PAZ, PIEDAD Y PERDÓN
Eran días de rumores y miedos. La telefonista de El Pedroso supo aquella tarde que algo estaba ocurriendo cuando, tras varios intentos infructuosos, con-siguió por fin comunicación con la central comarcal de Constantina desde la que le informaron que había una rebelión militar y que la línea telefónica con Sevilla estaba cortada. Y así, a través del teléfono, aquel 18 de julio de 1936, llegarían a El Pedroso las primeras noticias de la sublevación de parte del ejército. Al conocerlas, las autoridades municipales republicanas con el alcalde al frente – el socialista Ángel Rubio Sayago – crearon un comité para defender el pueblo, controlar el orden público y mantener abastecida a la población, formando así una suerte de milicia popular compuesta por miembros de los partidos y organizaciones de izquierda y republicanas.
Los milicianos rindieron a la Guardia Civil, se apoderaron del armamento del cuartel, establecieron vigilancia a la entrada del pueblo y requisaron alimentos, armas y explosivos en casas particulares y en cortijadas y haciendas del término municipal. Fueron encarcelados, además, veintidós derechistas –los más significados del pueblo– entre ellos el cura párroco, Don Manuel Fernández Merino. La iglesia y la ermita del Espino fueron utilizadas como almacenes de las requisas llevadas a cabo, lo que a la postre evitaría daños y desmanes en ambos templos. No obstante, la imagen de la Virgen, patrona del pueblo, fue trasladada y guardada en casa de Emilia Jiménez, dueña de la empresa suministradora de electricidad. La vida de los derechistas encarcelados corrió serio peligro, porque unos anarquistas llegados de Cazalla y Constantina pre-tendieron ejecutarlos –como habían hecho en sus pueblos–, pero el alcalde se opuso firmemente salvándoles de la muerte, como reconocería años después el propio párroco. Así las cosas, el día 4 de agosto se supo que una fuerza paramilitar del ejército sublevado, mandada por Ramón de Carranza – falangista, terrateniente y capitán de la Marina – había llegado a la finca de Las Jarillas, a pocos kilómetros del pueblo.
De acuerdo con el comité de defensa, varias mujeres, esposas de los derechistas encarcelados, se dirigieron a Las Jarillas para trasladar a los paramilitares que si no había represalias los prisioneros serían puestos en libertad. Al cabo, esta mediación no sería necesaria porque, aquella misma madrugada, fueron liberados, sin daño alguno, por Rafael Fenutria Muñoz, que había sido el primer alcalde republicano del pueblo. Un día después, el 5 de agosto, el grupo de Carranza hizo su entrada en el pueblo sin encontrar apenas resistencia ya que los milicianos defensores apostados en Los Álamos huyeron en desbandada al constatar la gran superioridad de los paramilitares y oír los primeros disparos. En la mañana de la siguiente jornada, otra columna –esta ya una fuerza militar convencional y bien organizada– llegó al pueblo y culminó su conquista. Al mando del comandante Buiza y de su segundo, el también comandante Bulnes, estaba formada por unos 1.200 soldados del Tercio, Infantería y guardias de Asalto, acompañados por falangistas y requetés, y contaba además con varias piezas de artillería y ametralladoras.
Según Rafael de Medina, duque de Medinaceli, que había llegado al pueblo el día anterior con el grupo de Carranza, los pedroseños acogieron a las tropas sublevadas enardecidamente: “el entusiasmo de aquel buen vecindario –escribía el aristócrata sevillano en 1971– fue apoteósico, dando vivas y cantando nuestras canciones patrióticas. Sin previo aviso sacaron a la calle la imagen de una virgen, que debió de ser la patrona y que tenían escondida, haciendo una procesión de acción de gracias por el pueblo, a la que asistimos un buen número de conquistadores”. De aquella procesión improvisada quedan efectivamente dos extraordinarios documentos gráficos, dos fotografías que se publicaron en periódicos españoles y portugueses, no en vano con la columna militar viajaban dos fotógrafos de prensa sevillanos, Juan José Serrano y Ángel Gómez “Gelán”. Otro periodista llegado al pueblo con la columna Buiza – José Villarín, de “La Unión”, diario afín a los sublevados– narró la conquista del pueblo de manera diferente: “En nuestro recorrido por el pueblo –escribió el reportero en la edición del 7 de agosto – encontramos una sensación de desconfianza e inquietud entre el vecindario, una frialdad repelente. En general hay mucho recelo, muchos vecinos han huido |
