Se torna curioso cómo las palabras toman esa capacidad de afectar e influenciarnos, parece magia cómo cambiamos con tan solo escuchar una palabra. Sí, esta es mi historia, la triste historia de las palabras que nunca podré llegar a contar. Y es que siempre fui escritor, pero muy mío. Escribí mi propia biblioteca, que releía y retocaba continuamente, pero nunca me atreví a sacarlos de ahí. Ahora eso ya no pasará, aquellas palabras que cambiaron mi vida me persiguen continuamente y, efectivamente, era lo que tantos meses quise ocultarme a mí mismo, pero cuando esa tarde la escuché al final del pasillo, cayó sobre mí como el calvario que me persigue hasta día de hoy. “Terminal”, dijeron entre susurros, y ojalá pudierais leer todo esto que pienso, ojalá pudiera volver atrás y poder ser aquello que no fui y siempre quise. Quizás tan solo fuese un tránsito ente lo imaginado y la proximidad a la realidad. Vivía en un estado de continuo placer dentro de la habitación a la que yo llamaba mi templo. Y es que, aunque entraba allí continuamente, siempre que lo hacía, me parecía tan fascinante como el primer día. No le encuentro verosimilitud alguna con nada. Para hacerse una idea de cómo es mi preciado refugio, creo que la mejor intérprete es la imaginación, así que dejémosla volar por un instante. Al entrar, justo enfrente de la gruesa puerta que daba paso a aquel maravilloso lugar, está la mesa de caoba. En ella, el tintero, el estuche del plumín, un pequeño montón de folios aguardando a que vuelva a escribir y una lámpara de aceite. Detrás de la mesa una butaca, la cual adquirí hará ya dos años a un coleccionista de antigüedades. En el lado izquierdo de la mesa y a espaldas de la silla se encuentran tres enormes estanterías en las que tengo distribuidos los libros por género, altura y color. En el otro lado, el derecho, una chimenea. Sobre la cornisa un reloj como el que aparece en la Bella y la Bestia, del mismo color que el escritorio y sobre él, un espejo circular con decorados dorados. A su izquierda un refinado mueble donde guardo los delicados whiskys ingleses que adquiero en mis viajes. Frente a la chimenea una alfombra blanca como la nieve, con cenefas de un negro azabache como los ojos de platero. Frente a ella un sillón para dos personas, aunque solo yo conozca este lugar, también blanco con dos cojines negros y a su izquierda una pequeña mesa circular en el espacio sobrante. Y con este me refiero al que va desde la chimenea hasta el comienzo de la estantería. A la izquierda de la habitación y pasando por la puerta, se encuentra toda una colección de cuadros, los cuales continuamente utilizaba para buscar inspiración cuando ya no fluían las palabras en mi mente. Me ayudaba la bailarina que, trazando una delicada y compleja coreografía, guiaba mi pluma con sus movimientos. Me inspiraba también uno más grande, de una niña en la soledad de un bosque, Godiva, de Collier. Circe, de Claudio Bravo. Autorretrato, de Serebriakova me inspiraba actualidad, me sentía cercano a ella y es que la muchacha de dicho cuadro aparentaba tener un par de años menos que yo. Pero sin ninguna duda, el cuadro que desde muy pequeño siempre me había causado gran impresión, admiración y asombro era el de El Caminante sobre el Mar de Nubes, ese cuadro había estado muchas veces ante mi penetrante mirada en busca de un dato más, quizás el dato clave que me llevaba a resolver la novela que tuviera entre manos. ¡Qué poder tiene sobre mí! Y justo encima, en el techo, cuando iba llegando la noche, iban dejándose ver las miles de estrellas que decoraban el cielo. Una noche, de entre muchas otras que pasé allí yo tan a gusto en el escritorio, a la luz de la lámpara de aceite y ante la atenta mirada de la luna en esa lúgubre noche de invierno, ante un folio, empuñando mi tan preciado plumín que tan solo un par de meses antes había sustituido a la vieja máquina de escribir, tan solo por percibir el agrado que me producía el delicado metal entre los dedos al contornear cada letra en la formación de palabras y casi siempre las incoherentes frases que derivaban de tales noches. Entretanto, reuniendo unas frases de un lado y otras de las anteriores noches, creé lo que sería el inicio de mi quinta