Sevilla era a finales del XV la ciudad más poblada de España, por su situación geográfica privilegiada, puerto fluvial muy cercano a los de Cádiz y Santa María, va a ser pieza clave en la apertura del Mediterráneo al Atlántico, la que llamarían ruta de poniente. Los genoveses llegaron pronto, colaboraron en su reconquista junto al rey santo y obtuvieron privilegios, como cónsul, aranceles especiales y barrio propio con horno y baños. Estaban prestos para lo que se estaba avecinando; llevaban dos siglos comerciando con todos los puertos conocidos y a la llegada del mil quinientos estaban preparados. Sería su siglo. En el último tercio de mil cuatrocientos un marino genovés procedente de Portugal, vino a residir en Sevilla durante unos meses; se reunió con representantes de las casas comerciales genovesas, acudió con asiduidad a la antigua mezquita convertida en consulado, a las gradas de la catedral, al convento de San Francisco… A los desconfiados armadores y banqueros no les convencía el proyecto que traía, pero algo más pondría en la balanza para que el florentino Juanotto Berardi al final arriesgase una importante suma, aplicando por supuesto unos jugosos intereses. Dos de estos hombres de negocios con los que se relacionó, se ganaron la confianza absoluta del futuro almirante: fueron Francesco Ribarol como guardador de sus libros, escrituras y privilegios y Rafael Cataño como su contador. Este último no lo haría mal, pues continuó en el cargo con su hijo Diego. Aunque Colón jugó bien sus cartas, fue el converso valenciano Luís de Santángel, escribano de ración de la corona de Aragón, el que deshizo el nudo gordiano de la financiación de la empresa colombina al plantear la operación a tres bandas: Él asumiría la parte que correspondía a la corona, aunque sería su socio el sevillano Francesco Pinelli quién en realidad aportaría algo más de un millón de maravedíes. Dos naves y su flete se lograrían ejecutando una sentencia real que obligaba a la villa de Palos de la Frontera y para financiar una tercera nave y el resto de los gastos ya se había acordado el préstamo con los banqueros genoveses afincados en Sevilla. Se tienen noticias ciertas de las familias que participaron, los llamados procuratores et negotia fueron los Di Negro, Centurione, Spínola, Doria, Grimaldi, Cattaneo, Rivarolo y los Gherardi. Todas estas familias formaban un entramado de factores y armadores que con sede en Génova comerciaban con todos los puertos conocidos, cualquier proyecto mercantil que pudiese ser rentable, ya fuese madera, perlas, caña de azúcar, metales preciosos, especias o esclavos. Allí estaban ellos para hacer negocio; el adagio “Genuiensis ergo mercator” era más una declaración de intenciones que una definición. Pedro nació en el seno de una de estas familias. Consiguió, pese a la azarosa vida que tuvo, llegar a la vejez, y si tenemos en cuenta los capitales que manejó, no muy rico. Su hermano Jorge, estaba considerado como uno de los comerciantes más ricos de Sevilla, tanto que en entre 1553 y 1558, sufrió la requisa de más de 10 millones de maravedís en oro de la flota de indias. Tras estos atropellos regios, Jorge tuvo que arriesgar en sus negocios, pues a cambio de su oro, la corona le compensó con innegociables Juros y privilegios a muy bajo interés y más largo plazo. La mala fortuna hizo que barcos con sus mercaderías que barloventeaban en las Bahamas no aguantaran el tornaviaje. Cinco años después, terminaron subastados sus bienes en la calle de las gradas, la que está junto a la catedral, allí donde tantas veces causaron admiración sus tratos por cantidades desorbitadas. Estos y otros contratiempos trajeron mudanzas y muchos de estos mercaderes, barruntando cambios, comenzaron a mudar de estado; adquirieron huertas, sementeras, viñas y olivares en el Aljarafe y sierra Morena. En la familia de Pedro, el espíritu mercantil se había debilitado antes: su padre Diego se castellanizó al casar con Guiomar Ponce de León y a su hijo le podía más su media sangre española, más propensa a las armas, que la otra media genovesa. Ayudaba y no poco el vivir en la ciudad por donde entraba y salía toda la locura de la conquista americana. Por el Arenal salían muchos aventureros y aunque volvían muy pocos, regresaban ricos y honrados; por allí desfiló Alonso de Ojeda a su