La desconfianza y la inquietud, la frialdad y el recelo, no eran en balde: 77 milicianos e izquierdistas – entre ellos 7 mujeres – serían ejecutados en aquellos días de agosto en las tapias del antiguo cementerio del Espino, aplicándoles el bando de guerra de Queipo de Llano. ¿Cuántos pedroseños fueron víctimas de aquellos días trágicos, de aquellos años de muerte, de lutos y de silencios? Investigadores y estudiosos han documentado ya, fidedignamente y con escaso margen de error, los nombres y circunstancias de la muerte de 136 pedroseños en el bando republicano, puesto que a las 77 primeras víctimas hay que sumar 13 ejecutados en años posteriores por sentencias de tribunales militares, 20 ejecutados por colaboración con los guerrilleros o maquis, otros 20 desaparecidos y 6 muertos en prisión. Por último, combatiendo en el ejército republicano murieron 7 pedroseños y combatiendo en el ejército nacional 6 pedroseños también perdieron la vida. La cifra total sería, pues, de 149 víctimas. Estas frías cifras y estos fríos números no pueden ocultar el drama humano, las tragedias familiares y los terrores y miedos personales que hay detrás de todas y de cada uno de ellos. En alguna ocasión, el comandante de la fuerza militar de ocupación convocaba en la plaza de la iglesia una suerte de juicios populares, en los que los derechistas y las llamadas “gente de orden” tenían que testificar sobre sus paisanos sospechosos de izquierdismo. El veredicto, tratándose de mujeres, solía ser un rapado al cero, seguido de un humillante paseo por todo el pueblo. Un día fue llamada a comparecer en la plaza la telefonista del pueblo María Ayo, madre del escribidor, la joven que difundió las primeras noticias de la sublevación y que, por su trabajo, estuvo en contacto con uno y otro bando. El veredicto popular fue unánime: su conducta había sido intachable e incluso había evitado la destrucción de la centralita de teléfonos. Satisfecho, el comandante le dijo que ya podía marcharse a su casa. ¿Cómo recordaría la joven telefonista aquellos momentos de angustia? Pues, años después, ya centenaria, se limitaba a decir: “Aquel día llevaba yo un precioso vestido rosa con lunares blancos”. Tal era el miedo que debió sentir que no podía recordar ningún otro detalle. El alcalde republicano, Ángel Rubio Sayago, tras huir del pueblo se enroló en el ejército de la República en el que llegó al grado de teniente. Tras la derrota, se entregó a los vencedores y fue sometido a un consejo de guerra en el que se le pidió la pena de muerte. El cura párroco le salvó de la ejecución testificando por escrito que el alcalde “se opuso en varias ocasiones a que fueran fusilados los presos” y que “se negó a entregar las llaves de la cárcel”. Ángel fue condenado a varios años de prisión, que cumplió en 1941, y a pena de destierro. Por tanto desde los aciagos días de agosto del 36 no volvieron a verse nunca más. De haberse reencontrado, ¿Qué se habrían dicho? ¿Cómo habría sido el abrazo del cura párroco y del alcalde socialista que se habían salvado la vida mutuamente, el uno al otro? Antonio Mateo Marín también huyó y se incorporó al ejército republicano. Tras la derrota pasó a Francia, debió enrolarse en la Resistencia y fue capturado por los alemanes y deportado al campo de concentración de Gussen, del complejo de Mauthausen, al que los propios prisioneros –más de cinco mil eran españoles– llamaban “el infierno del infierno”. Allí fue marcado con el número 11.365 y allí murió en noviembre de 1941. En los últimos días de su vida, en la agonía de aquel moridero nazi ¿Cómo recordaría Antonio, en aquel infierno, sus paseos de juventud por El Espino, con sus sueños y planes para el porvenir?. Pocas tragedias simbolizan mejor aquella guerra fratricida que la de la familia pedroseña Muñoz Valor: tres hermanos, Adolfo, Antonio y Francisco fueron ejecutados en las tapias del cementerio del pueblo en agosto de 1936, y un cuarto, Joaquín, falangista, murió combatiendo en el Ejército Nacional. ¿Quién podrá describir el dolor de aquellos padres que vieron morir a sus cuatro hijos enfrentados por ideales diferentes? Han transcurrido ya más de ochenta años de aquella época. Los hombres y mujeres que protagonizaron y sufrieron aquella tragedia que partió en dos la historia de España y sus pueblos, ya no viven. La España de hoy nada tiene que ver con aquella otra empobrecida, intolerante, violenta y hosca. Pero siendo frágil la memoria, bueno será recordar las palabras del presidente de la República, don Manuel Azaña, en el que sería su último discurso cuando ya la guerra estaba decidida: Cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, que se acordarán, si alguna vez sienten que les hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español se enfurece con la intolerancia y el odio y con el apetito de destrucción; que piensen en los muertos y que escuchen su lección. Ahora, abrigados en tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor y nos envían con los destellos de su luz, tranquila y remota como una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: PAZ, PIEDAD Y PERDÓN. PRÓXIMO
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AutorAsociación Cultural LA MEMORIA PRODIGIOSA.
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