novela, Por un AS de picas. Pasaron los días y noche tras noche retornaba a la postura inicial como intentando recobrar la inspiración que me llevó a ese comienzo, pero nada, parecía que se la había llevado el viento. Después, y poco a poco, me fui olvidando de ella, ahora pienso que me dejé llevar por la desilusión que me provocó no encontrar las palabras correctas. A partir de eso, no tardó mucho mi memoria en olvidar también mi género favorito o por qué decidí apostar por el plumín. Y fue ahí cuando el miedo se apoderó de mí. Tenía una teoría, la cual olvidaba continuamente a sabiendas de que era negativa, deseaba con todas mis fuerzas que no fuese cierta. Por ello acudí al médico. Me realizaron montones de pruebas, pero ninguna dio un diagnóstico claro. Pasaron horas que sentí como días y deambulando por aquellos tétricos pasillos, fue donde escuché esa palabra que a día de hoy todavía consigue erizar mis vellos con tan solo pensarla. En ese momento, y sin poder siquiera tomar aire, huí de ese lugar para ir a refugiarme en el servicio. Allí, postrado frente al espejo, hice ademán de reconocer esa pálida figura que se hallaba frente a mí, un difuso y acobardado yo que tenía el importuno placer de conocer en ese horrendo momento. Lentamente retiré la tímida mirada del espejo y colocando mis manos bajo el grifo, esperé hasta que estas, como un cuenco, se llenaran de agua para tan solo un par de segundos más tarde y sin preámbulo dejar caer esta por mis mejillas y de ahí al lavabo tras recorrer mi mentón. Y echando una última mirada al espejo, salí a paso firme de aquel lugar que había sido mi refugio durante unos escasos minutos. Sin dejarme reparar ni un segundo más en aquellos pasillos en busca de una pizca de esperanza, vinieron dos |
enfermeras a por mí trayendo consigo una chirriante silla de ruedas que hacía todavía más escalofriante aquel lugar, para más tarde conducirme a la que sería mi habitación durante el siguiente mes. Escasos segundos después de que me recostaran en la cama, entró un médico que, al deducir por mi aspecto la corta edad en la que me encontraba, la sonrisa picarona con la que había penetrado por la puerta de mi celda, cambió repentinamente a una tez pálida como si un fantasma yo fuese. Este me comunicó que no encontraba la causa de esos continuos y persistentes olvidos; también con mucha calma y haciendo énfasis en que solo eran teorías, añadió que podía tratarse de un tumor, un coágulo o quizás una enfermedad poco conocida, la cual por el nombre no parecía muy atractiva. Las dos primeras semanas no se me hicieron muy largas, quizás porque todo en aquellas cuatro paredes era nuevo para mí, pasaba los días entretenido con el paso de los enfermeros y algunos niños curiosos que pasaban por allí y se paraban a saludarme y las noches de insomnio contemplando las hermosas vistas de la ciudad desde mi ventana. A veces las dibujaba, pero la gran mayoría permitía a mi mente recorrerlas y crear historias como en mis novelas. Una noche todo eso fue poco para mí, necesitaba algo más, emoción, más intriga…, necesitaba volver a escribir. Así que cogí mi pluma y el cuaderno, las palabras fluían por sí solas, no quería dejarme llevar por las palabras del médico, pero… ¿y si dentro de poco no pudiese volver a escribir más, ¿qué sería de mí? Esas dulces palabras pesaban sobre mí, no podía quedarme ahí quieto. Si ese era mi destino, tenía que aprovechar hasta el último segundo. De ahí me surgió la inspiración, de aquella ventana, de un mundo visto desde fuera, pero a la vez tan cercano, tan próximo que conseguí avanzar en la novela. Después de un par de días de continuo trabajo, la tenía casi lista. Semana y media, nunca había escrito tan rápido, pero esta vez era diferente, esta vez todo fluía, todo congeniaba, todo llegaba con exactitud. Un enfermero, al que le había estado pidiendo hojas y tinta constantemente, me rogaba que se la dejase leer. Así que, al terminarla, accedí, por qué no. Esa misma noche, a la hora de la cena, seguido de la usual enfermera, apareció el médico. Habían encontrado qué me pasaba y con ello la solución. Todo venía de un bajo nivel de B12, mi constante ansiedad y un problema de riñones semanas antes diagnosticado. Todo