vuelta con un séquito de indios desnudos y coloridos pájaros…contaban fabulosas historias de caníbales antillanos, de ejércitos de caribes flecheros con ponzoña. Y Pedro, casi un niño aún, soñaba con vivir esta aventura. Pocos años después el capitán extremeño Hernando de Soto con la bandera alzada junto a la Puerta Real, estaba reclutando gente para la Armada de Castilla del Oro, la flota de veinte naves que Pedrarías Dávila preparaba para la conquista de Panamá. Pedro de Cataño y su primo Hernán Ponce de León intentaron unirse, pero su aspecto aniñado delataba sus edades. Sin amilanarse buscaron padrinos y así acudieron a su tío abuelo Francisco Cataño, financiador del primer viaje de Colón y también a Juan Ponce de León, paje de Fernando el Católico en la corte de Juan II, el que acompañó a Colón en el segundo viaje; y como no al Procurador Mayor de Sevilla Rodrigo Cataño. Pero las sensatas respuestas no gustaron a los dos adolescentes. Viajaron a Lebrija buscando recomendaciones de sus familiares los Cataño de Aragón, los emparentados con la noble casa de Arcos e Incluso importunaron a Américo Vespucci, primer piloto en la Casa de Contratación, recordándole que su muy cercano pariente, Marco, estaba casado en Florencia con la bella Simonetta Cattánneo, la guapa oficial de la familia y del Renacimiento. Tanto insistieron los primos Pedro y Hernán, que al final lograron ser admitidos en la flota como caballeros de la hueste de Soto. Desde su llegada al puerto de Santa María de la Antigua del Darién combatieron los dos primos casi a diario bajo las órdenes de Soto; en Nicaragua conocieron a dos experimentados Pizarro y Almagro que ya apuntaban maneras. Meses más tarde, necesitando Pizarro más gente en la conquista del reino del Birú, mandó a su socio Almagro para que negociase con Soto la recluta de una hueste, la que se llamaría la “Leva de Panamá”, para unirse como refuerzo a los combates que sostenía la cansada hueste de Pizarro a lo largo de la costa peruana. En ella aparece Pedro de Cataño como tropa de a caballo y también, se pierde la pista para siempre a su primo Hernán Ponce. Desde la isla de la Puná, por los arenales de Sechura, Lambayeque, Silán, Chira hasta Piura no descansaron de batallar; subieron a la sierra por invitación del Inca pero al llegar a Cajamarca, vieron las montañas cercanas llenas de miles de guerreros. El Inca los había alejado de la costa y hábilmente los había atraído hasta una emboscada de imposible huida a muchas jornadas de la costa. Al Inca le perdió querer capturar vivos a los españoles; estaba alucinado con los caballos y las armas metálicas, las quería a cualquier precio al igual que a algunos cristianos que castraría para su servicio. Los demás serían sacrificados exceptuando a tres con habilidades especiales: al herrero, al domador de las extrañas bestias y al brujo, que llamaban barbero, ese que sanaba dolores y rejuvenecía a los viejos quitándoles los pelos de la cara. Garcilaso de la Vega nos cuenta que este Pedro de Cataño, junto a su capitán Hernando de Soto, fueron los primeros en salir a lomos de sus enloquecidos caballos en la plaza de Cajamarca, antes incluso que Pedro de Candía disparase el falconete, que era la señal convenida para que saliesen todos a una. Pedro aparece en el fabuloso reparto del tesoro, como integrante de las tropas de caballería, recibiendo trescientos sesenta y dos marcos de plata y ocho mil ochocientos ochenta pesos de oro. Cuenta también este mismo autor que tras la captura del emperador, aun estando preso y con la suerte decidida, jugaba con la codicia de unos y otros. No contaba con las tensiones provocadas por la gente de Almagro y la inquina del cura Valverde que lo veía como un diablo incestuoso. Rumores interesados de que el general Calcuchima se encontraba cerca con tropas, precipitaron la salida de la caballería y con ella a sus únicos defensores: Hernando Pizarro y Soto. Al Inca, durante su cautiverio, le gustaba conversar con ambos capitanes por ser los más cultos y a menudo se hacía acompañar por el paje Pedro Cataño con el que jugaba al ajedrez y al chito. Cataño, en ausencia de los dos Hernandos, había quedado con el encargo personal de Soto de responder con su vida de la seguridad del Inca. Al ver la inminencia del juicio y para ganar algo de tiempo, recurrió a un