De la caseta de peones al puerto y por las cunetas, arreaba a unos pavos siempre precedidos por uno más voluminoso del que guindaba una cencerrilla. Completaba el estrecho hato, una cabra rezagona y un perrillo endino. En el invierno era un rebujo de paños pardos, y en el verano un espantapájaros con sombrero de paja. Así se reparaba desde la carretera, y ¿a quién interesaba más? Debía ser familiar del peón caminero que asistía aquel tramo de arrecife empolvado, y año tras año, su meñique figura se iba concretando, y el semblante se lo endurecía el desecar de los soles y los cencios del alba. Cuando yo decidí comprar el pavo, estos accidentes y su probable climaterio, habían transformado a esta mujer en una esbelta coscoja. Fugitiva de todo contacto humano, negaba el saludo, mantenía el gesto hosco bajo sus crines entrecanas, y huía despavorida ante la presencia de la guardia civil. Para mí, era una cretina rural. Buenos pavos, sí tenía, pero como el del aljaraz que avisaba a la tropa, ninguno, y por ello lo solicité. Cuidando el trato andábamos el peón con la peona y yo en la talanquera del huerto, cuando como de la tierra brotó la Ana que había estado a la escucha tras la tapia, quién con horribles aullidos y parajismos, quebró la armonía del acuerdo y me obligó a despedirme sin lograr el garullo. Yo me fui molesto y ellos quedaron confusos y avergonzados. No pasarían dos días de que esto ocurriera, cuando Cristino el peón caminero, me llevó el animal a casa envuelto en disculpas por el desplante de su cuñada Ana; Ana la Pavera. Más tarde en la taberna insistió reiteradamente en su descargo y de forma deshilvanada me narró la historia que justificaba sus desequilibrios. Ana era una niña normal a los trece años, que, junto a sus padres, y en el último año de nuestra guerra civil, vivía en un pueblo de Levante. Este villorrio fue conquistado penosamente y ocupado por tropas marroquíes en una orgía de sangre y disparate... había llegado el jinete de la guerra. En la barbería del padre de Ana, mientras tres magrebíes violaban a madre e hija, otro | obligaba con el mauser encarado al barbero, a rasurar la barba de otro hijo de Mahoma. Fueron los gritos de las mujeres los que atrajeron a un teniente de regulares, quién ante la escena, no dudó en ejecutar a los tres forzadores en el acto. Mientras el padre de Ana degollaba al que afeitaba, el último de ellos al huir, lanzó una granada que cerró la tragedia matando al barbero e hiriendo al oficial. A partir de aquí los acontecimientos, si fueron menos precipitados y violentos, no dejaron de poseer la dureza necesaria para que Ana fuese capaz de salvarlos sin detrimento. Quedó la niña embarazada, hízola abortar la madre y enfermó gravemente. Lentamente se repuso el cuerpo, pero su cabeza quedó tarada y su boca muda. Lo demás ya era presente, murió la madre y lo que recoge el bueno del peón, es una vieja de veinte años, que, según sus palabras, poco ruido da, es como una niña.... Quedé entristecido por aquella amarga historia y rumiando cómo la desgracia se ceba a veces en los seres más sencillos. Decididamente su reacción ante el trato del pavo, fue el de una niña a la que le venden su juguete, y para reparar en lo posible el daño que yo pude hacerle, decidí regalarle... ¡Pues lo que se le regala a una niña!: una muñeca. Así lo hice, compré una graciosa muñeca de trapo y la metí en el coche para aprovechar la primera ocasión y dársela. Varios días pasaron y no la vi por su eterno pasturaje ni a ella ni a su rebaño, hasta que al fin la sorprendí sentada en el pretil de la alberca a puertas de su casa. Con miedo de que no comprendiera o que guardara resentimiento, me acerqué despacio y le ofrecí la caja con el juguete. Miró sin expresión y la tomó en sus brazos... ¡pero no la abría! La destapé para que viera su contenido sin perder detalle de sus gestos. La acunó en sus brazos como una madre, y sin mirarme se fue con ella a la caseta. Satisfecho por el resultado ponía el coche en marcha, cuando la vi venir a mí gritando. Desconcertado esperé cualquier cosa...menos lo que ocurrió. Se abrió la bata enseñando un pecho sin senos, y de entre las costillas que parecían cuadernas de un barco varado, extrajo una estampita de la Inmaculada que me ofrecía con el brazo extendido. |
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AutorAsociación Cultural LA MEMORIA PRODIGIOSA.
José Mª Durán Ayo ARTÍCULOS DE José Mª Durán Ayo MÁS ALLÁ DE MI MEMORIA. José María Odriozola Sáez CUADERNILLOS DEL ARCA DEL AGUA. Luis Odriozola Ruiz Archivos del blog por MES
Octubre 2022
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