones del tajo. Como en tantos otros oficios los maestros solían intervenir en las fases últimas de los trabajos según fuese la calidad y dificultad del encargo. Trabajo complicado era el visualizar la obra final en la piedra y aún más en el tosco e irregular granito; a estos canteros bien podríamos aplicarles, (salvando distancias, genialidades y falsas modestias), aquello que Buonarotti dijo al terminar “La Piedad”: “yo solo he retirado del bloque de mármol todo lo que no era necesario”.
El granito fue el material barato, abundante y cercano que sirvió para tallar multitud de encargos: losas para las aceras, alcorques y bordillos para árboles y calles, comederos para el ganado (aún quedan bolos ahuecados en forma de piletas en algunos cortinales), pilas de lavar la ropa...

Se aprovechaba casi todo y así sobre las lascas sobrantes de tallas mayores se labraban pequeños refregadores para lavar la ropa que eran abonados ya ubicados en las orillas de los arroyos cercanos al pueblo. En casa conservamos uno de ellos procedente de “La Rolava” y hace algunos años una máquina desenterró varios de ellos cerca del arroyo de Las Madroñeras.
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Era allí donde Anita, la muchacha que servía en casa de mi abuela Marta Ruiz, lavaba y soleaba las sábanas una vez en semana al igual que muchas otras mujeres. Contaba mi padre que estando embarazada se empeñó (contra las recomendaciones de Marta) en ir aquella mañana al lavadero de Las Madroñeras y colocándose la cesta de mimbre llena de sábanas sobre la cabeza, se encaminó canturreando hacia el camino de “Las Monjas”.
Mi abuela Marta, que la conocía bien, le recomendó prudencia por su avanzado estado y que no se demorase. Aun así, horas después y sentados a la mesa, le comentó a su marido el retraso y ambos achacaron la tardanza al carácter de Anita y al ambiente algo más que hablador del lavadero. Era ya entrada la tarde cuando apareció sonriendo, llevaba la cesta de la ropa en la cabeza y un hatillo de ropa en el cuadril. Mi abuela, que le esperaba desde hacía rato en la puerta, le preguntó algo seria por el retraso y le recriminó la preocupación causada.
Anita, apurada, deshizo el hatillo de trapos mostrándole un rollizo churumbel mientras le comentaba con naturalidad que había parido en Las Madroñeras y que había tenido que lavarse ella y al niño; pero que no se preocupara que las sábanas de la casa venían limpias y soleadas… Mi abuela Marta, de salud bastante delicada, le comentaba a su marido mientras este la atendía en el suelo, que no recordaba en qué momento se había desmayado.
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​Algunas casas, como la de mi otra abuela, tenían en el corral pozo y pila de lavar; y en este caso era Modesta la que lavaba la ropa en la coqueta pila con refregador que aún sigue junto al pozo. Estas tatarabuelas de nuestras modernas lavadoras, con una obsolescencia programada de siglos y carente de averías eléctricas, solo necesitaban para dejar la ropa limpia unos buenos brazos y jabón verde.  ​​Generaciones de picapedreros labraron los bloques careados para la torre de la iglesia, embarcaderos y andenes del ferrocarril, dinteles y jambas para puertas, empiedros de una o de varias piezas, conos de molienda, bases de farolas, pilas de agua, mojones kilométricos o incluso esferas (como las que labró Pepe Reina como remate de las pilastras de la cerca de la Ermita del Espino).
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Gracias a la tesis doctoral de Pilar Orche, leemos en unas actas de inspección de policía minera en 1924 que en el término municipal de El Pedroso existían unas canteras de granito y que en ellas trabajaban maestros canteros que lo labraban en bloques. Describe este documento lo diseminadas que se encontraban estas piedras y da algunos apellidos que nos resultan familiares: “los maestros Antonio Hernández Álvarez, José López y Manuel Reina trabajan al frente de cinco o seis operarios cada uno, casi todo el año”.
Describe su trabajo y aclara que no es en sitio fijo (cantera abierta) sino pidiendo permiso al dueño del terreno en donde hay algún bloque de granito, a donde se trasladan hasta la finalización del trabajo. Termina aclarando que las piedras talladas se “destinan a la Compañía de Ferrocarriles de M.Z.A. y a piezas de molinería.
Sabemos que también se utilizaba como zahorra de calidad y así en una visita en 1927 a las canteras cercanas a Las Alberquillas, informaban: “…donde sobre un bloque de diorita compacta que atraviesa la masa granítica están arrancando piedra que mandan para el firme especial de la carretera a Madrid. Están empezando ahora y piensan llegar los propietarios Sres. Latorre a una producción de diez vagones por día”.
 
