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8) JIMÉNEZ TONTERÍAS

7/3/2021

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Jiménez Tonterías era un tunante, maestro en casi todas las especialidades del patio de Monipodio. Podía ser según conviniera, peregrino, lagrimante, temblador, o palpador, y con la práctica de estas industrias vivía a salto de mata como un pícaro del siglo de oro.
Sentado en la plaza del pueblo hacía las delicias de la chiquillada, contoneándose con dos lagartijas vivas colgadas de las orejas, que se mantenían como zarcillos por el mordisco que les obligaba a darle en el lóbulo, allí donde las mujeres y los piratas se hacen el agujero.
Con este reclamo vendía a tres chicas grillos, que trasportaba entre la boina y el cuero cabelludo, y hasta engañaba a los más pequeños, despachándoles por igual precio grillas, que todos sabemos que no cantan.
¡La cosa era engañar, dar gato por liebre!
¡¡ Si vendía castañas no se pelaban, si almendras casi todas eran agrias, si berros procedían del final de un albañal y por ello estaban tan desarrollados!... disfrutaba con su truhanería.
En años había traspuesto el umbral de los sesenta y seguía igual de pueril y excéntrico, por lo que le quedó vitalicio el apodo acompañando al apellido: Tonterías.
Era frecuente verle por los ejidos y callejones destacando su alta y huesuda figura con los pantalones en las canillas y una chaqueta de tres tallas más, rodeado de indinos, a los que iniciaba en los secretos de cómo inflar una rana soplándole con una pajita por la cloaca, recitándoles poesías con el regocijo de la golfería o compartiendo algún membrillo o granada de procedencia dudosa.
En la Romería y el día de la Virgen tiraba los cohetes, encabezaba sin el menor cansancio los ¡¡vivas!! a todo lo que bien cayera, y tocaba las campanas de la torre.
Iba al frente de la banda de música en la feria, repartía
los prospectos del cine, retransmitía las autopsias desde la ventana del local del cementerio a los curiosos distantes; en fin, cumplía una heterogénea gama de actividades sin contratación previa, por las que exigía incansable remuneración.
Inquieto viajero, abandonaba por largas temporadas a su pobre madre, efectuando largos periplos, cuyo inicio y trasformación de la figura lo efectuaba en los trenes.
En el correo de Madrid, vestido de peregrino con su almeja, la barba rala y los ojos sanguinosos de vidente atormentado, vendía estampitas de santos de advocación estrambótica, medallas milagrosas que traía de Tierra Santa y detentes de tres capas. Los viajeros, en aquellos coches de asientos corridos, adormecidos por el calor y el traqueteo uniforme en las llanuras de la Mancha, agradecían a Jiménez que rompiera el tedio con su figura insólita y su parla santurrona, por una limosna que recogía en una escudilla.
A esta faceta mística, a veces añadía la atlética, que forzaba el revisor o la pareja de escolta de la guardia civil. Entonces, la huida de vagón en vagón acababa con el apresamiento del romero y el abandono a su suerte en la primera estación, o burlaba a la justicia por los techos del tren, al aire sayo y esclavina entre el humo y los berridos de la 
locomotora.
​Estas aventuras, que tan solo están esbozadas, pues el protagonista de sí no hablaba, y otras filtradas del juzgado, dan pie a sospechar de una vida rica en contrastes, con interrupciones producidas por la aplicación de la ley de vagos y maleantes.

De un pueblo de Zamora hubo una orden de su busca y captura por actividades pornográficas, y parece ser que la cosa no fue para tanto, pues según explicó al juez de Cazalla, formaba parte de una compañía de variedades compuesta por dos señoritas y un enano que hacía contorsiones en bañador sobre una mesa en las tabernas, y él, cobraba y describía las dificultades y peligro de los números. La culpa la había tenido el enano que era un borracho y el público enardecido que no había respetado a las artistas.
Regresaba a la humilde casa de su madre siempre en situaciones límite, tanto legales como físicas, más flaco y señalado, como gato rematando el celo; pero rápidamente resurgía y montaba otra actividad en su pueblo para hacer olvidar a la anterior, que también acababa siendo delictiva.
Estaba acusado de intrusismo por el farmacéutico, el médico y los maestros, pero todas estas causas morían ante el juez o el comandante de puesto tan solo con su presencia, que invitaba más a risas que a procesos.
Curaba las verrugas con "Rabicana"(hierba cana), los diviesos con sanalotodo, la rija con saliva y a los ancianos les proporcionaba un afrodisíaco a base de apio y ortiga blanca, de resultado sorprendente...
A la hija del hortelano de la Lima, que le daban vahídos y andaba con la color quebrada, le diagnosticó el embarazo y planificó el aborto; pero el novio no aprobó el procedimiento y lo persiguió a punta de navaja, provocándole una nueva peregrinación por las Castillas. Seguramente entonces fue cuando le reconocieron en Candanchú con un silbato y una gorrilla de guardacoches, un día infernal de nieves.
Últimamente le habían conseguido una pensión por débil mental, y parecía más serenado. Tenía montada en el corral de su casa, bajo un olivo centenario, una academia para enseñar a leer y escribir a los jornaleros que precisaban el carnet de conducir motocicletas. Además, les explicaba el código de circulación y las señales de tráfico, por el mismo precio y en amigable compañía, amenizada la docencia, con la botella de tinto con canillero y el plato de altramuces.
Y murió la madre, esa pobre vieja toda su vida esperando a su hijo Jiménez Tonterías, con los recursos que le proporcionaba una pensión que en los pueblos llaman "la vejez". Y apareció, como llovido del cielo, el hijo, que la entierra y vende la casita con su patio de pizarras y su olivo retorcido, en cien mil pesetas. Después toma el tren, con unos pantaloncillos claros y una maleta de cartón.
A los diez días otra comunicación al juzgado; a Jiménez Tonterías lo había matado la carretilla de los equipajes en el aeropuerto de palma de Mallorca.
De la faltriquera que ceñía bajo la ropa, le contaron noventa mil pesetas.
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