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LA MEMORIA PRODIGIOSA. Capítulo XIX: Pichi, pichi, gaña.

18/4/2020

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PICHI, PICHI, GAÑA

Pichi, Pichi, Gaña,
moro de campaña,
María, Maricuela
friégame esta cazuela

Con las manos sobre la mesa, los chiquillos atendían el juego mientras la “madre” o “directora” iba pellizcando una a una las manos al ritmo de la cantinela, que seguía:
que no tengo pies ni manos
quién te los ha cortado
el rey Faraón.
Que Pichi, Pichi, gon.
Esconde esta manita
que te lo mando yo

¿Y que tenía que ver un moro en campaña, con una tal María Maricuela, a la que le pedía que le fregase una cazuela, porque el “Rey Faraón” había ordenado cortarle las manos y los pies? Un sinsentido, un galimatías, pero es que se trataba simplemente de un juego infantil al que no se le pedía coherencia sino fantasía e ingenuidad. ​
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Y eso, fantasía, ingenuidad, imaginación y también –por qué no– picardía, era lo que caracterizaba a los juegos infantiles y juveniles de los niños y chavales pedroseños en la primera mitad del pasado siglo. Había juegos sólo para niños, sólo para niñas y otros que practicaban indiferentemente aquellas y éstos.
En el ambiente religioso de la época no es de extrañar que al empezar los juegos se hiciese una especie de oración o de invocación a un santo, en este caso San José, para que el jugador o la jugadora saliera airoso del trance. Y así, antes de comenzar se cantaba:
San José, deme usted
salud y suerte
para todos los juegos
que tengo que hacer,
en particular
el de correr y saltar

Obtenida la protección del bueno de San José, las niñas tenían por delante un largo catálogo de juegos, muchos de ellos perdidos ya en el recuerdo de las personas mayores. Tomaban dos piedras, por ejemplo, y mientras las chocaban rítmicamente tenían que recitar:
Al cielo verde
jugaba su alteza
en el bar de Baldomero
con el triqui, triqui, tera

Otras veces tomaban unos limones y pasándolos de mano en mano y lanzándolos al aire, cantaban:
Tres negras, negras
tres negras, negras, van

En ocasiones hacían sus propias coreografías, improvisando saltos, giros y bailes al son de una cantinela que decía:
Son tres días que no duermo
lá, lá.
He perdido mi gallito
lá, lá.
Ya no puedo caminar


Si alguna llevaba una pelota de goma el juego se convertía en competición hasta ver quién la botaba más tiempo con la mano, canturreando simultáneamente:
Una, doni, treni, catoni
quini, quineta,
estando la reina en su camareta
vino el rey y apagó el candil,
candil, candilón

cuéntalas bien que las veinte son

En el juego del corro se entonaban canciones del folklore popular español bien conocidas, pero en El Pedroso se introducía una variante: se detenía la rueda del corro, se cambiaba rápidamente el sentido del giro y se gritaba:
José se llamaba el padre,
Josefa, la mujer.
Y un hijo que tenían
También se llamaba José


Otras maneras de diversión infantil y juvenil de la chiquillería femenina eran el pie quieto y las prendas; pero los más populares solían ser el chinfle –nombre pedroseño de la rayuela o el tejo– y sobre todo la comba con una aceleración final que exigía a la saltarina gran agilidad para no caer al suelo con los pies enredados en la cuerda:
Pan, vino y tocino,
oreja de cochino,
copa de aguardiente,
fuerte ¡fuerte! ¡fuerte!


Juegos comunes para ambos sexos eran las diversas variantes del escondite –el marro, zurro que te vi, la palmada… – y el látigo. Este último podía incluso resultar peligroso ya que los jugadores más pequeños y débiles situados al final del látigo humano –todos cogidos fuertemente de las manos– podían dar con sus huesos en tierra o contra una pared.
La cosca en un principio era un juego sólo para niños, pero las chiquillas también lo adoptaron y así, no era raro verlas saltando sobre la chepa de una compañera a la que había tocado en suertes doblar el espinazo agarrada a la reja de una ventana. 
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No era raro, por último, ver cómo, manos entrelazadas, una pandilla copaba toda una calle, de pared a pared, impidiendo el paso de quienes venían en sentido contrario. Era lo que se llamaba “Atajar la calle”, es decir, cortarla para el uso y disfrute del grupo. Y claro, no faltaba la cancioneta para el caso:
“A atajar la calle,
que no pase nadie
na más que mi abuelo
comiendo buñuelos.
Maravilla, maravilla,
este niño es de Sevilla.
Cuatro patas tiene un gato,
una, dos, tres y ¡cuatro!”
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Los juegos de los niños, además de la cosca, eran diferentes y respondían a otras habilidades “masculinas” según los usos de aquellas épocas.