Recuerdo a Rafael Capitán martilleando adoquines. Sentado en el suelo del planazo de la ermita rodeado por la zahorra de despunte, se sombreaba buscando la brisa que procedente de “Las Viñas” empujaba el aire caliente a los llanos del Medio Almuz.
Solo el cambio de un cincel romo alteraba el piqueteo monótono; en el interior de la pequeña espuerta de asas trabadas esperaban turno punteros, astiles de martillos, cuñas, cinceles y un pequeño bote de cristal oscuro con alcohol de romero para los golpes.
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En verano subíamos al Espino y acechábamos atentos a que los picapedreros volteasen con palancas las grandes losas de granito para acomodar su corte. Estos pequeños traslados dejaban al descubierto las catacumbas de sapos, alacranes y escolopendras que nosotros capturábamos
con rapidez. Reían “Capitán” y “Lamparilla” al ver nuestro nerviosismo mientras discutíamos ​​clasificando las sabandijas según su calidad y tamaño en latas y botes de cristal.
Capitán era un buen hombre, honrado y afable, mantenía una buena amistad con mi padre y él fue el que me contó algunos años después, como Rafael ya viejo, le hablaba de su duro trabajo que ya se había perdido:
-“Luis, este es un oficio muy particular, es de paciencia, porque cada pieza tiene sus golpes y como intentes atajar, rompes. Y también es de calores, porque como todo el mundo sabe, las piedras húmedas no cortan bien y la piedra solo se trabaja oreada.
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Le advertía que era primordial, para que el corte fuese recto, que se respetase “la hebra” o “ley” de la piedra y que tras “rayar” con el cincel había que colocar sobre esta línea un pequeño trocito de piedra que al golpearse suavemente y quedar pulverizado, dejaba la superficie preparada para que al golpear por segunda vez la piedra “abriese” por su sitio.
Aclaraba que “desdoblar” era cuando se partía una pieza en dos mitades para sacar dos adoquines de a diez y que si volvíamos a partir estos a la mitad darían dos tablillas y que si estas se volvían a partir por la mitad parirían dos tacos… Se quejaba que las losas para las calles daban mucho trabajo al tener que quitarle los “verrugos” y dejarle una superficie lisa pero que no resbalase
Le explicaba con paciencia a mi padre como para partir piezas grandes había que trazar “las canales” sobre el “rayado” y cómo los “cuñeros” se debían hacer con el puntero gordo para ensanchar longitudinalmente los agujeros de mayor a menor recordando que para que entrase bien el puntero había que “acodarlo” poco a poco, es decir, sacar por capas el granito y que para que la piedra cortase bien, el agujero tenía que acabar en punta.
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La “molinería” exigía mucha mano de obra y de calidad. La talla de los rulos y empiedros nuevos se solapaba con los repasos de los que estaban en funcionamiento. Solo en El Pedroso hubo al menos diez molinos de aceite y aunque no todos coincidieron temporalmente en su actividad, si sabemos que sus empiedros y rulos ocuparon muchas jornadas a nuestros maestros picapedreros.
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Las soleras de los molinos, si no eran de mucho diámetro, se tallaban en una sola pieza; estos empiedros pequeños no solían tener más de dos ruedas o conos. En la mayoría de ellos, para evitar que la pasta rebosase por los bordes, se tallaba un borde y se les llamaba soleras de “resalte” o “alfarje”. 
En los casos de molinos de tres y cuatro piedras este borde era inusual. Los grandes empiedros, por lo desmesurado de la superficie y el enorme peso, se tallaban lisas sin resalte y solían ser de dos o más piezas.

Los rulos eran piezas cónicas de talla muy compleja, picadores y maestros trabajaban compenetrados; no solo era importante la perfección de la figura geométrica. El agujero que atravesaba la mediatriz del cono desde su punta hasta en centro del círculo debía trazarse y culminarse con gran precisión, ya que por el iría enhebrado el eje de hierro. Para su fijación a la piedra, se emplomaban los ejes de hierro a las entalladuras cuadrangulares de ambos extremos del eje.
Algunas de estas piedras talladas, sin vida y carentes de sentimientos, han terminado teniendo otras funciones muy diferentes a las que estaban destinadas en principio. 
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Recuerda mi madre, testigo de una conversación desenfadada entre Doña Concha y Marga Yoldi donde esta última se quejaba del mucho trabajo que le daban sus hijos. Mi abuela le recriminaba entre risas que no había tanto motivo de queja, porque la que había criado a sus hijos, al igual que a los suyos propios era la farola de la plaza. No le faltaba razón!.
Es curioso que habiendo dos y siendo idénticas, solo una parece merecedora de mérito: la de la plaza de la iglesia. En ambas, sus idénticas bases, están  compuestas de tres piezas superpuestas talladas en granito, las dos primeras son dos octógonos (el primero con su borde superior achaflanado y el segundo, regular de doble de altura), rematándolas un capitel toscano invertido en el que se inserta el fuste de hierro de la farola.
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Su historia comienza a principios de los años cincuenta, cuando el ayuntamiento de El Pedroso, con algo de alegría en sus arcas, fruto de una honrada gestión y ayudado por unos cobros atrasados de La Jarosa, acordó en sesión plenaria adecentar sus dos plazas cercanas a la iglesia. Hubo unanimidad en su enlosado y en adornarlas con dos farolas de hierro fundido. Estas se encargarían a la Fundición Aguilar de Sevilla con la que había buena relación y llevarían por bases dos piedras “de porrilla” bien talladas.
Para que nada quedase en el aire Ramón, el alcalde, hizo un boceto y tras consulta, todos los asistentes estuvieron de acuerdo. No había duda en que las manos idóneas para este trabajo serían las de “Pepe el picapedrero”. Ramón, le explicó a su sobrino la pieza a labrar y tras conversación técnica entre gente del ramo, acordaron una cantidad cerrada para el maestro y otra para su ayudante que sería “Sofocones”.
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Ya en su casa “Pepe el Picapedrero” remirando el boceto, lo encontró algo simple y de poco mérito. Lo comentó con Pepe el “Pelón” y ambos acordaron hacer algo  más acorde para embellecer la plazas; decidieron encargar una plantilla al maestro carpintero La Orden Irigoyen, (que era con diferencia el mejor dibujante técnico que había en muchos kilómetros a la redonda). Como inconveniente insalvable estaba el carácter áspero de Manuel, aunque a decir verdad, en el pueblo todos sabían que cuando estaba presente su amigo “Pepe el Pelón”, otro librepensador como él, surgía el porteño hablador que llevaba dentro.
La verdad es que Manuel La Orden era un argentino peculiar, descendiente de emigrantes sorianos, sumaba a su carácter introvertido una sequedad en el trato que provocaba rechazo. Ebanista y consumado maestro carpintero, ganaba buena plata en su taller bonaerense del barrio de Villa 31 hasta que sus inquietudes políticas jugaron en su contra una vez más. Las huelgas y desórdenes durante la presidencia de Hipólito Yrigoyen desembocaron en detenciones arbitrarias de muchos militantes socialistas, a los que solo les quedó o el destierro o las cárceles de Ushuaia.
Manuel puso tierra por medio y volviendo a la “Madre Patria” consiguió trabajo en la inquieta Sevilla que preparaba su Exposición Iberoamericana. Trabajó duro como oficial en el montaje de los inmensos artesonados de madera la Plaza de España y al término de las obras, mientras buscaba trabajo supo de la ausencia de carpintero en un pequeño pueblo cerca de Sevilla bien conectado por ferrocarril y el destino de nuevo lo llevó a otro puerto…
Aquella tarde los dos “Pepes”: “el picapedrero” y “el Pelón”, se presentaron en el taller de Manuel acompañados de una botella de aguardiente seco del Clavel. Mientras discutían a media voz más de lo humano que de lo divino, Manuel dibujó a vuelapluma sobre un cartón manchado de cola blanca el perfil y alzado de las dos farolas mientras fumaba un cigarro. De noche ya, se despidieron en la puerta del taller y cada mochuelo volvió a su olivo: el más satisfecho “Pepe el Picapedrero”, subía por la Calle de la Palma con las plantillas de cartón debajo del brazo mientras cavilaba de donde escogería la piedra de calidad para tallar su obra.
Aquel verano “Pepe el picapedrero” talló con maestría, (ayudado por “Sofocones”) las piezas de las dos farolas en un granito de excelente calidad y si hacemos caso a la fecha que aparece en la puerta de fundición que luce la base de la farola en una de sus caras, aquello se inauguró en 1955.
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Esta anécdota me la contó el niño de ochenta y cinco años que aquella tarde enredaba inquieto tocándolo todo en el taller. Ahijado de Manuel La Orden, hijo de Pepe “El Pelón” y suegro mío es el único testigo vivo de aquella reunión.
Hay que hacer un gran esfuerzo para imaginar la cantidad de operarios y horas de trabajo que ocupaban estas labores, pero debemos trasladarnos en el tiempo y hacer memoria de estos molinos desaparecidos: el de La Cartuja, el de Pepe Moya, el de Cesárea Rubio, el de Antonio Moya (que estaba en la calle de los Cercos), el de Félix Cataño y Paco López de la calle del Cristo, el de Rafael Jódar de la estación. Y aunque alejados del casco urbano, también molieron el de Quintanilla la baja (de Juan Iraola) y los de Montegil y El Cañuelo.
Muchas horas de trabajo debieron ocupar las por lo menos ocho pilas de agua talladas en piedra berroqueña que había en El Pedroso, casi todas ellas de idéntica talla y variando solo en tamaño. Aún se conservan la de la Calle de los cercos, la del Cuartel viejo (Presbítero Forcada), la de Fuente Reina, la que estaba frente a la cancela de Cesárea Rubio Brenes desapareció hace muy poco tiempo, la de Pocito, la que estaba frente al Cuartel, la de la calle del Cristo y la que estaba junto a la Ermita de San Sebastián. ​
​Solo tres, por ser las últimas en fabricarse, quedaron en fábrica de ladrillo: la que está frente al estanco, la de la placita donde tenía el quiosco Rafaela y la de la puerta de Peral.
​Solo nos ha llegado algo de información (poca y escasa) de la última generación de picapedreros, algunos nombres y bastantes apodos: Ramón Fernandez “El picapedrero” (el que fue alcalde) y sus sobrinos los hermanos Eustaquio y Pepe Reina, “Manolo Reina” (de otros Reina, en este caso de Castilblanco), “Los Jarillas” (el padre y los tres hijos), “Cortina”, “Perrita”, “Ayo”, “Sofocón”, “Lamparilla” (de nombre Joaquín y padre de Valentin), “Longino” (cuñado de Agustín el guarda de La Jarosa ), “Cambiaduro”, su hermano y Manolo, (el que estaba casado con una de las “Papas Fritas” que vivía en Fuente Reina)…
El hierro de muchas de sus herramientas procedía de los hornos de Fábrica del Pedroso y casi todas ellas estaban adaptadas al gusto y condición de cada maestro. La desidia ha hecho que en gran número hayan desaparecido fundidas como chatarra. Para el afilado y templado de cuñas, punteros y cinceles y que se desgastaban, así como para el ajuste de los astiles de mazos, existían pequeñas fraguas; la del padre del Batato, de merecida fama, la del padre del marido de la “Quesita” o la de Pepe Reina en la que se arreglaban las herramientas de todos los miembros de la familia.
Desgraciadamente estos conocimientos tan especializados, tan íntimamente ligados a las características de la piedra de la zona y al tipo de trabajo, terminaron lastrando el oficio ante la aparición del cemento y del hormigón armado. Su desaparición  conllevó el olvido de un mundo que, aunque duro e ingrato, fue rico en personajes y anécdotas. Con la marcha de sus protagonistas se perdió algo fundamental: los testimonios de primera mano, aquellos que nos podían aportar los matices que hacen única e irrepetible la historia.

