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40) MI ABUELO TENÍA UN MOLINO

8/4/2021

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Mi abuelo tenía un molino de viga, obscuro, fresco, silencioso, con un denso olor de aceite virgen. Allí era fácil verle recostado sobre una pila de capachos sin estrenar, contrastando su regordeta figura vestida de negro sobre el inmaculado crudo del esparto.
La huella firme de sus botitos de fuelle quedaba marcada de un día para otro en el borujo caliente, derramado de las espuertas camino hacia la troja.
Las discretas visitas a la almazara avivaban el ritmo de trabajo de Alfredo y Joseito, los molineros, y el tono bondadoso y socarrón de su voz, espoleaba al burro que remolcaba el rulo con los ojos tapados.
Como lazarillo travieso le acompañaba para evitar que tropezara en las penumbras, o metiera las piernas en una de las tinajas empotradas y a ras del suelo donde reposaba el aceite, pues los azules y honrados ojos de su juventud, los habían maltratado los años hasta dejárselos casi
blancos y con escaso aviso.
¡¡¡Mi abuelo tenía un molino de aceite, un bigote blanco y le gustaba al amanecer, desde su sillón de mimbre, atender al chachareo de las golondrinas!!!
Era en el invierno cuando más disfrutábamos de nuestra compañía, ya fuere por el frío, que me obligaba a buscar su cálida humanidad, o en la candela con sombras, ante la que me narraba cuentos de viejas, quisicosas rurales y sucesos olvidados. Y digo disfrutábamos porque él necesitaba de mi mano para andar y de mi ingenuidad para reír.
Al alba, cuando ya había matado el gusanillo con un harapo, entraba Antoñín el mulero a sacar la ceniza y a prender con las ascuas al nuevo trashoguero de la chimenea… aparecía Felisa malhumorada con un café solo y a veces... yo, que me acurrucaba tiritando en los brazos del viejo espabilado por las tachuelas del gañán.
-¡Hoy es día de migas!, ¡Que traiga Felisa sardinas!, me decía en la mañana desabrida, de brumas y lluvias, de calles solas y tristes lamentos del viento, convirtiendo la desolación en fiesta.

Y venía Antonio el hortelano con la sartén de rabo largo, que ante mi noticia de que ya olía, volteaba la torta a la altura de la tolva y la recogía sin perder migaja, cambiada la cara por el revés. En el borrajo, las sardinas de Peliche, y a la boca de un belez, el abuelo dirigiendo la recuperación de un gato naufrago en aceite, que tenía por salvavidas una cántara que no acertaba y al que el patriarca insistía ¡¡Haz diligencia!!
En la candela el hortelano repitiendo una vez más que no toleraba las migas, por habérsele estropeado el estómago el beber meados de caballos en la guerra de Cuba...
​Mientras el abuelo repasaba con el maestro molinero las cárceles y vírgenes, el resto nos concertábamos para hacer girar las aspas del husillo haciendo correr, aceite y bejina, que, al aflorar la viga y colgados de sus brazos, nos hacía rotar vertiginosos como en un tiovivo.
Al atardecer, las bestias de albarda y algún carro o carreta animaban con gritos y juramentos el nutrido cotarro en la descarga de las aceitunas y colmaban el algorín de sacos pringosos.
Me gustaban los sábados, y de esto sacaba también provecho, asistir a mi abuelo en el pago de los jornales. Esta operación la ejercía desde un sillón frailero con la mesa de camilla por pupitre; y sobre el hule una caja de madera, lugar del dinero, un tintero con pluma de bayoneta y una libreta negra donde todo estaba reflejado. Se calaba los quevedos que alternaba con unos impertinentes y enfadado con sus ojos que no le respondían, solicitaba mi auxilio con frecuencia para no pagar con setenas.
El billetillo de a peseta más aseado era mi recompensa, pero por poco tiempo, pues para eso estaba mi madre alerta que me lo arrebataba, calificando la liberalidad del abuelo como un contra Dios.
Ante la besana me preguntaba... ¿va derecho el surco? Bajo los naranjos y las palmeras..., ¿se ve fruto? En el gallinero... ¿Ha sacado ya la clueca?...
Venían en el verano las tórtolas a los almendros, las chicharras a los olivos y los jilgueros a los naranjos; y para beber, todos los pájaros, incluidos los desvergonzados gorriones domiciliados bajo las rojas tejas del convento de la cartuja. La tajea enladrillada que desde la fuente del Cu-cu abastece la casa, la tenían por abrevadero y balneario. Y la era para jugar y sudar, y el pilar donde se abuzaban las caballerías repleto de verdín y avispas, para refrescar. ¡¡Ay la era...!!
Algunas veces cuando el sol rojo como un tomate se escurría tapándose con las palmeras, el viento solano nos acercaba de la parva el canto de la trilla que decías Joseito:
 
¡¡Esa mula alazana
que está en la era...
ay, la hija del amo
si me quisiera...l!
 
De meseguero hacía pepe Carretilla, peludo, renegrido y vigoroso de quién me contó el abuelo luchó toda una noche con un mastín rabioso hasta acogotarlo.
Bieldos, palas y rastrillas para aventar y juntar el grano, es oficio de maestros; pero el trillo, el trillo de “cometa”, es como navegar.
Tiraba del trillo de mi abuelo una yegua blanca a la que le sobraba el nervio y con la que era difícil guardar el equilibrio en la plataforma, ni aún sentados, por lo que cada dos por tres, Bero y yo que nos la disputábamos, andábamos enterrados en el balaguero.
Ya cansos, al lubricán, me señalaba la magnolia donde todos los años cuelga el nido la oropéndola.
Bero, era el hijo del zapatero, del "Sordo" que se acomodaba en la era por la comida para en la siesta del viento, velar golpeando un latón ahuyentando a los pájaros.
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