TIENDAS Y TENDEROS
Se viajaba a Sevilla sólo para asuntos muy concretos o excepcionales porque El Pedroso era autosuficiente. En el pueblo se podía encontrar todo lo necesario para la vida cotidiana. Las tiendas ofrecían toda clase de productos y no sólo los de primera necesidad. Eran muy numerosas las de comestibles, tejidos, droguerías y otras más especializadas, pero es difícil poner una distinción entre ellas porque frecuentemente sus estanterías eran un heterogéneo muestrario y lo mismo ofrecían telas de patén que judías de La Bañeza o sandalias de goma. Las tiendas de tejidos solían añadir a su marca comercial la de “Ultramarinos y Coloniales”, como una reminiscencia del pasado imperial de España cuando se vendían géneros o comestibles traídos de América o de las Filipinas. Era un hermoso reclamo que se complementaba con otras actividades comerciales muy variadas. Por ejemplo, la tienda de Luis Rubio estaba especializada, siendo él un gran cazador, en toda clase de artículos para la caza y especialmente en los cartuchos que allí mismo se elaboraban. Y en la de José María Durán, además de las telas y los comestibles, se daba un paso más ofreciendo las primeras lavadoras marca TER, los colchones FLEX y las camas NUMANCIA. Estas tiendas de tejidos generalmente estaban regidas por hombres y las de comestibles, por mujeres. Así, las de La Serona y la muy popular de La Quesita, una tendera singular llamada así porque precisamente no podía ni oler el queso. Claro que para singular otro tendero, Carmelo “El Cajillo” que era tan neurótico con la higiene y la limpieza que se tenía que lavar las manos cada vez que cogía una monedas para cobrar y dar la vuelta.
La publicidad, aunque muy elemental, también contaba ya y en eso se llevaba la palma la tienda de “El Barato” que se complacía “en comunicar que sigue dando los trajes a mitad de precio, con un amplio surtido de retales” o que “se avisa al público que no haga su compra de invierno hasta ver o consultar precio” y hasta invitaba al trueque: “Colchones FLEX, se cambian por lana”. Todos los comercios, sea cual fuere su carácter, temían la visita de la Fiscalía. Con este nombre se designaba popularmente a los inspectores de la Fiscalía de tasas, un organismo creado en 1.940 para vigilar los precios de los artículos de primera necesidad durante los años del racionamiento y perseguir las ventas ilegales de los productos adquiridos mediante el estraperlo, es decir de manera clandestina. Ocurría, sin embargo, que los inspectores tenían aspecto de tales así que cuando alguien les veía bajarse del tren y salir de la estación, corría al bar de Jacinto y por teléfono avisaba a los tenderos, se daba la voz, se colocaban los precios legales y los productos prohibidos se escondían en las trastiendas. Era la picaresca en tiempos de carestía. Además de las tiendas de tejidos y comestibles otros muchos establecimientos hacían innecesario el viaje a la capital: las droguerías de Manuel Alonso, Enrique Muñoz Policarpo y Lorenzo Chaves; la espartería de Pedro Cantarero; las mercerías y paqueterías de Rosario Fernández y de Ignacio Pinelo Guerrero o las jugueterías de Antonio Cañete y “La Chamiza”. Pero el mundo de los sueños maravillosos del juguete infantil –los sencillos, humildes y entrañables juguetes de mitad del siglo– se mostraban con toda su magia en la droguería de Lorenzo Chaves y Ángeles Antolín. Llegando el otoño, los perfumes, los tornillos, las linternas, los quinqués, los botijos, las bobinas y otros cientos de artículos dejaban las abigarradas estanterías de aquel comercio y en su lugar aparecían los juguetes que traerían en enero los Reyes Magos. Una transformación mágica que Tomás L. Chaves, hijo, recuerda así:
“Desde Octubre aquella tienda se transformaba en LA TIENDA DE LOS JUGUETES. Y su escaparate en el punto obligado de toda la chiquillería. Las narices de los resfriados pegadas al cristal competían con las manos que señalaban el pedido de cada uno a Melchor, Gaspar y Baltasar. Arriba del todo, un gran rótulo anunciaba “SE APARTAN JUGUETES”. Y ahí entraban nuestras madres en juego. Hoy, dos reales, mañana, una peseta… y así poco a poco, hasta el día 5 de enero en que aquella tienda era una locura recogiendo pedidos llegados directamente de Oriente. La cosa funcionaba así: "a principios de otoño el género habitual lo pasaban a la trastienda y su lugar era ocupado, desde las estanterías al techo, por los juguetes. Todo se cubría de sueños infantiles hechos de lata y cartón que, perfectamente colocado y colgados, esperaban impacientes hasta el día de Reyes.” En las tiendas de aquella época las ventas no eran siempre al contado, ni muchísimo menos. Se hacían “al fiado” a plazos o a dita. Este último era un sistema de venta aplazada con pequeñas cantidades que el ditero se encargaba de cobrar diaria o semanalmente yendo casa por casa. De esta tarea –con sus fichas encajadas en unas libretas/taco de enorme grosor – se encargaban en El Pedroso Pepe “El Ditero” y Alfonso “El Pañero”. Se pagaban los plazos peseta a peseta.