SI QUIERES CONOCER MÁS SOBRE LA GEOLOGÍA DE EL PEDROSO Y SU ORIGEN, VER NUESTROS AFLORAMIENTOS GRANÍTICOS MÁS IMPORTANTES, EL CORTE GEOLÓGICO Y UN VÍDEO SOBRE CÓMO SE FORMÓ EL GRANITO: PULSA AQUÍ

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APUNTES DE LA CASA DE MI ABUELA. 3ª Parte.

16/5/2020

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3ª parte: De sus habitantes, sus vicisitudes y vivencias; de sus patios y sus profundidades.
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De los sucesivos propietarios sabemos que Don José Neira el médico, el que murió descabalgado en una calle del pueblo, le compró la casa a Angela Azcárate, viuda de Don José de Cabrera y es más que probable que esta se la comprase a los Ribera - Gil de Taboada. A partir de estos Cabrera se pierde la memoria.
Por aportar todo sobre la casa, hago memoria y veo que ya escribí algo sobre el mismo tema hace algún tiempo, más por pereza que por no repetir, trascribo, entrecomillo y me plagio:
“Cuando mis abuelos llegaron a El Pedroso, vivieron unos meses en la calle Pi y Margall; después mudaron a la casa del médico Luis Odriozola, donde nacería mi madre, pero poco durarían allí pues mi otro abuelo, el Odriozola, que vivía entonces en Valmaseda con su familia, decidió volver. Ejercía su profesión en el penal del Dueso de Santoña y en 1939, harto de guerra, militares y muertes, quiso retornar con su mujer y sus hijos a la tranquilidad de El Pedroso.
 
