BIENVENIDO SEAS, PASTOR AMADO
Llegaba el Purpurado –llamado así por el color púrpura de su vestimenta talar– a la plaza de la Iglesia en automóvil. Podría ser Su Eminencia Reverendísima el Cardenal Don Pedro Segura y Sáez o su no menos Eminencia Reverendísima el Cardenal Don José María Bueno Monreal.
¿Y a qué se debía la presencia en El Pedroso de tan ilustres Príncipes de la Iglesia? Se trataba de la solemne visita pastoral que incluía como actividad principal el rito sacramental de la Confirmación. Por eso, los niños que habían de ser confirmados en la Fe de la Iglesia formaban una doble fila entre el automóvil cardenalicio y la puerta del templo y entonaban un cántico que habían ensayado durante semanas: Bienvenido seas, Pastor amado, A este pueblo amante del señor. ¡Arrojen flores al paso del prelado! ¡Arrojen flores! ¡Viva la Religión Y vaya si vivía la Religión. Vivía la religión y se vivía con la religión, para la religión y por la religión, católica por supuesto. La religiosidad impregnaba la vida del pueblo, el día a día de sus gentes, las relaciones sociales y el calendario. Se sucedían, claro está, los inviernos, las primaveras, los veranos y los otoños, pero los ciclos del año los marcaban los cultos, las fiestas y las innumerables celebraciones religiosas.
Empezaban, por ejemplo, a mediados de diciembre, en el tiempo de Adviento, con las jornaditas de San José: en el gran nacimiento que ocupaba buena parte del presbiterio, cada día las imágenes de San José y de la Virgen María daban un pasito adelante camino del Portal en el que nacería Jesús. Y llegado ese momento, en la Nochebuena, la Misa del Gallo comenzaba con la iglesia casi totalmente a oscuras y en el instante en el que el sacerdote entonaba el “Gloria in excelsis Deo” se iluminaba esplendorosamente el altar mayor y todo el templo, repicaban las campanas y sonaban, desafinados, el armónium y la voz cascada de Miguel el sochantre. ¡Había nacido el Niño Dios! Casi vencido ya el invierno, llegaba la Cuaresma, un tiempo de arrepentimiento y penitencias que comenzaba el Miércoles de Ceniza. Ese día, toda la chavalería de los colegios, pastoreada por los maestros, en fila y ordenadamente llegaban a la iglesia. Uno a uno se acercaban al altar mayor y se arrodillaban mientras el sacerdote les marcaba en la frente con ceniza una cruz diciendo en latín “Pulvis eris, et in pulveris reverteris”. Estas palabras rituales– “polvo eres y en polvo te convertirás” –resultaban extrañas e incomprensibles para los chiquillos que lo único que deseaban era salir de la iglesia para jugar en la calle porque ese día no había que volver a la escuela. Con la Cuaresma llegaban también el ayuno y la abstinencia, sobre todo, los viernes; pero estos rigores penitenciales podían sortearse adquiriendo la llamada Bula de la Santa Cruzada por unas pesetillas, que contribuían a sanear la economía parroquial. El final de la Cuaresma traía los cultos al Cristo de la Misericordia. La devoción a esta imagen –una valiosa talla del siglo XVI– casi se había extinguido cuando, a principios de los años 50, el jefe de la estación de ferrocarril, José Muñoz “Maristany”, fundó la llamada “Hermandad del Cristo”, conocida como la Cofradía de los Ferroviarios por el gran número de profesionales del tren que a ella pertenecían. El traslado de la imagen desde su ermita hasta el templo parroquial para presidir el quinario se hacía a medianoche. Impresionaba la escena del crucificado tendido horizontalmente a hombros de los hermanos, mientras la oscuridad de la noche era rota sólo por la luz temblorosa de velas y faroles. Contribuía al carácter tétrico del cortejo un repetitivo cántico implorante que decía: Perdona a tu pueblo, Señor. No estés eternamente enojado, perdónale, Señor. Era habitual, sin embargo, que la lluvia, a menudo torrencial, hiciese su aparición esa noche, lo que obligaba a aligerar la pro-cesión mientras los monaguillos, divertidos, sustituían “enojado” por “mojado” y cantaban: Perdona a tu pueblo, Señor. No estés eternamente MOJADO, perdónale, Señor. Y a correr, que caían chuzos de punta. El momento más especial de la Semana Santa –aparte de las letanías, la matraca, el lavatorio de pies y las procesiones de una de las cuales, la del “Azucarero” ya se habló en otro capítulo anterior– era el antiguamente llamado Sábado de Gloria: el Altar Mayor y todo su grandioso retablo estaba cubierto por un gran velo morado detrás del cual empezaba el sacerdote el introito de la misa. Y en el momento en que pronunciaba las palabras mágicas del “Gloria in excelsis Deo”, los monaguillos tiraban con fuerza de unas cuerdas que abrían espectacularmente el velo dejando ver en todo su esplendor el altar ornado de flores y velas, mientras sonaba un jubiloso repique de campanas que se confundía con la voz, otra vez desafinada, de Miguel el Sochantre. ¡Cristo había resucitado!