Por cierto, la peseta era la unidad monetaria básica de antaño. Dividida en 100 céntimos, se subdividía en varias humildes monedas que, por entonces, tenían nombres curiosos: 100 céntimos (una peseta) 4 reales 50 céntimos -------------------- 2 reales 25 céntimos -------------------- 1 real 10 céntimos -----gorda o perra gorda 5 céntimos -------perra chica Para guardar las pesetas no había bancos sino corresponsales de banca que se encargaban de las funciones más elementales de valores y letras de cambio. El primero, en los años 20, fue Ramón Larraz, al que sucedió su sobrino Luis Rubio, como corresponsal del Banco Español de Crédito y del Banco Hispanoamericano, ya desaparecidos. Hasta bien entrada la mitad del siglo no hubo en El Pedroso un establecimiento bancario como tal: la Caja de Ahorros Provincial de Sevilla. Esta caja la inauguró Ramón de Carranza, marqués de Sotohermoso, el 5 de agosto de 1.956, exactamente veinte años después de que al frente de una columna de falangistas, requetés y algún otro aristócrata, conquistara el pueblo para los llamados nacionales. Ahora era presidente de la Diputación de la que dependía la entidad bancaria. El primer director de la caja fue Juan Antonio Vázquez. Murió pronto y su segundo, Juan Vizuete, tuvo que interrumpir su viaje de bodas para hacerse cargo de la entidad. En ella permaneció cuarenta y cinco años, hasta que en el año 2.000 se jubiló. A todas estas tiendas, negocios y actividades comerciales había que sumar otras básicas para la vida cotidiana y la economía pedroseña: el pescado, la carne, la matanza y la caza. Pescaderías tuvieron Eloy Falcón, Manuel Romero, Manuel Ayo y Puri Fernández. La matanza era cosa de Dominguín, matarife bien experimentado, y de Irene, experta aliñadora de chorizos y morcillas a base de pimentón dulce o picante, ajos y sal gorda. Los veterinarios –José Sánchez, Horacio Pijúan, Fernando Granell y Manuel y Antonio Falcón– analizaban “la prueba” para descartar triquinosis, mientras los chiquillos soplaban la vejiga del cochino sacrificado para convertirla en un globo. Carnicerías tuvieron José Mateo, Ginés Carmona, José García Alejo y Manuela “La Carnicera” con su hijo. Para vigilar el peso de las reses cuando llegaban al matadero estaba el “alcaide de matadero”, llamado posteriormente “fiel de matadero” o “fiel de romana”. Fieles alcaides fueron Miguel Fernández, Trashenos y Antonio Ayo Rosa, abuelo del escribidor. |
La caza menor complementaba el círculo alimenticio de muchas familias pedroseñas. La “cuerda” de los Aquilinos, una reunión de expertos y muy hábiles cazadores, cobraba en una buena temporada miles de perdices y palomas. Las primeras en los cerros de Los Gamos y las segundas en el Puerto de las Palomas, en Barbosa, o en el Cerro de las Palomas, ya en el término de Constantina. Los cazadores pedroseños hacían gala de una pericia extraordinaria y, al decir de los entendidos, las mejores “escopetas” eran Don José el secretario, Luis Rubio y su hijo Carlos, Ventura Ayo, Onofre y Fernando Granell, Antonio González, el practicante, y su hijo Manolo.
Mientras la rehala va a coger la pieza cobrada, ¿echamos un cigarro? Ideales, de papel blanco o amarillo, Celtas, Peninsulares o Caldo de Gallina, picadura para liar. Los rubios –Bubi, Bisonte, Chester– y los mentolados –Reyno y Kool– son para otro personal y otras ocasiones. Todos se venden en el estanco de Amalia Lora o de Antonio Moya. Los mozalbetes, medio a escondidas, se inician en el rito del tabaco con improvisados cigarrillos de matalaúva, una planta con sabor a anís. Es el primer paso obligado antes de llegar a la “Edad de fumar”. Y es que fu-mar, en los años 40 y 50 del siglo pasado, es símbolo de hombría y virilidad.