Pepe y Concha tuvieron mucha suerte pues pudieron mudarse a la casa de al lado, donde habían vivido los padres de Isabelita Ruiz. La propietaria de la casa, Concha Neira era una de las hijas del doctor José Neira; su hermana Dolores, la que casó con el ministro Domínguez Barbero, tuvo que exiliarse tras la guerra junto a su marido con el que vivió su particular calvario siempre huyendo.
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Salieron precipitadamente de Madrid, recalaron en Valencia donde la retirada del ejército republicano les obligó de nuevo a huir de Barcelona, pasando a Francia donde creyeron poder rehacer algo sus vidas en la bonita ciudad de Etienne. 
La invasión de Francia por las tropas alemanas en 1940 les obligó de nuevo a huir. La Francia de Vichi era peligrosa para los republicanos españoles. Como en la famosa película de Bogart y Bergman, con mucho peligro y con sobornos consiguieron llegar desde Marsella a Casablanca donde fueron amenazados de nuevo por la policía de Pierre Laval. Ayudados por las logias masónicas Fe 261 y Germinal 306 que le facilitaron algo de dinero, compraron los pases y los pasajes para el embarque en el vapor Nyassa que finalmente les llevó a Veracruz.
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​Desde allí pasaron a Ciudad de Méjico donde Martínez Barrio, que ya residía cómodamente allí, les amparó. Allí vivió el matrimonio hasta la muerte del exministro en los años sesenta. Su viuda Dolores no quiso volver nunca más ni a su país ni a su pueblo y la casa que su padre tenía quedó vacía. Su hermana Concha, que vivía en Barcelona tampoco quiso volver, y tras alquilarla algunos años se la vendió a mis abuelos.”
 
Nuestra casa, aunque muy trasformada, conserva en sus antiguos patios gruesos muros medianeros donde se aprecia con claridad los antiguos linderos que ensanchan y bastante lo que debieron ser sus sucesivos patios escalonados que llegaban hasta “los corrales de las casas de la Plaza de la Iglesia”.
El pozo que se describe en la documentación antigua es interior y medianero, lo compartían dos viviendas y estuvo sin modificar hasta hace relativamente poco tiempo. Mi madre me cuenta que lo conoció de niña y lo recuerda como oscuro y húmedo entre los dos edificios. Esta prolongación de la casa la compró Lolita Odriozola para ampliar su cocina y tras la obra lo cegó.
El pozo que existe en la actualidad en el centro del segundo patio, se hizo a finales del XIX y curiosamente no enhebró por escasos metro y medio a otro anterior con bóveda que sirvió de pozo negro y que tras aparecer en una obra, queremos recuperar y reutilizarlo como bodega; ya veremos…
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Era allí, junto a este pozo donde José Neira, gran aficionado al juego, organizaba a puerta cerrada, timbas de cartas en la época de la prohibición. De la afición de este médico al juego quedó en casa una desvencijada mesa de juego lacada en negro. Era cuadrada y abisagrada en su centro, su paño verde estaba apolillado y por faltarle una pata aguantaba el paso de los años recostaba en una de las paredes del cuartón de arriba.
En la parte más soleada de este patio del pozo hay un jazmín. Desconocemos su edad, aunque por su avejentado y nudoso tronco podemos darle el tratamiento de venerable. Recuerdo de niño como mi abuela y mi madre  al caer la tarde, tras regar, recogían en un platillo blanco jazmines para perfumar los dormitorios.
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Desde muy joven mi abuela me responsabilizó de su poda, supervisaba con ojo atento la delicada operación y tras pequeñas correcciones técnicas asentía dándome una moneda de cinco duros a la vez que me cerraba la mano con misterio.
Todos los años esperamos sus tempranos brotes que nos adelantan la llegada de la primavera. Su longevidad es fruto de los muchos mimos de al menos sus tres últimos propietarios y así al comprar la casa mis abuelos la única recomendación de Concha Neira fue que cuidasen el jazmín de su abuela…
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La planta del jazmín tiene una bonita historia y los entendidos, que sitúan su procedencia en Persia, cuentan que en esa región la nombraban como Yasamin. Es también allí donde adjetivado, lo aplicaban a la mujer que necesita ser apreciada y que juega a la confusión.
Los patios escalonados, en su día mucho más espaciosos, han sufrido con el paso de los siglos amputaciones de todo tipo, algunas veces por vecinos y otras por propietarios en forma de nuevos muros medianeros y cuartos anexos para diferentes usos.
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En origen tuvo el suelo de guijarros y así aparece en algunos paños bajo la solería de barro (como en la vuelta de la cancela del corral). El primer patio fue pronto estrechado con una cocina alargada en uno de sus laterales, años después sufrimos con pena otra mutilación de este mismo patio que al robarle otro trozo más la fábrica del pasillo para el cuarto de baño nuevo quedó como patinillo.
Algunas fotos de principios de siglo de este espacio antes de su trasformación nos lo recuerdan.
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Al segundo patio también le robó la mitad de su superficie un cuarto de baño que José Neira edificó (así lo delata el tramo soterrado de escalón de ladrillo que aparece en la base de la pared).

Cuando el agua corriente era un lujo al alcance de muy pocos, “Neira el médico” instaló en el nuevo pozo una pequeña bomba manual que la ascendía hasta un depósito sobre el primer arco. Desde allí lograba algo de presión a través de un pequeño laberinto de tuberías de plomo. De su interior conservamos poco, Un colgador de toallas de loza blanca y un paño de gruesos azulejos lechosos facetados.
En este pequeño patio resultante mi abuela Concha siempre tuvo macetas de sombra amparadas al grueso muro medianero de la casa de mis otros abuelos Luis y Marta. Es aquí donde mi tío abuelo Juan, gran aficionado a la fotografía  inmortalizó a sus sobrinas Concha, Trini y Maricarmen. Mi madre con seis años aparece junto a sus dos hermanas desconocedoras, como todos los demás, que bajo sus pies existía un pozo abovedado.
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​La cancela de hierro hace de frontera entre los patios y el corral, este también estuvo mutilado por dos cuartones: el de la carbonera y el de la miel o de los pájaros. Recuerdo que la carbonera tenía en su interior unos pequeños tabiquillos a media altura uno para el cisco y el otro para el carbón; yo ya los conocí en desuso; mi madre me contó que ella recordaba perfectamente que todos los años se llenaban para la cocina y los braseros de la casa.