Los cultos a las diversas advocaciones del santoral tenían distinta duración. De menor a mayor, podría ser un triduo, si duraba tres días; un quinario, si duraba cinco; un septenario, si eran siete, y una novena si se prolongaban durante nueve días. Pero había devociones que se extendían más tiempo y llegaban a durar un mes entero. El mes de mayo, por ejemplo, que estaba dedicado a la Virgen María. Las niñas acudían a la iglesia llevando las flores que recogían por todo el pueblo –“con flores a María, que madre nuestra es”– y especialmente las celindas, de color blanco y dulce olor, que crecían en la Quinta San José y recitaban ingenuas poesías en loor de la Virgen. Mayo y la primavera eran también el tiempo de las Cruces, del Corpus y de la Procesión de los Impedidos. Las Cruces de Mayo se montaban en los zaguanes o en la puerta de las casas y se adornaban con colchas, reposteros, flores, tomillo y romero, sin que faltara una bandeja con vasitos para libar un vinillo dulce con el que se convidaba a la vecindad. La Cruz de Mayo mejor adornada, allá por los años 40, solía ser la que ponía Ana Santana en su casa de la calle Pi y Margall. La Primera Comunión era seguramente la celebración religiosa más extraordinaria del año. Coincidía con la festividad del Sagrado Corazón de Jesús, advocación muy popular en los años 50 gracias a la Hermandad del |
mismo nombre que había fundado y presidía José María Durán Castillo, padre del escribidor.
En los años de la dura posguerra, las niñas hacían la Primera Comunión con sencillos trajes de calle y los niños vestían el uniforme de los Flechas, la organización juvenil de Falange. Luego, cuando las economías familiares fueron mejorando, terminaron por imponerse los pomposos trajes blancos casi nupciales para las niñas y los de marinerito para los niños. Sin embargo, no todas las familias podían costearlos por lo que los Latorre –los empresarios que explotaban las minas del término– regalaron varios trajes de lujosas y buenas hechuras que utilizaban los niños pobres y luego devolvían a la iglesia para que los usaran los niños del año siguiente. Y, como colofón, una chocolatada gratuita en la Fonda Tristán. En 1.948 dos parejas de hermanos tuvieron el raro privilegio de vestirse dos veces de Primera Comunión, sacramento que ya habían recibido en junio de aquel año. Ocurrió que, semanas después, se celebraba una boda en la capilla del Sagrario dentro de la misa matinal. El sacerdote dio la comunión a los contra-yentes, pero el novio –un pobre rústico, ignorante, que no había comulgado nunca– escupió al suelo la hostia. Y el pueblo tembló ante aquel sacrilegio.