legalismo del derecho | castellano; hizo un requerimiento formal para evitar la muerte de Atahualpa. El destinatario del requerimiento, como jefe de la hueste y gobernador, era Francisco Pizarro. Este acto se consideraba desacato e insubordinación, por las formas algo insolentes de un joven Cataño, ordenó Pizarro su inmediata detención y encarcelamiento. Cataño fue reducido, encadenado y recluido en prisión, al oponerse con sus armas. Con Pedro preso, el requerimiento seguía manteniendo su valor judicial que imposibilitaba la sentencia. Para resolver el entuerto Almagro medió y Cataño volvió a negarse; solo cedió ante la promesa de Pizarro que respetaría la vida del emperador. Tras el juicio y al ser condenado el Inca a morir en la hoguera como infiel, intentó en vano Valverde su conversión y según las Crónicas al único que aceptó recibir cuando le fue comunicada la condena, fue a Cataño. En sus últimas horas el inca conversó con él sobre algunos puntos de la religión cristiana, especialmente se interesó en cómo enterraban a los cristianos. Poco antes de su ajusticiamiento pidió bautismo, no por miedo a una muerte cruel ni por adoptar la nueva religión, todo apunta a que fue una maniobra para que su malqui se conservase íntegro y así poder ser enterrado según sus ritos y vivir eternamente. A la vuelta de los escuadrones de Soto y Hernando Pizarro, le pidieron la libertad de Cataño al gobernador y le fue concedida. Pizarro disimuló la osadía por la juventud de su joven oficial de caballería, además de no poder desairar a sus dos mejores capitanes. Al poco tiempo, Soto y su gente recibieron un escarmiento camino de Cuzco; en el áspero paso del Apurimac, cerca de Tarma. La culpa fue de Soto, que con el ansia de llegar el primero y lograr un nuevo tesoro, apresuró en exceso la marcha descuidando la retaguardia. De estos combates le quedó el recuerdo de una cojera de por vida a Pedro. La culpable fue una saeta que le atravesó el muslo limpiamente y pasando la montura, hirió a su caballo. Aquel día Almagro salvó a la mitad de la caballería castellana. Tras la conquista del Cuzco, Soto y su gente, hartos de tantas banderías y presintiendo las futuras guerras civiles entre los conquistadores, volvieron a España con sus bolsas cargadas de oro y plata y su mente puesta en una nueva conquista más al norte. Recién llegado a España, en mil quinientos treinta y seis Hernando de Soto se casa en Sevilla con Isabel de Bobadilla, la hija de Pedrarías Dávila. En los fastuosos festejos un joven Pedro Cataño, famoso capitán de caballería y de cuantiosa fortuna, fue el galán más solicitado; la más guapa de todas, Catalina de Monsalve, fue la que le robó el corazón al conquistador. A las pocas semanas Soto empeñó hasta el último maravedí de su fabulosa fortuna preparando la expedición para la conquista de la Florida; requirió a su buen amigo Pedro Cataño para la nueva aventura, pero esta vez Pedro no siguió a su capitán. De haberlo hecho seguro que descansaría junto a él en las profundidades del Gran Rio, que es como bautizaron los hombres de Soto al rio Misissipi. Pedro, quedó en Sevilla, retornó a la familia Cataño y a su oficio genovés, en su madurez se dedicó de lleno al comercio con la América que había ayudado a conquistar, se enriqueció y también perdió como en aquella operación comercial, en la que con más nostalgia que espíritu mercantil, fue fiador de Pedro de Mendoza en su fracasada expedición al Rio de la plata. Le costó parte de su capital, y como años antes a su hermano, le fue puesta en subasta una casa que tenía en la colación de San Martin. En la Sevilla de entonces fue todo un personaje; caballero veinticuatro, Jurado de la colación de San Juan de la Palma, tuvo la concesión real de las muy rentables almonedas del jabón; no había acto importante en el que no se hallase. El emperador le honró con un escudo de armas, tuvo hijos… Al envejecer, quizá con algunas cosillas pendientes para el eterno descanso de su alma, se hizo beatón, ayudó a menesterosos y fundó, junto a su familia materna, una capellanía con la que financió los gastos de un bonito retablo, que aguantó varios siglos hasta que guerras civiles, franceses, desamortizaciones y sacristanes sacrílegos lo menguaron hasta su total desaparición. En los archivos Arzobispales aún se conserva el