Va asociado con mis primeros recuerdos un complicado reloj que siempre nos miró y dio horas desde la última balda del aparador situado en el comedor de mi casa. Lo centraba una botella de anís con la forma de la Torre del Oro y un búcaro vidriado que nunca conocí que contuvieran nada. Sonaba a los cuartos y medias, y a las enteras que esperábamos en silencio, aparecían dos enanitos con unos martillos y golpeaban un yunque. Más lujoso que el conocido Cu-Cú, se prestigiaba de original y bueno, amén de su valor sentimental, por ser el mejor regalo de bodas de mis padres. Solo mi madre le limpiaba el polvo, y le daba cuerda cada dos días con un ritual lleno de veneración y cuidado. Su exactitud era contrastada diariamente por mi padre. A mí, me producía un cierto cansancio su tiranía, y era empachosa la risita perenne de los dos bobalicones duendecillos asomándose periódicamente a la misma faena; además me resultaba pueril y cateta la complacencia de mis mayores ante las alabanzas de las visitas y el asombro de los niños. Lo acababa de prestigiar una inscripción en alemán llena de consonantes, que supongo sería la marca, modelo o nombre del constructor, y que mi padre leía con acento que envidiarían en el mismísimo Holstein. Pues este ingenioso artefacto impasible como máquina que era, presenció los cambios habidos en mi casa con el paso de los años. Murió mi madre, se cerró más mi padre en sus asuntos y yo crecí reafirmándome en mi criterio sobre el reloj. Tomó mi padre el relevo en la atención de este. Nadie más lo limpiaba y daba cuerda, acentuando su huraña soledad sobre todo en este menester. Una noche, el reloj se paró. En realidad, lo que se paró fue toda la casa. Fue otro duelo sin lágrimas, muy quedo, pero de una gran profundidad, tanto más honda, cuanto que no había explicación ni lamentaciones. Viendo el daño que su inmovilidad y silencio hacía a mi padre, en una de esas comidas, mano a mano con el sorber de la sopa como único ruido, le insinué tímidamente la idea de llevarlo a un relojero. Si las miradas dieran la muerte, allí hubiera yo caído fulminado. Me entrilló entre las gruesas gafas y las peludas cejas con sus ojos, y con voz ronca me espetó que mejor quedaría así, ya que no confiaba en nadie para entregárselo. El tiempo siguió corriendo cada vez más alocado, y me hizo crecer, pero sin desenterrar mi tímida inferioridad ante mi firmísimo padre. Conocí por aquel tiempo a un amigo que me causó gran admiración, quizás porque le sobraba algo que a mí me faltaba. Era un hombre decidido, de gran personalidad y sin pudor a equivocarse. Entre otras habilidades, lo arreglaba todo y siempre me convencía y apabullaba. La idea me saltó como una liebre en el campo, y la fui madurando poco a poco hasta darle forma. No vacilé en poner a mi amigo en antecedentes de mi plan, que me parecía tan peligroso en su ejecución, y que él consideró fácil y seguro. El Martes, mi padre faltaría casi todo el día; volvería en el tren de las diez de la noche, disponiendo de doce horas consideradas muy sobradas por mi entrañable compinche para su cometido. El Sábado, cumpleaños de la muerte de mi madre, le entregaría a mi padre el reloj reparado con sus duendecillos dando martillazos, gracias a la pericia de Raúl, que así se llamaba. ¡¡¡No fallaría, no fallaba nunca, se lo entregaré como nuevo!!! Aquella noche no dormí bien. Soñé con enanos, ruedas dentadas y con la cara enfadada de mi padre. Pero como todo pasa en este mundo, llegó el día, marchó mi padre | y tras él yo con el reloj en una caja de zapatos a casa de mi amigo, quien ya me esperaba en su taller ante una mesa repleta de tuercas y herramientas. No dudó un instante, y