A las tres en el verano y a las cuatro en invierno, albeaba Madruga; Madruga el Panadero. En las sofocantes noches estivales y una vez consumida la cena con la ensalada de lechuga por postre, daba cabezadas desde una silla de enea a la puerta de la casa en un equilibrio inestable, hasta la hora de empezar la faena. En invierno cabeceaba también, pero sobre la mesa de camilla al calor del brasero, reposando en la cama un par de horas todo lo más. Estas dormi-velas y alguna flaca siesta le reponían a su trabajo al día siguiente fresco y jovial. ¡¡Niños arriba!! Gritaba a los hijos mientras prendía el horno. Cuando los conseguía despabilar, ya la caponada de jaras ardiendo en la padilla, había perfumado a la noche y ellos ahuyentaban el sueño dando puñadas a la masa en un inmenso lebrillo que tenían por masera para heñir. El viejo artesano vigilaba la briega de los hijos y la temperatura para la cocción abriendo y cerrando el tiro del horno y palpando la masa. El pan amacerado, el de munición, los bollos franceses y las perrunas. Teleras, cuartales y roscas; cada cual con su harina, forma distinta y leudo diferenciado. Todo esto sin olvidar el control de poyas y maquilas, que no eran más que acuerdos cerrados entre el labrador y el panadero, mediante el cual éste se comprometía a entregar al cliente cuarenta y ocho hogazas de pan por fanega de trigo recibida. Una vez calentado el horno, recogía Madruga con la allegadera las brasas en un bidón de chapa y con ellas surtía el brasero y cocinaba Antolina su mujer. Un saco de yute húmedo acoplado a un largo mango, le servía para dejar los ladrillos del piso, donde iba a depositar las piezas de pan, aljofifado y pulido. Sudando a la boca de aquel infierno, el ventrudo tahonero, tocando con una camiseta sin mangas y pantalón de pana, cocía primero los bollos franceses, delicados panecillos y verdaderos repápalos, que vendía a grito un pelado rapaz. Este, antes que el sol asomara, pregonaba su mercancía transportada sobre la cabeza en una espuerta, arropada y protegida por un saco. ¡¡¡Y cómo "bajean"... calientes…!!! Hogazas, teleras, cuartales y roscas, ya más entrada la mañana, eran repartidas a | domicilio por los hijos, con la ayuda de una hermosa burra atalajada con una sera rígida forrada de lona blanca y con ribetes de cuero. Los pastores, cabreros, rancheros, pelantrines y pegujaleros, recogían una vez por semana, junto con la cabaña, los sacos de perrunas para los mastines. Para cargar el horno disponía siempre de una pila de haces de jara contra la pared de la fachada, junto al portón trasero. Esta calleja hace cuesta y desemboca en una plazoleta, donde una gran alcantarilla se bebe todas las aguas que fluyen de los angostillos que la rodean. Una noche de tormenta el cielo se abrió derramando cántaros, orzas y tinajas de agua, de tal manera que ellas y el viento, arrastraron a las jaras hasta el sumidero y lo cegaron. La plazoleta se convirtió en una balsa cuyo nivel subía y se colaba en las humildes viviendas, y, ante esto, los moradores escaparon por los tejados en algarada. Estos paroxismos hubo de aliviarlos el buen Madruga con muchos panes en reparación de más daños de los que hubo. El aromático combustible, culpable de estos desaguisados, lo acopiaba un costilludo atijarero, dictador de siete asnos cansinos. Cuando el sol trasponía por la vereda de la Laja en el Cubillo, entraban por las callejas del pueblo los burros de "Jabas Verdes" denunciando el aire su carga de monte resinoso. Las muchas faceras sobre los lomos, malos caminos y escasas cebadas, fueron aclarando la reata hasta quedar el viejo asnerizo con una sola bestia para el transporte. Al morir ésta, comida de mataduras y tábanos, quedó el "Jaba" solo, para con sus brazos descuajar los trompillos y a sus espaldas llevarlos a la tahona. Poco tardó en reunirse con su recua y la leña de encina hubo de suplir al primitivo y tradicional combustible. Y así un año tras otro haciendo en pan, que, conforme a la bondad de los tiempos, podía ser más blanco o más atezado. Falleció el viejo arrobero y los hijos modernizaron la industria sustituyendo el candil por la luz eléctrica, el hintero por la amasadora y la añeja bóveda de ladrillos con la sal en la solera y escorias en la cúpula, por el horno rotativo. ¡¡¡Ay!!! Pero ya, ni los panes ni las noches saben a jaras. |
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AutorAsociación Cultural LA MEMORIA PRODIGIOSA.
José Mª Durán Ayo ARTÍCULOS DE José Mª Durán Ayo MÁS ALLÁ DE MI MEMORIA. José María Odriozola Sáez CUADERNILLOS DEL ARCA DEL AGUA. Luis Odriozola Ruiz Archivos del blog por MES
Noviembre 2022
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