En el cuartón de la miel tenía mi abuelo, que durante bastantes años tuvo colmenas, su pequeña industria, allí guardaba la máquina manual de extracción, los bidones y las cajas de las colmenas para reparar, amontonadas. Era una habitación alargada con tres ventanas con tela metálica que siempre estaba cerrada con llave; años después fueron los pájaros de perdiz sus inquilinos y allí pernoctaban.
Recuerdo de niño las cajas con las jaulas de las perdices colgadas en el muro medianero con “Vinagre". Mi abuelo se entretenía a media mañana soleando a sus pájaros. Los trataba con mimo y religiosamente le cambiaba a diario el agua y les rellenaba el comedero con triguillo; dependiendo de la época le picaba bellotas dulces o berros como regalo.
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La planta de arriba de la casa estaba diáfana en su mayor parte excepto dos habitaciones que habían sido acondicionadas en su día como dormitorios. Sus puertas acristaladas y sus techos de cañizo escayolado con ribetes modernistas nos las sitúan en el tiempo.
 
Casi toda la planta de arriba la ocupaba “el cuartón grande”, cada vez que subíamos su puerta, de madera con candado y gatera, nos intrigaba y por el ojo de la cerradura nos imaginábamos lo que habría entre tantos baúles y cajas.
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Cuando mis abuelos compraron la casa vinieron dos religiosas a recoger algunas cosas personales de la familia Neira, apenas una maleta, el resto quedó allí. Había más polilla e imaginación que cosas tangibles, aun así recuerdo una mesa apolillada de juego coja, un reloj de mesa, un calentador de cama de pulido latón, una pistola inglesa de gatillo escamoteable, unas lámparas con las porcelanas rotas, una sombrilla de encaje negro…
Recuerdo la ilusión de mis padres al hacer la obra en la planta de arriba y el interés para respetar todo lo que se pudiese conservar: puertas, arquillos de ladrillo contrapuertas de balcones y suelos de barro…solo el pequeño “cuarto de los jamones” quedó fuera del proyecto que por falta de presupuesto quedó como trastero.

Guardo recuerdos de infancia y juventud en ella junto a mis hermanos y primos, momentos felices y otros tristes.
Cada vez que tengo oportunidad me gusta volver; en invierno para pasar las horas frente a la chimenea y en verano para disfrutar de la quietud de sus patios regados y del olor a jazmín mientras mi madre, con un platillo blanco en sus manos, ahora espera que yo alcance sus  flores sin abrir…  ​​
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1ª parte del nuevo capítulo MARÍA FRANCISCA: Albert Weyer, el ingeniero alemán que llegó a El Pedroso en 1918.
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APUNTES DE LA CASA DE MI ABUELA. 2ª parte.

13/5/2020

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2ª parte: De la heráldica de su escudo y los arcos que atravesaban la plaza.

Desgraciadamente toda la documentación conservada en el Registro de la Propiedad de Cazalla de la Sierra se destruyó en un incendio en 1862, aunque esta fatalidad nos haya privado de más información de uno de los edificios más antiguos y menos trasformados de nuestro querido pueblo, intentaremos reconstruir algo su historia por otros cauces…

No conocemos mención histórica alguna que haga referencia al escudo que blasona la fachada de nuestra casa. No sé si cierta o no, pero es creencia entre los sucesivos dueños de que el escudo es uno compuesto de las familias Ribera Colarte con los Gil de Taboada y Gómez de Avellaneda.
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Por mediación de mi buen amigo Rafael del Campo (que algo le va en ello) hemos podido consultar a una de las personas más preparadas en este campo farragoso de la heráldica; el Marqués de Casa Real D. Luis Valero de Bernabé.
Hombre erudito y conocedor nos alumbra comentándonos que los cuarteles derechos de nuestro escudo nos dicen claramente que pertenecen a los Ribera Colarte, ostentadores en su día del Marquesado de Aguiar.

Los motivos heráldicos que adornan los cuarteles correspondientes a la familia materna no corresponden a la simbología de los escudos de las familias Gil de Taboada ni a los Gómez de Avellaneda; consultadas las armas de las posibles familias no obtenemos resultados.
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​En los primeros, los blasones que adornan sus pazos gallegos de Des y de Barcia-Gil finalizan su yelmo coronándolo con un morrión y aparecen torres o castillos almenados, el característico pez nadando rodeado por ocho cadenas, trece tornillos o bezantes… tan comunes en los blasones de los Gil de Taboada.
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Tampoco hay coincidencia  por anexión de otras familias en las que aparecen un león rampante, tres estrellas, un tablero ajedrezado y una M con dos serpientes enlazadas por la cola.
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Y tampoco los Gómez de Avellaneda nos dan norte al ser sus armas: Cuartelado. Primero: en oro, un roble de sinople; segundo: en oro, una encina de sinople, superada de una estrella de azur de ocho rayos; tercero: en plata, seis pinos de sinople y bordura de gules con trece roeles de oro, y cuarto: en azur, un castillo de plata, sobre media rueda de molino y superado de tres flores de lis de azur. Bordura de gules con ocho aspas de oro.

​Se lamenta D. Luís Valero de que estos cuarteles del escudo tengan motivos comunes en muchos linajes; nos recomienda para su conocimiento veraz el estudio serio de la genealogía de esta familia existente posiblemente en el archivo parroquial. Queda pendiente…

​No aporto mucho pero descarto algo y me conformo con pensar que como toda casa antigua que se precie, debe tener sus secretos (ahí reside parte de su encanto) y la nuestra, por original, lo luce en su fachada.


Los miembros de esta familia probaron su nobleza repetidas veces en las distintas Órdenes, en la Real Chancillería de Valladolid, en la Real Audiencia de Oviedo y en la Real Compañía de Guardias Marinas.

Al igual que en los Gil de Taboada, en esta familia abundaron los títulos y antes de que a Don José de Rivera Tamariz lo nombrasen Marqués de Aguilar, ya le habían concedido los títulos de Conde de Quintanilla y Marqués de San Juan de Rivera a sus muy cercanos parientes don Diego de Rivera y Cotes y don Marcos de Rivera y Guzmán.
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Sabemos que una rama pasó a Sevilla y es en esta en la que Carlos II concede el título de Marqués de Aguiar en 1680 a José de Ribera Tamariz de Mendieta y Figueroa. 
En El Pedroso se emparentan con los Gil de Taboada y como curiosidad diremos que en la actualidad, la heredera legítima del título de Marquesa de Aguiar es una pedroseña centenaria: Carmen Aranda Bejarano.
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En la documentación sobre la casa facilitada por nuestra buena amiga Reyes Ortiz, aparece descrita con minuciosidad y aclara que en realidad son dos: Una casa en la plaza de Consolación y otra en la calle de la Yesca, que unidas forman una sola de 360 varas cuadradas.