VIAJEROS, AL TREN
Maristany, el jefe de estación, bajito pero mandón, comprueba que el factor ya ha despachado el último billete en la taquilla, se ajusta la gorra de plato y sale al andén. Se asegura que el guardagujas ha hecho el correspondiente cambio de vía, observa cómo otro empleado -el llamado “visitador”- golpea la rueda de los vagones con un martillo para detectar cualquier fisura, hace sonar la campana y grita con voz de ordenanza: “Viajeros, al tren”. Comprueba la hora en el reloj de cuña instalado en la fachada, se dirige al final del andén, hace una señal al maquinista con el banderín rojo enrollado y toca el silbato. La máquina de vapor se estremece, chifla y lanza una espesa humareda gris. El convoy se pone en marcha. Pasará por los apeaderos de Los Labrados, Ventas Quemadas y Arenillas, y por las estaciones de Villanueva del Río y Minas, Alcolea del Río, Tocina, Los Rosales, Cantillana, Brenes, La Rinconada y San Jerónimo y rendirá viaje en la estación de Plaza de Armas, en Sevilla. El tren llegó a El Pedroso hace casi siglo y medio, en 1.874, gracias, entre otros, a un emprendedor de la época, Félix Zabalza Tajonar, en cuyo honor la calle de Los Cercos recibe oficialmente su nombre. Desde entonces, y hasta la generalización del transporte por carretera, el tren fue la columna vertebral de la economía del pueblo transportando el mineral de hierro de los yacimientos del término, el ganado de las explotaciones agrarias, las mercancías del comercio y los pasajeros.
Los pedroseños viajaban en tren básicamente a Sevilla, de compras (Peyré–Los Caminos; Iglesias, Pérez y Soro–Las 7 Puertas, Paños Izquierdo Benito…), o para acudir a las consultas de médicos especialistas sobre todo otorrinos, dermatólogos y oculistas, como los doctores Morón, Conejo Mir o Zbikowisky. El problema de pronunciación de este apellido polaco, que ostentaba un prestigioso oculista sevillano, se solucionaba por las bravas: en pedroseño Sibicosqui (“Me va a ver Sibicosqui”, “Me ha mandado gafas Sibicosqui”…) A la vuelta de Sevilla, el tren tenía que superar un tramo especialmente engorroso: la llamada Cuesta de Los Labrados, en el Cerro Guillermo. Las máquinas tiraban con dificultad de los vagones y, a veces, patinaban las ruedas sobre los raíles. Los niños, asomados a las ventanillas sin preocuparse de la carbonilla que se clavaba en los ojos, repetían una tonada que imitaba los esfuerzos de la máquina para salir del atolladero: Maquinista, Fogonero, ayudadme que no puedo El fogonero intensificaba su trabajo echando más paladas de carbón desde el ténder a la caldera y el maquinista salvaba la situación forzando las válvulas y los pistones. Y el tren llegaba felizmente a El Pedroso después de una hora y media de viaje. Aproximadamente. En los años 30, 40, y 50, circulaban varias clases de trenes: el Carreta, de mercancías; el Mixto, de mercancías y pasajeros; el Ómnibus, sólo de pasajeros y el Correo que transportaba las cartas, los paquetes y los periódicos (“El Liberal”, “La Unión”, “El Comercio”, “El Correo de Andalucía”, el “ABC”…)La imagen de la llegada del tren a El Pedroso es inseparable de la de los cosarios que volvían de Sevilla con sus pesados fardos y sus grandes talegas de tela repletas de mercaderías. Cosarios fueron Eleuterio y Rafael Cabello “El Malarmo”, y cosarias Bernarda y Coral, esta última la más solicitada tanto que tenía que hacer noche en Sevilla, donde paraba en una fonda de la calle Goyeneta que acogía a los cosarios de otros pueblos de la provincia.
Y en la estación de El Pedroso les esperaban los carreros Leandro Navarro, Antonio Moreno, Santiago García o Currito Gilavert, los cuales, en sus carros de mano , repartían los bultos y los paquetes por los domicilios que los habían encargado. Para las mercancías más pesadas estaban los camiones y los camioneros: Jesús Virola, Antonio Núñez o Manolo “Batalla”. A veces cuando los viajeros lo requerían previamente, esperaba algún taxi: el de Emilio Pérez Tristán en los años 30 y, después, el de Luis Cantarero, Vergara–Campos –un pedroseño que combatió en la División Azul – y Antonio Díaz Reales. Los viajeros y los viajantes que llegaban al pueblo y tenían que pernoctar se alojaban en la Fonda Tristán –regida por tantas mujeres que eran conocidas como “Las Tristanas” – la Fonda Muñoz o la de Manuel Rodríguez “El Moreno” y Lutgarda Ayo Rosa. Las posadas (Pedro Camarero, Aquilino Marín y Fermina y la Posada de Afuera) hospedaban a otra clientela, de escaso poder adquisitivo. Hoy, el tren que da servicio a la línea de El Pedroso languidece, salvo los fines de semana que suelen ocuparlo los excursionistas y los ciclistas que viajan para disfrutar de la sierra. Está servida por máquinas potentes y modernísimas y por vagones de diseño, con aire acondicionado y todas las comodidades. Eso sí, entre Sevilla y El Pedroso sigue tardando una hora y media. Aproximadamente. PRÓXIMO
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AutorAsociación Cultural LA MEMORIA PRODIGIOSA.
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