documento, primorosamente cosido con hilos de seda coloreados de su capellanía y en lenguaje de la época nos recuerda los compromisos de donaciones de arrobas de aceite para las lámparas, de libras de cera para velas, de responsos eternos y misas cantadas. Dando vista al Arenal y sentados en unos sillares, que seguían esperando su colocación, conversaban dos hombres cargados de años; el más delgado, leía apasionadamente y pasaba torpemente las hojas. -“En nombre de Dios amén. Muy magníficos Señores, yo soy Pedro de Cataño y Ponce de León, hidalgo español, capitán de a caballo de su majestad Carlos I, emperador del mundo. Uní mi suerte al capitán Don Hernando de Soto en la conquista del Birú. Escribo estas líneas para descarga de mi conciencia y para que no se olviden aquellos hechos donde muy pocos pudimos mucho. Servimos a Dios y a nuestro Rey y aunque fuimos codiciosos, lo fuimos de honra, que el oro solo fue nuestro estímulo…” Pedro de Halcón, el destinatario de la perorata, le miraba con socarronería; este cazallero era el único que quedaba vivo de los de la isla del Gallo, de aquellos que prefirieron el hambre a desistir de su proyecto. -“Nunca cambiarás Cataño, todo aquello pasó y la historia la escriben plumas a sueldo de los Pizarro, que con el oro todo se compra. Descansa y dedícate a ver crecer a tus nietos”. Halcón recordaba emocionado como su general arengó a los hambrientos españoles aquel día: “Por este lado se va a Panamá a ser pobres, por este otro al Perú a ser ricos; escoja el que fuere buen castellano lo que más bien le estuviere”…recordaba como la punta de su espada marcó una línea en la arena de la playa y en el destino de tantos hombres y donde le oyeron decir aquello que tanto repetiría Pizarro en los momentos difíciles: “no olvidéis que sois españoles”. “Te digo en verdad, Cataño, que todos queríamos volver a Panamá. Estábamos hartos de comer cueros de botas y las cabalgaduras; soñábamos con las tortas de maíz y las mujeres. En aquella desierta isla y con los barcos esperando en la playa, fue muy duro, tanto que solo trece fuimos los locos que nos atrevimos. Allí nos quedamos a luchar junto a Pizarro y también a pasar más hambre en la cercana isla de La Gorgona. Después vendría el oro, los reconocimientos, nos llamaron "los trece de la fama" a unos los hicieron hidalgos y a los que ya lo eran, caballeros de la espuela dorada… Después llegasteis vosotros, los de Soto; ¡qué bien combatimos juntos!, sufrimos hambre y sed en los arenales, pero les enseñamos quienes éramos y a temernos, también pasamos miedo como nunca creímos que lo pudiese pasar un español. -¿Te acuerdas de la larga noche de San Eugenio en Cajamarca? Pero a cambio, Cataño, ¡Como nos impresionó la inmensidad de aquel reino y las riquezas sin fin!. No debimos volver. ¿”No te preguntas algunas noches cómo hubiese sido todo si nos hubiésemos quedado”? Bastantes siglos después, en unas obras realizadas en la sevillana Iglesia de San Vicente, aparecieron entre los escombros varios trozos de deslucido mármol blanco; en ellos se leía una fecha incompleta bajo lo que parecía un escudo en desgastados caracteres y algunas partes de un nombre: El nombre era Pedro de Cataño y Ponce de León y el escudo de armas era el mismo que lucía en el sello de oro indiano; aquel que ya viejo procuraba mostrar en su dedo meñique. La fecha, probablemente, mil quinientos noventa y poco. De todo esto ya no queda ni el recuerdo, todo parecería fábula si no fuese por unos desgastados legajos que se custodian en el Archivo General de Indias; uno de ellos es la relación escrita por Pedro de Cataño de los hechos acontecidos en Cajamarca (al final no le hizo caso a su buen amigo Halcón) y el otro es una Real Provisión firmada por la emperatriz Isabel de Portugal concediendo a Pedro de Cataño lo que más estimó en vida: su escudo de armas. 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2 Comentarios
Luis Arnulfo Ponce Velez
1/2/2021 23:02:29
Muy interesante y es importante recibir datos para el descubrimiento y Conquista del Perú a partir de 1532, En especial sobre Sebastián de Benalcázar, conquistador de lo que es hoy la Republica de Ecuador y Colombia
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AutorAsociación Cultural LA MEMORIA PRODIGIOSA.
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