con esa vivacidad tan suya, se lanzó a destripar al aparato de tal manera que me dio un vahído. No paraba de hablar; esta rueda sirve para esto, este trinquete para aquello...Y yo, próximo a caer al suelo, disculpé mi presencia arguyendo mi inutilidad. A las dos horas volví y hallé con horror la mesa repleta de las entrañas de mi reloj, en asqueroso concubinato con las cien mil otras cosas que antes vi, y Raúl ausente. Pronto volvió de arreglar un plomillo, y con un golpe amigable, y un vamos a terminar esto, comenzó de nuevo a ponerme al día sobre los defectos del chisme, pues a su parecer los materiales eran de baja calidad. La causa de la avería, desde luego, la tenía el complicado y torpe sistema de los cuartos, que convenía suprimir y que ello no iba a notarse prácticamente. Accedí, no sin disgusto, a la simplificación y comenzó el montaje, yo paseaba nervioso observando cómo se acercaba la hora de comer sin finalizar el trabajo, mientras el mecánico no dejaba de hablar, reír e insultar a los artesanos antiguos, por la forma de complicar la vida. Poco antes de comer descubrió que la pieza que empujaba a los enanos, se había perdido. ¡No en su casa!, que sobre la mesa estaba todo, sino sabe Dios cuando y donde, por lo que los golpes en el yunque lo darían los enanos en las tinieblas de su receptáculo. ¡Todo esto si a mí me parecía bien! Aquí hice propio aquello de ¡¡Dios mío, siquiera como estaba!! Después de comer, y tras una interminable charla con otro amigote sobre una escopeta, me animó diciendo que iba a terminar la chapuza, pues le esperaba la mujer del alcalde para arreglar un grifo. ¡Para qué cansar más! A la puesta del sol volvía a mi casa con el alma en los pies y el corazón helado, llevando en la caja de zapatos mi mutilado reloj con duendecillos sueltos, la esfera descascarillada y en paro total. ¿Qué le diría a mi padre?, ¿No sería mejor huir de casa?, ¿Cómo había sido tan necio?, ¿Repercutiría en la salud de mi padre este tremendo disgusto? ¡Mejor sería me recogiera Dios ahora mismo...! y así eran mis reflexiones. Decidí ponerlo en su sitio y así alargar el momento de su descubrimiento en lo posible, ya que había notado últimamente que mi padre era menos meticuloso y asiduo en su limpieza. Dicho y hecho; lo aparejé como mejor pude y lo situé en su lugar habitual con una astuta desviación para enmascarar los desperfectos. Dios aprieta, pero no ahoga y el tren llegó con retraso, oportunidad que agarré para estar en la cama a su llegada y mañana será otro día. ¡Si el encuentro a la hora del desayuno lo supero, pensé mientras se acercaba al comedor, soy un kamikaze! Estaba mi progenitor pensativo mirando hacia el aparador donde el cuerpo del delito mostraba toda su miseria, cuando yo con voz que no me salía del cuerpo, le di los buenos días. Me devolvió el saludo mirándome fijo, y despacio en un tono que jamás le había oído, me añadió que tenía que hablarme. A punto estuve de caer de rodillas; si no lo hice, fue porque ya estaba sentado y era incapaz de movimiento. No espero, decidí, confesaré de plano y lo que haya de ser, cuanto antes mejor… es peor esta agonía...y balbuceante le pormenoricé de cabo a rabo mi odisea ante su asombrado silencio, que rompió tras una pausa para decirme con un sollozo... ¡¡¡lo que iba a decirte hijo, es que me caso…!!! |
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AutorAsociación Cultural LA MEMORIA PRODIGIOSA.
José Mª Durán Ayo ARTÍCULOS DE José Mª Durán Ayo MÁS ALLÁ DE MI MEMORIA. José María Odriozola Sáez CUADERNILLOS DEL ARCA DEL AGUA. Luis Odriozola Ruiz Archivos del blog por MES
Noviembre 2022
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