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38) LAS ALBERQUILLAS

6/4/2021

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Don Pablo
Don Félix
Y Don Manuel
 
Eran tres arcaduces de una noria aristocrática que subían y bajaban de las Alberquillas al pueblo, revistando a los eucaliptus del Espino que forman en línea con uniformes de gala.
En verano se tocaban con alpargatas de esparto y canotier, dejando al cuerpo el rayadillo de los driles ingleses.
Al invierno lo sorprendían con sus botas de mineros, los flexibles grises y los paños de Manchester, a la moda del príncipe de Gales.
Sus tres bastones de espino con regatón de hierro, trazaban arabescos en el aire, al ser blandidos elegantemente por sus dueños.
Eran tres gentelmans de Cantabria educados en Centro-Europa a principios del siglo pasado.
Aterraron por sierra Morena al olor de las piritas tan solicitadas en la primera guerra mundial por la rubia Albión, y, en su escritorio, sobre una monumental máquina de escribir Royal, navegaba en un hermoso marco la imagen amarilla de un vapor de su propiedad de alta chimenea, hundido por los submarinos prusianos.
A semejanza de Lord Byron, se domiciliaron en una huertecilla que trasformaron en quinta romana con pérgola de buganvillas y palo borracho. El aviso de la visita lo delataban las chinillas del paseo y el ladrido de un mastín llamado Well-Come.
Yo acompañaba a mi padre en la convalecencia de la escarlatina, para que, con el ejercicio de recoger las pelotas del frontón, se me acrecentaran los apetitos y expulsara las miserias. Y al agotarnos los menores en la búsqueda de las pelotas de la cesta-punta y en la colocación de los bolos, del revellín de la chimenea nos sacaba Don Manuel un policromado y precioso tren de gran tamaño y realismo.
Allí en las Alberquillas, se daban cita el propietario, el médico, el industrial, el farmacéutico... todas las fuerzas vivas en escogidos saraos, amenizados por el violín que rascaba Don Félix y el piano aporreado por mi padre. Mientras, la gente menuda jugábamos en el frontón o admirábamos los peces de colores del estanque.
Nos embelesaban las narraciones de sus continuos viajes a Inglaterra, Alemania, Bélgica... de donde regresaban con exóticos personajes como aquel ingeniero que comía las naranjas con cáscara...
Con frecuencia paseaban por aquel paraíso donde vivíamos al que llamaban Huerta Cataño. El caminillo de las palmeras y los rosales que mimaba el bisabuelo, era sus delicias y por él subían hasta el mirador acompañando a mis tías y haciendo paradas fotográficas. Ya por entonces me parecía que Don Pablo rondaba a la tía Claudia.
​
Era un nutrido grupo de señores con frecuencia renovado por técnicos extranjeros... Recuerdo a uno holandés que hurgaba en la mina de los Conejos y era muy amigo de mi abuelo. Grandote, simpático y  comilón, me sobornaba con una peseta solo por llevarle a los pies del limón dulce; se apellidaba Van Derbrokens y en los bolsillos
las almendras no le faltaban.
El administrador de la casa Krupp, que tenía las oficinas cerca de la estación del ferrocarril, también era de la reunión y acompañaba a Elisa, una guapa moza que abrigó por novia. Le llamaban Don Fritz y cuando lo reclamaron de Alemania, dejó el pozo repleto de botellas de cerveza, de tantas como se le caían del cubo donde las refrescaba. Después se descubrió más. En aquel lugar, una hermosa casa de pueblo, se constituyó una logia masónica que tuvo por venerable y orador a su futuro suegro.
Mandiles, compases, delantales, triángulos y un atril retorcido, muy poco hace salieron a la luz. Su objetivo era opuesto al del otro grupo minero de las Alberquillas.
La familia Mac-Lennan siempre era esperada con asombro. Lo componía un matrimonio con su hija y todos parecían de la misma edad. Muy altos, muy rubios, muy educados, venían periódicamente y por todo daban las gracias.
Vestidos de blanco, con sombrilla y abanicos, pamelas y gasas, eran un óleo de Reynolds.
Así pues, todos dábamos por hecho que en las Alberquillas se quedaría Dña. Blanca, que tal era el nombre de la hija. La duda era: ¿con Don Manuel o con Don Félix? Y ocurrió lo que tenía que suceder. El verano andaluz encendió la rosada piel de Dña. Blanca que enfermó de insolación
y los dos hermanos, solterones, desarmados ante la dulzura de la enferma, solicitaron su mano, no se sabe en qué orden.
Don Félix era más alto, Don Manuel más graso, Don Félix más seco, Don Manuel más íntimo... pero los dos, hombres de mundo, comprendieron lo que había ocurrido y fraternal y caballerosamente se cedieron el sitio. Y Dña. Blanca regresó a Escocia curada de un sofocón y atenazada por otro.
Las minas unas tras otras pararon; el vino y los aperitivos en las Alberquillas bajaron de calidad y la Niña Chica, la criada vieja, siguió durante algún tiempo intentando hacer el milagro de mantener las atenciones tradicionales a los invitados.
Sostenían los tres hermanos su pobreza vergonzante con gran dignidad, cuando enfermó Don Pablo, que murió con la novia en la cabecera y un círculo de amigos más estrecho... y siguió bajando la calidad del vino.
Murió Don Manuel casi en familia y se acabaron los guateques y los amigos.
Don Félix quedó solo en su carmen desmantelando las instalaciones mineras y simultaneándolas con largas ausencias. Un buen día apareció Dña. Blanca, se habían casado en Bilbao.
En realidad, eran dos carcamales, pero nos alegró, porque ya sabíamos que él era el preferido.
Después...los expulsaron de la quinta que ellos fabricaron y nunca se preocuparon de comprar.
Allí quedaron las buganvillas, el árbol de la goma, el palo borracho, los peces de colores y Well-Come enterrado al pie de un tilo plateado. El último de los Latorre murió asido a la mano de Dña. Blanca en casa de su antigua criada, la Niña Chica, que le cedió su habitación.
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