Cuando yo nací, en mi pueblo, todos los días moría un niño. En aquel villorrio serrano era normal el repique a Gloria y el comentario de las mujeres: "Un angelito más en el Cielo" Muchas serían las causas, pero los síntomas eran los mismos, una diarrea. Y los resultados también, una cajita blanca con cintas y un presuroso entierro que rezumaba conformismo y un algo de despreocupación. Se decía un "entierrito". Los duelos de viejos y recién nacidos estaban descargados de pesar; el trance lo sublimaba la juventud o la hacienda del difunto. Es humano, que quiere decir inhumano. Pero volviendo al caso que nos trae. En aquellos años mi madre que era una mujer físicamente débil, me parió a mí, que resulté un braguillas fornido con un apetito pantagruélico. Rápidamente di buena cuenta de sus reservas y ante mi escandaloso inconformismo, comenzaron las pruebas y experimentos chapuceándome el estómago con harinas tostadas y leches animales. Me ocurrió lo que a todos; se me declaró el desbarate de tal manera, que nadie me concedía la menor esperanza de supervivencia. Mucho lloró la santa de mi madre, hasta lograr el pobre de mi padre, una buena mujer que me ofreció una teta, más como caridad que como negocio. Era Pura "la Vejiga". ¡¡Bien me descalostraste, ladrón!!, me dijo ya chanca. Pura era la mujer de un cazador furtivo de los de "a la luna", que pasaba semanas por los vericuetos de los cotos mejor guardados. A las citas convenidas acudía esta mujer a recoger la caza y aprovisionar la munición de boca y el recado venatorio del marido. Pescaba en el Huesna cubierta con unos pantalones bajo la bata, de cuya humedad no prescindía hasta vender los peces, que en una cesta de varetas de olivo llevaba sobre la cabeza y pregonaba: ¡¡Peces vivos!! Machihembraba y entablillaba los huesos rotos y hacía desaparecer las verrugas con solo un toque de saliva. Ella me salvó la vida, su leche ancestral me repuso a esta selva como uno de los suyos. Cuando contrajo la pulmonía quedé de nuevo huérfano y con los apetitos exacerbados, mi madre seguía más que nunca siendo ama seca y mi situación grave. Fue entonces cuando tuvimos una oferta que pudo ser la solución. Dolores "la Carnicera" se ofreció por nada, a ella le sobraba, estaba trastetada y su hijo al que decían "el Alemán" por su enorme desarrollo, no la vaciaba. En su tremenda espetera quedé perdido y | saciado en un santiamén y todos nos la prometíamos muy felices hasta que se filtró la noticia. La teta que “el Alemán" no apuraba y que ya, era prácticamente mía, había servido para para ayudar a un lechoncillo expósito hasta la víspera de mi primera mamada. Nuevo disgusto de mi madre y la cancelación de los servicios de la pasiega, fue la reacción inmediata, y a mí, cuitado lactante, que seguro no tendría el menor escrúpulo en continuar con el machito, me lavaron repetidamente la boca con un hisopo desinfectante. Solo un milagro me salvaría y se produjo el milagro. Mejor dicho, dos. Antonia “la Sordaita" era la lavandera de la casa. Una vez por semana recogía a la mañana la cesta de la ropa sucia y dos tacos de jabón verde, con los que se dirigía a un arroyo entre piedras de las afueras del pueblo. Al atardecer volvía con la ropa limpia, soleada y seca y el cachillo de jabón que hubiere sobrado. Aquella tarde también volvió con la ropa lavada y el pedazo de jabón restante en la cesta sobre la cabeza y en los brazos, una niña asimismo lavada, envuelta en una toalla y que había alumbrado camino del lavadero a espaldas de una piedra. Aquí hizo Dios de matrona y me proporcionó otra ama. De su ubre acumulé energías para seguir en liza con la muerte, hasta que quedó teticiega de un pecho. No acababan mis infortunios y el asegurarme el alimento, de tan accidentado, resultaba ya angustioso. Pero el Creador me tenía reservado también, para que diera testimonio de estas aventuras. Vino por entonces como todos los años a dar a luz en el pueblo, la mujer de un vaquero a la que llamaban María "la Calicha"; maciza y ubérrima hembra que ante la congoja de mi madre se comprometió a ahijarme. Ella me sacó de culero y me destetó a la manera de los gitanillos en los procedimientos y con los afectos y cariños de verdadera madre. Vivía en la calle por donde había de pasar camino de la escuela, y recuerdo ya zagalón, aquel día que cayó la tromba de agua y viento, cuando al verme azorado, me cubrió con su delantal y me apretó contra su pecho al que los años habían debilitado. Reviví el olor de su cuerpo y me sentí protegido. Tenemos que reunirnos los hermanos de leche. Ahora se llaman: Pepillo "Tormenta", "el Alemán", "Agüita" y "la Mona". Compartieron conmigo su alimento. Les invitaré a un yogur. |
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AutorAsociación Cultural LA MEMORIA PRODIGIOSA.
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Octubre 2022
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