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44) UN GUARDA LLAMADO AGUSTÍN

12/4/2021

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Su guardería podía ser discutida; desde luego no era ortodoxa, y si me apuro, la juzgaría tan original como el pecado. No era inquisidor de huellas, ni celador oculto, ni bellaco seguidor... cualidades exigidas en los de su profesión; trabajaba de oído y a distancia, quizás por graves dosis de molicie que acompañaban a una psicología rural macizada de sentido común.
Con el lucero, "Matagañanes", prendía el anafre que recalentaba el café tras sus abluciones reducidas a la implantación de la gorrilla y el ensalivado del medio cigarro de la noche anterior.
A partir de aquí y mientras las gallinas iban bajando del chaparro que tenían por alcoba y la podenca hirsuta ladraba a la luna, reincidía en la cata de su infusión dosificada en pequeños culillos de una lata.
Merodeaba en derredor de la casa bajo el sereno, buscando la lumbre de un bellotero a la escucha del golpe de hacha del bornicero, y satisfechas estas exigencias, seguía sorbiendo culillos de café y disparando acertadas salivillas en su entorno.
La borrica que le auxiliaba tenía por habitación un chozo de juncos y tamujos tras la casa y compartía el pesebre con dos gallinas de guinea bravas como miuras, que, ante la menor alarma, se disparaban en un planeo vociferante a las laderas del Naranjo coreadas por el resto del corral, el ladrido del can y los rebuznos de la asna.
Este hogar al que nunca faltaba el vino, era sin embrago pobre en agua y en leña, ya fuese verano o invierno, pues, aunque estaba rodeado de una exuberante vegetación y la fuente reía en la cañada, el cántaro se aburría y la candela malvivía inope.
A la salida del sol aparejaba a la burra con una albarda herencia de bestia, de mayor porte y un seroncillo de esparto desflecado, que le permitía trasladarse al pueblo, transportar la vitualla y una garrafita de dos litros, eterna viajera.
Las provisiones acarreadas, siempre escasas, obligaban al diario peregrinaje con la consiguiente quiebra de la rutina y soledad del campo y la alegre visita el buchinche ya la vendeja pueblerina.
Manuela su mujer, dotada de afilada voz y requintado tono, cebaba a los pavipollos con cocimientos de ortigas y ahuyentaba a las vacas que deshebraban el chozo. Y Agustín retornaba siempre a la guardesa cuando el sol estaba más alto, en acalorado soliloquio y caballero en su pollina, que soportaba dócil su gesticulante estampa como un remedo de Alonso Quijano, el Bueno.
Era su casa lugar de cita para el caballista, el peón caminero, un guarda forestal impuesto por la Diputación y los vaqueros de la finca. Y eterna disputa y velada la rivalidad con dicho guarda.
Más de una vez solicitaba Agustín la intervención de un tercero que sancionara el pleito:
- ¿Tu qué dices? Diego los llama dólares y yo dollares. ¡Quién lleva razón?
Dice éste que es lo mismo "oropuerto" que "orodromo"... 
¡¡¡ si no sabe distinguir una gamonita de una cebolla albarrana!!!
Hace un año que me está dando la lata con una yerba especial que han sembrado en Cañagerrá y dice es la revolución por lo que alimenta al ganado, y ahora cuando ha salido, resulta que es carretón, carretón que los hay aquí por todas partes…
Trifolium subterráneo... carretón y nada más
que carretón... ¡¡¡ingenieros!!! ¡¡leche!!
Y así eternamente según el temple, procaz o socarrón, agresivo o amigable componedor.
Más liga hacía con el peón caminero, quizás porque a éste las palabras tan solo le salían expulsadas por el mosto, al que los dos tenían en compadraje y por la afición de ambos a esperar a una liebre en el agua, o a perseguir barbos y bogas en charcas enfangadas. Por esta afición les vino conocimiento del día de Acción de Gracias.
Sería mediada la mañana y se afanaba la pareja de amigos, Agustín y el peón, en calzarse y desprender las sanguijuelas de las pantorrillas que, en los lances del trasmallo se les habían asentado, cuando ante sus asombrados ojos asomó una caravana de coches de real presencia y a campo a través, hollando los céspedes del Guanagil. De ella descendieron con algazara extraños seres de polícromo atuendo y jerga ininteligible, quienes como endemoniados, prescindían de ropas y calzados sin parar en barras, hasta hacer hipar a los pescadores que se encogían tras las adelfas para no ser advertidos, ni perder detalle.
Rubios y rubias, negros y negras, todos en alborozado maridaje y con una música trepidante proyectada desde los vehículos, bailaban extrañas danzas y practicaban chocantes deportes. Todo acompañado de sorbetones a preciosas latitas que inexplicablemente abandonaban por
doquiera.
Atónitos ante el espectáculo, con las gorrillas hasta las orejas y quebrantados los costillares por tanto codazo como muda señal de admiración, nuestros protagonistas que no creían lo que veían, inútilmente se atormentaban por deducir quién era el marido de quién.
Después surgió la hecatombe; una rubia jolgoriosa y con todo el cuero al aire, se descubrió asentada en la nalga una sanguijuela. Se hizo corro ante la accidentada, paró el deporte y la música y en menos de diez minutos llegó la ambulancia de la base conjunta de Constantina con un equipo transfusor. Más rápido que llegaron, levantaron los yanquis el campamento con miradas de sospecha a la jungla que los rodeaba, de la que ya asomaban las vacas camino del abrevadero.
Finalizado el espectáculo, Agustín y el peón, escogieron las más atrayentes latas con las que obsequiaron a sus mujeres y lavaron sus conciencias.
El bienaventurado peón, cuando el hijo mayor cayó del burro y se dañó la cadera, disculpaba la cojera asegurando era producida por "la ruma" y heredada de él ya que éste es su padecimiento.
A lo que Agustín contestó explícito y certero como siempre:
-¡¡Coño peón!! ¿Cómo va a ser "la ruma" heredada de ti, si ese chiquillo lo tría tu mujer con seis años cuando se juntó contigo?
Antes de jubilarse, las raposas del carrascal de Cuernavaca le diezmaron los pavos y gallinas, la burra la vendió y el can y dos pollos de perdiz los llevó consigo al pueblo.
La podenca ha engordado con la falta de ejercicio y los huesos de las tabernas, y de las perdices aclara que son mochuelos expuestos a un guiso, a los que es necesario poner el televisor para que piñoneen y que solo dan de pie, con el reclamo de la máquina de coser cuando pedalea Manuela.
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