Chuzos de punta caían aquella noche sobre el cristal delantero de mi automóvil. Apenas entraban los faros en la doble muralla del agua y la espesa oscuridad, de forma que los olivos de las cunetas, parecían árboles arrancados de las ilustraciones de un cuento de Perrault. Serían más de las once y la dureza de los elementos habían hecho recogerse a personas y animales en sus abrigos, excepto yo, que me había empecinado en dormir al calor de la chimenea de mi pequeña casita del campo. Conducía despacio por estas razones y porque los ojos me los abrochaba el sueño, cuando en esa zona en que el bruno empieza a comerse los focos del coche, advertí como una persona totalmente desnuda con la cabeza rodeada de charamuscas y a grandes trancos, cruzaba la calzada. Atónito paré el vehículo y entonces del profundo silencio del arcabuco, brotó un sonido tristón como la cuerna o caracola de un montero. El resto del trayecto y ya en mi casa hasta quedarme dormido frente a la lumbre, no hice sino discutirme si vi algo real o había dado una cabezada al volante. A la mañana siguiente seguía atormentándome la explicación lógica de este suceso y con el casi convencimiento de haberlo soñado y el propósito firmísimo de no conducir con sueño, regresaba al pueblo. Al llegar a la altura del lugar donde creí tener la visión, sin esperanza de aclaración alguna, me apeé de mi vehículo para curiosear. Después de varias vueltas y con tremenda emoción, vi en la roja y blanda arcilla del olivar, la huella nítida de un pie desnudo. ¡¡Ni me había dormido, ni alucinado!! Aquella horrible noche un ser humano sin ropas y rodeado de centellas, vagaba por el monte soplando un cuerno. Con gran cautela ante el temor al ridículo o de bromas pesadas, comencé a indagar entre los hombres del campo de aquellas cercanías, que bien pocos eran: el vaquero de Agua-Corcho, el pastor del Castaño, el cabrero de los Cardales... nadie me aclaraba nada y parecía que eludían este motivo. Lo más que pude sacarles es que algunas noches habían visto una luz por las calicatas de Juan Teniente, y que suponían eran cazadores furtivos de los de "aves con lumbre". Así en mis pesquisas me llevé meses hasta tener un día, cuando ya me daba por vencido, un pequeño rayo de luz. La casera del Cañuelo había enfermado y le habían trasladado a su pueblo Cabeza del Buey. La causa del mal fue la impresión que llevara al encontrar en el gallinero a un hombre en cueros. Esto solo eran rumores, pues el marido no había denunciado el hecho, por no dañar su reputación. Después de esto solo me quedaba por conocer e interrogar con la debida precaución, a un matrimonio que tenía por habitación la Zahúrda de Juan Teniente. Según el encargado de las Umbrías, eran gente hosca que rehuían el trato y centraban | toda su actividad aislados en el carrascal, haciendo boliches, pues eran de profesión carboneros. Completaba la familia un anciano ciego padre del piconero. Varias veces subí al San Cristóbal con los prismáticos y dediqué mucho tiempo a vigilar la casa. El matrimonio se afanaba en la corta de leña sin descanso y al atardecer sentaban en una silla y en la puerta, a un viejo de pelo blanco. Un atardecer cuando ya el inválido patriarca se mecía en su asiento, me acerqué descuidadamente con la intención de observar más de cerca y entablar conversación. ¡Nunca lo hubiera hecho! Al verme descender por la vereda, la mujer horriblemente disfrazada por el polvo del carbón, recogió brutalmente a su suegro en el interior de la vivienda y respondió con un agrio ¿Qué quiere Vd.? a mi templado buenas tardes. -Señora, pasaba por aquí y tengo sed. ¿Me da Vd. agua? -Ahí tiene el búcaro. - Y me señaló un tiesto que debió ser blanco. Mientras intentaba beber noté a mis espaldas la presencia del marido, el que, al devolver el pitorro a su lugar, me lo arrebató casi en el aire y me espetó: -Váyase y no nos espíe más. Y así me despidió cuadrado en el llano de la casa con una pequeña hacha colgada del antebrazo. Este fracaso me hizo ser más prudente y casi olvidar mis pesquisas durante mucho tiempo, pero estaba de Dios que mi participación en estos enredos no acabarían aquí. Para que mi interés no decayera, una vez vi la luz por los castaños del Cerro Montilla y dos madrugadas me despertó la triste voz de la cuerna. No me cupo duda, mi finca estaba situada de forma que sin querer era testigo de un poderoso misterio. Me pasaba desde el porche de mi terraza en el campo, largas horas por las noches vigilando el valle del San Pedro y sus laderas de algaba. Una noche que lloviznaba mansamente, hacía mi guardia tan relajado en la butaca, que me venció el sueño. Dicen que el hombre presiente al lobo en la oscuridad, porque se le eriza el vello. Algo así me pasó. De pronto abrí los ojos con sobresalto y un grito de terror se me escapó quebrado. Ante mí, a pocos pasos un hombre altísimo, de piel y cabellos blancos, larga barba de igual color y totalmente desnudo. Los ojos overos y con expresión de loco, en una mano un tizón ardiendo y en la otra una liara. Ante mi grito saltó la baranda con gran agilidad y se perdió en la noche. Cuando despavorido me encerraba a cal y canto, sonó la cuerna. ¿A quién puedo contar esto? ¿Quién lo creería? Un día me apuntó el Cotufa, que pone cepos para conejos y busca esparraguillas, que en una galería de la mina, en lo más hondo, alguien duerme y hace candela. |
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AutorAsociación Cultural LA MEMORIA PRODIGIOSA.
José Mª Durán Ayo ARTÍCULOS DE José Mª Durán Ayo MÁS ALLÁ DE MI MEMORIA. José María Odriozola Sáez CUADERNILLOS DEL ARCA DEL AGUA. Luis Odriozola Ruiz Archivos del blog por MES
Noviembre 2022
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