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LA MEMORIA PRODIGIOSA. Capítulo XXVII: El único hijo de Doña Eugenia

27/4/2020

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EL HIJO ÚNICO DE DOÑA EUGENIA

En El Pedroso era Pepito el de Doña Eugenia (“Pepito doña Eugenia”, para abreviar), pero en Madrid era Don José Pérez Ortiz. Su madre fue Doña Eugenia, la joven maestra sevillana que, según se contó en el segundo de estos capítulos, llegó al pueblo en 1.901 y ejerció aquí su profesión durante veinte años.
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Pepito pues, hijo único, nacido en 1899, se crío en El Pedroso pero andando el tiempo y llegada la madurez los horizontes del pueblo, e incluso los de Sevilla, se le quedaron estrechos y se marchó a Madrid para hacer carrera. En la capital de España probó abrirse diversos caminos y al final optó por el de las antigüedades, un negocio que le relacionó con la aristocracia madrileña y gentes de alto copete. Pero su actividad no se circunscribió a la compraventa de cuadros, muebles, esculturas y lienzos antiguos, sino que abarcó también otros muchos campos como el de la joyería y la venta de rifles y escopetas. Todos estos quehaceres, y algunos más relacionados posiblemente con préstamos e importaciones, le abrieron las puertas del Tiro de Pichón, el club más elitista de Madrid de la posguerra. Don José Miguel por tanto –que vivía en una zona acomodada de la ciudad, la calle Ibiza– era en la capital un hombre con buenas relaciones y prestigio ganado a fuerza de saber estar, de gentileza y de elocuencia.
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Pero, como tantos otros pedroseños, sentía pasión por su pueblo y a él volvía con mucha frecuencia transformándose en “Pepito doña Eugenia”, un tipo singular que disfrutaba con el trato de sus paisanos y, de manera especial, con los de condición social más popular.
Entre unos y otros, el anuncio de su llegada corría de boca en boca, a la espera de que Pepito se sacara del magín versos y rimas, ripios en los que era especialista. Porque, además de contar en las tertulias del casino sus andanzas y sus grandezas madrileñas, su principal ocupación en el pueblo –amén de evaluar los cuadros antiguos de la parroquia y de la ermita, cosa que hacía cada año– era hacer poemas y coplillas de todo lo que se moviera.
Así ha pasado a la historia pedroseña. Y así se le recuerda, como autor de versos, generalmente ripiosos, simpáticos y divertidos, dedicados a sus paisanos. Llegó incluso a editarse un libro con una antología de sus más ingeniosas creaciones, pero hoy es inencontrable. Por eso, los que aquí se recuerdan son sólo fruto de la memoria prodigiosa de los pedroseños.
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“El Piñonero” era casi un indigente al que nuestro hombre auxiliaba de muy diversas maneras. Dada su pobreza, “El Piñonero” no se podía gastar ni dos reales en afeitarse y pelarse, por lo que, como puede deducirse, su aspecto era penoso, con una pelambrera que casi le cubría medio rostro. En una ocasión, Pepito le dio un vale para que lo pelara Manolo el Barbero – “El Doctor” – y en el papelito escribió:
Manolo,
detrás de ese montón de pelo
encontrarás a El Piñonero.


A Pepito –el diminutivo se mantenía en el pueblo, a pesar de ser un hombre hecho y derecho y una persona respetable y respetada– le gustaba también la caza, afición para la que no le faltaban acompañantes. Una vez salió de cacería con un practicante y con dos hermanos.
Fueron en un coche Bipper, con las cubiertas de las ruedas gastadas. Sus compañeros de caza eran Manolo León, padre, el practicante, y dos de los hermanos Falcón (los Falcones, que se decía). Y nuestro vate, aquel día, compuso uno de sus mejores ripios:
En un Bipper mal calzado
​y al salir rayando el día,
dos halcones y un león
salieron de cacería.

​
Había un alguacil, Palacio, que era manco y particularmente desaseado, famoso por su desaliño y suciedad. El uniforme lo llevaba siempre lleno de manchas, astroso y mugriento. Vivía en el patio del Ayuntamiento, junto al calabozo municipal. Un día detuvieron a un ladronzuelo de gallinas – también de aspecto deplorable – y lo encerraron en aquella celda. Pepito escribió:
Eso sí que no conviene,
mandarle al alguacil
más mierda de la que tiene.


Las actividades líricas de Pepito no se limitaban a El Pedroso, sus amistades y círculos de la capital madrileña también las disfrutaron. Para recordar una de sus más famosas cuartetas capitalinas hay que aclarar, previamente, que una “tumbaga” es un valioso anillo de oro y cobre y que un “tranco” era el nombre popular de mil duros (cinco mil pesetas), cantidad considerable antaño. Recomendado por sus amistades, fue, en este caso Don José Miguel Pérez Ortiz, aquejado de ciertos males, a la consulta del doctor Jiménez Díaz que era famoso no sólo por su eminencia médica, sino también por sus elevadísimas minutas.
Don José Miguel, para evitar un importe desmesurado de su visita y aparentar condición modesta, se quitó el valioso anillo de oro, a pesar de lo cual tuvo que abonar al prestigioso y carísimo médico la cantidad de 5.000 pesetas. Y nuestro vate dejó constancia de tan singular abuso con esta cuarteta:
Si quitándome la tumbaga
me ha cobrado los mil trancos
si me la dejo puesta
me deja en calzones blancos.


A pesar de estas chuscadas, cuando quería podía componer poemas de una cierta calidad y belleza como el que dedicó en su libro “CAMINOS DEL CANTE - La guitarra y la lira” a una vieja encina de la ermita del Espino:
¡Pobre encina del Espino!
¡Pobre encina milenaria!
¡Cómo he llorado al mirarte,
tan triste y desconsolada!
¿Dónde están tus verdes frutos?
¿Dónde están tus hojas pardas?
¿Dónde están aquellos nidos
de ruiseñores de ágata
que en tus brazos corpulentos
parecían gotas de agua?


En El Pedroso, en su casa de la calle de Los Cercos, se montaban unas timbas considerables a las que acudían las gentes más variadas del pueblo. Se jugaba, se bebía, y en momentos ya álgidos, era costumbre tirar cohetes en el brasero. Aquellas estrafalarias reuniones las presidía, feliz y divertido, el propio Pepito y en ellas no faltaban otros dos personajes, Jiménez Tonterías y Petaca, con los que el ilustre socio del madrileño Tiro de Pichón no tenía inconveniente en alternar, sino todo lo contrario. Formaban un trío desigual y anárquico: Jiménez tonterías recitaba las coplillas que le escribía su mentor y Petaca no paraba con sus excentricidades.
Así han quedado los tres en la memoria de los pedroseños y el escribidor, contagiado por la musa de Pepito, quiere recordarlos con unos versos tan ripiosos como los suyos:
Pepito de doña Eugenia
pudo ser buen trovador,
pero no tuvo la venia
y sólo fue rimador.
Así, se quedó en ripioso
y lo hizo cual poeta
componiendo en El Pedroso
ripios mil y cuchufletas.
¡Ay, Pepito, te querría
dando otrosí la matraca
con Jiménez Tonterías
y Daniel el Petaca!
Locatis y no malditos,
el pueblo os guarda memoria
porque los tres, ¡Oh Pepito!
habéis entrado en la historia.
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