Sabemos que su entonces dueño D. José de Cabrera la tenía hipotecada en 2.300 reales a favor del cabildo catedral por el Diezmo de miel y cera y otro de 52 fanegas de pan terciado por la cantidad de 3.909 reales y un cuartillo por el diezmo de potros, becerros y otros. Algunos años después, en 1864, su viuda Ángela Azcarate y Granados muere y le heredan sus hijos el coronel José María, Dolores, María Luisa y María Loreto Cabrera Azcarate. 
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 A la derecha de su entrada tenía por vecino al notario Don Manuel García Valencia, esta misma casa que años después fue la casa de mi abuelo Luis Odriozola y a la izquierda en la casa que años después fue de la familia Molina vivió Antonio Domínguez Moya. Por la espalda daba a lo que entonces se llamaban “los corrales de las casas de la plaza de la iglesia”.
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A estos “corrales” se accedía desde la plaza por el “Callejón de la Yesca”, un portón de madera de dos hojas con un enorme cerrojo (que conservamos) lo dividía del “Callejón de los Ruíz” que tomó este nombre por ser todas puertas traseras de viviendas de esta familia.
Mi padre recordaba de niño una de estas hojas del portón que, desvencijada, permaneció durante muchos años apoyada en el muro trasero del patio de su tía Adela Cataño.


La casa de Diego Rodríguez y la de mi abuela pudieron ser en su día, por su localización y dimensiones, casas consistoriales. El médico José Neira contaba que entre la gente de más edad tenían por cierto y así lo recordaba su hija a mis abuelos, que su casa, la número tres y la de Diego estuvieron en su día unidas por una galería en forma de pasadizo elevado y cubierto.
Su único apoyo estaba en el centro de la calle, desde este y a cada lado, volaban dos arcos que apoyaban en ambos edificios. Esta solución arquitectónica de finales del medievo no era inusual. Se puede admirar hoy en día en Guadalupe en sus arcos llamados “de las Eras” y “de Sevilla” o en el corredor elevado que une las casas episcopales con la casa rectoral del pueblo palentino de Jaraicejo.
Esta tradición oral no tendría más importancia y sería, como otras, un bonito recuerdo más o menos fabulado, pero en unas reformas en la casa de Diego Rodríguez, apareció en la planta primera una puerta tapiada que miraba a la “casa del Secretario” y algunos años después, en otra obra en nuestra casa, apareció una puerta tapiada, junto a un balcón, que descuadrada miraba en línea recta y a la misma altura a la de Diego. Conservamos las curiosas fotos.
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Para no cansar hay que decir que en las sucesivas obras de pavimentación y acerado, en ambas aceras de la Plaza de Consolación, aparecieron fuertes cimientos ajenos a la construcción de ambas casas que aportan poco pero ayudan a la imaginación…
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DE SUS HABITANTES, SUS VICISITUDES Y VIVENCIAS, DE SUS PATIOS Y SUS PROFUNDIDADES.
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APUNTES DE LA CASA DE MI ABUELA. 1ª PARTE

11/5/2020

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Linajudas familias.

No recuerdo quién escribió que la casa de un hombre es su castillo, en el caso de la nuestra, su aspecto exterior lo acentúa; pero es fortaleza dulcificada en su interior con libros y unos patios lleno de flores.
Imagino a Gertrudis sentada  junto al jazmín contándole cuitas a su abuela Doña María Gil de Taboada… 
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Bien pudo haber ocurrido, pero en realidad todo comienza algunos siglos antes. 
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La montuosa Sierra Morena vivía ajena a los grandes cambios que se estaban produciendo en el entorno del Guadalquivir; las ganancias que generaba el comercio de Indias lo habían trasformado.
Las necesidades de Sevilla y su puerto, principal salida para las posesiones de ultramar, hicieron que se revalorizasen en poco tiempo sus dehesas, tierras calmas, olivares y viñedos.
Las linajudas familias Cabrera y Ribera, poseedoras de casas y fincas rústicas y asentadas desde antaño en nuestro pueblo, fueron testigos en aquellos dos siglos de  la llegada de capitales foráneos atraídos por la riqueza agropecuaria de la Sierra Morena.
Estos foramontanos adquirieron tierras y solares donde construyeron sus casas, roturaron fincas donde plantaron vides y olivares y así nuestro pueblo se llenó de castellanos, murcianos, gallegos y hasta algunos genoveses.
Así aparecen en los registros entre los siglos XVII y XVIII apellidos como Ribadeneira y Carballido o algunos de más empaque como Gil de Taboada que terminaron entroncando con las familias pedroseñas de más lustre.
Es muy probable que los miembros de esta última llegasen con el séquito de Don Felipe Gil Taboada, noble ilustrado y rico que vino a ocupar en 1.722 el cargo de Arzobispo de Sevilla.
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Para esta noble familia, este siglo XVIII no fue un mal siglo; aparte del nombrado  Don Felipe, Cayetano Gil Taboada fue Obispo de Lugo y Arzobispo de Santiago de Compostela y otro cercano pariente Francisco Gil de Taboada y Lemos, marino español, fue dos veces virrey: de Nueva Granada y del Perú; sin olvidar que también fue Capitán General de la Real Armada Española.
Oriundos de Lalín, poseían el Condado de Taboada y los Señoríos de Taboada, Villamarín y otros a la vez que mantenían sus dos pazos de Dés y Barcia. Una de sus descendientes, la pedroseña Doña María Gil

de Taboada, contrajo matrimonio con el Regidor del Concejo de la Villa del Pedroso. 
​Don Manuel Gómez de Avellaneda.
Este hidalgo burgalés le dio un hijo: Manuel, que tras estudiar en la academia de oficiales de la Armada de San Fernando sería años más tarde destinado a Cuba. En la isla, siendo oficial naval casó con Francisca Arteaga y Betancourt, una guapa criolla vasco-canaria con la que tuvo a Gertrudis Gómez de Avellaneda.
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Gertrudis residió en numerosas ciudades pero sabemos que entre los años 1838 y 1840 vivió algunos años en Sevilla, pasando temporadas en nuestra  casa, por entonces residencia familiar de los Gil de Taboada en El Pedroso.

