De los Cattaneo genoveses a los Cataño pedroseños. Y por aquí viene la cosa. Los Cattaneo o Cataño, una de estas prolíficas familias genovesas afincadas en el sur de la península, se habían asentado en estas tierras tras la reconquista. Pronto adquirieron predios rústicos que pusieron en producción en Sevilla y Jerez al principio y posteriormente en las poblaciones cercanas. En los archivos de protocolos se conserva abundante documentación de los actos jurídicos de estos genoveses que al igual que sus nombres y apellidos, se castellanizaban con el paso del tiempo. En Jerez, fue Jacoppo Cattáneo, en el Puerto de Santa María los hermanos Visconte y Leonardo Cattáneo; en Sanlúcar y Lebrija son varias generaciones de los Cataño de Aragón entre los que destacaban los hermanos Lorenzo, Francisco y Cristóbal. Aguas arriba, Pedro Cataño Alonso aparece como propietario de olivares en Benacazón y en Palomares Diego Cataño llegó a ser un rico hacendado de viñas y olivar. Fernando Cataño, para logar la canongía de una capilla en la catedral de Sevilla en 1478, tuvo que aportar una heredad familiar en el pueblo de Camas consistente en “casa principal con su cortinal e con sus palacios e corral e molino de moler aceite nuevo con sus aparejos e mas ciento e veynte aranzadas de olivar, poco más o menos, e con ciertas otras tierras calmas”. Curiosamente, esta misma capilla de San Antonio, se nombraba hasta bien entrado el siglo XVIII como “Capilla de los Cataños”. En Mil quinientos, el muy poderoso jurado y Procurador Mayor de Sevilla Rodrigo Cataño tuvo en Mairenilla abundantes “tierras de olivar de pan sembrar y viña”. Muchos de los nombres de estos pagos aún se conservan: “Buenavista”, “Albenquilla”, “El Mármol”, “La Longueruela”, “El Valverdejo”, “La Catona”, “La Muleta”, “Bienvenida”… Estas suertes de tierra, al igual que su hacienda y molino la heredaron su hijo Rodrigo Cataño y posteriormente su nieto Jorge que complementó el negocio con una nao de nombre “Santa Catalina” con la que mercaba sus productos agrícolas. A mediados de mil quinientos constan en la población de Aznalcázar Francisco, Jorge y Juan Cataño Ponce de León como propietarios de haciendas de olivar. En Camas, a orillas del Guadalquivir, los Mendoza Cataño serían los que cultivarían sus magníficas tierras de regadío. El muy poderoso comerciante Diego Cataño tuvo a finales del S XVI propiedades agrícolas en Lora del Río, Guadajoz y Palma del Rio. Y para no cansar diremos que en Alcalá del Rio también tuvieron miembros de esta familia ricas tierras; y prueba de ello es que aún se conserva el nombre de un antiguo pago de regadío cercano al río: “…e el donadío e tierras que dicen de Cataño, que es donadío cerrado. El cual es el término de la ciudad de Sevilla e alcanza término de Alcalá del Río”. El negocio con las nuevas tierras descubiertas era mucho y los altos precios de las tierras hicieron que varias ramas familiares de estos genoveses (y entre ellos los Cataño) volviesen sus ojos a una zona más alejada: la aislada Sierra Morena. En los embarcaderos de Palma del Rio se cargaban las barcazas que bajaban hasta el puerto de Sevilla. Ya en mil quinientos Diego Cataño aparece como Regidor del Hospital de San Sebastián y como dueño de una casa con hornos y baño en La Puebla de los Infantes. Pronto llegarán hasta Constantina y será a finales de mil quinientos. Juan Cataño de Carranza y su mujer, Beatriz de Cabrera y Abreu tendrán a su primera hija, María de Cataño y Carranza ya en Constantina. Allí vivieron sus cuatro generaciones posteriores, dedicadas a la agricultura olivarera y vinícola y a su comercio hasta mediados del siglo XVIII. Es con la Ilustración cuando llega un nuevo impulso al olivar y al viñedo; con esta bonanza económica se roturarán nuevos terrenos para su implantación. En mil setecientos cuarenta y cuatro, procedente de Constantina, llega a El Pedroso un tataranieto de María Cataño Carranza, se llamaba Timoteo Cataño. Al poco se casó con la pedroseña Ana del Real y Ponce; sabemos por su testamento que adquirió propiedades rústicas, entre ellas “La Argamasilla”, que los documentos de la época la describen como una suerte de olivar. Prolíficos como buenos descendientes de genoveses sabemos que vinieron otros muchos y por nuestro árbol genealógico conocemos a su hijo Manuel Sancho, a su nieto Antonio, a su biznieto Eduardo, a los primos que se casaron Loreto y Antonio María, a Dolores y a mi abuela Marta Ruiz Cataño. Todos ellos se dedicaron a la tierra, principalmente al olivar y al ganado; aunque se ha perdido muchísima documentación, intentamos reconstruir sus vidas a través de la poca información a la que podemos acceder. Aunque conocemos su triste fin, desconocemos el momento y las circunstancias en las que la antigua huerta de los cartujos pasó a llamarse “Huerta Cataño”. Sabemos que la mitad de sus tierras estaban dedicadas a labor y se conservan casi sin variación. La otra mitad, (separada por el “Arroyo Hondo” que nacía en la "Alcalagua" y que daba agua a la alberca redonda), era toda de olivares y es posible que tuviese por