Un burro es tanto mejor burro, cuanto más burro es. Yo he conocido muchos burros y también algunas burras; pero con casta solo a cuatro: El de Pedro Camarero y el del "Tomiso" como garañones y sillas, el de Chapona, compartiendo la paternidad con el encabezamiento de una recua y el de Enrique el Calero, que simultaneaba el porte de cal con la distribución de su fecundidad, entre rebuznos chulescos con dejillos de Constantina. El de Pedro Camarero era un burro serio. Seguramente de ascendencia catalana, tenía la adustez, responsabilidad y firmes maneras de un profesional conocedor de su oficio. De gran talla, pelinegro y mohíno, no abría su boca al apretarle el albardón, ni al recibir al jinete; y era su paso fuerte y decidido, yo creo que por gustarle hacer chispas con las herraduras sobre el empedrado. Salía de la posada al alba, lucio, pletórico de energía, con un atalaje castellano, lujoso de bocado y serreta y con algo de vanidad contenida. Burro-padre sano y certero, percibía su dueño dos duros por el encuentro, y parecía que los años no pasaban por él en la discreción de sus servicios. El del Tomiso era un patán. Vivía en la huerta de la Pelagia y cada vez que iba al pueblo metía la pata. Era grandullón, desangelado, cabezón, de enormes orejas, vocinglero, procaz e incontinente. Burri-cano, no le faltaban mataduras y se tapaba siempre con aparejos remendados y jáquimas descosidas. No era raro verle con la cincha suelta y actitud provocativa. Para mí era un reprimido sexual: Tenía atemorizada a la pollina del Granadal y andaba con la luna saltando cercados de espino, tras la casquivana borriquilla de la Viña del Cura o la ventruda y riente del huerto de Cirilo. Comisario se llamaba el jumento que arreaba Enrique el Calero, cargado de cal desde Constantina al Pedroso dos días por semana. Tenía una oreja despuntada por el mordisco de un rival y era buen mozo de pelo roano y genio vivo. Llevaba arreos de contrabandista de piedras de mecheros y tabaco de Gibraltar, con flecos y borlones de lana roja, lomillos de paja de centeno rematados de cuero y anteojeras bordadas con estrellas. Era muy castizo. Cuando el mercado en El Pedroso se distribuía alrededor de la palmera de la plaza del Ayuntamiento, se ataban del cabestro, libres de alabarda y angarillas y a la reja del atrio de la Parroquia, las burras de las hortelanas que coceaban temblorosas de | emoción ante su rebuzno viril y gentil palmito. En una ocasión que se descuidó el Calero, perdió el Comisario los estribos ante tanta hembra desnuda y provocó una estampida con descuaje y arrastre de la valla. El asno final era el de Chapona. Se llamaba Bandolero y fue cabecera de la recua de este arriero. Más bajo de agujas, más cenceño, peor nutrido, más trabajado y más astuto que sus compañeros antes citados. Doctorado en todos los acarreos: pino, aceitunas, carbón, colmenas... su amo decía que tenía muy "mala leche". Encabezaba en una ocasión una cáfila de catorce rucios, que portaban a lomos cincuenta colmenas primitivas de las llamadas de corcho por estar fabricadas de esta materia. Van las abejas recluidas en un contenedor formado por dos piezas clavadas; el cuerpo de forma cilíndrica y la tapa circular. La salida de un sol de primavera andaluza, sorprendió a la caravana y, el Bandolero, cargado con cuatro colmenas, iba retozón. La cuestión fue que, bien por la picadura de un tábano, la de alguna abeja que hubiera encontrado una ranura por donde escapar, o simplemente porque le mordiera el rabo el jumento que le seguía, Bandolero, que era un bromista, largó dos patadas simultaneas con respingo, resultado de las cuales fue el destripe de una de las colmenas más pobladas. A partir de este momento una reacción en cadena se produjo a lo largo de la vereda en que los burros con sus cargas formaban fila de a uno. Cada animal al sentirse atacado se arrojaba el suelo y aplastaba su cargamento, cuyas abejas al recobrar la libertad, sañudamente atacaban al asno siguiente y así hasta llegar al último y desprevenido rocín. Los burros, como caballos salvajes en un rodeo, botaban y galopaban seguidos de los arrieros que, nublados de abejas y con las navajas en ristre, cortaban los lazos y las reatas para que pudieran soltar la carga y huir. Al día siguiente, a los burreros no les entraban las cabezas en las gorras y los jumentos corrían como mostrencos por Sierra Morena. Tenía como costumbre y gracia el muy ladrón del Bandolero, cuando en las monterías llevaba sobre su grupa algún cazador que le cayera antipático por gordo o elegante, aprovechar el paso del primer regajo fangoso para revolcarse sin previo aviso. ¡Era un ladino aquel Bandolero! ¡Era un ladino de los ollares a la baticola! |
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AutorAsociación Cultural LA MEMORIA PRODIGIOSA.
José Mª Durán Ayo ARTÍCULOS DE José Mª Durán Ayo MÁS ALLÁ DE MI MEMORIA. José María Odriozola Sáez CUADERNILLOS DEL ARCA DEL AGUA. Luis Odriozola Ruiz Archivos del blog por MES
Noviembre 2022
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