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18) EL EMPIEDRO DE CARTUJA

17/3/2021

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O el material no reunía las condiciones precisas de dureza o no había tamaño justo en la Porrilla para vaciarlo. Yo no lo sé. Las razones pudieron ser también laborales, ya que era obra de mayor cuantía y los especialistas locales trabajaron siempre unidades más pequeñas.
La cuestión fue que hubo de labrarse en Extremadura. Se trataba del solero, "empiedro" sobre el que rodaría la piedra volandera, rulo en forma de cono y que había de ser de una sola pieza.
Las cosechas de aceitunas fermentaban en las trojas y ahogaban a los antiguos molinos de vigas, que exprimían las tímidas olivas con la presión de aquellos bestiales ensamblajes de pesados maderos, izados por sinfines de primorosos tornillos de acebuche, con la rosca tallada a navaja.
Había llegado la revolución industrial a Sierra Morena y el enfoque empresarial coincidía en tres proyectos, preferentemente:
Fabricar anisados ante la catástrofe de las viñas producida por la filoxera, modernizar las almazaras y aprovechar las borras y aceites añejos para manufacturar aquel sano y honrado jabón verde.
El aguardiente, que dicen los entendidos necesita, amén de buenos ingredientes, unas caprichosas condiciones de altitud y clima para su destilación, lo lograba un anciano de pelo blanco menudo y pulcro llamado D. Anselmo Membrillo; y llaveros ruedan por ahí con su marca: Anís Euskadi.
Yo creo que se adelantó a su tiempo.
Otro alambique goteaba en el lugar, dedicado a extraer el poleo, romero, tomillo y demás yerbas aromáticas, aceites que exportaban al extranjero.
El propietario y alquimista era otro Don, don Manuel el de las esencias, viejecillo corretón y lúbrico casado con Dª María Pulió, águila abatida de un ladrillazo, que tenía un loro en el balcón que decía Jesús, María y José al que estornudaba, y los randillas habían enseñado a decir hijo de puta.
Los olivos, que aún no conocían a sus nuevos enemigos, el tractor y los insecticidas, producían cosechas con la tradicional vecería. Porque los insectos, los del campo, eran responsabilidad de los pájaros, y las moscas domésticas, antes de los pulverizadores a presión que huelen a tunas caras, se eliminaban de las casas con procedimientos más ingeniosos y atléticos; no se mataban, se las confinaba airadamente, se las expulsaba de nuestra sociedad. Abolida la pena de muerte.
El artilugio era decantado y perfeccionado por los siglos y consistente en una labor con reparto de cometidos y sincronización de movimientos: Primero se cerraban puertas y ventanas, quedando la penumbra necesaria para orientarse. Varias personas armadas de toallas,
delantales o cualquier trapo, sacudían con los brazos extendidos estas grímpolas, empujando con la acción del viento y el azote, a los infelices insectos cegados hasta la 
puerta de la calle, donde el verdadero jefe 
de la operación, estratega consumado, abría y cerraba la puerta con cadencia taimada, dejando entrar algo de luz a intervalos. Los animales enloquecidos en esta discoteca, se lanzaban a la calle por manojos, con el propósito decidido de nunca jamás.
Este procedimiento sin contaminación alguna, ganaba en rapidez y galanura al tirabuzón meloso de reconocida eficacia y que colgaba de la lámpara, siendo punto de cita del que por su untura peguntosa ninguna mosca volvía.
Nuestro caso motivo de estos desvaríos es el solero de Cartuja.
Volvamos a él. Vino aquel fenomenal Aljarfe en una plataforma especial del flamante ferrocarril de Madrid, Zaragoza y Alicante (M.Z.A.), remolcado por una maquinita como de juguete con muchos tubos de cobres dorados; dejó el vagón atracado al muelle de las piedras y se fue echando humo blanco.
Había acondicionada una zorra de macizas ruedas para su traslado y dos plumas de solidez comprobada, con cables y sogas para su carga y descarga.
Desde la noche anterior vivaqueaban catorce yuntas de toros en el ejido, en un ferial de paja, mugidos y carretas desenganchadas, con sus yugos mirando al cielo.
Era la fuerza motriz que arrastraría al pesado y quebradizo cargamento a su emplazamiento final.
La caravana, por no apechar la calle de la Palma, salvaría los cincuenta metros de cota de la estación del ferrocarril al molino, en el convento de los cartujos, faldeando por la carretera de Cazalla a la Cruz de Humilladero para entrar por la calle de los Cercos.
Ya entrada la mañana, con las plumas, palancas y rodillos los picapedreros dejaron montado el empiedro en la zorra y los catorce vaqueros espectadores en las tabernas próximas, uncieron sus yuntas al largo tiro de cadenas. Carreras, maldiciones, mugidos, tacos...pero ni los gritos ni las aguijadas ponían en movimiento al armatoste.
Alguien pinchó con la puya al boyero anterior y no a su buey y como la sangre andaba ya caliente, se abandonó al ganado y se entabló la contienda.
Rodaron los sombreros de ala ancha, desliáronse las fajas negras de flecos y se midieron lomos y nalgas con las picas.
A la mañana siguiente después de la solfa, y en un consejo lleno de insultos, acordaron que encabezara el tiro de la zorra, una yunta de vacas blancas y huesudas de origen norteño, que tiraban de los vagones del mineral en la Pirotecnia.
Triste humillación a los toros de la Jarosa.
La yunta minera con su experiencia y los retintos andaluces con su poder arrastraron la carga hasta su destino.
Me lo contó quien lo vio. Un viejo llamado el Rey que andaba arrastrando los pies a consecuencia de una perdigonada en la espalda y que vendía higos chumbos en la plaza del pueblo al ronco pregón de: ¿a quién se lo pelo?.

 
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