Para mí las gallinas siempre han sido tontas y las cabras locas. Necias resultan las pollitas púberes, estilizadas y coquetas, ante el gallo garañón, fantoche y celoso. Viejas papanatas las cluecas ventrudas y quejosas, dóciles y enamoradas ante el cacique emplumado. Alborotadas sin razón, se resignan horripiladas a que la comadreja les chupe la sangre bajo el ala. Picotean incansables sin discernimiento, soltando con igual facilidad un huevo o una gallinaza. Su cobija es muy variopinta, pero ninguna más sorprendente que esas leonadas sin raza reconocida, pesadas como buitres y de pescuezo pelado. Igual comen un membrillo que una rana, y berzas más que una vaca. Ponen cuando Dios quiere un huevo descomunal encubierto como un tesoro en la maleza, con cascarón a prueba de cantos y yema encendida como las mejillas de una batueca. Razón llevaba Don Fabricio. Este es un extraño personaje que deambula por los campos pasmando a los labriegos con su sencillez y discreción. Acumula piedras y bichos en su morral y pide asilo donde le sorprende la noche, fuere cortijo o choza. En muchos de estos humildes lugares, las letrinas coinciden con los establos y gallineros, y sé que para él es dura prueba en más de una ocasión, vencer su timidez y exhibir sus vergüenzas ante la mirada bonachona de una vaca y la múltiple expectación del gallinero. Además, decía: tuercen la cabeza porque prestan más atención. Inoportunas, desangeladas e insensatas me mostraron cuanto eran, la tarde que se averió el coche. Ya venía mal de algún tiempo atrás, pero aquel día sus toses y espasmos me hicieron maliciar una obstrucción en el carburador. Hice un alto en la explanada de un humilde cortijo y febrilmente, por la inminencia de la oscuridad, procedí a intervenir a mi paciente. Lo tenía destripado y después de haber soplado numerosos tubos con sabor a gasolina, andaba con el destornillador soltando un tornillito rubio como de bronce pulido, que por su pequeñez se me resistía. Confianzuda y osada una gallina blanca me escarbaba bajo las piernas, cuando como empujado por un resorte saltó el tornillo ante la cloqueante criatura, que sin el menor titubeo se lo zampó de un solo golpe de pico, seguramente por su parecido con un grano de maíz. | Ella, la pita, siguió esculcando y yo sorprendido pensando sin perderla de vista como recuperar la pieza. Al fin lo decidí; tenía que cazar al ave y hacerle esta vez en un ser vivo, una intervención quirúrgica con mi navaja, o resignarme a dormir allí mismo. Despacio primero y airadamente después la perseguía. Ella me esquivaba y escandalosamente protestaba, hasta provocar la intervención en su defensa de una vieja que se declaró la dueña, quien con ojos de sospecha no daba crédito a mis explicaciones. Al final compareció el marido que me autorizó el sacrificio de la glotona previo pago de su importe y concediéndome llevar la carne. Pero cual no sería mi desolación al comprobar que, durante estas negociaciones, la ratera se había mezclado con quince o veinte compañeras todas de la misma pluma. ¿Qué va a Vd. a hacer?, me preguntó socarrón el paleto... ¡Puede poner un palito al agujero del tornillo o despanzurrarme todas las gallinas, pero a quinientas pesetas por pico, que son de raza! Después de una hora de marcha pedestre me recogió un camión y con las aves pernoctó mi vehículo. Que por cierto no fue esta la única agresión que sufriría ni la más grave, ya que, si las gallinas pueden producirle una avería, las cabras lo abocadean con regusto. En una ocasión que lo estacioné en un sendero, a mi vuelta lo sorprendí rodeado de una machada que se merendaban los guardabarros de plástico, lo que no me extrañó mucho pues como cosa natural en su chaladura, comen con apetito los periódicos. Y en una ocasión fui testigo y no lo olvido, de cómo una chota retozona arrebató de la mano a un vendedor de huevos un billete de mil pesetas que ingirió en un santiguo. Se botan, balitan y hacen títeres por piedras y tapias como alienadas, si bien es verdad que en otros quehaceres sus locuras son aprovechadas con éxito. Si quieres extirpar un tupido zarzal ata una chiva a su orilla y para mondar las almendras un astuto labrantín, se las esparcía al anochecer en la enramada, para recogerlas al siguiente día limpias y brillantes, listas para encucar después de pasar la noche como caramelo en boca de viejo. Me ratifico, las gallinas no tienen discernimiento y las cabras son unas irreflexivas. |
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AutorAsociación Cultural LA MEMORIA PRODIGIOSA.
José Mª Durán Ayo ARTÍCULOS DE José Mª Durán Ayo MÁS ALLÁ DE MI MEMORIA. José María Odriozola Sáez CUADERNILLOS DEL ARCA DEL AGUA. Luis Odriozola Ruiz Archivos del blog por MES
Noviembre 2022
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