El novio fue detenido por la Guardia Civil. El párroco hizo levantar la baldosa sobre la que cayó la hostia consagrada y convocó un gran Acto de Desagravio. En la escalinata del presbiterio se colocaron las dos parejas de hermanos sosteniendo con sus manos la baldosa. Todo el pueblo desfiló, besándola, entre cánticos eucarísticos: Dueño de mi vida, vida de mi amor: ábreme la herida, de tu corazón Los hermanos que se vistieron por segunda vez de Primera Comunión para sostener en sus manos la baldosa de la profanación fueron Mariluz y Quique Forcada y María del Rosario y Pepito Durán Ayo, el escribidor. Con septiembre llegaba la novena y la fiesta de la Patrona, la Virgen del Espino, con la más esperada de las procesiones y una misa solemnísima llamada Función Principal, en la que los nuevos hermanos hacían “protestación de fe” y prometían “renunciar para siempre a Satanás, a sus pompas y a sus obras”. Lo de las pompas siempre arrancaba unas risillas. Octubre era otro mes dedicado a un único culto. Era el mes del Rosario, con sus inolvidables Rosarios de la Aurora. De amanecida, el cortejo procesional recorría las calles entonando las avemarías correspondientes a los misterios rosarinos. El pueblo despertaba al frescor del otoño con la melodía auroral de los cánticos: Si quieres ir al cielo con alegría, rezarás el Rosario todos los días Aquellos hermosos amaneceres del Rosario de la Aurora tenían un delicioso final: los sabroso y crujientes calentitos –calentitos, sí, no churros– que preparaban Rafael Gilavert y su mujer, Presenta Alonso, a la puerta de su casa de la calle Moret. Y así, pensando ya en el café y los calentitos los más fervorosos madrugadores no dudaban en seguir cantando: Viva María, viva el Rosario. Viva Santo Domingo que lo ha fundado Noviembre. Otro mes entero dedicado exclusivamente a una advocación, en este caso a las Ánimas Benditas del Purgatorio. Una novena atraía a la iglesia a algunas devotas para rezar por sus familiares muertos. Este culto se celebraba ante el Retablo de Ánimas, que sigue hoy en el mismo lateral del templo, pero limpio y restaurado, con lo que ha perdido la suciedad y la negrura que antaño lo hacían tan patético y tenebroso: cuerpos semidesnudos achicharrándose, pecadores envueltos en llamas esperando entrar en el Paraíso y ¡hasta un niño! implorando ayuda a la Virgen del Carmen. La semioscuridad del templo y los truenos de la casi segura tormenta otoñal que descargaba fuera de la iglesia contribuían a hacer más tétrica aquella ya de por sí fúnebre novena. Afortunadamente, parece que el Papa polaco, confiando con razón en la infinita misericordia divina, acabó de un plumazo con el Purgatorio. Gracias, Juan Pablo Segundo. Te quiere todo el mundo. A todas estas celebraciones había que sumar las misas dominicales –las mujeres, con velo y manguito, a un lado; los hombres al otro–, la catequesis, las misiones, los ejercicios espirituales, las exposiciones con el Santísimo, los entierros, las bodas, los bautizos –“Échele más sal, Padre, para que salga graciosillo”– y los hábitos. Como quiera que aquella religiosidad tenía mucho de demostración pública y exterior, el vestir un hábito era una manera más de vivirla, cumpliendo con ello una promesa de carácter penitencial. Hasta los años 60 era muy normal ver en El Pedroso sobre todo a mujeres que salían a la calle vestidas con hábitos, blanco con cordones amarillos si la promesa se había hecho a la Virgen del Espino; morados, si al Gran Poder, o marrón si a la Virgen del Carmen. Llegaban por fin los fríos de diciembre y con ellos la gran fiesta de la Inmaculada Concepción. Y poco después las imágenes de San José y la Virgen María avanzaban de nuevo, pasito a pasito, en el monumental belén del presbiterio buscado el humilde Portal en el que volvería a nacer el Niño Dios. Un nuevo ciclo se ponía en marcha impregnando otra vez de piedad y fervores religiosos toda la vida del pueblo. El Purpurado y bienvenido Pastor Amado abandonaba bajo palio el templo y en el dintel era despedido por el párroco y las autoridades mientras la grey juvenil volvía a cantar: ¡Arrojen flores al paso del prelado! ¡Arrojen flores! ¡Viva la Religión! PRÓXIMO
|
0 Comentarios
Tu comentario se publicará después de su aprobación.
Deja una respuesta. |
AutorAsociación Cultural LA MEMORIA PRODIGIOSA.
José Mª Durán Ayo ARTÍCULOS DE José Mª Durán Ayo MÁS ALLÁ DE MI MEMORIA. José María Odriozola Sáez CUADERNILLOS DEL ARCA DEL AGUA. Luis Odriozola Ruiz Archivos del blog por MES
Noviembre 2022
|