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Pero volvamos a nuestro terruño. El edificio,  por su traza, portada y escudo podemos datarlo de finales del siglo XVII o principios del XVIII, cambiando desde entonces muy poco su aspecto hasta la actualidad. Es más que probable que fuese una de estas poderosas familias la que construyó la casa número tres de la plaza de Nuestra Señora de Consolación sobre alguna existente quizá de menos empaque.
Un documento de mediados del XIX describe fielmente su estructura interna y distribución de habitaciones y patios:
“La constituye un zaguán que da entrada a un pequeño tránsito que comunica a otro tránsito o habitación a cuya derecha hay una despensa y de seguida una escalera con ventanas a la cocina: a la izquierda del segundo tránsito una alcoba con ventana a la Plaza de la Iglesia y puerta al zaguán. Una salita con ventana a la Plaza de la Constitución; de seguida otra sala también con ventana a la expresada plaza y otra alcoba con puerta de salida al cuarto segundo tránsito:
“Al frente la cocina con puerta de comunicación a un patio en el que hay un cobertizo en donde entran los fregaderos, este patio comunica a un corral en cuya derecha hay un cuartillo en que está el pozo,
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la mitad del cual corresponde en medianía a la casa número 26 de la Plaza de la Iglesia propiedad de Doña Josefa Blanco y Olivenza; la otra mitad por partes iguales pertenece a la finca de que se trata y a la del número 27 de la mencionada Plaza propiedad de Don José Gil y Cabrera y otro corral con puerta falsa en su planta baja y la alta da entrada una escalera de material a un tránsito dicha habitación de igual extensión que el segundo de la planta baja; a la derecha da entrada un hueco alacena sin puertas ni entrepaños, al frente un cuarto con ventanas al otro frente una sala con dos balcones a la Plaza de la Constitución y a la izquierda una extensa habitación con tres balcones a la Plaza de la Iglesia”.
“La casa calle de la Yesca número tres la constituye su planta baja cocina y un cuarto con ventana a la calle, y la alta de una habitación con ventana también a la calle”.
“Estas fincas se determinan con diversidad de linderos…así como la distribución de la misma finca según la cual según el título ahora presentado tiene solamente como gravamen la servidumbre al predio de Doña Josefa Blanco Oliveros y además la un pozo negro medianía de esta finca y la indicada del Don José Gil Cabrera”.
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2ª Parte: De la heráldica de su escudo y el arco que atravesaba la plaza.
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...Y LLEGÓ EL DÍA DE REYES

5/5/2020

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A la espera de nuevas aportaciones, terminan aquí las de este otro autor que quedan encuadras en MIRADAS AL PASAR.  Volvemos a recordar que si hay alguna referencia a la actualidad, corresponden al momento en que el artículo fue escrito. 

Cualquier narración tendrá espacio en CRONICASblog siempre que estén vinculadas  a vivencias pedroseñas, historia o cualquier otra temática sobre el Pedroso y su comarca.
PULSA AQUÍ:
... Y LLEGÓ EL DÍA DE REYES
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Cosas de niños y UNA DE FANTASMAS

4/5/2020

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"Serían entrados los años cincuenta cuando José García, padre, al que todos conocíamos como el Pelón y sus hijos Enrique, Rafael y Pepe, remodelaron la plaza principal de El Pedroso, hoy denominada de Ntra. Sra. de Consolación."...
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Así  empieza este segundo relato de Tomás Chaves que puedes leer accediendo aquí:
Cosas de niños y UNA DE FANTASMAS
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EL AROMA DE MI HOGAR

3/5/2020

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Como anunciábamos ayer, os dejamos con el enlace al primero de los tres artículos que publicaremos, escritos hace ya tiempo por Tomás Chaves... estamos en mayo y los olores vuelven a aflorar, incluso en estas jornadas el olor a lejía se ha puesto de moda, y al parecer ha vuelto para quedarse. Pulsa aquí:
EL AROMA DE MI HOGAR
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SE BUSCAN ESCRIBIDORES

1/5/2020

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SE BUSCAN ESCRIBIDORES

Pepe Durán.

Hasta aquí ha llegado LA MEMORIA PRODIGIOSA en la versión para las redes sociales que, con dedicación e ingenio, ha desarrollado Tomás L. Chaves para CRÓNICAS blog.

El escribidor tardó casi un año y medio en terminar el libro original: un año de documentación, archivos y entrevistas y varios meses de redacción y correcciones. Al cabo, cree que mereció la pena, sobre todo al comprobar que dos años después de la edición en papel la versión para internautas que aquí termina ha tenido notable audiencia y acogida. Tanto es así que el escribidor, atendiendo a generosos requerimientos, se siente animado para emprender la tarea de abordar una nueva edición del libro que sumaría a los capítulos ya publicados - pero adaptados y refundidos - otros nuevos, con más temas, más colaboraciones y nuevas fotografías e ilustraciones. Será LA MEMORIA PRODIGIOSA. NUEVA EDICIÓN AMPLIADA Y ENRIQUECIDA, que editará LA FUNDICIÓN.
Pero sería una nueva edición diferente porque, al revés que ahora, los capítulos se publicarían primero en las redes sociales y después en papel, conformando un nuevo libro que podría estar terminado para la primavera del año próximo.
​
El escribidor desearía, además, que ahora fuera una tarea colectiva; es decir que sea el fruto de la colaboración y participación de todos aquellos pedroseños, de todas aquellas pedroseñas, de todas las personas relacionadas con nuestro pueblo, que puedan aportar historias, datos, recuerdos personales, anécdotas, fotografías o documentos. Se buscan, pues, ESCRIBIDORES.

Desde LA FUNDICIÓN nos pondremos en contacto con quienes deseen colaborar. Para recoger sus aportaciones y facilitarles la tarea, ya sabéis donde estamos:
facebook: 
https://www.facebook.com/LAFUNDICIONELPEDROSO/
email: lafundiciondeelpedroso@gmail.com
​
whatsApp: +34 644 91 67 89 (solo wsp).

​
No es difícil encontrar ese momento, ese hecho entrañable que parecía estar oculto en un rincón de nuestra memoria y que nos devuelve a un tiempo inolvidable.
El escribidor, por ejemplo, recordaba estos días de coronavirus y confinamientos que en el dintel del presbiterio de nuestra ermita de El Espino hay una tablilla enmarcada que recuerda una gran epidemia de hace casi dos siglos.