ello en conjunto me había llevado a esta pérdida de memoria. Prosiguió diciendo que claramente había remedios para que todo volviese a la normalidad y con ello yo a mis novelas. Tan solo un par de días más tarde, después de la hora de rehabilitación, apareció por mi habitación el enfermero al que le presté el libro seguido de un hombre al cual no había visto nunca. Mientras, yo organizaba el transcurso de esta historia para poder sacar mis pensamientos y con ello escribirla para que algún tiempo más tarde fuese otra pieza en mi biblioteca; o quizás para contársela a alguien a quien le fallara la ilusión, quizás la esperanza o no viese futuro alguno. Ese extraño personaje decidió observarme mientras el enfermero miraba la escena ilusionado musitando algo que no llegaba a escuchar. Al tenderme la mano, me sacó de mi embrujo y me adentró en otro todavía más encantador. Él era editor, había leído la novela y quería publicarla, textualmente sus palabras fueron “gracias por hacerme adentrar y evadirme, a la misma vez que vivir en la piel de los personajes. Es magia cómo envuelve cada palabra, al lector creo que le gustará bastante.” Y dicho eso, solo le quedó concretar un día para que presentase el libro. Todo fue tan rápido que no tuve tiempo apenas para pensar en todo eso que estaba pasando. Ese no era el futuro que veía en mí hacía un mes, ese no era el futuro que me había atormentado durante tanto tiempo. Fue en el momento en el que retomé este escrito sobre lo que me estaba ocurriendo, cuando me di cuenta de todo lo que me había pasado. Fue cuando imaginé el futuro de un mes atrás y cuando miré al futuro que me planteaban ahora, impresionante. Me faltaban adjetivos para describir ese momento y ahora, tan solo una semana después de todo y a punto de salir del hospital, seguía sin encontrarlos. El editor tenía planeado el encuentro para tan solo dos días después de que saliera del hospital. Pero mi contento no terminaba ahí, quería volver a casa, a ese escritorio de madera de caoba, a ese profundo olor a libro antiguo que me inspiraba en cada uno de los míos, a esa habitación secreta situada detrás del antiguo mueble de roble del salón. Cada vez que subía ese pasadizo entendía cómo se sentían los niños al cruzar el antiguo ropero en las crónicas de Narnia. Os describiré lo que vi cuando volví a entrar allí después del mes en el hospital. Me volvió a parecer igual de fascinante que siempre, igual de encantador. Abrí la puerta del ropero, la cerré desde dentro como hacía siempre y mientras imaginaba la presentación del libro con las decenas de sonrisas que me esperaban y las palabras que había pronunciado horas antes el editor. Comencé a subir las escaleras que ascendían al torreón donde se situaba la mágica sala, mi refugio. Iba perdido, envuelto en una nube de alegría y emoción por aquella situación que me esperaba. Casi sin darme cuenta, llegué a la puerta de la sala; ya olía a libro antiguo, a madera, a hogar y al traspasar la puerta, me invadió una sensación de paz. Todo permanecía tal y como lo recordaba. La mesa redonda, el sofá, la mesa de escribir mis libros, y, más arriba, la ventana por la que tantas noches había estado observando la luna desde el sofá, por la que tantas noches me había estado mirando ella mientras escribía. Pero hoy era diferente, por aquella ventana entraba una luz especial, el inicio de algo. No era luz, no una cualquiera, era...es resplandor. ¿Era la mañana? Era el resplandor del óbito. Bajé la mirada desconcertado, penetré en la habitación y me vi donde siempre, en mi mesa, con la pluma en la mano, tinta negra, mi camisa favorita y escribiendo la novela. Me acerqué, era imposible. Solamente estaba escrito el comienzo y entonces, al mirarme, lo entendí. Todo había sido ensueño, los dos éramos yo. Un cuerpo, mi cuerpo... ahí entendí la luz. Yo, el yo del alma debía seguir ese camino. |
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AutorAsociación Cultural LA MEMORIA PRODIGIOSA.
José Mª Durán Ayo ARTÍCULOS DE José Mª Durán Ayo MÁS ALLÁ DE MI MEMORIA. José María Odriozola Sáez CUADERNILLOS DEL ARCA DEL AGUA. Luis Odriozola Ruiz Archivos del blog por MES
Noviembre 2022
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