linde el arroyo del Cuquillo; aunque es difícil recomponerla. De esta idealizada Huerta Cataño conservamos algunas fotos: “Papa Antonio” ya anciano leyendo un ejemplar atrasado de La Gaceta de Madrid en un modesto saloncito de azulejos sevillanos y lámpara modernista. En otra está sentado en un banco de porrilla en uno de los idílicos paseos abrumado de palmeras y abundante vegetación de la Huerta. De su mujer, “Mamá Loreto” solo conservamos un retrato suyo, ya anciana y viuda que nos sigue contemplando con tristeza | Otras muy buenas y alegres como aquellas en el patio de la buganvilia con los hermanos Latorre y aquel estrafalario ingeniero chino o la más conocida de mi bisabuelo Eduardo con sus hijas y su sobrina con canotier y ellas, niñas aún, con sombrillas de señoritas. Desgraciadamente se han perdido muchas otras de las visitas de los Gallos y su madre “La Gabriela”, de José Guerra, de las reuniones de la numerosa familia y otras de las que no tenemos noticia…, aun conservamos una postal de los toreros Curro y Reyes Posadas desde Suiza mandándoles muchos recuerdos a las señoritas Ruiz Cataño. Varios pedregales con abundantes palmitos dieron nombre a estos terrenos ganados al monte en las faldas de Monteagudo. Este pago de “Palmilla”, se desmontó en magníficos garrotales hasta el mismo molino de abajo. En su centro, de profundo suelo y abundante agua, se labraron casa, noria y alberca hace muchos años, aún siguen en pie y aún se sigue llamando “Huerta del Granadal”. Varias ramas de la familia pusieron allí sus ojos y mantuvieron durante generaciones sus olivares en esta zona privilegiada donde la vecería tenía fama de ser generosa. Estos Cataño y sus muchos descendientes tuvieron también numerosos olivares, en otros pagos más cercanos: el de los Cercos, el del Patronato y el del Castaño, aunque quizá el mejor olivar que disfrutaron y que en su día consideraron la joya de la familia fue “Quintanilla la alta”. Esta finca, a caballo entre los términos de Cazalla y El Pedroso, tuvo en su día algo más de doscientas cincuenta aranzadas de buen olivar; en la documentación antigua aparece como “suerte de olivar al sitio de Quintanilla Alta”. La alegraban varias cañadas frescas con arroyos como el del Galeón, sombreados de olmos y siempre abundante de ruiseñores y oropéndolas o la cañada del abuelo, más escasa de agua y arboleda, pero preferida de perdices y liebres. A pesar de los muchos años de abandono y dueños compartidos, se sigue enseñoreando su cortijo, aunque ocultando con vergüenza sus derrumbes y goteras tras un cerco de alcornoques y encinas. Llegamos a él dejando el Azulaque por un estrecho camino entre alcornoques que parece pasar revista militar a los bien alineados olivares, tras un recodo y sobre una inmensa era nos aparece en un alto. Es un cortijo viejo y parece saberlo, la escasa altura de su tejado a dos aguas y sus escasas ventanas la defienden de los vientos invernales y de los calores estivales. La puerta, orientada a medio día y su inmensa chimenea nos cuentan que siempre fue un cortijo fresco en verano, pero frío en invierno. A escasos metros del cortijo estaba la desaparecida casa del mulero, pequeña y confortable con su buen establo cubierto pareado a un lado y un gran corralón de cercado de piedra en el que había sitio para un pequeño huerto junto a la pocilga y a la corraleta para las cabras. Los descendientes de esta familia son muchos y con solo arañar un poco la superficie aparecen muchos recuerdos, documentos, fotos, la memoria familiar olvidada… Se ha perdido mucho, pero se puede recuperar algo y así mientras tanto podemos imaginar a Eduardo Cataño Marín, sentado bajo la buganvilla de la Huerta junto a su mujer Dolores Alejos disfrutando de aquella tarde de primavera mientras le enseña orgulloso a su primo Antonio el libreto del Concejo Provincial de Agricultura, Industria y Comercio de la Provincia de Sevilla. No era para menos pues, aunque la imprenta “El Mercantil Sevillano” la había mandado por correo certificado en aquel mes de abril de 1885, hacía ya algunos años que sus vacas retintas lucían en el anca izquierda la “C” de su hierro antes que ningún otro. Eduardo había tenido que gastarse treinta duros de plata entre abogados, procuradores y desplazamientos primero al juzgado de Cazalla de la Sierra y posteriormente al de Sevilla para que le reconociesen la legitimidad de su hierro por tener mayor antigüedad. Su molesto paisano Cayetano Cabrera, tendría que herrar a partir de ahora con el hierro de la B; hierro que por cierto siempre usó su padre Bernardo y que por molestar no había querido usar él. Al tacaño Eduardo Cataño le había dolido desprenderse de los “patilludos”, pero ahora disfrutaba del momento y si cuajaba el esquimo de Quintanilla como Dios manda, la primavera remataba bien las yerbas de Navalázaro y las hembras de La Jarosa parían… |
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AutorAsociación Cultural LA MEMORIA PRODIGIOSA.
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Noviembre 2022
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