​En efecto, a mediados del siglo XIX, años 1.855 y 1.856, hubo una terrible epidemia de Cólera Morbo Asiático. (¿Os suena?) Muchos sevillanos se marcharon de la ciudad para no contagiarse y las autoridades se enfrentaron al gobierno central por el control de la epidemia hasta el punto que la prensa madrileña decía que Sevilla se había convertido en un "cantón sanitario"... No hay nada nuevo bajo el sol.
​
Pero El Pedroso se vio libre de aquel pavoroso Cólera Morbo Asiático. ¿Porqué?
La tablilla que se conserva en la ermita dice textualmente: "A don Nicolás de Lora. Dedicado por la gratitud de este pueblo de El Pedroso por el sublime y elocuente panegírico que predicó en la solemne función de acción de gracias celebrada el 6 de Abril a su patrona, Nuestra Señora del Espino, por haberlo libertado del cólera morbo. 1.856"
​
Hace dos siglos. Un detalle, una chispa, y salta por sorpresa un recuerdo. La memoria es prodigiosa.
(Por cierto, el párroco de ahora Don Francisco, joven e intrépido, no pronuncia "sublimes y elocuentes panegíricos", sino que lanza sus misas, rezos y fervorines a través de la Red. Es un simpático cura youtuber. En eso, sí, algo nuevo bajo el sol)

El escribidor, que es muy amigo de frases, quiere terminar con una de un escritor alemán F.Richter, del siglo XIX, que dice así:
"La memoria es el único paraíso del que no podemos ser expulsados"

¿POR QUÉ NO COMPARTIMOS ESE PARAÍSO DE NUESTRO PUEBLO?
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GRACIAS desde LA FUNDICIÓN

...a cuantas personas habéis seguido estos capítulos, por vuestra fidelidad y porque al compartirlos se ha conseguido una magnífica divulgación. Continuaremos con nuevas aportaciones, fomentando el conocimiento de nuestro pueblo.

​Bien sabéis que este
CRÓNICAS blog está abierto a todos, respetando siempre la autoría de las colaboraciones, ya sean gráficas, fotográficas, documentales o narrativas, así que dirigimos este llamamiento, muy especialmente a cuantos ya tienen escritos o conservan material de interés. Y cómo no, agradecer a las más recientes aportaciones a tenor de la publicación del libro: es el caso José Luis Marín que nos da cuenta de una vivencia personal referida a nuestro preclaro Don José Miguel Pérez Ortiz,  y que figurarán en la próxima reedición de tantas "memorias prodigiosas" como esperamos, pero que estando tan cercano el capítulo dedicado a él, nos resistimos a no adelantar.
​Dice así:
​...Recuerdo un día que estábamos varios amigos, todos socios del casino, y el conserje que en aquel entonces era el Sr. Manuel (el de la Carrasca) nos reprendía como siempre, por cómo dejábamos los juegos sin recoger, cosa que era su cometido, pero a ver quién dominaba a un grupo de chavales con 17 o 18 años que nada mas pensábamos en terminar un juego para empezar otro.
Un buen día llega "Pepito el de Doña Eugenia" y viendo el pollo que nos tenía montado el Conserje por lo ya dicho, se pone a escribir un poco retirado de nosotros.
Al cabo de un rato viene y nos dice,
a ver que os parece esto.
El escrito decía:
​

"Dedicado a Manuel, el Sr. Conserje:
Guardé cabras y cochinos
y a todos he dominao
y a los socios del casino
ni con honda ni cayao
los meto por buen camino"


También adelantamos un enlace que nos remite Manuel Arcadio Vela Bellido, que aunque ya lo hemos visto por "las redes", es para recogerlo y hasta profundizar más en esta historia en la que aquellos pedroseños del siglo XV tanto tuvieron que ver: 
EL PUEBLO QUE NO LLEGÓ A EXISTIR
Así que esperamos las aportaciones, o como dice Pepe Duran, "se buscan escribidores", o captadores de historias que recojamos de nuestros mayores y que son auténticos tesoros, tan fáciles de obtener hoy como conectar la grabadora del móvil y que nos cuenten ¡o contemos!. Nos enviáis el archivo por wsp o email, y ya les daremos forma para trasladarlo a estas "páginas". 

Para los siguientes días vamos a insertar distintos enlaces (o su traslado a nuestro blog) de tres relatos que aunque en la línea de LA MEMORIA PRODIGIOSA, solo han sido publicados en la web. Es el caso de MIRADAS AL PASAR en que Tomás Chaves nos lleva directamente a su infancia y a recuerdos personales. Puede que muchos  los hayáis leído, pero ahí quedan para quienes no les llegó. Las referencias a la actualidad son las del momento en que se escribieron.

Os recordamos también distintos temas ya tratados en CRÓNICASblog y que son atemporales, por lo que podéis recuperar su lectura, tanto en el aspecto de la historia de la minería y fundición, como de otro carácter. Puedes acceder pulsando en cada apartado. Recuerda que al abrir, el orden es: primero el último que se publicó, por lo que debes llevar el cursor hacia abajo si quieres un orden cronológico.
​
​1 - MINAS Y FUNDICIÓN
2 - MINAS Y FUNDICIÓN​

​Artículos de distintos especialistas en el tema.
​

3 - PATRIMONIO
​Artículo de José María Odriozola que figura en esta sección por lo detallado de las distintas actividades sobre las que escribe, entre las que destacan los picapedreros, todo ello incardinado magistralmente con recuerdos familiares.
En esta misma sección encontrarás el estudio que hicimos de la Capilla Sagrario, su pequeña historia y su estado de conservación, orientado a propiciar su restauración. (Recuerda, mejor leer por el orden cronológico de los artículos).

SIGUIENTE:
MIRADAS AL PASAR. El aroma de mi hogar.
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    Autor

    Asociación Cultural 
    ​LA FUNDICIÓN
    ​de El Pedroso

    ​
    PULSA EN LOS SIGUIENTES ENUNCIADOS PARA LEER  LOS ARCHIVOS REFERIDOS:
    ​

    LA MEMORIA PRODIGIOSA.
    ​José Mª Durán Ayo


    ARTÍCULOS DE
    José Mª Durán Ayo


    MÁS ALLÁ DE MI MEMORIA​.
    José María Odriozola Sáez


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