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6) EL RETRATISTA Y EL ARRIERO

5/3/2021

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Cuando las cédulas personales pasaron a mejor vida, su hijo natural, el documento nacional de identidad, conmocionó a nuestros pueblos.
Hubimos de guardar cola para rellenar los impresos ante unos policías secretos que solo en las películas americanas habíamos visto. Nos tomaron a los honrados por primera vez las huellas digitales y nos tuvimos que retratar.
Todos estos datos y declarar nuestra verdadera edad, fue en más de una persona dura prueba.
Había pueblos que no tenían fotógrafos, muchas señoras mayores no estaban dispuestas a la impúdica difusión de la fecha de nacimiento; y a retratarse, ¡¡ni muertas!!
No había tampoco por Sierra Morena peluquería de señoras; lo más, peinadoras a domicilio para aquella que no sabía hacerse el moño, o para adobar a alguna pelirrata precisada de cumplir en un velatorio.
Ante todos estos inconvenientes, hombres de empresa y larga visión comercial que en las plazas de pueblos mayores venían vegetando con la foto al minuto, olfatearon negocio.
Ya no era la imagen del soldado, la boda o la primera comunión, sino la temporada larga de ingresos constantes de todos los mayores de edad, posando en idéntica postura.
Decía Lemos, y llevaba razón, que este tipo de retrato denigraba al artista, al privarle de recursos (léase posturas, luces, macetas...).
Claro que este hombre no era uno más entre los retratistas. Solo en su indumentaria podría confundirse con cualquier otro.
Alto, vareado, cano y limpio. Pasaría de los setenta y siempre en la brecha con su sobretodo de hábito de San Antonio y su máquina. Esta merece descripción.
Tenía forma de caja de zapatos con ribetes de zinc, limitada al frente por una trompetilla color ala de mosca con tapadera de goma. La apertura de este objetivo era manual y a ojo el cálculo del tiempo de exposición. En la parte opuesta, había una boquilla más corta, de cuyos aledaños partía como una talega de pana lisa y negra, dentro de la cual pasaba nuestro buen hombre, con la cabeza y manos metidas, luengos tiempos en mágicas maniobras.
​Los laterales de este artefacto estaban adornados con una selección de sus mejores obras...muchachas de recientísimas permanentes escaroladas, rudos varones de entrecejo corrido, abrochado botón sobre la nuez y pálidas frentes sobre renegridas mejillas, como secuelas de gorras de visera.
Hizo las mejores fotografías de todos estos
 pueblos y la mayoría de las utilizadas en los documentos nacionales de identificación.
Pero, las cosas como son, se le atribuye un fracaso; lo voy a contar porque uno solo en tan dilatada vida profesional, a nadie puede ofender.
EI Chico Pinante era un buen arriero de media estatura y gruesa tripa trabada con una larga faja negra de flecos, la que terciaba con una vara de adelfa. No le faltaba un sombrero de ala ancha y el colillón ensalivado.
Cierto día coincidieron a la puerta de una tasca en las afueras. Lemos con su máquina en eterna actividad y el Chico a pegarse un "trancazo" de mosto.
Le insistió el fotógrafo al arriero en la necesidad de hacerse el carnet, hasta conseguir su objetivo: la fotografía.
Sentóle contra la blanca pared de la taberna y lo descubrió no sin esfuerzo, dejando el sombrero en el respaldo de la silla junto con la vara.
De inmediato, comenzó Lemos sus ceremonias y ritos. Inmerso de cabeza y manos en la talega en febril "hojarasqueo", quizá se alargaba en preámbulos.
Esperaba el Chico con curiosidad el resultado, que también se demoraba.
Lemos bañaba la cartulina en la lata del revelador con gran nerviosismo, hasta que, apremiado por el arriero, hubo de confesar que no entendía lo ocurrido.
Presentaba una fotografía de gran nitidez como todas las suyas, en la que la silla, la vara y el sombrero, querían hablar, pero del Chico Pinante, ni rastro.
¡¡No lo entiendo!!, ¡¡No lo entiendo!! Debe ser radioactividad, balbuceaba.
Es tonto aclarar que el Chico, seco como un esparto, en esos momentos de abstracción del artista, había entrado a tornarse el mosto, coincidiendo su vuelta y nueva sentada con la parte final del ritual.
A nadie que lo conoció puede sorprender esta reacción del arriero, pues de expedito y directo, amén de sus asnos, muchos lo habían comprobado.
Y si no pregunten en el juzgado. Allí desconcertó hasta al Magistrado en aquella sentencia que, por daños de sus jumentos, dictaminó el juez que indemnizara con veinte pesetas. Nuestro hombre, sin perder el respeto, se acercó al estrado dispuesto al trato y rebaja de la cuantía, y descolgando una colilla de la oreja espetó a su Señoría:

​- ¡Veinte pejeta...!, ¡echa pa cá candela!, ¡¡veinte pejeta!!
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