Popularísimas eran las bolas (las canicas) con las que se jugaba al hoyo –acertar meterlas en un agujero– o al triángulo –acertar a dar a las colocadas en un triángulo y cobrarlas para uno mismo– , pero lo más curioso era la manera de medir la distancia en los diversos juegos de bolas: extendiendo la mano 
“media, cuarta que no la gasta” y poniendo el pie “y pie que no lo es”. Las bolas eran de tres clases, según su valor, de barro, de plomo y de cristal.
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El juego del trompo estaba muy extendido y se practicaba a lo largo de todo el año. Pinándolo, había que cogerlo en la palma de la mano y con él golpear a otro –a modo de señuelo– que estaba en el suelo llevándolo hasta una raya previamente señalada. En ocasiones, este juego era extremadamente cruel ya que el perdedor tenía que entregar su propio trompo que era destrozado por los trompos ganadores a base de clavarle las púas golpeando con una piedra. Cosas de niños.

La lima –lanzándola a la tierra para clavarla– y el aro –de madera o de hierro, rodándolo con una guía– competían con la piola. Esta, la piola, no era otra que “la pídola” adaptada al pueblo. Era una variante de la cosca y consistía en saltar sobre un jugador –“el burro”– que por sorteo tenía que agacharse para que sobre sus espaldas brincara el resto de la pandilla. El saltador se acercaba al “burro” midiendo la distancia con los pies –pico, pico, panza y pico– y en el momento de saltar golpeaba con el talón el trasero del “burro” –esto se llamaba el “espolinique” – o bien se dejaba caer encima con todo su peso –esto era la “culá”– . Cosas de niños.

En las noches de tormenta, los chavales se retaban a ir al cementerio y atar un pañuelo en la reja de entrada del campo-santo. Había que tener valor, porque el viento y los truenos movían e iluminaban los eucaliptus del Paseo del Espino, un ambiente ideal para una película de terror. Se decía además que mientras se ataba el pañuelo, si, a pesar del miedo, se echaba una mirada al interior del cementerio podían verse los fuegos fatuos saliendo de las tumbas.

En los días de lluvia y frío, lo normal era que se jugase en el interior de las casas o en los zaguanes, las niñas a los cromos y los emblemas, los niños a los “rompes” –los cartoncitos de las cajas de cerillas– o a los botones, imaginativas partidas de fútbol en las que los jugadores eran botones. O bien se aprovechaba el tiempo desapacible para leer tebeos: los había comunes –el TBO o Jaimito – y propios de las niñas –la colección Azucena– o de los niños –Roberto Alcázar y Pedrín, El Guerrero del Antifaz, Purk el hombre de piedra, entre otros– .
​

Y así, en invierno, en primavera, en otoño y en verano, a todo lo largo del año; a la salida del colegio los días de diario o durante los festivos, los niños y las niñas, la chiquillería y la gente joven llevaba su juegos a las calles, las plazuelas, las callejas y las plazas pedroseñas, llenándolas de alegrías y travesuras.
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Jugaban las niñas.
Jugaban.
Al triqui, triqui, tera; a los limones, al ciclón verde
jugaban.
Y se divertían y saltaban
a la comba, al pie quieto al corro y al chinfle
y correteaban y se recreaban.
Jugaban los niños y las niñas.
Jugaban.
A cosca, al marro y al látigo
y brincaban y corrían
a la palmada, al zurro que te vi y al escondite.
Y disfrutaban, se retaban y reían.
Jugaban a las prendas y atajar la calle.
Y alborotaban y cantaban.
Jugaban los niños.
Jugaban.
A la lima, al aro y a la billarda.
Y peleaban y se desafiaban
a las bolas, al trompo y a los rompes.
Y contaban, y reñían y se entretenían.
Jugaban las niñas.
Jugaban los niños
Y las calles rebosaban de risas y alegría.
¿A qué juegan hoy las niñas y los niños pedroseños?
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